Escribe: Marco Rivera
(Interzona 2, Junio 1998)
El Elocuentes denominaciones designan esta exuberante música de salón ("lounge") de los 50s y 60s: exotica, easy listening, space age bachelor pad music. En los hechos, se trata de una audaz psicodelia muzak con un planteamiento sónico auténticamente radical y arriesgado, no porque se la pasen regando destemplados alaridos a discreción sino por su alucinante aprovechamiento de las posibilidades ofrecidas por la tecnología de grabación de aquellas pujantes y lejanas décadas. Bichos raros como Martin Denny, Les Baxter y el pianista/arreglista autodidacta de origen mexicano Juan García Esquivel concibieron, en medio del pintoresco e ingenuo optimismo histórico yanqui de postguerra, una disparatada apropiación/mezcla de músicas étnicas diversas (antes que Byrne, Simon o Gabriel) para configurar un sonido de aventura que, reinterpretando lúdicamente desde las coordenadas de la vilipendiada "música melódica" (ésa que podrías escuchar en el supermercado o en un ascensor) temas de repertorio popular, lleva de paseo a tu cerebro hacia otras dimensiones. Música con la que tus viejos o abuelos bien podrían haberse metido una alucinada brava en sus años mozos. Tributaria de la fascinación por la tecnología típica de la época y fuertemente ligada a la cultura estereofónica entonces vigente, la música exotica era la que daba a los jóvenes jugadores la ocasión de lucirse ante sus potenciales víctimas con su nuevo tocadiscos o las bondades de su piso de soltero. La dupla formada por los álbumes Infinity in sound 1 y 2 (originalmente editados en 1960 y 1961, respectivamente) del maestro Esquivel constituye uno de los momentos culminantes del género. Ambiciosos y sónicamente aventurados (me atrevo a decir, sin ánimo de exagerar, que con audífonos puestos estas gemas dejan chiquitos a discos-fetiche de la psicodelia como el Sgt, Pepper's o el Their Satanic Majesty..., en el fondo lastradas por una concepción tosca y rudimentaria del diseño aural), los dos Infiinity son el fruto del acercamiento de Esquivel a la RCA, que puso a su disposición los mejores músicos de sesión, lo último en equipos de grabación, carta blanca para las decisiones creativas y un equipo de producción de lujo. Lo que testimonian estos discos es la revolución del papel de arreglista, que pasa de ser un vampiro/caficho de la imaginación ajena y mero perpetrador de clichés derivativos para fácil consumo popular, a cerebro creativo que imprime inquietísima vitalidad al concepto de orquesta, extremando sus posibilidades expresivas hasta niveles palpitantemente desconcertantes. Trippy y cool treinta años antes de Massive Attack y Portishead o, como dicen los críticos, toda una disneylandia para los oídos. "Raras atmósferas", "tapices tonales", "variedad caleidoscópica" (cito las fundas de los discos originales) son los principales argumentos de estas maravillas deliciosamente atípicas, cuya minuciosísima atención a los arreglos encuentro análoga al detallismo esquizofrénico de los cuadros de Hyeronimus Bosch. Así, imaginación y fantasía dan la clave para acercarse a este fenómeno musical que pondrá a prueba tu aguante de fanático. Música para los dibujos animados privados de tu pantalla mental disparada a ritmo frenético desde trincheras de percusión alocadamente miscelánea (“Music makers”, “Anna/El negro zumbón”), con pinceladas de aceitoso dinamismo, atestiguado por los cambios de ritmo de “Take the “A” train” o “Who’s sorry now?” tributarios de la tradición splatter de los soundtrack de los Looney Tunes de la Warner y seguramente inspiración para las políticas arreglísticas vertiginosamente esquizofrénicas de kamikazes estilísticos como el avantjazzero John Zorn. Coros a veces absurdos (los “zummm-zumm-zumm” de, por ejemplo, “Johnson rag”, marca de fábrica de la onda Esquivel), a veces fantasmalmente escalofriantes (una soberbia “Harlem nocturne”) y ultraterrenos (“Time on my hands”). Todas éstas son las herramientas básicas con las que Esquivel recrea (en toda la extensión del término) una colección de standards del jazz, el mambo, la canción popular norteamericana, el bossa nova, traduciéndolos a coordenadas radicalmente ajenas a las expectativas del oyente y obteniendo un producto musical desconcertante, que suena a venido de otro planeta. Hoy (reeditada en buena parte su obra vinílica norteamericana en el sello rockero Bar/None –alguna vez patria discográfica de Yo La Tengo o They Might Be Giants), superados los ridículos prejuicios que lo sumergían en la ignominia, sus inquietos discos conquistan merecido reconocimiento, con la abierta reivindicación de la prensa especializada y la comunidad de músicos misma, como atestigua el impacto que su producción visionaria ha producido en bandas como Combustible Edison, Stereolab, Mike Flowers Pop, Komeda o Squirrel Nut Zippers.