por M.M. Philipon. O.P.

En otro tiempo la hagiografía se complació en describirnos las mortificiones sangrientas. Un santo era un ser que no comía, que nunca tomaba vino, que pasaba las noches en vela y en flagelaciones de todas clases, que mataba su cuerpo o lo reducía a dura servidumbre, en beneficio de la sola vida del alma. Ningún error más nocivo que éste.

Este prejuicio explica la sonrisa escéptica con que fue acogida la "Historia de un Alma" en ciertos monasterios y en alnos medios piadosos, o por sacerdotes venerables y superiores meritísimos: "Santidad de agua de rosa —pensaban— que pronto pasará".

La Iglesia ha juzgado de mu distinta manera. Teresa está en los altares y su invitación a la santidad, respaldada por la voz de los Papas, se ha escuchado en todo el mundo. En pos de ella, multitud de "almas pequeñas", generosas, sonrientes y heroicas, han avanzado resueltamente hacia las más elevadas cimas de la perfección cristiana, y en el mensaje de amor de Teresa han encontrado un eco fiel de las enseñanzas de Cristo y del más puro Evangelio.

Ahora bien, la gran Santa de Lisieux decididamente ha dejado a un lado lo que ella misma llamaba, según el lenguaje usual: "las maceraciones de los santos". Desconfía de ellas y, salvo casos excepcionales, se muestra claramente opuesta a ellas. Teresa creyó al principio que debía entrar en el camino de las grandes penitencias.

"Sentía atractivo por la penitencia —nos dice—; pero no me concedían nada que pudiera satisfacerlo. Las únicas mortificaciones que me permitían eran mortificar mi amor propio. LO QUE ME HACÍA MÁS BIEN QUE LAS PENITENCIAS CORPORALES".

Más tarde obtuvo al fin permiso para entregarse a mortificaciones más duras. No contenta con las disciplinas de regla en uso en su Carmelo y que gozosamente se imponía hasta la sangre, quiso llevar sobre el pecho "una cruz erizada de puntas de fierro". La pobre se enfermó a causa de estas mortificaciones; pero, en lugar de despecharse al comprobar su impotencia, como tantas almas soberbias, demasiado llenas de sí mismas, se contento con observar, con una intuición profunda de los caminos de la Providencia: "Está claro que las grandes penitencias no son para mí. El buen Dios sabe que las deseo; pero nunca ha querido que las realice; de lo contrario no me hubiera enfermado por tan poca cosa".

Teresa tuvo el tino de ver en este fracaso y en esta impotencia una indicación providencial para ponerse a buscar la santidad por otro camino. Cada vez se apartará más del camino de las grandes mortificaciones. "La vi aplacada a la mortificación, siempre con más sencillez y moderación, a medida que se aproximaba al fin de su destierro", declarará la Madre Inés.