Lo primero que advierte Edgar C.
Otálvora, biógrafo de Juan Pablo Rojas Paúl (1826–1905), es que
su personaje, contra la leyenda que lo ha rodeado, tiene “peso
histórico por sí mismo. Es algo más que un apéndice poco grato
del guzmancismo.
Su trayectoria política duró 15 años más, luego de finalizado su
gobierno de dos años. Cuando Guzmán Blanco muere en su querida
París, Rojas Paúl aún permanecía activo en los cambios políticos
venezolanos del año 1899”.
Y a partir de esa afirmación, Otálvora, graduado de economista
en la ULA y posgraduado en Historia de América Contemporánea, en
la UCV, se dedicará a lo largo de 134 páginas, a demostrar que
efectivamente Rojas Paúl fue mucho más que un adulador de Guzmán
y pieza de éste en la maraña de intrigas de la segunda mitad del
siglo XIX venezolano. Ésa es la historia que recoge la décima
entrega de la Biblioteca Biográfica Venezolana, colección
dirigida por Simón Alberto Consalvi y editada por el Banco del
Caribe y El Nacional.
La minuciosa investigación de Otálvora nos entrega un fresco de
las maquinaciones que entretenían al mundo político caraqueño
desde los días en que, a los 23 años y antes de concluir sus
estudios de Derecho, Rojas Paúl comienza a trabajar como maestro
de gramática y, por tanto, empleado del Ministerio de
Instrucción Pública.
En 1855, ya abogado y con breve trayectoria de litigante, es
nombrado ministro del Interior con carácter de interino. Ya
nunca se apartará Rojas Paúl del quehacer público. Para 1883,
con 56 años de edad, “era considerado”, dice el biógrafo, “como
el eficiente operador de las finanzas públicas del régimen,
actuando en los más altos escalones de la dirigencia política
venezolana”.
Paz, legalidad y concordia
En 1888, Rojas Paúl llega a la Presidencia de la
República. Así describe el biógrafo tal encumbramiento:
“El primer civil, en cinco décadas, que era electo por
procedimientos constitucionales.
Desde el nacimiento de Venezuela en 1830, sólo el doctor José
María Vargas había sido electo Presidente sin detentar grado
militar alguno. Y los recuerdos no resultaban halagadores:
Vargas fue depuesto poco tiempo después de asumir el cargo”.
–En 1888 –continúa Otálvora– llegaba a la Presidencia un hombre
de reconocida trayectoria pública. Maestro, profesor, abogado,
administrador, cercano a las alturas del poder desde varias
décadas atrás. En algún momento de su vida pública, la guasa
popular le colocó el mote de “caregallina”.
Se le sabía amigo de las fiestas de salón. Como miembro del
entorno guzmancista se había hecho construir una casa campestre
en el pueblo de Antímano, en las afueras de Caracas. Sentía
desdén por los llanerísimos toros coleados que tanto
entusiasmaban a los Monagas y a Joaquín Crespo.
Y, pese a la gran influencia que la masonería tenía en aquellos
días, al contrario de Guzmán Blanco, Joaquín Crespo o Raimundo
Andueza Palacios, Rojas Paúl no era masón. En contraste, tenía
fama de católico practicante...
Con ese equipaje, Rojas Paúl va a tratar de labrar una gestión
de sello propio. En su primera alocución al Congreso Nacional
anuncia que su programa de gobierno va a sustentarse sobre la
paz, la legalidad, la concordia y la firme dignidad en la
política interior y en las relaciones exteriores. “Ofreció”,
apunta el biógrafo, “ferrocarriles, el fomento de la industria
nacional, interesarse por la prosperidad de los estados y por la
honradez en la administración pública.
(...) Auguró la paz pública y el ejercicio de la libertad.
Invitó a todos los venezolanos a secundar su gobierno, olvidar
las divisiones surgidas del debate electoral, y anunció el
comienzo de la ‘vida puramente civil’ de Venezuela’”.
La rareza civil
Ya se sabe que no es cosa fácil lograr que “todos” los
venezolanos secunden un gobierno. A Rojas Paúl le tocaría lidiar
con toda clase de conflictos y fuentes de mortificación.
Guzmán Blanco y Joaquín Crespo serían motivo constante de dolor
de cabeza. Esta biografía tiene un capítulo estelar, titulado
“Acuerdos de La Rotunda”, en el cual se narra el último
alzamiento de Crespo y la persecución en barcos del insurrecto,
que culmina con la detención y reducción de éste. Es un capítulo
lleno de interés e incluso emoción (que no es el registro
predominante en la vida de Rojas Paúl, enredada casi todo el
tiempo en los mediocres tejemanejes de los voraces del poder que
no tienen más proyecto que perpetuarse en él y sacarle todo el
provecho posible para sus personas y patrimonios).
En marzo de 1890, Rojas Paúl le entrega el coroto a Andueza
Palacio, con lo que se convierte “en el primer civil de la
historia republicana venezolana en concluir el período de
gobierno para el cual había sido electo constitucionalmente.
Habría que esperar 74 años más para que el país presenciara un
acontecimiento similar”. Después de ese traspaso, le aguardaría
un destino muy trajinado pero poco lucido: los consabidos
pugilatos para retener algo del poder perdido, para amasar
influencias y, en fin, para hacer de jarrón chino. En eso
estaría, con intensa peripecia (siempre inconsistente) y mucho
de trashumancia por el mundo, es decir, por los exilios, hasta
su muerte, acaecida el 22 de julio de 1905 en Caracas. Tenía 78
años. |