
Carta
a Roberto Fernández Retamar
Sobre
"Situación del intelectual latinoamericano"
Carta aparecida originalmente
en Casa de las Américas, VIII, Nº 45, La Habana, 1967, luego
en Último Round y Obra Crítica /3
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Saignon (Vaucluse), 10 de mayo de 1967
A Roberto Fernández Retamar en La Habana
Mi querido Roberto:
Te debo una carta, y unas páginas para el número de la
Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano
contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta más
sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde un
papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas
cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya
sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces
que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después
de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos,
con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo,
reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos
días en enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás
entre tú y yo.
Prefiero este tono porque palabras como "intelectual" y
"latinoamericano" me hacen levantar instintivamente la guardia, y si
además aparecen juntas me suenan en seguida a disertación del tipo de
las que terminan casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas)
en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica,
y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y
novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios,
es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para
comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual
latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años
esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en
elevar los hombros hasta tocarme las orejas, creo que los hechos cotidianos
de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal,
esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los
juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme
un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por
serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias me
sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda
claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente
como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean
las razones determinantes de mis palabras. El que mis libros estén presentes
desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible
de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un
país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir
y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos
concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto
personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde
Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva
de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro
a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana,
y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor,
debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas
de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado
muchas veces mi "alejamiento" de mi patria o, en todo caso, mi negativa
a reintegrarme físicamente a ella.
En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema
del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la
justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo
subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí
donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva
diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica
del challenge and response cotidianos que representan los problemas
políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso
inmediato de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso
humano se vuelve por decirlo así más planetario, opera por conjuntos
y por síntesis, y si pierde la fuerza concentrada en un contexto inmediato,
alcanza en cambio una lucidez a veces insoportable pero siempre esclarecedora.
Es obvio que desde el punto de vista de la mera información mundial,
da casi lo mismo estar en Buenos Aires que en Washington o en Roma,
vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de información
sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de sobra hasta
qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu país,
forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar
e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega
tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu
pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto
porque tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla
no es fácil atender a otra cosa que a la línea de fuego.
No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad
de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la
universaliza; pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales
que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial, actúan por así
decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y principios
universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una manera
de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos,
en las "ciudadanías del mundo" entendidas como un medio para evadir
las responsabilidades inmediatas y concretas -Vietnam, Cuba, toda Latinoamérica-
en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso; sin embargo,
mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos ocurre
a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier cuadrante
de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido
de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido
escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que
llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a
suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual,
que era la mía hasta entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales
argentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las
causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien
claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de parangón)
creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión
des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta convicción
me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan
por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre
en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de
compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia
que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no se
salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas
argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas
de molino subliminales de la United Press y las revistas "democráticas"
que marchan al compás de Time o de Life.
Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto que de
eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré
es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los
párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No
te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado
hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse
a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí,
después de una década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero
esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no era necesario
situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde donde
todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para
ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano
sin perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La
edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para explicar
ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales;
insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que,
si me hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera
traducido de otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria
para los historiadores de la literatura, pero ciertamente menos incitadora,
provocadora y en última instancia fraternal para aquellos que leen mis
libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica
o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera
me creo un ejemplo de esa "vuelta a los orígenes" -telúricos, nacionales,
lo que quieras- que ilustra precisamente una importante corriente de
la literatura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y,
más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo
entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente
ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo
y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión
totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento
en una labor "de zona", pero me parece un preámbulo a los peores avances
del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores
que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los
valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo,
la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú
imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo
la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde
luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias
de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo
casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede
derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico,
la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces
ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver
a pasar.
Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente
el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia
lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida
y sentimental vuelta al pago. No solamente no he vuelto al pago sino
que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar de elección
para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para lo
que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada
y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir
mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias
de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía,
y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De
la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba
Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para
quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó
muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por
tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo
así antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable
de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra
de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que
lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar
conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas
de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas
otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano
de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros
años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política;
de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como
por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo,
que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable
e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos
que se basaba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemental
como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple,
inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará
verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación
del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como
te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía
política, y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia
de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir
como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la
participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas,
decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación
demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días
con hombres que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo
con una conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede
estar empapado por el peso de toda una vida en la filosofía burguesa,
y sin embargo me interno cada vez más por las vías del socialismo. Y
no es fácil, y ésa es precisamente mi situación actual por la
que se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco
en la revista "Casilla del camaleón" puede mostrar una parte de ese
conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su
trabajo.
Pero para hablar de mi situación como escritor que ha decidido
asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea,
tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con
mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por
primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética,
de Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una
nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente
en el mundo de mi tiempo aunque en esos años mi mundo parisiense fuera
tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido
después de más de una década de vida en Francia. El contacto personal
con las realizaciones de la revolución, la amistad y el diálogo con
escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí en
ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra
vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido
en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la
dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país
tan poco preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más
inminentes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia no era doble
en el fondo, y ese brusco descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo,
sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que
mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de
que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado
seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la esperanza
de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mostrado
que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce personal.
Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban
mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual
y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar
hacia atrás muchos años antes.
Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes,
comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso
personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como
ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración
personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de
escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque
en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento
que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones
de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela
que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A
riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte
al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía
al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin
la menor concesión, sin obligaciones "latinoamericanas" o "socialistas"
entendidas como a prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que
traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más
profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir "argentino" escandaliza
a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por parte
del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado
insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre
novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los
premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país.
Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que
alcanza a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo
fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia
o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por
ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra
que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar
mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura
cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia
más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación
de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura
sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y
lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir,
asimilar y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética
los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides
hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias
tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada
que ver con la información o la erudición pero que es su equivalente
vital, la sangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como
acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo aparecido en la revista
Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa asimilación
de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que
también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa
ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona
nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales
se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso
mismo -como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen- ganan a su vez
en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de
más hondo y de más valedero.
Por todo esto, comprenderás que mi "situación" no
solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto
a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por
el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban
la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados
por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste
sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento
continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos
y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que
la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo
da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento
en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa
mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo
en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste
para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de
esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización
individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva
como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá
más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré
expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan
mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y
sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad
que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla
del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros
hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación
de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio y la extrañeza
y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me superan en muchos
terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de
nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón
es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse
partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento
no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y
obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación,
aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el
novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo
ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia,
esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta
en el lector un sentimiento de contacto y cercanía.
Si esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo
con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto
exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando al gran
poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede
representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación
y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los
dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso
en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente
pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas
contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor
le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está
librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea
testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus,
y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio
en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó
en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida
para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa
condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos
y martirizados.
Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso
es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza
y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen
frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva
del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría
que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana
de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los
problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los
altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin
otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran
en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo
eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a
los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la
condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual,
hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto
que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los
que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba.
Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones
de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano de la
defensa (¿de qué defensa?) dice esto: "Estimamos que la explosión de
un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros
urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de
cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial.
Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan
puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección
de las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados."
Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno
de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado
nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de
que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista,
de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de
los dos elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de
acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi
empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus
planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por
sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines
de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre
una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación
en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad.
Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan
a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los
pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO
Julio Cortázar Obra crítica /3, Madrid, Alfaguara, 1994
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