
Julio Cortázar
Leopoldo
Marechal: Adán Buenosayres
Publicado en la revista
Realidad, marzo/abril de 1949
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La
aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en
las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de
atención y expectativa. Las notas que siguen -atentas sobre todo al
libro como tal, y no a sus concomitancias históricas que tanto han irritado
o divertido a las coteries locales- buscan ordenar la múltiple materia
que este libro precipita en un desencadenado aluvión, verificar sus
capas geológicas a veces artificiosas y proponer las que parecen verdaderas
y sostenibles. Por cierto que algo de cataclismo signa el entero decurso
de Adán Buenosayres; pocas veces se ha visto un libro menos coherente,
y la cura en salud que adelanta sagaz el prólogo no basta para anular
su contradicción más honda: la existente entre las normas espirituales
que rigen el universo poético de Marechal y los caóticos productos visibles
que constituyen la obra. Se tiene constantemente la impresión de que
el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de
manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo
de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del "cinquecento",
o un ocho de tango canyengue. Y que Marechal se ha quedado mirando eso
que también era suyo -tan suyo como el compás, la rosa en la balanza
y la regla áurea- y que contempla su obra con una satisfecha tristeza
algo malvada (muy preferible a una triste satisfacción algo mediocre).
Bajo el imperio de estos contrarios se imbrican y alternan las instancias,
los planos, las intenciones, las perversiones y los sueños de esta novela;
materias tan próximas al hombre -Marechal o cualquiera- que su lluvia
de setecientos espejos ha aterrado a muchos de los que sólo aceptan
espejo cuando tienen compuesto el rostro y atildada la ropa, o se escandalizan
ante una buena puteada cuando es otro el que la suelta, o hay señoras,
o está escrita en vez de dicha -como si los ojos tuvieran más pudor
que los oídos.
Veamos de poner un poco de orden en tanta confusión
primera. Adán Buenosayres consiste en una autobiografía, mucho
más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista),
cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la
caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual
importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula
confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen
novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y
glosario. En el prólogo se dice exactamente lo contrario, o sea que
los primeros libros valen ante todo como introducción a los dos finales
-"El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia"-.
Pero una vez más cabe comprobar cómo las obras evaden la intención
de sus autores y se dan sus propias leyes finales. Los libros VI y
VII podrían desglosarse de Adán Buenosayres con sensible beneficio
para la arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos
si no es en función de addenda y documentación; carecen del
color y del calor de la novela propiamente dicha, y se ofrecen un
poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo incorpora para librarse
por fin y del todo de su fichero.
Tras el esquema del libro, su armazón interna.
Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su
desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de
los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos
Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven,
Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad,
de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta
a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste a los órdenes
que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia,
que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los
planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre
todo al porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista
traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra;
más que combatirlos, los asume y los completa. ¿Por qué combatirlos
si de ellos nacen la fuerza y el impulso para un Borges, un Güiraldes,
un Mallea? El ajuste final sólo puede sobrevenir cuando lo válido
nuestro -imprevisible salvo para los eufóricos folkloristas, que no
han hecho nada importante aquí- se imponga desde adentro, como en
lo mejor de Don Segundo, la poesía de Ricardo Molinari, el
cateo de Historia de una Pasión Argentina. Por eso el desajuste
que angustia a Adán Buenosayres da el tono del libro, y vale biográficamente
más que la galería parcial, arbitraria o "genre nature" que puebla el
infierno concebido por el astrólogo Schultze.
De muy honda raíz es ese desasosiego; más hondo en verdad que el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal; no hay duda que el ápice del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por ahí (no en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea. Mal que le pese, su horrible náusea ante el Cristo de la Mano Rota se toca y concilia con la náusea de Roquentin en el jardín botánico y la de Mathieu en los muelles del Sena.
Por debajo de esta estructura se ordenan los planos
sociales del libro. Ya que el número 2 existe ("con el número 2 nace
la pena"), ya que hay un tú, la ansiedad del autor se vuelca
a lo plural y busca explorarlo, fijarlo, comprenderlo. Entonces nace
la novela, y Adán Buenosayres entra en su dimensión que me
parece más importante. Muy pocas veces entre nosotros se había sido
tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están ahí
mientras escribo estas palabras, a los hechos que mi propia vida me
da y me corrobora diariamente, a las voces y las ideas y los sentires
que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía
y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez, Marechal entra resuelto
por un camino ya ineludible si se quiere escribir novelas argentinas;
vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y sus contrarios
en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que aquí
se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las
maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión
que se adecua a su contenido. Siguen las pruebas: si el "Cuaderno
de Tapas Azules" dice con lenguaje petrarquista y giros del siglo
de oro un laberinto de amor en el que sólo faltan unicornios para
completar la alegoría y la simbólica, el velorio del pisador de barro
de Saavedra está contado con un idioma de velorio nuestro, de velorio
en Saavedra allá por el veintitantos. Si el deseo de jugar con la
amplificación literaria de una pelea de barrio determina la zumbona
reiteración de los tropos homéricos, la llegada de la Beba para ver
al padre muerto y la traducción de este suceso barato y conmovedor
halla un lenguaje que nace preciso de las letras de "Flor de Fango"
y "Mano a mano". Más tarde Marechal hablará de una visita a un monasterio romano, y una extraña insinceridad lo hará componer un trozo de bravura, que se vuelve clara verdad y directa adhesión cuando Adán retorna en su recuerdo a la infancia rural de Maipú, a su abuelo Sebastián el campesino. En ningún momento -aparte de las caídas inevitables
en quien no profesa de continuo la prosa, y de toda obra extensa-
cabe advertir la inadecuación fondo-forma que, tan señaladamente,
malogra casi toda la novelística nacional. Marechal ha comprendido
que la plural dispersión en que lucharon él y sus amigos de "Martín
Fierro" no podía subsumirse a un denominador común, a un estilo.
Las materias se dan en este libro con la fresca afirmación de sus
polaridades. Y el único gran fracaso de la obra es la ambición no
cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles
sustancias allí yuxtapuestas. No fue conseguido, y en verdad no importa
demasiado. Ya es mucho que Marechal no se haya traicionado con una
mediocre nivelación de desajustes. Él buscaba más que eso, y tal vez
le toque encontrarlo.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa
no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa
era prueba mayor, y en ella alcanza Adán Buenosayres su más
alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan
los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso,
sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro,
y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables
en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal
que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en letras
que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil,
pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma
que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse
perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor
con ella -pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El
idioma de Adán Buenosayres vacila todavía, retrocede cauteloso
y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente
y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero
lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación
idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos
(¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Ignoro si se ha señalado cómo tropiezan nuestros
novelistas cuando, a mitad de un relato, plantean discusiones de carácter
filosófico o literario entre sus personajes. Lo que un Huxley o un
Gide resuelven sin esfuerzo, suena duro e ingrato en nuestras novelas;
por eso cabe llamar la atención sobre el "ars poetica" que, disperso
y revuelto, dialogan aquí y allá los protagonistas de Adán Buenosayres,
y la limpieza con que los debates se insertan en la acción misma.
La gran discusión en la glorieta de Ciro es buen ejemplo; y la teoría
del no-disparate, que me parece digna de aquella que, en torno
a Jabberwocky, pronunciara el grave Humpty Dumpty para ilustración
de la pequeña Alicia.
La progresiva pérdida de unidad que resiente la novela a medida que avanza, ha permitido brillantes relatos independientes que alzan el nivel sensiblemente inferior del viaje al infierno porteño; la historia del Personaje -con agradecida deuda a Payró- toca a fondo la picaresca burocrática que desoladamente padecemos. Luego Marechal poeta se vuelve hacia la imagen de Walker y compone un drama de rápida y fría belleza; o se inclina sobre la sombra de Belona y la agrega -por el tipo de cuento, su técnica y aun su debilidad- a la galería donde perviven Ligeia, Berenice, y la dama da la casa de los Usher. En cambio es visible y rotundo su fracaso toda vez que se propone actualizar algún resentimiento partidista, alguna oposición que bien cabe calificar de reaccionaria. Su Mr. Chisholm, que figura lo imperial inglés, le ha salido de sainete, y todavía más barato y pueril su Rosenbaum, que parece arrancado de un editorial de hojita nacionalista. Contra el parecer de los muchos escandalizados, Marechal retrata mucho mejor a los que quiere que a los que detesta. Es significativo que, al ocuparse de estos últimos, alcance apenas a darnos un desagradable atisbo de su propia ubicación infernal en el círculo de los resentidos y los malignos, ubicación que conviene denunciar aunque los textos respectivos lo hagan ya -certeros boomerangs- y lo dejen justicieramente malparado. Es seguro que Samuel Tesler, Schultze, Pereda, sobrevivirán al rápido olvido en que dejamos caer a los zaheridos; sólo estos, si viven, se acordaran de su presencia en el libro.
Quiero cerrar este pasaje de Adán Buenosayres
con dos observaciones. Por un mecanismo frecuente en la literatura,
nace ésta de un rechazo o una nostalgia. A la hora de la crisis -en
la extrema tensión de su alma y de su libro- Marechal dice ante el Cristo
de la Mano Rota: Sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas
de la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta
olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de
mi viaje. Muchas otras veces, este alfarero de objetos bellos se reprochará
su vocación demorada en lo estético. Qué entrañable ha de ser esta demora,
esta búsqueda por las "huellas peligrosas", cuando su producto es una
de las obras poéticas más claras de nuestra tierra y una novela cuya sola factura material liquida -ya lo había probado Mallea- la creencia en una flojera de trabajo como explicación de nuestra falta de novelas.
Este mismo desconcierto interno de Marechal se traduce
en otro resultado insólito. Creo sensato sospechar que su esquema novelesco
reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora
de los episodios preliminares y concretándose al fin en el Cuaderno
del libro VI. La concepción dantesca de ese amor, exigiendo una expresión
laberíntica y preciosista, lo escamotea a nuestra sensibilidad y nos
deja una teoría de intuiciones poéticas en alto grado de enrarecimiento
intelectual. Si nada de esto es reprensible en sí, lo es dentro de una
novela cuyos restantes planos son de tan directo contacto con el tú,
con nosotros como argentinos siglo XX. Y entonces, inevitablemente,
la balanza se inclina del lado nuestro, y la náusea de Adán al oler
la curtiembre nos alcanza más a fondo que Aquella en su spenseriano
jardín de Saavedra. Ojalá la obra novelística futura de Leopoldo Marechal reconozca
el balance de este libro; si la novela moderna es cada vez más una forma
poética, la poesía a darse en ella sólo puede ser inmediata y de raíz
surrealista; la elaborada continúa y prefiere el poema, donde debió
quedar Aquella con su simbología taraceada, porque ése era su reino.
La segunda observación toca al humor. Marechal
vuelve con Adán Buenosayres a la línea caudalosa de Mansilla
y Payró, al relato incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona
de lo literario puro, que es juego y ajuste e ironía. No hay humor
sin inteligencia, y el predominio de la sentimentalidad sobre aquélla
se advierte en los novelistas en proporción inversa de humor en sus
libros; esta feliz herencia de los ensayistas del siglo XVIII, que
salta a la novela por vía de Inglaterra, da un tono narrativo
que Marechal ha escogido y aplicado con pleno acierto en los momentos
en que hacía falta. Sobre todo en las descripciones y las réplicas,
y cuando no lo enfatiza; así el episodio de los homoplumas
comienza del mejor modo -el retrato en diez líneas del malevo es un
hallazgo-, pero termina alicaído con los discursos del speaker.
El humor en Adán Buenosayres se alía con un frecuente afán
objetivo, casi de historiador, y acaba de dar a esta novela su tono
documental que, si la aleja de nosotros en cuanto a adhesión entrañable,
nos la ofrece panorámicamente y con amplia perspectiva intelectual.
No sé, por razones de edad, si Adán Buenosayres testimonia
con validez sobre la etapa martinfierrista, y ya se habrá notado que
mi intento era más filológico que histórico. Su resonancia sobre el
futuro argentino me interesa mucho más que su documentación del pasado.
Tal como lo veo, Adán Buenosayres constituye un momento importante
en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo
y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva,
como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que
creen esto último, y se obligan a no desconocerlo.
Julio Cortázar Obra
Crítica /2, Madrid, Alfaguara, 1994
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