Quizá la más querida

 
 
Me diste la intemperie,
la leve sombra de tu mano
pasando por mi cara.
Me diste el frío, la distancia,
el amargo café de medianoche
entre mesas vacías.

Siempre empezó a llover
en la mitad de la película,
la flor que te llevé tenía
una araña esperando entre los pétalos.

Creo que lo sabías
y que favoreciste la desgracia.
Siempre olvidé el paraguas
antes de ir a buscarte,
el restaurante estaba lleno
y voceaban la guerra en las esquinas.

Fue una letra de tango
para tu indiferente melodía.


Un poco eso, claro; los tangos como recuento de amores humillados y recapitulaciones de la desgracia, pueblo de larvas en la memoria mostrando en el perfil de las melodías y en las casi siempre sórdidas crónicas de las letras las monedas usadas y repetidas, la obstinada numismática del recuerdo.

 


Y nunca viniendo solos, magdalenas de Gardel o de Laurenz tirando a la cara los olores y las luces del barrio (el mío, Bánfield, con calles de tierra en mi infancia, con paredones que de noche escondían los motivos posibles del miedo). Nunca viniendo solos, y en estos últimos años tan pegados a nuestro exilio, que no es el del
lejano Buenos Aires de una clásica bohemia porteña sino del destierro en masa, tifón del odio y el miedo. Escuchar hoy aquí los viejos tangos ya no es una ceremonia de la nostalgia; este tiempo, esta historia los han cargado de horror y de llanto, los han vuelto máquinas mnemónicas, emblemas de todo lo que se venía preparando desde tan atrás y tan adentro en la Argentina. Y entonces, claro.


Salvo el crepúsculo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 1996


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