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Me diste la intemperie,
la leve sombra de tu mano
pasando por mi cara.
Me diste el frío, la distancia,
el amargo café de medianoche
entre mesas vacías.
Siempre empezó a llover
en la mitad de la película,
la flor que te llevé tenía
una araña esperando entre los pétalos.
Creo que lo sabías
y que favoreciste la desgracia.
Siempre olvidé el paraguas
antes de ir a buscarte,
el restaurante estaba lleno
y voceaban la guerra en las esquinas.
Fue una letra de tango
para tu indiferente melodía. |
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Un poco eso, claro; los tangos como recuento de amores humillados y
recapitulaciones de la desgracia, pueblo de larvas en la memoria mostrando
en el perfil de las melodías y en las casi siempre sórdidas crónicas
de las letras las monedas usadas y repetidas, la obstinada numismática
del recuerdo.
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Y nunca viniendo solos, magdalenas de Gardel
o de Laurenz tirando a la cara los olores y las luces del barrio (el
mío, Bánfield, con calles de tierra en mi infancia, con paredones que
de noche escondían los motivos posibles del miedo). Nunca viniendo solos,
y en estos últimos años tan pegados a nuestro exilio, que no es el del
lejano Buenos Aires de una clásica bohemia porteña
sino del destierro en masa, tifón del odio y el miedo. Escuchar hoy
aquí los viejos tangos ya no es una ceremonia de la nostalgia; este
tiempo, esta historia los han cargado de horror y de llanto, los han
vuelto máquinas mnemónicas, emblemas de todo lo que se venía preparando
desde tan atrás y tan adentro en la Argentina. Y entonces, claro.
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