Los venenos
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El
sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar
hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y
mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme,
que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Bánfield, las hormigas
negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra,
en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde
en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder
su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos
de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se
habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.
Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos por
la calle Rodríguez Peña, desde lejos lo vio venir en el tílbury de
la estación, y entró corriendo por el callejón del costado gritando
que tío Carlos traía la máquina. Yo estaba en los ligustros que daban
a lo de Lila, hablando con Lila por el alambrado, contándole que por
la tarde íbamos a probar la máquina, y Lila estaba interesada pero
no mucho, porque a las chicas no les importan las máquinas y no les
importan las hormigas, solamente le llamaba la atención que la máquina
echaba humo y que eso iba a matar todas las hormigas de casa.
Al oír a mi hermana le dije a Lila que tenía que ir a
ayudar a bajar la máquina, y corrí por el callejón con el grito de
guerra de Sitting Bull, corriendo de una manera que había inventado
en ese tiempo y que era correr sin doblar las rodillas, como pateando
una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo, aunque nunca como el
sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que era recoger las
piernas del suelo, y con apenas un movimiento de cintura volar a veinte
centímetros del suelo, de una manera que no se puede contar por lo
linda, volar por calles largas, subiendo a veces un poco y otra vez
al ras del suelo, con una sensación tan clara de estar despierto,
aparte que en ese sueño la contra era que yo siempre soñaba que estaba
despierto, que volaba de verdad, que antes lo había soñado pero esta
vez iba de veras, y cuando me despertaba era como caerme al suelo,
tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado, vuelta abajo
a cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr
que había inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con
puntera daba la impresión del sueño, claro que no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya estaban en la puerta hablando con
tío Carlos y el cochero. Me arrimé despacio porque a veces me gustaba
hacerme esperar, y con mi hermana miramos el bulto envuelto en papel
madera y atado con mucho hilo sisal, que el cochero y tío Carlos bajaban
a la vereda. Lo primero que pensé fue que era una parte de la máquina,
pero en seguida vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica
que se me vino el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque
ayudando a tío Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y
el peso me devolvió confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el
papel, porque mamá y tío Carlos tenían que abrir un paquete chico
donde venía la lata del veneno, y de entrada ya nos anunciaron que
eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto retorciéndose por
tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se le había acabado
el interés por todo y un poco también por miedo, pero yo la miré a
mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí hermana, a mí
me iban a dejar manejar la máquina con veneno y todo.
No era linda, quiero decir que no era una máquina máquina,
por lo menos con una rueda que da vueltas o un pito que echa un chorro
de vapor. Parecía una estufa de fierro negro, con tres patas combadas,
una puerta para el fuego, otra para el veneno y de arriba salía un
tubo de metal flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde después
se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo
mamá nos leyó el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a
las partes del veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita
le volvió a decir que en Flores tres niños habían muerto por tocar
una lata. Ya habíamos visto la calavera en la tapa, y tío Carlos buscó
una cuchara vieja y dijo que ésa sería para el veneno y que las cosas
de la máquina las guardarían en el estante de arriba del cuarto de
las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba enero, y la sandía
estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar en las
hormigas.
Después de la siesta, la de los grandes porque mi hermana
leía el Billiken y yo clasificaba las estampillas en el patio
cerrado, fuimos al jardín y tío Carlos puso la máquina en la rotonda
de las hamacas donde siempre salían hormigueros. Abuelita preparó
brasas de carbón para cargar la hornalla, y yo hice un barro lindísimo
en una batea vieja, revolviendo con la cuchara de albañil. Mamá y
mi hermana se sentaron en las sillas de paja para ver, y Lila miraba
entre el ligustro hasta que le gritamos que viniera y dijo que la
madre no la dejaba pero que lo mismo veía. Del otro lado del jardín
ya se estaban asomando las de Negri, que eran unos casos y por eso
no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la Cufina, pobres.
Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita les
tenía lástima pero mamá no las invitaba nunca a casa porque se armaban
líos con mi hermana y conmigo. Las tres querían mandar la parada pero
no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante y ladrón ni el barco hundido,
y lo único que sabían era reírse como sonsas y hablar de tanta cosa
que yo no sé a quién le podía interesar. El padre era concejal y tenían
Orpington leonadas. Nosotros criábamos Rhode Island que es mejor ponedora.
La máquina parecía más grande por lo negra que se la
veía entre el verde del jardín y los frutales. Tío Carlos la cargó
de brasas, y mientras tomaba calor eligió un hormiguero y le puso
el pico del tubo; yo eché barro alrededor y lo apisoné pero no muy
fuerte, para impedir el desmoronamiento de las galerías como decía
el manual. Entonces mi tío abrió la puerta para el veneno y trajo
la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un color precioso, y
había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la puerta.
Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y la máquina empezó
a trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo blanco,
y había que echar más barro y aplastarlo con las manos. "Van a morir
todas", dijo mi tío que estaba muy contento con el funcionamiento
de la máquina, y yo me puse al lado de él con las manos llenas de
barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo para que lo hicieran
los hombres.
-¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? -preguntó mamá.
Por lo menos media hora -dijo tío Carlos-. Algunos son
larguísimos, más de lo que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros, porque
había tantos hormigueros en casa que no podía ser que fueran demasiado
largos. Pero justo en ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar
con esa voz que tenía que la escuchaban desde la estación, y toda
la familia Negri vino al jardín diciendo que de un cantero de lechuga
salía humo. Al principio yo no lo quería creer pero era cierto, porque
en el mismo momento Lila me avisó desde los ligustros que en su casa
también salía humo al lado de un duraznero, y tío Carlos se quedó
pensando y después fue hasta el alambrado de los Negri y le pidió
a la Chola que era la menos haragana que echara barro donde salía el humo, y yo salté a lo de Lila y taponé el hormiguero. Ahora salía humo
en otras partes de casa, en el gallinero, más atrás de la puerta blanca,
y al pie de la pared del costado. Mamá y mi hermana ayudaban a poner
barro, era formidable pensar que por debajo de la tierra había tanto
humo buscando salir, y que entre ese humo las hormigas estaban rabiando
y retorciéndose como los tres niños de Flores.
Esa tarde trabajamos hasta la noche, y a mi hermana la
mandaron a preguntar si en la casa de otros vecinos salía humo. Cuando
apenas quedaba luz la máquina se apagó, y al sacar el pico del hormiguero
yo cavé un poco con la cuchara de albañil y toda la cueva estaba llena
de hormigas muertas y tenía un color violeta que olía a azufre. Eché
barro encima como en los entierros, y calculé que habrían muerto unas
cinco mil hormigas por lo menos. Ya todos se habían ido adentro porque
era hora de bañarse y tender la mesa, pero tío Carlos y yo nos quedamos
a repasar la máquina y a guardarla. Le pregunté si podía llevar las
cosas al cuarto de las herramientas y dijo que sí. Por las dudas me
enjuagué las manos después de tocar la lata y la cuchara, y eso que
la cuchara la habíamos limpiado antes.
Al otro día fue domingo y vino mi tía Rosa con mis primos,
y fue un día en que jugamos todo el tiempo al vigilante y ladrón con
mi hermana y con Lila que tenía permiso de la madre. A la noche tía
Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a pasar toda la
semana en Bánfield porque estaba un poco débil de la pleuresía y necesitaba
sol. Mamá dijo que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le hicieron
una cama en mi pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa
para la semana. Nos bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que
yo, pero no saltaba tan lejos. Se veía que era de Buenos Aires, con
la ropa venían dos libros de Salgari y uno de botánica, porque tenía
que preparar el ingreso a primer año. Dentro del libro venía una pluma
de pavorreal, la primera que yo veía, y él la usaba como señalador.
Era verde con un ojo violeta y azul, toda salpicada de oro. Mi hermana
se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la había regalado la
madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí porque me tenía
confianza y yo la agarraba del canuto.
Los primeros días, como tío Carlos trabajaba en la oficina
no volvimos a encender la máquina, aunque yo le había dicho a mamá
que si ella quería yo la podía hacer andar. Mamá dijo que mejor esperáramos
al sábado, que total no había muchos almácigos esa semana y que no
se veían tantas hormigas como antes.
-Hay unas cinco mil menos -le dije yo, y ella se reía
pero me dio la razón. Casi mejor que no me dejara encender la máquina,
así Hugo no se metía, porque era de esos que todo lo saben y abren
las puertas para mirar adentro. Sobre todo con el veneno mejor que
no me ayudara.
A la siesta nos mandaban quedarnos quietos, porque tenían
miedo de la insolación. Mí hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía
todo el tiempo con nosotros, y siempre quería jugar de compañera con
Hugo. A las bolitas yo les ganaba a los dos, pero al balero Hugo no
sé cómo se las sabía todas y me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo
el tiempo y yo me daba cuenta que lo buscaba para novio, era cosa
de decírselo a mamá para que le plantara un par de bifes, solamente
que no se me ocurría cómo decírselo a mamá, total no hacían nada malo.
Hugo se reía de ella pero disimulando, y yo en esos momentos lo hubiera
abrazado, pero era siempre cuando estábamos jugando y había que ganar
o perder pero nada de abrazos.
La siesta duraba de dos a cinco, y era la mejor hora
para estar tranquilos y hacer lo que uno quería. Con Hugo revisábamos
las estampillas y yo le daba las repetidas, le enseñaba a clasificarlas
por países, y él pensaba al otro año tener una colección como la mía
pero solamente de América. Se iba a perder las de Camerún que son
con animales, pero él decía que así las colecciones son más importantes.
Mi hermana le daba la razón y eso que no sabía si una estampilla estaba
del derecho o del revés, pero era para llevarme la contra. En cambio
Lila que venía a eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba
de mi parte y le gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le
había dado a Lila un sobre con todas estampillas diferentes, y ella
siempre me lo recordaba y decía que el padre le iba a ayudar en la
colección pero que la madre pensaba que eso no era para chicas y tenía
microbios, y el sobre estaba guardado en el aparador.
Para que no se enojaran en casa por el ruido, cuando
llegaba Lila nos íbamos al fondo y nos tirábamos debajo de los frutales.
Las de Negri también andaban por el jardín de ellas, y yo sabía que
las tres estaban locas con Hugo y se hablaban a gritos y siempre por
la nariz, y la Cufina sobre todo se la pasaba preguntando: "¿Y dónde
está el costurero con los hilos?" y la Ela le contestaba no sé qué,
entonces se peleaban pero a propósito para llamar la atención, y menos
mal que de ese lado los ligustros eran tupidos y no se veía mucho.
Con Lila nos moríamos de risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz
y decía: "¿Y dónde está la pavita para el mate?" Entonces la Chola
que era la mayor decía: "¿Vieron chicas cuántos groseros hay este
año?", y nosotros nos metíamos pasto en la boca para no reírnos fuerte,
porque lo bueno era dejarlas con las ganas y no seguírsela, así después
cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban mucho más y al final se
peleaban entre ellas hasta que salía la tía y las mechoneaba y las
tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba tener de compañera a Lila en los juegos,
porque entre hermanos a uno no le gusta jugar si hay otros, y mi hermana
lo buscaba en seguida a Hugo de compañero. Lila y yo les ganábamos
a las bolitas, pero a Hugo le gustaba más el vigilante y ladrón y
la escondida, siempre había que hacerle caso y jugar a eso, pero también
era formidable, solamente que no podíamos gritar y los juegos así
sin gritos no valen tanto. A la escondida casi siempre me tocaba contar
a mi, no sé por qué me engañaban vuelta a vuelta, y piedra libre
uno detrás de otro. A las cinco salía abuelita y nos retaba porque
estábamos sudados y habíamos tomado demasiado sol, pero nosotros la
hacíamos reír y le dábamos besos, hasta Hugo y Lila que no eran de
casa. Yo me fijé en esos días que abuelita iba siempre a mirar el
estante de las herramientas, y me di cuenta que tenía miedo de que
anduviéramos hurgando con las cosas de la máquina. Pero a nadie se
le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los tres niños de Flores
y encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me gustaba quedarme solo, y en esos momentos
ni siquiera quería que estuviera Lila. Sobre toda al caer la tarde,
un rato antes que abuelita saliera con su batón blanco y se pusiera
a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no estaba tan caliente,
pero las madreselvas olían mucho y también los canteros de tomates
donde había canaletas para el agua y bichos distintos que en otras
partes. Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo
de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces.
Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo en las hormigas, ahora que
había visto lo que eran los hormigueros me quedaba pensando en las
galerías que cruzaban por todos lados y que nadie veía. Como las venas
en mis piernas, que apenas se distinguían debajo de la piel, pero
llenas de hormigas y misterios que iban y venían. Si uno comía un
poco de veneno, en realidad venía a ser lo mismo que el humo de la
máquina, el veneno andaba por las venas del cuerpo igual que el humo
en la tierra, no había mucha diferencia.
Después de un rato me cansaba de estar solo y estudiar
los bichos de los tomates. Iba a la puerta blanca, tomaba impulso
y me largaba a la carrera como Buffalo Bill, y al llegar al cantero
de las lechugas lo saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla.
Con Hugo tirábamos al blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos
en las hamacas cuando mi hermana o a veces Lila salían de bañarse
y venían a las hamacas con ropa limpia. También Hugo y yo nos íbamos
a bañar, y a última hora salíamos todos a la vereda, o mi hermana
tocaba el piano en la sala y nosotros nos sentábamos en la balaustrada
y veíamos volver a la gente del trabajo hasta que llegaba tío Carlos
y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía algún paquete
con hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces al
correr a la puerta fue cuando Lila se tropezó en una laja y se lastimó
la rodilla. Pobre Lila, no quería llorar pero le saltaban las lágrimas
y yo pensaba en la madre que era tan severa y le diría machona y de
todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo hicimos la sillita de oro
y la llevamos del lado de la puerta blanca mientras mi hermana iba
a escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía el comedido
y quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana para estar con Hugo,
pero yo los saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara nada
más que un segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella no
quiso y mientras yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo
como para mostrarle lo valiente que era. Yo le soplé fuerte en la
lastimadura y con la venda quedó muy bien y no le dolía.
-Mejor andate en seguida a tu casa -le dijo mi hermana-,
así tu mamá no se cabrea.
Después que se fue Lila yo me empecé a aburrir con Hugo
y mi hermana que hablaban de orquestas típicas, y Hugo había visto
a De Caro en un cine y silbaba tangos para que mi hermana los sacara
en el piano. Me fui a mi cuarto a buscar el álbum de las estampillas,
y todo el tiempo pensaba que la madre la iba a retar a Lila y que
a lo mejor estaba llorando o que se le iba a infectar la matadura
como pasa tantas veces. Era increíble lo valiente que había sido Lila
con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo sin llorar ni bajar la vista.
En la mesa de luz estaba la botánica de Hugo, y asomaba
el canuto de la pluma de pavorreal. Como él me la dejaba mirar la
saqué con cuidado y me puse al lado de la lámpara para verla bien.
Yo creo que no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las
manchas que se hacen en el agua de los charcos, pero no se podía comparar,
era muchísimo más linda, de un verde brillante como esos bichos que
viven en los damascos y tienen dos antenas largas con una bolita peluda
en cada punta. En medio de la parte más ancha y más verde se abría
un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro, algo como no se ha visto
nunca. Yo de golpe me daba cuenta por qué se llamaba pavorreal, y
cuanto más la miraba más pensaba en cosas raras, como en las novelas,
y al final la tuve que dejar porque se la hubiera robado a Hugo y
eso no podía ser. A lo mejor Lila estaba pensando en nosotros, sola
en su casa (que era oscura y con sus padres tan severos) cuando yo
me divertía con la pluma y las estampillas. Mejor guardar todo y pensar
en la pobre Lila tan valiente.
Por la noche me costó dormirme, no sé por qué. Se me
había metido en la cabeza que Lila no estaba bien y que tenía fiebre.
Me hubiera gustado pedirle a mamá que fuera a preguntarle a la madre
pero no se podía, primero con Hugo que se iba a reír, y después que
mamá se enojaría si se enteraba de la lastimadura y que no le habíamos
avisado. Me quise dormir tantas veces pero no podía, y al final pensé
que lo mejor era ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba,
o llamar por el ligustro. Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo
Bill y también en la máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día me levanté antes que nadie y fui a mi jardín,
que estaba cerca de las glicinas. Mi jardín era un cantero nada más
que mío, que abuelita me había dado para que yo hiciese lo que quisiera.
Una vez planté alpiste, después batatas, pero ahora me gustaban las
flores y sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más fuerte
sobre todo de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más
lindo de la casa. Con la pala fui cavando despacio alrededor del jazmín,
que era lo mejor que yo tenía, y al final lo saqué con toda la tierra
pegada a la raíz. Así fui a llamarla a Lila que también estaba levantada
y no tenía casi nada en la rodilla.
-¿Hugo se va mañana? -me preguntó, y le dije que sí,
porque tenía que seguir estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer
año. Le dije a Lila que le traía una cosa y ella me preguntó qué era,
y entonces por entre el ligustro le mostré mi jazmín y le dije que
se lo regalaba y que si quería la iba a ayudar a hacerse un jardín
para ella sola. Lila dijo que el jazmín era muy lindo, y le pidió
permiso a la madre y yo salté el ligustro para ayudarla a plantarlo.
Elegimos un cantero chico, arrancamos unos crisantemos medio secos
que había, y yo me puse a puntear la tierra, a darle otra forma al
cantero, y después Lila me dijo dónde le gustaba que estuviera el
jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo planté, regamos con la regadera
y el jardín quedó muy bien. Ahora yo tenía que conseguir un poco de
gramilla, pero no había apuro. Lila estaba muy contenta y no le dolía
nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi hermana vieran en seguida
lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar justo cuando mamá me
llamaba para el café con leche. Las de Negri andaban peleándose en
el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo podían pelearse
con una mañana tan linda.
El sábado por la tarde Hugo se tenía que volver a Buenos
Aires y yo dentro de todo me alegré porque tío Carlos no quería encender
la máquina ese día y lo dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos
él y yo solamente, no fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando
o cualquier cosa. Esa tarde lo extrañé un poco porque ya me había
acostumbrado a tenerlo en mi cuarto, y sabía tantos cuentos y aventuras
de memoria. Pero peor era mi hermana que andaba por toda la casa como
sonámbula, y cuando mamá le preguntó qué le pasaba dijo que nada,
pero ponía una cara que mamá se quedó mirándola y al final se fue
diciendo que algunas se creían más grandes de lo que eran y eso que
ni sonarse solas sabían. Yo encontraba que mí hermana se portaba como
una estúpida, sobre todo cuando la vi que con tiza de colores escribía
en el pizarrón del patio el nombre de Hugo, lo borraba y lo escribía
de nuevo, siempre con otros colores y otras letras, mirándome de reojo,
y después hizo un corazón con una flecha y yo me fui para no pegarle
un par de bifes o ir a decírselo a mamá. Para peor esa tarde Lila
se había vuelto a su casa temprano, diciendo que la madre no la dejaba
quedarse por culpa de la lastimadura. Hugo le dijo que a las cinco
venían a buscarlo de Buenos Aires, y que por qué no se quedaba hasta
que él se fuera, pero Lila dijo que no podía y se fue corriendo y
sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar, Hugo tuvo que ir
a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió de nosotros
y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin de semana.
Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por otro lado
era una ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que Podía apagar
la luz cuando me daba la gana.
El domingo al levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado
con el señor Negri. Me acerqué a decir buen día y el señor Negri estaba
diciéndole a mamá que en el cantero de las lechugas donde salía el
humo el día que probamos la máquina, todas las lechugas se estaban
marchitando. Mamá le dijo que era muy raro porque en el prospecto
de la máquina decía que el humo no era dañino para las plantas, y
el señor Negri le contestó que no hay que fiarse de los prospectos,
que lo mismo es con los remedios que cuando uno lee el prospecto se
va a curar de todo y después a lo mejor acaba entre cuatro velas.
Mamá le dijo que podía ser que alguna de las chicas hubiera echado
agua de jabón en el cantero sin querer (pero yo me di cuenta que mamá
quería decir a propósito, de chusmas que eran y para buscar pelea)
y entonces el señor Negri dijo que iba a averiguar pero que en realidad
si la máquina mataba las plantas no se veía la ventaja de tomarse
tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a comparar unas lechugas de
mala muerte con el estrago que hacen las hormigas en los jardines,
y que por la tarde la íbamos a encender, y si veían humo que avisaran
que nosotros iríamos a tapar los hormigueros para que ellos no se
molestaran. Abuelita me llamó para tomar el café y no sé qué más se
dijeron, pero yo estaba entusiasmado pensando que otra vez íbamos
a combatir las hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles aunque
no me gustaba tanto como Buffalo Bill y muchas otras novelas.
A mí hermana se le había pasado la loca y andaba cantando
por toda la casa, en una de esas le dio por pintar con los lápices
de colores y vino adonde yo estaba, y antes de darme cuenta ya había
metido la nariz en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo acababa
de escribir mi nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes,
y el de Lila que por pura casualidad había escrito al lado del mío.
Cerré el libro pero ella ya había leído y se puso a reír a carcajadas
y me miraba como con lástima, y yo me le fui encima pero ella chilló
y oí que mamá se acercaba, entonces me fui al jardín con toda la rabia.
En el almuerzo ella me estuvo mirando con burla todo el tiempo, y
me hubiera encantado pegarle una patada por abajo de la mesa, pero
era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a encender la máquina,
así que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta me trepé
al sauce a leer y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió tío
Carlos de dormir, cebamos mate y después preparamos la máquina, y
yo hice dos palanganas de barro. Las mujeres estaban adentro y hacía
calor, sobre todo al lado de la máquina que era a carbón, pero el
mate es bueno para eso si se toma amargo y muy caliente.
Habíamos elegido la parte del fondo del jardín cerca
de los gallineros, porque parecía que las hormigas se estaban refugiando
en esa parte y hacían mucho estrago en los almácigos. Apenas pusimos
el pico en el hormiguero más grande empezó a salir humo por todas
partes, y hasta por entre los ladrillos del piso del gallinero salía.
Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el
barro encima y aplastarlo con las manos hasta que dejaba de salir
el humo. Tío Carlos se asomó al alambrado de las de Negri y le preguntó
a la Chola, que era la menos sonsa, si no salía humo en su jardín,
y la Cufina armaba gran revuelo y andaba por todas partes mirando
porque a tío Carlos le tenían mucho respeto, pero no salía humo del
lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui corriendo al
ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados
que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que
salía humo de su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba
saltando el alambrado con una de las palanganas de barro mientras
Lila me decía afligida que al ir a ver su jardín había oído que hablábamos
con las de Negri y que entonces justo al lado de donde habíamos plantado
el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba arrodillado echando barro
con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el jazmín recién trasplantado
y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual decía que no. Pensé
si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros antes del
cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor
que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba
trabajar. Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro
que seguro por ahí no iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle
dónde había una pala para ver de cortar la galería antes que llegara
al jazmín con todo el veneno. Lila se levantó y fue a buscar la pala,
y como tardaba yo me puse a mirar el libro que era de cuentos con
figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila también tenía una pluma
de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había dicho nada.
Tío Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero
yo me quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era
tan idéntica que parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta
y azul, y las manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté
de dónde había sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía
una idéntica. Casi no me di cuenta de lo que me decía cuando se puso
muy colorada y contestó que Hugo se la había regalado al ir a despedirse.
-Me dijo que en su casa hay muchas -agregó como disculpándose
pero no me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado
de los ligustros y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví
al alambrado, aunque Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba
saliendo humo en su jardín. Salté el alambrado y desde casa por entre
los ligustros la miré a Lila que estaba llorando con el libro en la
mano y la pluma que asomaba apenas, y vi que el humo salía ahora al
lado mismo del jazmín, todo el veneno mezclándose con las raíces.
Fui hasta la máquina aprovechando que tío Carlos hablaba de nuevo
con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché dos, tres cucharadas
llenas en la máquina y la cerré; así el humo invadía bien los hormigueros
y mataba todas las hormigas, no dejaba ni una hormiga viva en el jardín
de casa.
De Final del juego
Cortázar, Julio; Ceremonias,
Barcelona, Seix Barral, 1994
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