CARTA ENCÍCLICA
DIVES IN MISERICORDIA
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
SOBRE LA MISERICORDIA DIVINA
Venerables Hermanos,
amadísimos Hijos e Hijas:
¡salud y Bendición Apostólica!
I.
QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE
(cfr. Jn 14, 9)
1. Revelación de la misericordia
« Dios rico en misericordia » (1) es el que Jesucristo nos ha revelado como
Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha
hecho conocer.(2) A este respecto, es digno de recordar aquel momento en
que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: «
Señor, muéstranos al Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo
ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí
ha visto al Padre ».(3) Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso
de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos
de aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para
siempre el hecho de que « Dios, que es rico en misericordia, por el gran
amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos
dio vida por Cristo ».(4)
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con
las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la
Encíclica Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es
revelada en Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no
menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a
descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso
y Dios de todo consuelo ».(5) Efectivamente, en la Constitución Gaudium et
Spes leemos: « Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación »: y esto lo
hace « en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor ».(6) Las
palabras citadas son un claro testimonio de que la manifestación del hombre
en la plena dignidad de su naturaleza no puede tener lugar sin la referencia
—no sólo conceptual, sino también íntegramente existencial— a Dios. EL hombre
y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio
del Padre y de su amor.
Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio:
lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo;
lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos
y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que todo hombre es
en cierto sentido la vía de la Iglesia —como dije en la encíclica Redemptor
Hominis—, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición nos están indicando
constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo
la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.(7) En Cristo
Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para
siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente
un caminar al encuentro con el Padre y su amor. EL Concilio Vaticano II ha
confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.
Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia;
cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse
y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús.
Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano
han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo
y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de
unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es
también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante,
del Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia
de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina
del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con
fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado
de poner de relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia
de la Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra
inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que la apertura
a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo « revela plenamente el hombre
al mismo hombre », no puede llevarse a efecto más que a través de una referencia
cada vez más madura al Padre y a su amor.
2. Encarnación de la misericordia
Dios, que « habita una luz inaccesible »,(8) habla a la vez al hombre con
el lenguaje de todo el cosmos: « en efecto, desde la creación del mundo,
lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante
las obras ».(9) Este conocimiento indirecto e imperfecto, obra del entendimiento
que busca a Dios por medio de las criaturas a través del mundo visible, no
es aún « visión del Padre ». « A Dios nadie lo ha visto », escribe San Juan
para dar mayor relieve a la verdad, según la cual « precisamente el Hijo
unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer ».(10)
Esta « revelación » manifiesta a Dios en el insondable misterio de su ser
—uno y trino— rodeado de « luz inaccesible ».(11) No obstante, mediante esta
« revelación » de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor
hacia el hombre: en su « filantropía ».(12) Es justamente ahí donde « sus
perfecciones invisibles » se hacen de modo especial « visibles », incomparablemente
más visibles que a través de todas las demás « obras realizadas por él »:
tales perfecciones se hacen visibles en Cristo y por Cristo, a través de
sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su
resurrección.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible
Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad,
que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos,
definió « misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda
la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla
de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante
todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido,
la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente
« visible » como Padre « rico en misericordia ».(13)
La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del
pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar
de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia.
La palabra y el concepto de « misericordia » parecen producir una cierta
desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia
y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha
hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado.(14) Tal dominio
sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece
no dejar espacio a la misericordia. A este respecto, podemos sin embargo
recurrir de manera provechosa a la imagen « de la condición del hombre en
el mundo contemporáneo », tal cual es delineada al comienzo de la Constitución
Gaudium et Spes. Entre otras, leemos allí las siguientes frases: « De esta
forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor
y lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad y la esclavitud,
entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre
sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que
él ha desencadenado , y que pueden aplastarle o salvarle ».(15)
La situación del mundo contemporáneo pone de manifiesto no sólo transformaciones
tales que hacen esperar en un futuro mejor del hombre sobre la tierra, sino
que revela también múltiples amenazas, que sobrepasan con mucho las hasta
ahora conocidas. Sin cesar de denunciar tales amenazas en diversas circunstancias
(como en las intervenciones ante la ONU, la UNESCO, la FAO y en otras partes)
la Iglesia debe examinarlas al mismo tiempo a la luz de la verdad recibida
de Dios.
Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como « Padre de la misericordia
»,(16) nos permite « verlo » especialmente cercano al hombre, sobre todo
cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y
de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del
mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe
se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos
son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante
su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado
por El, el misterio de Dios « Padre de la misericordia » constituye, en el
contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular
dirigida a la Iglesia.
En la presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje
eterno —y al mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad— de
la revelación y de la fe, para expresar precisamente con él una vez más,
ante Dios y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo.
En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto
el misterio de Dios, como « Padre de la misericordia », cuanto a recurrir
a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No ha
dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que « ve en secreto »,(17) espera,
se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad,
escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor?
(18)
Deseo pues que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio
y que sean al mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia,
de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen
necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.
II.
MENSAJE MESIÁNICO
3. Cuando Cristo comenzó a obrar y enseñar
Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del
profeta Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para
evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad,
a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos,
para anunciar un año de gracia del Señor ».(19) Estas frases, según san Lucas,
son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras
conocidos a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo
hace presente al Padre entre los hombres. Es altamente significativo que
estos hombres sean en primer lugar los pobres, carentes de medios de subsistencia,
los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación,
los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social,
y finalmente los pecadores. Con relación a éstos especialmente, Cristo se
convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace signo
del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel entonces,
también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre.
Es significativo que, cuando los mensajeros enviados por Juan Bautista llegaron
donde estaba Jesús para preguntarle: « ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos
que esperar a otro? »,(20) El, recordando el mismo testimonio con que había
inaugurado sus enseñanzas en Nazaret, haya respondido: « Id y comunicad a
Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados
», para concluir diciendo: « y bienaventurado quien no se escandaliza de
mí ».(21)
Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado
cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante,
el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad.
Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento,
la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la « condición humana » histórica,
que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre,
bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se
manifiesta el amor es llamado « misericordia » en el lenguaje bíblico.
Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es « amor », como dirá san Juan
en su primera Carta;(22) revela a Dios « rico de misericordia », como leemos
en san Pablo.(23) Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una
realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto
amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental
de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por El primeramente
en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y antes los enviados
por Juan Bautista.
En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor
y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales
de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente
« en parábolas », debido a que éstas expresan mejor la esencia misma de las
cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo (24) o la del buen Samaritano
(25) y también —como contraste— la parábola del siervo inicuo.(26) Son muchos
los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia
bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en
busca de la oveja extraviada (27)o la mujer que barre la casa buscando la
dracma perdida.(28) EL evangelista que trata con detalle estos temas en las
enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado
« el evangelio de la misericordia ».
Cuando se habla de la predicación, se plantea un problema de capital importancia
por lo que se refiere al significado de los términos y al contenido del concepto,
sobre todo del concepto de «misericordia » (en su relación con el concepto
de «amor »). Comprender esos contenidos es la clave para entender la realidad
misma de la misericordia. Y es esto lo que realmente nos importa. No obstante,
antes de dedicar ulteriormente una parte de nuestras consideraciones a este
tema, es decir, antes de establecer el significado de los vocablos y el contenido
propio del concepto de « misericordia », es necesario constatar que Cristo,
al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres
que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta
exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye
la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través
del mandamiento definido por él como « el más grande »,(29) bien en forma
de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: « Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».(30)
De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia conserva una
particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto cumplimiento de las
profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta
con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores,
hace presente y revela de este modo más plenamente al Padre, que es Dios
« rico en misericordia ». Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo
del amor misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras, más
que con las palabras, la apelación a la misericordia que es una de las componentes
esenciales del ethos evangélico. En este caso no se trata sólo de cumplir
un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética, sino también de satisfacer
una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en
su misericordia hacia el hombre: ...los misericordiosos... alcanzarán misericordia.
III.
EL ANTIGUO TESTAMENTO
4. El concepto de « misericordia » tiene en el Antiguo Testamento una larga
y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más
plenamente la misericordia revelada por Cristo. Al revelarla con sus obras
y sus enseñanzas, El se estaba dirigiendo a hombres, que no sólo conocían
el concepto de misericordia, sino que además, en cuanto pueblo de Dios de
la Antigua Alianza, habían sacado de su historia plurisecular una experiencia
peculiar de la misericordia de Dios. Esta experiencia era social y comunitaria,
como también individual e interior.
Efectivamente, Israel fue el pueblo de la alianza con Dios, alianza que rompió
muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de la propia infidelidad
—y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan
tal conciencia— se apelaba a la misericordia. A este respecto los Libros
del Antiguo Testamento nos ofrecen muchísimos testimonios. Entre los hechos
y textos de mayor relieve se pueden recordar: el comienzo de la historia
de los Jueces,(31) la oración de Salomón al inaugurar el Templo,(32) una
parte de la intervención profética de Miqueas,(33) las consoladoras garantías
ofrecidas por Isaías,(34) la súplica de los hebreos desterrados,(35) la renovación
de la alianza después de la vuelta del exilio.(36)
Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia,
a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión
con la imagen incisiva del amor por parte de Dios. El Señor ama a Israel
con el amor de una peculiar elección, semejante al amor de un esposo,(37)
y por esto perdona sus culpas e incluso sus infidelidades y traiciones. Cuando
se ve de cara a la penitencia, a la conversión auténtica, devuelve de nuevo
la gracia a su pueblo.(38) En la predicación de los profetas la misericordia
significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y
la infidelidad del pueblo elegido.
En este amplio contexto « social », la misericordia aparece como elemento
correlativo de la experiencia interior de las personas en particular, que
versan en estado de culpa o padecen toda clase de sufrimientos y desventuras.
Tanto el mal físico como el mal moral o pecado hacen que los hijos e hijas
de Israel se dirijan al Señor recurriendo a su misericordia. Así lo hace
David, con la conciencia de la gravedad de su culpa.(39) Y así lo hace también
Job, después de sus rebeliones, en medio de su tremenda desventura.(40) A
él se dirige igualmente Ester, consciente de la amenaza mortal a su pueblo.(41)
En los Libros del Antiguo Testamento podemos ver otros muchos ejemplos.(42)
En el origen de esta multiforme convicción comunitaria y personal, como puede
comprobarse por todo el Antiguo Testamento a lo largo de los siglos, se coloca
la experiencia fundamental del pueblo elegido, vivida en tiempos del éxodo:
el Señor vio la miseria de su pueblo, reducido a la esclavitud, oyó su grito,
conoció sus angustias y decidió liberarlo.(43) En este acto de salvación
llevado a cabo por el Señor, el profeta supo individuar su amor y compasión.(44)
Es aquí precisamente donde radica la seguridad que abriga todo el pueblo
y cada uno de sus miembros en la misericordia divina, que se puede invocar
en circunstancias dramáticas.
A esto se añade el hecho de que la miseria del hombre es también su pecado.
El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del
éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la
alianza, triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como
« Dios de ternura y de gracia, lento a la ira y rico en misericordia y fidelidad
».(45) Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de
sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para
dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que El había revelado de sí
mismo (46) y para implorar su perdón.
Y así, tanto en sus hechos como en sus palabras, el Señor ha revelado su
misericordia desde los comienzos del pueblo que escogió para sí y, a lo largo
de la historia, este pueblo se ha confiado continuamente, tanto en las desgracias
como en la toma de conciencia de su pecado, al Dios de las misericordias.
Todos los matices del amor se manifiestan en la misericordia del Señor para
con los suyos: él es su padre,(47) ya que Israel es su hijo primogénito;(48)
él es también esposo de la que el profeta anuncia con un nombre nuevo, ruhama,
«muy amada », porque será tratada con misericordia.(49)
Incluso cuando, exasperado por la infidelidad de su pueblo, el Señor decide
acabar con él, siguen siendo la ternura y el amor generoso para con el mismo
lo que le hace superar su cólera.(50) Es fácil entonces comprender por qué
los Salmistas, cuando desean cantar las alabanzas más sublimes del Señor,
entonan himnos al Dios del amor, de la ternura, de la misericordia y de la
fidelidad.(51)
De todo esto se deduce que la misericordia no pertenece únicamente al concepto
de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel
y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con
su Señor, el contenido de su diálogo con El. Bajo este aspecto precisamente
la misericordia es expresada en los Libros del Antiguo Testamento con una
gran riqueza de expresiones. Sería quizá difícil buscar en estos Libros una
respuesta puramente teórica a la pregunta sobre en qué consiste la misericordia
en sí misma. No obstante, ya la terminología que en ellos se utiliza, puede
decirnos mucho a tal respecto.(52)
El Antiguo Testamento proclama la misericordia del Señor sirviéndose de múltiples
términos de significado afín entre ellos; se diferencian en su contenido
peculiar, pero tienden —podríamos decir— desde angulaciones diversas hacia
un único contenido fundamental para expresar su riqueza trascendental y al
mismo tiempo acercarla al hombre bajo distintos aspectos. EL Antiguo Testamento
anima a los hombres desventurados, en primer lugar a quienes versan bajo
el peso del pecado —al igual que a todo Israel que se había adherido a la
alianza con Dios— a recurrir a la misericordia y les concede contar con ella:
la recuerda en los momentos de caída y de desconfianza. Seguidamente, de
gracias y gloria cada vez que se ha manifestado y cumplido, bien sea en la
vida del pueblo, bien en la vida de cada individuo.
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia
divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también
más profunda que ella. Ya el Antiguo Testamento enseña que, si bien la justicia
es auténtica virtud en el hombre y, en Dios, significa la más « grande »
que ella: es superior en el sentido de que es primario y fundamental. El
amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y en definitiva la justicia
es servidora de la caridad. La primacía y la superioridad del amor respecto
a la justicia (lo cual es característico de toda la revelación) se manifiestan
precisamente a través de la misericordia. Esto pareció tan claro a los Salmistas
y a los Profetas que el término mismo de justicia terminó por significar
la salvación llevada a cabo por el Señor y su misericordia.(53) La misericordia
difiere de la justicia pero no está en contraste con ella, siempre que admitamos
en la historia del hombre —como lo hace el Antiguo Testamento— la presencia
de Dios, el cual ya en cuanto creador se ha vinculado con especial amor a
su criatura. EL amor, por su naturaleza, excluye el odio y el deseo de mal,
respecto a aquel que una vez ha hecho donación de sí mismo: nihil odisti
eorum quae fecisti: « nada aborreces de lo que has hecho ».(54) Estas palabras
indican el fundamento profundo de la relación entre la justicia y la misericordia
en Dios, en sus relaciones con el hombre y con el mundo. Nos están diciendo
que debemos buscar las raíces vivificantes y las razones íntimas de esta
relación, remontándonos al « principio », en el misterio mismo de la creación.
Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación
de Dios que « es amor ».(55)
Con el misterio de la creación está vinculado el misterio de la elección,
que ha plasmado de manera peculiar la historia del pueblo, cuyo padre espiritual
es Abraham en virtud de su fe. Sin embargo, mediante este pueblo que camina
a lo largo de la historia, tanto de la Antigua como de la Nueva Alianza,
ese misterio de la elección se refiere a cada hombre, a toda la gran familia
humana: « Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi favor ».(56)
« Aunque se retiren los montes..., no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza
de paz vacilará ».(57) Esta verdad, anunciada un día a Israel, lleva dentro
de sí la perspectiva de la historia entera del hombre: perspectiva que es
a la vez temporal y escatológica.(58) Cristo revela al Padre en la misma
perspectiva y sobre un terreno ya preparado, como lo demuestran amplias páginas
de los escritos del Antiguo Testamento. Al final de tal revelación, en la
víspera de su muerte, dijo El al apóstol Felipe estas memorables palabras:
« ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que
me ha visto a mí, ha visto al Padre ».(59)
IV.
LA PARÁBOLA DEL HIJO PRODIGO
5. Analogía
Ya en los umbrales del Nuevo Testamento resuena en el evangelio de san Lucas
una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia
divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición veterotestamentaria.
Aquí hallan expresión aquellos contenidos semánticos vinculados a la terminología
diferenciada de los Libros Antiguos. He ahí a María que, entrando en casa
de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor « por su misericordia
», de la que « de generación en generación » se hacen partícipes los hombres
que viven en el temor de Dios. Poco después, recordando la elección de Israel,
ella proclama la misericordia, de la que « se recuerda » desde siempre el
que la escogió a ella.(60) Sucesivamente, al nacer Juan Bautista, en la misma
casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia
que ha concedido « a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza
».(61) En las enseñanzas de Cristo mismo, esta imagen heredada del Antiguo
Testamento se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más
evidencia en la parábola del hijo pródigo,(62) donde la esencia de la misericordia
divina, aunque la palabra « misericordia » no se encuentre allí, es expresada
de manera particularmente límpida. A ello contribuye no sólo la terminología,
como en los libros veterotestamentarios, sino la analogía que permite comprender
más plenamente el misterio mismo de la misericordia en cuanto drama profundo,
que se desarrolla entre el amor del padre y la prodigalidad y el pecado del
hijo.
Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde
y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, « viviendo disolutamente
», es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél
que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original.
La analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente
toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia,
todo pecado. En esta analogía se pone menos de relieve la infidelidad del
pueblo de Israel, respecto a cuanto ocurría en la tradición profética, aunque
también a esa infidelidad se puede aplicar la analogía del hijo pródigo.
Aquel hijo, « cuando hubo gastado todo..., comenzó a sentir necesidad »,
tanto más cuanto que sobrevino una gran carestía « en el país », al que había
emigrado después de abandonar la casa paterna. En este estado de cosas «
hubiera querido saciarse » con algo, incluso « con las bellotas que comían
los puercos » que él mismo pastoreaba por cuenta de « uno de los habitantes
de aquella región ». Pero también esto le estaba prohibido.
La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre. El patrimonio
que aquel tal había recibido de su padre era un recurso de bienes materiales,
pero más importante que estos bienes materiales era su dignidad de hijo en
la casa paterna. La situación en que llegó a encontrarse cuando ya había
perdido los bienes materiales, le debía hacer consciente, por necesidad,
de la pérdida de esa dignidad. El no había pensado en ello anteriormente,
cuando pidió a su padre que le diese la parte de patrimonio que le correspondía,
con el fin de marcharse. Y parece que tampoco sea consciente ahora, cuando
se dice a sí mismo: « ¡Cuántos asalariados en casa de mi padre tienen pan
en abundancia y yo aquí me muero de hambre! ». El se mide a sí mismo con
el metro de los bienes que había perdido y que ya « no posee », mientras
que los asalariados en casa de su padre los « poseen ». Estas palabras se
refieren ante todo a una relación con los bienes materiales. No obstante,
bajo estas palabras se esconde el drama de la dignidad perdida, la conciencia
de la filiación echada a perder.
Es entonces cuando toma la decisión: « Me levantaré e iré a mi padre y le
diré: Padre, he pecado, contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser
llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros ».(63) Palabras,
éstas, que revelan más a fondo el problema central. A través de la compleja
situación material, en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido
a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad
perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que
lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario—
parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que
ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida
más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente
una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto
a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún
otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión
es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede
aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento
demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el
sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación
del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino.
En la parábola del hijo pródigo no se utiliza, ni siquiera una sola vez,
el término « justicia »; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra
« misericordia »; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que
se manifiesta como misericordia está inscrito con gran precisión en el contenido
de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en
misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa
y a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumadas las riquezas recibidas
de su padre, merece —a su vuelta— ganarse la vida trabajando como jornalero
en la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión
de bienes materiales; pero quizá nunca en tanta cantidad como había malgastado.
Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más cuanto que
aquel hijo no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía,
sino que además había tocado en lo más vivo y había ofendido a su padre con
su conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial,
no podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y en algún modo
incluso implicarlo. Pero en fin de cuentas se trataba del propio hijo y tal
relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El
hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que
le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con
rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre.
6. Reflexión particular sobre la dignidad humana
Esta imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender
con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay lugar a dudas
de que en esa analogía sencilla pero penetrante la figura del progenitor
nos revela a Dios como Padre. El comportamiento del padre de la parábola,
su modo de obrar que pone de manifiesto su actitud interior, nos permite
hallar cada uno de los hilos de la visión veterotestamentaria de la misericordia,
en una síntesis completamente nueva, llena de sencillez y de profundidad.
El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde
siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo
con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber
malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría,
con aquella festosidad tan generosa respecto al disipador después de su vuelta,
de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien
no se había alejado nunca del padre ni había abandonado la casa.
La fidelidad a sí mismo por parte del padre —un comportamiento ya conocido
por el término veterotestamentario « hesed »— es expresada al mismo tiempo
de manera singularmente impregnada de amor. Leemos en efecto que cuando el
padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa, « le salió conmovido
al encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó ».(64) Está obrando
ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su
generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo
mayor. Sin embargo las causas de la conmoción hay que buscarlas más en profundidad.
Sí, el padre es consciente de que se ha salvado un bien fundamental: el bien
de la humanidad de su hijo. Si bien éste había malgastado el patrimonio,
no obstante ha quedado a salvo su humanidad. Es más, ésta ha sido de algún
modo encontrada de nuevo. Lo dicen las palabras dirigidas por el padre al
hijo mayor: « Había que hacer fiesta y alegrarse porque este hermano tuyo
había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado ».(65) En
el mismo capítulo XV del evangelio de san Lucas, leemos la parábola de la
oveja extraviada (66) y sucesivamente de la dracma perdida.(67) Se pone siempre
de relieve la misma alegría, presente en el caso del hijo pródigo. La fidelidad
del padre a sí mismo está totalmente centrada en la humanidad del hijo perdido,
en su dignidad. Así se explica ante todo la alegre conmoción por su vuelta
a casa.
Prosiguiendo, se puede decir por tanto que el amor hacia el hijo, el amor
que brota de la esencia misma de la paternidad, obliga en cierto sentido
al padre a tener solicitud por la dignidad del hijo. Esta solicitud constituye
la medida de su amor, como escribirá san Pablo: « La caridad es paciente,
es benigna..., no es interesada, no se irrita..., no se alegra de la injusticia,
se complace en la verdad..., todo lo espera, todo lo tolera » y « no pasa
jamás ».(68) La misericordia —tal como Cristo nos la ha presentado en la
parábola del hijo pródigo— tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo
Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo
pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado.
Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado,
sino como hallado de nuevo y « revalorizado ». El padre le manifiesta, particularmente,
su alegría por haber sido « hallado de nuevo » y por « haber resucitado ».
Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo,
no deja de ser hijo real de su padre; indica además un bien hallado de nuevo,
que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo.
Lo que ha ocurrido en la relación del padre con el hijo, en la parábola de
Cristo, no se puede valorar « desde fuera ». Nuestros prejuicios en torno
al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior.
Ocurre a veces que, siguiendo tal sistema de valoración, percibimos principalmente
en la misericordia una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el
que la recibe. Consiguientemente estamos dispuestos a deducir que la misericordia
difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del
hijo pródigo demuestra cuán diversa es la realidad: la relación de misericordia
se funda en la común experiencia de aquel bien que es el hombre, sobre la
común experiencia de la dignidad que le es propia. Esta experiencia común
hace que el hijo pródigo comience a verse a sí mismo y sus acciones con toda
verdad (semejante visión en la verdad es auténtica humildad); en cambio para
el padre, y precisamente por esto, el hijo se convierte en un bien particular:
el padre ve el bien que se ha realizado con una claridad tan límpida, gracias
a una irradiación misteriosa de la verdad y del amor, que parece olvidarse
de todo el mal que el hijo había cometido.
La parábola del hijo pródigo expresa de manera sencilla, pero profunda la
realidad de la conversión. Esta es la expresión más concreta de la obra del
amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano. El significado
verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente
en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral,
físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero
y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas
de mal existentes en el mundo y en el hombre. Así entendida, constituye el
contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva
de su misión. Así entendían también y practicaban la misericordia sus discípulos
y seguidores. Ella no cesó nunca de revelarse en sus corazones y en sus acciones,
como una prueba singularmente creadora del amor que no se deja « vencer por
el mal », sino que « vence con el bien al mal »,(69)
Es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre desvelado
de nuevo. No obstante múltiples prejuicios, ella se presenta particularmente
necesaria en nuestros tiempos.
V.
EL MISTERIO PASCUAL
7. Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan
con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento
final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium
paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia,
tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación.
En este punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún
al contenido de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad
de la redención, en su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del
hombre, que mereció tener tan gran Redentor,(70) al mismo tiempo yo diría
que la dimensión divina de la redención nos permite, en el momento más empírico
e « histórico », desvelar la profundidad de aquel amor que no se echa atrás
ante el extraordinario sacrificio del Hijo, para colmar la fidelidad del
Creador y Padre respecto a los hombres creados a su imagen y ya desde el
« principio » elegidos, en este Hijo, para la gracia y la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní,
introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia,
en la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo
el bien y sanando »,(71) « curando toda clase de dolencias y enfermedades
»,(72) él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse
a la misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado
de espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos.(73)
Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres,
a quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más
cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores.
En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras
pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé:
« por sus llagas hemos sido curados ».(74)
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto
de los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor
ha predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus
obras. Pero no le es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento
de la muerte en cruz: « a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado
por nosotros »,(75) escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda
la profundidad del misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de
la realidad de la redención. Justamente esta redención es la revelación última
y definitiva de la santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección:
plenitud de la justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el
amor, mana de él y tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el
hecho de que el Padre no perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado
por nosotros » (76)— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre
la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad. Esto es incluso
una « sobreabundancia » de la justicia, ya que los pecados del hombre son
« compensados » por el sacrificio del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia,
que es propiamente justicia « a medida » de Dios, nace toda ella del amor:
del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda ella en el amor. Precisamente
por esto la justicia divina, revelada en la cruz de Cristo, es « a medida
» de Dios, porque nace del amor y se completa en el amor, generando frutos
de salvación. La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo
justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior
del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida
y de santidad, que viene de Dios. De este modo la redención comporta la revelación
de la misericordia en su plenitud
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia,
que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido
del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y,
mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al hombre,
y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá descubrir
en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como también
la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del hombre,
a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega sin
embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde
Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel
amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado
según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece
solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente
última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por El
a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo
aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace
participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto
el que ama desea darse a sí mismo.
La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabile
commercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está
contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose
a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe
en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la
verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino
de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios,
se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto «
luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero »,(77) ha venido para dar el
testimonio último de la admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios
con el hombre, con todo hombre. Esta alianza tan antigua como el hombre —se
remonta al misterio mismo de la creación— restablecida posteriormente en
varias ocasiones con un único pueblo elegido, es asimismo la alianza nueva
y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no limitada ya a un único
pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.
¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la
última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta
no es aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada
en aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después,
venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán
por vez primera: « Ha resucitado ». Ellos lo repetirán a los otros y serán
testigos de Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación
del hijo de Dios sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo
el testimonio mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla
y no cesa nunca de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno
amor por el hombre, ya que « tanto amó al mundo —por tanto al hombre en el
mundo— que le dio a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera,
sino que tenga la vida eterna ».(78) Creer en el Hijo crucificado significa
« ver al Padre »,(79) significa creer que el amor está presente en el mundo
y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la
humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la
misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es
como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación
respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre
y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle « perecer
en la gehenna ».(80)
8. Amor mas fuerte que la muerte mas fuerte que el pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo testimonio de la fuerza del
mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que, único entre los hijos
de los hombres, era por su naturaleza absolutamente inocente y libre de pecado,
y cuya venida al mundo estuvo exenta de la desobediencia de Adán y de la
herencia del pecado original. Y he ahí que, precisamente en El, en Cristo,
se hace justicia del pecado a precio de su sacrificio, de su obediencia «
hasta la muerte »,(81) Al que estaba sin pecado, « Dios lo hizo pecado en
favor nuestro ».(82) Se hace también justicia de la muerte que, desde los
comienzos de la historia del hombre, se había aliado con el pecado. Este
hacer justicia de la muerte se lleva a cabo bajo el precio de la muerte del
que estaba sin pecado y del único que podía —mediante la propia muerte— infligir
la muerte a la misma muerte.(83) De este modo la cruz de Cristo, sobre la
cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también
una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al
encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre:
al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y
todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos—
llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre
las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento,
hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez en la sinagoga
de Nazaret (84) y repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista.(85)
Según las palabras ya escritas en la profecía de Isaías,(86) tal programa
consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que
sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el
misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace
partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto,
nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado
y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico Solamente
en el cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo,
el amor vencerá en todos los elegidos las fuentes más profundas del mal,
dando como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y
de la inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico
está encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo
« ha resucitado al tercer día » (87) constituye el signo final de la misión
mesiánica, signo que corona la entera revelación del amor misericordioso
en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el signo que preanuncia
« un cielo nuevo y una tierra nueva »,(88) cuando Dios « enjugará las lágrimas
de nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque
las cosas de antes han pasado ».(89)
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se revelará como amor, mientras
que en la temporalidad, en la historia del hombre —que es a la vez historia
de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante todo como misericordia
y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de Cristo, —programa de misericordia—
se convierte en el programa de su pueblo, el de su Iglesia. Al centro del
mismo está siempre la cruz, ya que en ella la revelación del amor misericordioso
alcanza su punto culminante. Mientras « las cosas de antes no hayan pasado
»,(90) la cruz permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían referirse
otras palabras del Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y llamo;
si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él
y él conmigo ».(91) De manera particular Dios revela asimismo su misericordia,
cuando invita al hombre a la « misericordia » hacia su Hijo, hacia el Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa;(92) es el que está
a la puerta y llama al corazón de todo hombre,(93) sin coartar su libertad,
tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no solamente un acto
de solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino también, en cierto
modo, « misericordia » manifestada por cada uno de nosotros al Hijo del Padre
eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la revelación de la
misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de que sea mayormente
respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él, experimentando la
misericordia, es también en cierto sentido el que « manifiesta contemporáneamente
la misericordia »?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto al hombre, cuando
dice: « cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de éstos..., lo habéis
hecho a mí »?(94) Las palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados
los misericordiosos porque alcanzarán misericordia »,(95) ¿no constituyen
en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el « cambio
admirable » (admirabile commercium) en ella encerrado, que es una ley sencilla,
fuerte y « dulce » a la vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras
del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del « corazón humano
» en su punto de partida (« ser misericordiosos »), ¿no revelan quizá, dentro
de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo
la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección
de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación del inescrutable
misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo último las palabras
pronunciadas en el Cenáculo: « Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre
».(96) Efectivamente, Cristo, a quien el Padre « no perdonó » (97) en bien
del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no encontró
misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del amor
que el Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. « No es un Dios
de muertos, sino de vivos ».(98) En su resurrección Cristo ha revelado al
Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como
vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la cruz de Cristo,
su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado:
en Cristo que « la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado...
se presentó en medio de ellos » en el Cenáculo, « donde estaban los discípulos,...
alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis
los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis les serán retenidos
».(99)
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera
radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más
fuerte que la muerte. Y es también el mismo Cristo, Hijo de Dios, quien al
término —y en cierto sentido, más allá del término— de su misión mesiánica,
se revela a sí mismo como fuente inagotable de la misericordia, del mismo
amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de la salvación en la
Iglesia, debe confirmarse perennemente más fuerte que el pecado. El Cristo
pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo viviente:
histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la liturgia
del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: « Cantaré
eternamente las misericordias del Señor ».(100)
9. La Madre de la Misericordia
En estas palabras pascuales de la Iglesia resuenan en la plenitud de su contenido
profético las ya pronunciadas por María durante la visita hecha a Isabel,
mujer de Zacarías: « Su misericordia de generación en generación ».(101)
Ellas, ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva perspectiva
en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo, esta
perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido
escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones
de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes;
se van sucediendo además nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas
por el estigma de la cruz y de la resurrección, « selladas » (102) a su vez
con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de la misericordia
proclamada por María en el umbral de la casa de su pariente: « su misericordia
de generación en generación ».(103)
Además María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado
—como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible
con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación
de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con
la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este
sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia,
es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor, a la alianza querida
por El desde la eternidad y concluida en el tiempo con el hombre, con el
pueblo, con la humanidad; es la participación en la revelación definitivamente
cumplida a través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado
el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia
divina con el amor: el « beso » dado por la misericordia a la justicia.(104)
Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión
verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante
la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto
con su « fiat » definitivo.
María pues es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina.
Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre
de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia;
en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico,
porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad,
sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de
Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia
de la que « por todas la generaciones » (105) nos hacemos partícipes según
el eterno designio de la Santísima Trinidad.
Los susodichos títulos que atribuimos a la Madre de Dios nos hablan no obstante
de ella, por encima de todo, como Madre del Crucificado y del Resucitado;
como de aquella que, habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional,
« merece » de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena,
en particular a los pies de la cruz de su Hijo; finalmente, como de aquella
que a través de la participación escondida y, al mismo tiempo, incomparable
en la misión mesiánica de su Hijo ha sido llamada singularmente a acercar
los hombres al amor que El había venido a revelar: amor que halla su expresión
más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los
que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo,
siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret (106)
y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista.(107)
Precisamente, en este amor « misericordioso », manifestado ante todo en contacto
con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el
corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado —participaba
María—. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia
de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa,
porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de
su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud
para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso
de parte de una madre. Es éste uno de los misterios más grandes y vivificantes
del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.
« Esta maternidad de María en la economía de la gracia —tal como se expresa
el Concilio Vaticano II— perdura sin cesar desde el momento del asentimiento
que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie
de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta
a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple
intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con
su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y
se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada
».(108)
VI.
« MISERICORDIA... DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN »
10. Imagen de nuestra generación
Tenemos pleno derecho a creer que también nuestra generación está comprendida
en las palabras de la Madre de Dios, cuando glorificaba la misericordia,
de la que « de generación en generación » son partícipes cuantos se dejan
guiar por el temor de Dios. Las palabras del Magnificat mariano tienen un
contenido profético, que afecta no sólo al pasado de Israel, sino también
al futuro del Pueblo de Dios sobre la tierra. Somos en efecto todos nosotros,
los que vivimos hoy en la tierra, la generación que es consciente del aproximarse
del tercer milenio y que siente profundamente el cambio que se está verificando
en la historia.
La presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece
tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. La actividad
creadora del hombre, su inteligencia y su trabajo, han provocado cambios
profundos, tanto en el dominio de la ciencia y de la técnica como en la vida
social y cultural. El hombre ha extendido su poder sobre la naturaleza; ha
adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de su comportamiento
social. Ha visto derrumbarse o atenuarse los obstáculos y distancias que
separan hombres y naciones por un sentido acrecentado de lo universal, por
una conciencia más clara de la unidad del género humano, por la aceptación
de la dependencia recíproca dentro de una solidaridad auténtica, finalmente
por el deseo —y la posibilidad— de entrar en contacto con sus hermanos y
hermanas por encima de las divisiones artificiales de la geografía o las
fronteras nacionales o raciales. Los jóvenes de hoy día, sobre todo, saben
que los progresos de la ciencia y de la técnica son capaces de aportar no
sólo nuevos bienes materiales, sino también una participación más amplia
a su conocimiento.
El desarrollo de la informática, por ejemplo, multiplicará la capacidad creadora
del hombre y le permitirá el acceso a las riquezas intelectuales y culturales
de otros pueblos. Las nuevas técnicas de la comunicación favorecerán una
mayor participación en los acontecimientos y un intercambio creciente de
las ideas. Las adquisiciones de la ciencia biológica, psicológica o social
ayudarán al hombre a penetrar mejor en la riqueza de su propio ser. Y si
es verdad que ese progreso sigue siendo todavía muy a menudo el privilegio
de los países industrializados, no se puede negar que la perspectiva de hacer
beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es ya una simple
utopía, dado que existe una real voluntad política a este respecto.
Pero al lado de todo esto —o más bien en todo esto— existen al mismo tiempo
dificultades que se manifiestan en todo crecimiento. Existen inquietudes
e imposibilidades que atañen a la respuesta profunda que el hombre sabe que
debe dar. El panorama del mundo contemporáneo presenta también sombras y
desequilibrios no siempre superficiales. La Constitución pastoral Gaudium
et Spes del Concilio Vaticano II no es ciertamente el único documento que
trata de la vida de la generación contemporánea, pero es un documento de
particular importancia. « En verdad, los desequilibrios que sufre el mundo
moderno —leemos en ella— están conectados con ese otro desequilibrio fundamental
que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se
combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre
experimenta múltiples limitaciones; se siente sin embargo ilimitado en sus
deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones tiene
que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace
lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente
en sí mismo la división que tantas y tan graves discordias provoca en la
sociedad ».(109)
Hacia el final de la exposición introductoria de la misma, leemos: « ...
ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se
plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales:
¿qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte,
que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen
las victorias logradas a tan caro precio? ».(110)
En el marco de estos quince años, a partir de la conclusión del Concilio
Vaticano II, ¿se ha hecho quizá menos inquietante aquel cuadro de tensiones
y de amenazas propias de nuestra época? Parece que no. Al contrario, las
tensiones y amenazas que en el documento conciliar parecían solamente delinearse
y no manifestar hasta el fondo todo el peligro que escondían dentro de sí,
en el espacio de estos años se han ido revelando mayormente, han confirmado
aquel peligro y no permiten nutrir las ilusiones de un tiempo.
11. Fuentes de inquietud
De ahí que aumente en nuestro mundo la sensación de amenaza. Aumenta el temor
existencial ligado sobre todo —como ya insinué en la Encíclica Redemptor
Hominis— a la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales
arsenales atómicos, podría significar la autodestrucción parcial de la humanidad.
Sin embargo, la amenaza no concierne únicamente a lo que los hombres pueden
hacer a los hombres, valiéndose de los medios de la técnica militar; afecta
también a otros muchos peligros, que son el producto de una civilización
materialística, la cual —no obstante declaraciones « humanísticas »— acepta
la primacía de las cosas sobre la persona. EL hombre contemporáneo tiene
pues miedo de que con el uso de los medios inventados por este tipo de civilización,
cada individuo, lo mismo que los ambientes, las comunidades, las sociedades,
las naciones, pueda ser víctima del atropello de otros individuos, ambientes,
sociedades. La historia de nuestro siglo ofrece abundantes ejemplos. A pesar
de todas las declaraciones sobre los derechos del hombre en su dimensión
integral, esto es, en su existencial corporal y espiritual, no podemos decir
que estos ejemplos sean solamente cosa del pasado.
El hombre tiene precisamente miedo de ser víctima de una opresión que lo
prive de la libertad interior, de la posibilidad de manifestar exteriormente
la verdad de la que está convencido, de la fe que profesa, de la facultad
de obedecer a la voz de la conciencia que le indica la recta vía a seguir.
Los medios técnicos a disposición de la civilización actual, ocultan, en
efecto, no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía de un conflicto
militar, sino también la posibilidad de una subyugación « pacífica » de los
individuos, de los ambientes de vida, de sociedades enteras y de naciones,
que por cualquier motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen de
medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos.
Se piense también en la tortura, todavía existente en el mundo, ejercida
sistemáticamente por la autoridad como instrumento de dominio y de atropello
político, y practicada impunemente por los subalternos.
Así pues, junto a la conciencia de la amenaza biológica, crece la conciencia
de otra amenaza, que destruye aún más lo que es esencialmente humano, lo
que está en conexión íntima con la dignidad de la persona, con su derecho
a la verdad y a la libertad.
Todo esto se desarrolla sobre el fondo de un gigantesco remordimiento constituido
por el hecho de que, al lado de los hombres y de las sociedades bien acomodadas
y saciadas, que viven en la abundancia, sujetas al consumismo y al disfrute,
no faltan dentro de la misma familia humana individuos ni grupos sociales
que sufren el hambre. No faltan niños que mueren de hambre a la vista de
sus madres. No faltan en diversas partes del mundo, en diversos sistemas
socioeconómicos, áreas enteras de miseria, de deficiencia y de subdesarrollo.
Este hecho es universalmente conocido. El estado de desigualdad entre hombres
y pueblos no sólo perdura, sino que va en aumento. Sucede todavía que, al
lado de los que viven acomodados y en la abundancia, existen otros que viven
en la indigencia, sufren la miseria y con frecuencia mueren incluso de hambre;
y su número alcanza decenas y centenares de millones. Por esto, la inquietud
moral está destinada a hacerse más profunda. Evidentemente, un defecto fundamental
o más bien un conjunto de defectos, más aún, un mecanismo defectuoso está
en la base de la economía contemporánea y de la civilización materialista,
que no permite a la familia humana alejarse, yo diría, de situaciones tan
radicalmente injustas
Esta imagen del mundo de hoy, donde existe tanto mal físico y moral como
para hacer de él un mundo enredado en contradicciones y tensiones y, al mismo
tiempo, lleno de amenazas dirigidas contra la libertad humana, la conciencia
y la religión, explica la inquietud a la que está sujeto el hombre contemporáneo
Tal inquietud es experimentada no sólo por quienes son marginados u oprimidos,
sino también por quienes disfrutan de los privilegios de la riqueza, del
progreso, del poder. Y. si bien no faltan tampoco quienes buscan poner al
descubierto las causas de tales inquietudes o reaccionar con medios inmediatos
puestos a su alcance por la técnica, la riqueza o el poder, sin embargo en
lo más profundo del ánimo humano esa inquietud supera todos los medios provisionales.
Afecta —como han puesto justamente de relieve los análisis del Concilio Vaticano
II— los problemas fundamentales de toda la existencia humana Esta inquietud
está vinculada con el sentido mismo de la existencia del hombre en el mundo;
es inquietud para el futuro del hombre y de toda la humanidad, y exige resoluciones
decisivas que ya parecen imponerse al género humano
12. ¿ Basta la justicia ?
No es difícil constatar que el sentido de la justicia se ha despertado a
gran escala en el mundo contemporáneo; sin duda, ello pone mayormente de
relieve lo que está en contraste con la justicia tanto en las relaciones
entre los hombres, los grupos sociales o las « clases », como entre cada
uno de los pueblos y estados, y entre los sistemas políticos, más aún, entre
los diversos mundos Esta corriente profunda y multiforme, en cuya base la
conciencia humana contemporánea ha situado la justicia, atestigua el carácter
ético de las tensiones y de las luchas que invaden el mundo
La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente
deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera
de someter a reflexión los diversos aspectos de la justicia, tal como lo
exige la vida de los hombres y de las sociedades Prueba de ello es el campo
de la doctrina social católica ampliamente desarrollada en el arco del último
siglo. Siguiendo las huellas de tal enseñanza procede la educación y la formación
de las conciencias humanas en el espíritu de la justicia, lo mismo que las
iniciativas concretas, sobre todo en el ámbito del apostolado de los seglares,
que se van desarrollando en tal sentido
No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los
programas que parten de la idea de justicia y que deben servir a ponerla
en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades
humanas, en la práctica sufren deformaciones. Por más que sucesivamente recurran
a la misma idea de justicia, sin embargo la experiencia demuestra que otras
fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad han
tomado la delantera a la justicia. En tal caso el ansia de aniquilar al enemigo,
de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte
en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la
justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación
entre las partes en conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia
y la alteración práctica de ella atestiguan hasta qué punto la acción humana
puede alejarse de la misma justicia, por más que se haya emprendido en su
nombre. No en vano Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina
del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras:
« Ojo por ojo y diente por diente ».(111) Tal era la forma de alteración
de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo
en ella su modelo. En efecto, es obvio que, en nombre de una presunta justicia
(histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le
mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos
humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la
justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la
negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma
más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones.
Ha sido ni más ni menos la experiencia histórica la que entre otras cosas
ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación
no disminuye el valor de la justicia ni atenúa el significado del orden instaurado
sobre ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a
las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan el orden mismo
de la justicia.
Teniendo a la vista la imagen de la generación a la que pertenecemos, la
Iglesia comparte la inquietud de tantos hombres contemporáneos. Por otra
parte, debemos preocuparnos también por el ocaso de tantos valores fundamentales
que constituyen un bien indiscutible no sólo de la moral cristiana, sino
simplemente de la moral humana, de la cultura moral, como el respeto a la
vida humana desde el momento de la concepción, el respeto al matrimonio en
su unidad indisoluble, el respeto a la estabilidad de la familia. El permisivismo
moral afecta sobre todo a este ámbito más sensible de la vida y de la convivencia
humana. A él van unidas la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas,
la falta de responsabilidad al hablar, la relación meramente utilitaria del
hombre con el hombre, la disminución del sentido del auténtico bien común
y la facilidad con que éste es enajenado. Finalmente, existe la desacralización
que a veces se transforma en « deshumanización »: el hombre y la sociedad
para quienes nada es « sacro » van decayendo oralmente, a pesar de las apariencias.
VII.
LA MISERICORDIA DE DIOS EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
En relación con esta imagen de nuestra generación, que no deja de suscitar
una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras que, con motivo de
la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magnificat de María y que
cantan la misericordia... de generación en generación ». Conservando siempre
en el corazón la elocuencia de estas palabras inspiradas y aplicándolas a
las experiencias y sufrimientos propios de la gran familia humana, es menester
que la Iglesia de nuestro tiempo adquiera conciencia más honda y concreta
de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión,
siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva Alianza, en primer
lugar del mismo Cristo y de sus Apóstoles. La Iglesia debe dar testimonio
de la misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías,
profesándola principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una
vida coherente con la misma fe, tratando después de introducirla y encarnarla
en la vida bien sea de sus fieles, bien sea—en cuanto posible—en la de todos
los hombres de buena voluntad. Finalmente, la Iglesia—profesando la misericordia
y permaneciendo siempre fiel a ella—tiene el derecho y el deber de recurrir
a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos los fenómenos del
mal físico y moral, ante todas las amenazas que pesan sobre el entero horizonte
de la vida de la humanidad contemporánea.
13. La Iglesia profesa la misericordia de Dios y la proclama
La Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad,
cual nos ha sido transmitida por la revelación. En las páginas precedentes
de este documento hemos tratado de delinear al menos el perfil de esta verdad
que encuentra tan rica expresión en toda la Sagrada Escritura y en la Tradición.
En la vida cotidiana de la Iglesia la verdad acerca de la misericordia de
Dios, expresada en la Biblia, resuena cual eco perenne a través de numerosas
lecturas de la Sagrada Liturgia. La percibe el auténtico sentido de la fe
del Pueblo de Dios, como atestiguan varias expresiones de la piedad personal
y comunitaria. Sería ciertamente difícil enumerarlas y resumirlas todas,
ya que la mayor parte de ellas están vivamente inscritas en lo íntimo de
los corazones y de las conciencias humanas. Si algunos teólogos afirman que
la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de
Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del Pueblo de Dios dan
testimonios exhaustivos de ello. No se trata aquí de la perfección de la
inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino
de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad intima de
su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el
Dios vivo. Conforme a las palabras dirigidas por Cristo a Felipe,(112) «
la visión del Padre »—visión de Dios mediante la fe—halla precisamente en
el encuentro con su misericordia un momento singular de sencillez interior
y de verdad, semejante a la que encontramos en la parábola del hijo pródigo.
« Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre ».(113) La Iglesia profesa la
misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia de
fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose
en EL, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en
su misterio entero. Todo esto que forma la « visión » de Cristo en la fe
viva y en la enseñanza de la Iglesia nos acerca a la « visión del Padre »
en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de manera particular
la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En
efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón,
nos permite detenernos en este punto en un cierto sentido y al mismo tiempo
accesible en el plano humano—de la revelación del amor misericordioso del
Padre, que ha constituido el núcleo central de la misión mesiánica del Hijo
del Hombre.
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el
atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres
a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria
y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante
de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura
en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La
Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte:
en efecto, « cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz »,
no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su
resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria.(114) El mismo rito
eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha
revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor
inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse con
nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento
de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso
cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada
hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el
amor que es más fuerte que el pecado. Se ha hablado ya de ello en la encíclica
Redemptor Hominis; convendrá sin embargo volver una vez más sobre este tema
fundamental.
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que « Dios amó tanto..
que lo dio su Hijo unigénito »,(115) Dios que « es amor » (116) no puede
revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo
con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad
interior del hombre y del mundo que es su patria temporal.
La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también
infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger
a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la
fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio
de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza
y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente
la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la
penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia
y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección
de Cristo.
Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios
consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es
paciente y benigno (117) a medida del Creador y Padre: el amor, al que «
Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo » (118) es fiel hasta las últimas
consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz,
hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre
fruto del « reencuentro » de este Padre, rico en misericordia.
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno,
es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo
acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo.
Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo « ven » así, no
pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a El. Viven pues in statu conversionis;
es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación
de todo hombre por la tierra in statu viatoris. Es evidente que la Iglesia
profesa la misericordia de Dios, revelada en Cristo crucificado y resucitado,
no sólo con la palabra de sus enseñanzas, sino, por encima de todo, con la
más profunda pulsación de la vida de todo el Pueblo de Dios. Mediante este
testimonio de vida, la Iglesia cumple la propia misión del Pueblo de Dios,
misión que es participación y, en cierto sentido, continuación de la misión
mesiánica del mismo Cristo.
La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre
la base de la misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que
brotan de la doctrina del Concilio Vaticano II, en primer lugar el cometido
ecuménico que tiende a unir a todos los que confiesan a Cristo. Iniciando
múltiples esfuerzos en tal dirección, la Iglesia confiesa con humildad que
solo ese amor, más fuerte que la debilidad de las divisiones humanas, puede
realizar definitivamente la unidad por la que oraba Cristo al Padre y que
el Espíritu no cesa de pedir para nosotros « con gemidos inenarrables ».(119)
14. La Iglesia trata de practicar la misericordia
Jesucristo ha enseñado que el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia
de Dios, sino que está llamado a « usar misericordia » con los demás: « Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia ».(120) La Iglesia
ve en estas palabras una llamada a la acción y se esfuerza por practicar
la misericordia. Si todas las bienaventuranzas del sermón de la montaña indican
el camino de la conversión y del cambio de vida, la que se refiere a los
misericordiosos es a este respecto particularmente elocuente. El hombre alcanza
el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente
se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.
Este proceso auténticamente evangélico no es sólo una transformación espiritual
realizada de una vez para siempre, sino que constituye todo un estilo de
vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana. Consiste
en el descubrimiento constante y en la actuación perseverante del amor en
cuanto fuerza unificante y a la vez elevante: —a pesar de todas las dificultades
de naturaleza psicológica o social—se trata, en efecto, de un amor misericordioso
que por su esencia es amor creador. El amor misericordioso, en las relaciones
recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral.
Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es
la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en
el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen
y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo
en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado. En todo caso,
también éste puede encontrarse fácilmente en la posición del que recibe,
obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o se encuentra en estado
de ser objeto de misericordia.
Cristo crucificado, en este sentido, es para nosotros el modelo, la inspiración
y el impulso más grande. Basándonos en este desconcertante modelo, podemos
con toda humildad manifestar misericordia a los demás, sabiendo que la recibe
como demostrada a sí mismo.(121) Sobre la base de este modelo, debemos purificar
también continuamente todas nuestras acciones y todas nuestras intenciones,
allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral,
como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto
de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente
de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan
de nosotros. Si falta esta bilateralidad, esta reciprocidad, entonces nuestras
acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente
en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo
con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente
en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por
El.
Así pues, el camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña
con la bienaventuranza de los misericordiosos, es mucho más rico de lo que
podemos observar a veces en los comunes juicios humanos sobre el tema de
la misericordia. Tales juicios consideran la misericordia como un acto o
proceso unilateral que presupone y mantiene las distancias entre el que usa
misericordia y el que es gratificado, entre el que hace el bien y el que
lo recibe. Deriva de ahí la pretensión de liberar de la misericordia las
relaciones interhumanas y sociales, y basarlas únicamente en la justicia.
No obstante, tales juicios acerca de la misericordia no descubren la vinculación
fundamental entre la misericordia y la justicia, de que habla toda la tradición
bíblica, y en particular la misión mesiánica de Jesucristo. La auténtica
misericordia es por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si
ésta última es de por sí apta para servir de « árbitro » entre los hombres
en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada
el amor en cambio, y solamente el amor, (también ese amor benigno que llamamos
« misericordia ») es capaz de restituir el hombre a sí mismo.
La misericordia auténticamente cristiana es también, en cierto sentido, la
más perfecta encarnación de la « igualdad » entre los hombres y por consiguiente
también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto también ésta,
dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad introducida mediante
la justicia se limita, sin embargo al ámbito de los bienes objetivos y extrínsecos,
mientras el amor y la misericordia logran que los hombres se encuentren entre
sí en ese valor que es el mismo hombre, con la dignidad que le es propia.
Al mismo tiempo, la « igualdad » de los hombres mediante el amor « paciente
y benigno » (122) no borra las diferencias: el que da se hace más generoso,
cuando se siente contemporáneamente gratificado por el que recibe su don;
viceversa, el que sabe recibir el don con la conciencia de que también él,
acogiéndolo, hace el bien, sirve por su parte a la gran causa de la dignidad
de la persona y esto contribuye a unir a los hombres entre si de manera más
profunda.
Así pues, la misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las
relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto
de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. Es imposible lograr establecer
este vínculo entre los hombres si se quiere regular las mutuas relaciones
únicamente con la medida de la justicia. Esta, en todas las esferas de las
relaciones interhumanas, debe experimentar por decirlo así, una notable «
corrección » por parte del amor que—como proclama san Pablo—es « paciente
» y « benigno », o dicho en otras palabras lleva en sí los caracteres del
amor misericordioso tan esenciales al evangelio y al cristianismo. Recordemos
además que el amor misericordioso indica también esa cordial ternura y sensibilidad,
de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo (123) o
la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida.(124) Por tanto, el amor
misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos:
entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable
en la educación y en la pastoral.
Su radio de acción, no obstante, no halla aquí su término. Si Pablo VI indicó
en más de una ocasión la « civilización del amor » (125) como fin al que
deben tender todos los esfuerzos en campo social y cultural, lo mismo que
económico y político, hay que añadir que este fin no se conseguirá nunca,
si en nuestras concepciones y actuaciones, relativas a las amplias y complejas
esferas de la convivencia humana, nos detenemos en el criterio del « ojo
por ojo, diente por diente » (126) y no tendemos en cambio a transformarlo
esencialmente, superándolo con otro espíritu. Ciertamente, en tal dirección
nos conduce también el Concilio Vaticano II cuando hablando repetidas veces
de la necesidad de hacer el mundo más humano,(127) individúa la misión de
la Iglesia en el mundo contemporáneo precisamente en la realización de tal
cometido. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano, únicamente
si introducimos en el ámbito pluriforme de las relaciones humanas y sociales,
junto con la justicia, el « amor misericordioso » que constituye el mensaje
mesiánico del evangelio.
El mundo de los hombres puede hacerse « cada vez más humano », solamente
si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos
el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que
en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es
además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación
de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los
hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo
de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría
sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos
géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia
humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más
fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.
Por esto, la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales—en
cada etapa de la historia y especialmente en la edad contemporánea—el de
proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado
en sumo grado en Cristo Jesús. Este misterio, no sólo para la misma Iglesia
en cuanto comunidad de creyentes, sino también en cierto sentido para todos
los hombres, es fuente de una vida diversa de la que el hombre, expuesto
a las fuerzas prepotentes de la triple concupiscencia que obran en él,(128)
está en condiciones de construir. Precisamente en nombre de este misterio
Cristo nos enseña a perdonar siempre. ¡Cuántas veces repetimos las palabras
de la oración que El mismo nos enseñó, pidiendo: « perdónanos nuestras deudas
como nosotros perdonamos a nuestros deudores », es decir, a aquellos que
son culpables de algo respecto a nosotros!(129) Es en verdad difícil expresar
el valor profundo de la actitud que tales palabras trazan e inculcan. ¡Cuántas
cosas dicen estas palabras a todo hombre acerca de su semejante y también
acerca de sí mismo! La conciencia de ser deudores unos de otros va pareja
con la llamada a la solidaridad fraterna que san Pablo ha expresado en la
invitación concisa a soportarnos « mutuamente con amor »,(130) ¡Qué lección
de humildad se encierra aquí respecto del hombre, del prójimo y de sí mismo
a la vez! ¡Qué escuela de buena voluntad para la convivencia de cada día,
en las diversas condiciones de nuestra existencia! Si desatendiéramos esta
lección, ¿qué quedaría de cualquier programa « humanístico » de la vida y
de la educación?
Cristo subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás
que a Pedro, el cual le había preguntado cuántas veces debería perdonar al
prójimo, le indicó la cifra simbólica de « setenta veces siete »,(131) queriendo
decir con ello que debería saber perdonar a todos y siempre. Es obvio que
una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de
la justicia. La justicia rectamente entendida constituye por así decirlo
la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el perdón,
y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para
con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo
caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria,
la satisfacción del ultraje son condición del perdón.
Así pues la estructura fundamental de la justicia penetra siempre en el campo
de la misericordia. Esta, sin embargo, tiene la fuerza de conferir a la justicia
un contenido nuevo que se expresa de la manera más sencilla y plena en el
perdón. Este en efecto manifiesta que, además del proceso de « compensación
» y de « tregua » que es específico de la justicia, es necesario el amor,
para que el hombre se corrobore como tal. El cumplimiento de las condiciones
de la justicia es indispensable, sobre todo, a fin de que el amor pueda revelar
el propio rostro. Al analizar la parábola del hijo pródigo, hemos llamado
ya la atención sobre el hecho de que aquél que perdona y aquél que es perdonado
se encuentran en un punto esencial, que es la dignidad, es decir, el valor
esencial del hombre que no puede dejarse perder y cuya afirmación o cuyo
reencuentro es fuente de la más grande alegría.(132)
La Iglesia considera justamente como propio deber, como finalidad de la propia
misión, custodiar la autenticidad del perdón, tanto en la vida y en el comportamiento
como en la educación y en la pastoral. Ella no la protege de otro modo más
que custodiando la fuente, esto es, el misterio de la misericordia de Dios
mismo, revelado en Jesucristo.
En la base de la misión de la Iglesia, en todas las esferas de que hablan
numerosas indicaciones del reciente Concilio y la plurisecular experiencia
del apostolado, no hay más que el « sacar de las fuentes del Salvador »:(133)
es esto lo que traza múltiples orientaciones a la misión de la Iglesia en
la vida de cada uno de los cristianos, de las comunidades y también de todo
el Pueblo de Dios. Este « sacar de las fuentes del Salvador » no puede ser
realizado de otro modo, si no es en el espíritu de aquella pobreza a la que
nos ha llamado el Señor con la palabra y el ejemplo: « lo que habéis recibido
gratuitamente, dadlo gratuitamente ».(134) Así, en todos los cambios de la
vida y del ministerio de la Iglesia—a través de la pobreza evangélica de
los ministros y dispensadores, y del pueblo entero que da testimonio « de
todas las obras del Señor »—se ha manifestado aún mejor el Dios « rico en
misericordia ».
VIII.
ORACIÓN DE LA IGLESIA DE NUESTROS TIEMPOS
15. La Iglesia recurre a la misericordia divina
La Iglesia proclama la verdad de la misericordia de Dios, revelada en Cristo
crucificado y resucitado, y la profesa de varios modos. Además, trata de
practicar la misericordia para con los hombres a través de los hombres, viendo
en ello una condición indispensable de la solicitud por un mundo mejor y
« más humano », hoy y mañana. Sin embargo, en ningún momento y en ningún
período histórico —especialmente en una época tan crítica como la nuestra—la
Iglesia puede olvidar la oración que es un grito a la misericordia de Dios
ante las múltiples formas de mal que pesan sobre la humanidad y la amenazan.
Precisamente éste es el fundamental derecho-deber de la Iglesia en Jesucristo:
es el derecho-deber de la Iglesia para con Dios y para con los hombres. La
conciencia humana, cuanto más pierde el sentido del significado mismo de
la palabra « misericordia », sucumbiendo a la secularización; cuanto más
se distancia del misterio de la misericordia alejándose de Dios, tanto más
la Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir al Dios de la misericordia
« con poderosos clamores ».(135) Estos poderosos clamores deben estar presentes
en la Iglesia de nuestros tiempos, dirigidos a Dios, para implorar su misericordia,
cuya manifestación ella profesa y proclama en cuanto realizada en Jesús crucificado
y resucitado, esto es, en el misterio pascual. Es este misterio el que lleva
en sí la más completa revelación de la misericordia, es decir, del amor que
es más fuerte que la muerte, más fuerte que el pecado y que todo mal, del
amor que eleva al hombre de las caídas graves y lo libera de las más grandes
amenazas.
EL hombre contemporáneo siente estas amenazas. Lo que, a este respecto, ha
sido dicho más arriba es solamente un simple esbozo. El hombre contemporáneo
se interroga con frecuencia, con ansia profunda, sobre la solución de las
terribles tensiones que se han acumulado sobre el mundo y que se entrelazan
en medio de los hombres. Y si tal vez no tiene la valentía de pronunciar
la palabra « misericordia », o en su conciencia privada de todo contenido
religioso no encuentra su equivalente, tanto más se hace necesario que la
Iglesia pronuncie esta palabra, no sólo en nombre propio sino también en
nombre de todos los hombres contemporáneos .
Es pues necesario que todo cuanto he dicho en el presente documento sobre
la misericordia se transforme continuamente en una ferviente plegaria: en
un grito que implore la misericordia en conformidad con las necesidades del
hombre en el mundo contemporáneo. Que este grito condense toda la verdad
sobre la misericordia, que ha hallado tan rica expresión en la Sagrada Escritura
y en la Tradición, así como en la auténtica vida de fe de tantas generaciones
del Pueblo de Dios. Con tal grito nos volvemos, como todos los escritores
sagrados, al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado,(136)
al Dios que es fiel a sí mismo, a su paternidad y a su amor. Y al igual que
los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y, a
semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja extraviada,
aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese
sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus
pecados un nuevo « diluvio », como lo mereció en su tiempo la generación
de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado en su misión
mesiánica y que alcanza su culmen en la cruz, en su muerte y resurrección.
Recurramos a Dios mediante Cristo, recordando las palabras del Magnificat
de María, que proclama la misericordia « de generación en generación ». Imploremos
la misericordia divina para la generación contemporánea. La Iglesia que,
siguiendo el ejemplo de María, trata de ser también madre de los hombres
en Dios, exprese en esta plegaria su materna solicitud y al mismo tiempo
su amor confiado, del que nace la más ardiente necesidad de la oración.
Elevemos nuestras súplicas, guiados por la fe, la esperanza, la caridad que
Cristo ha injertado en nuestros corazones. Esta actitud es asimismo amor
hacia Dios, a quien a veces el hombre contemporáneo ha alejado de sí ha hecho
ajeno a sí, proclamando de diversas maneras que es algo « superfluo ». Esto
es pues amor a Dios, cuya ofensa-rechazo por parte del hombre contemporáneo
sentimos profundamente, dispuestos a gritar con Cristo en la cruz: « Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen ».(137) Esto es al mismo tiempo amor
a los hombres, a todos los hombres sin excepción y división alguna: sin diferencias
de raza, cultura, lengua, concepción del mundo, sin distinción entre amigos
y enemigos. Esto es amor a los hombres que desea todo bien verdadero a cada
uno y a toda la comunidad humana, a toda familia, nación, grupo social; a
los jóvenes, los adultos, los padres, los ancianos, los enfermos: es amor
a todos, sin excepción. Esto es amor, es decir, solicitud premurosa para
garantizar a cada uno todo bien auténtico y alejar y conjurar el mal.
Y si alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la esperanza que me
inducen, en cuanto siervo de Cristo y ministro de los misterios de Dios,(138)
a implorar en esta hora de la historia la misericordia de Dios en favor de
la humanidad, que trate al menos de comprender el motivo de esta premura.
Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según
la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro
inmenso. El misterio de Cristo que, desvelándonos la gran vocación del hombre,
me ha impulsado a confirmar en la Encíclica Redemptor Hominis su incomparable
dignidad, me obliga al mismo tiempo a proclamar la misericordia como amor
compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de Cristo, Ello me obliga
también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en esta difícil, crítica
fase de la historia de la Iglesia y del mundo, mientras nos encaminamos al
final del segundo Milenio.
En el nombre de Jesucristo, crucificado y resucitado, en el espíritu de su
misión mesiánica, que permanece en la historia de la humanidad, elevemos
nuestra voz y supliquemos que en esta etapa de la historia se revele una
vez más aquel Amor que está en el Padre y que por obra del Hijo y del Espíritu
Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal:
más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por intercesión de Aquella
que no cesa de proclamar « la misericordia de generación en generación »,
y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras
del sermón de la montaña: « Bienaventurados los misericordiosos porque ellos
alcanzarán misericordia ».(139)
Al continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano II, en el que
podemos ver justamente una nueva fase de la autorrealización de la Iglesia—a
medida de la época en que nos ha tocado vivir—la Iglesia misma debe guiarse
por la plena conciencia de que en esta obra no le es lícito, en modo alguno,
replegarse sobre sí misma. La razón de su ser es en efecto la de revelar
a Dios, esto es, al Padre que nos permite « verlo » en Cristo.(140) Por muy
fuerte que pueda ser la resistencia de la historia humana; por muy marcada
que sea la heterogeneidad de la civilización contemporánea; por muy grande
que sea la negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la proximidad
a ese misterio que, escondido desde los siglos en Dios, ha sido después realmente
participado al hombre en el tiempo mediante Jesucristo.
Con mi Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de noviembre, primer domingo de Adviento, del año 1980, tercero de mi Pontificado.
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(1) Ef 2, 4.
(2) Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s.
(3) Jn 14, 8 s.
(4) Ef 2, 4 s
(5) 2 Cor 1, 3.
(6) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S. 58 (1966), p. 1042.
(7) Cfr. ib.
(8) 1 Tim 6, 16.
(9) Rom 1, 20.
(10) Jn 1, 18.
(11) 1 Tim 6 16.
(12) Tit 3, 4.
(13) Ef 2, 4.
(14) Cfr. Gén 1, 28.
(15) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 9: A.A.S. 58 (1966), p. 1032.
(16) 2 Cor 1, 3.
(17) Mt 6, 4. 6. 18.
(18) Cfr. Ef 3, 18; además Lc 11, 5-13.
(19) Lc 4, 18 s.
(20) Lc 7, 19.
(21) Lc 7, 22 s.
(22) 1 Jn 4, 16.
(23) Ef 2, 4.
(24) Lc 15, 11-32
(25) Lc 10, 30-37.
(26) Mt 18, 23-35.
(27) Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7
(28) Lc 15, 8-10.
(29) Mt 22, 38.
(30) Mt 5, 7.
(31) Cfr. Jue 3, 7-9
(32) Cfr. 1 Re 8, 22-53
(33) Cfr. Miq 7, 18-20.
(34) Cfr. Is 1, 18; 51, 4-16.
(35) Cfr. Bar 2, 11-3, 8.
(36) Cfr. Neh 9.
(37) Cfr. p. ej. Os 2, 21-25 y 15; Is 54, 6-8.
(38) Cfr. Jer 31, 20; Ez 39, 25-29.
(39) Cfr. 2 Sam 11, 12, 24, 10.
(40) Job passim.
(41) Est 4, 17k ss.
(42) Cfr. p. ej. Neh 9, 30-32; Tob 3, 2-3. 11-12; 8, 16-17; 1 Mac 4, 24.
(43) Cfr. Ex 3, 7 s.
(44) Cfr. Is 63, 9.
(45) Ex 34, 6.
(46) Cfr. Num 14, 18; 2 Par 30, 9; Neh 9, 17; Sal 86 (85), 15; Sab 15, 1; Eclo 2, 11; Jl 2, 13.
(47) Cfr. Is 63, 16.
(48) Cfr. Ex 4, 22.
(49) Cfr. Os 2 3.
(50) Cfr. Os 11, 7-9; Jer 31, 20; Is 54, 7 s.
(51) Sal 103 (102) y 145 (144).
(52) Al definir la misericordia los Libros del Antiguo Testamento usan sobre
todo dos expresiones, cada una de las cuales tiene un matiz semántico distinto.
Ante todo está el término hesed, que indica una actitud profunda de « bondad
». Cuando esa actitud se da entre dos hombres, éstos son no solamente benévolos
el uno con el otro, sino al mismo tiempo recíprocamenre fieles en virtud
de un compromiso interior, por tanto también en virtud de una fidelidad hacia
sí mismos. Si además hesed significa también « gracia » o « amor », esto
es precisamente en base a tal fidelidad. El hecho de que el compromiso en
cuestión tenga un carácter no sólo moral, sino casi jurídico, no cambia nada.
Cuando en el Antiguo Testamento el vocablo hesed es referido el Señor, esto
tiene lugar siempre en relación con la alianza que Dios ha hecho con Israel.
Esa alianza fue, por parte de Dios, un don y una gracia para Israel. Sin
embargo, puesto que en coherencia con la alianza hecha Dios se habia comprometido
a respetarla, hesed cobraba, en cierto modo, un contenido legal. El compromiso
juridico por parte de Dios dejaba de obligar cuando Israel infringía la alianza
y no respetaba sus condiciones. Pero precisamente entonces hesed, dejando
de ser obligación jurídica, descubría su aspecto más profundo: se manifiesta
lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más fuerte que
la traición, gracia más fuerte que el pecado.
Esta fidelidad para con la « hija de mi pueblo » infiel (cfr. Lam 4, 3. 6)
es, en definitiva, por parte de Dios, fidelidad a sí mismo. Esto resulta
frecuente sobre todo en el recurso frecuente al binomio hesed we'emet (=gracia
y fidelidad), que podría considerarse una endíadis (cfr. por ej. Ex 34, 6;
2 Sam 2, 6; 15, 20; Sal 25 [24], 10; 40 [39], 11 s.; 85 [84], 11; 138 [137],
2; Miq 7, 20). « No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por
el honor de mi nombre » (Ez 36, 22). Por tanto también Israel, aunque lleno
de culpas por haber roto la alianza, no puede recurrir al hesed de Dios en
base a una justicia legal; no obstante, puede y debe continuar esperando
y tener confianza en obtenerlo, siendo el Dios de la alianza realmente «
responsable de su amor ». Frutos de ese amor son el perdón, la restauración
en la gracia y el restablecimiento de la alianza interior.
El segundo vocablo, que en la termenología del Antiguo Testamento sirve para
definir la misericordia, es rahamim. Este tiene un matiz distinto del hesed.
Mientras éste pone en evidencia los caracteres de la fidelidad hacia sí mismo
y de la « responsabilidad del propio amor » (que son cartacteres en cierto
modo masculinos ), rahamin, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem=
regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde
la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular
con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito,
no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior:
es una exigencia del corazón. Es una variante casi « femenina » de la fidelidad
masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre ese trasfondo psicológico,
rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad
y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar.
El Antiguo Testamento atribuye al Señor precisamente esos caracteres, cuando
habla de él sirviéndose del término rahamim. Leemos en Isaías: « ¿Puede acaso
una mujer olvidarse de su mamoncillo, no compadecerse del hijo de sus entrañas?
Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría » (Is 49, 15). Este amor, fiel
e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa
en los texos véterotestamentarios de diversos modos: ya sea como salvación
de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón
de los pecados —respecto de cada individuo así como también de todo Israel—
y, finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas),
no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: « Yo curaré su rebeldía
y los amaré generosamente » (Os 14, 5).
En la terminología del Antiguo Testamento encontramos todavía otras expresiones,
referidas diversamente al mismo contenido fundamental. Sin embargo, las dos
antedichas merecen una atención particular. En ellas se manifiesta claramente
su original aspecto antropomórfico: al presentar la misericordia divina,
los autores bíblicos se sirven de los términos que corresponden a la conciencia
y a la experiencia del hombre contemporáneo suyo. La terminología griega
usada por los Setenta muestra una riqueza menor que la hebraica: no ofrece,
pues, todos los matices semánticos propios del texto original. En cada caso,
el Nuevo Testamento construye sobre la riqueza y profundidad, que ya distinguía
el Antiguo.
De ese modo heredamos del Antiguo Testamento —casi en una síntesis especial—
no solamente la riqueza de las expresiones usadas por aquellos Libros para
definir la misericordia divina, sino también una específica, obviamente antropomórfica
« psicología » de Dios: la palpitante imagen de su amor, que en contacto
con el mal y en particular, con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta
como misericordia. Esa imagen está compuesta, además del contenido más bien
general del verbo h nan, también por el contenido de hesed y por el de rahamim.
El término hanan expresa un concepto más amplio; significa, en efecto, la
manifestación de la gracia, que comporta, por así decir, una constante predisposición
magnánima, benévola y clemente.
Además de estos elementos semánticos fundamentales, el concepto de misericordia
en el Antiguo Testamento está compuesto también por lo que encierra el verbo
hamal, que literalmente significa « perdonar (al enemigo vencido) », pero
también « manifestar piedad y compasión » y, como consecuencia, perdón y
remisión de la culpa. También el término hus expresa piedad y compasión,
pero sobre todo en sentido afectivo. Estos términos aparecen en los textos
bíblicos más raramente para indicar la misericordia. Además, conviene destacar
el ya recordado vocablo 'emet, que significa en primer lugar « solidez, seguridad
» (en el griego de los LXX: « verdad ») y en segundo lugar, « fidelidad »,
y en ese sentido parece relacionarse con el contenido semántico propio del
término hesed.
(53) Sal 40, 11; 98, 2 s.; Is 45, 21; 51, 5. 8; 56, 1.
(54) Sab 11, 24.
(55) 1 Jn 4, 16.
(56) Jer 31, 3.
(57) Is 54, 10.
(58) Jon 4, 2. 11; Sal 145, 9; Eclo 18, 8-14; Sab 11, 23-12, 1.
(59) Jn 14, 9.
(60) En ambos casos se trata de hesed, es decir de la fidelidad que Dios
manifiesta al propio amor hada su pueblo; fidelidad a las promesas, que precisamente
en la maternidad de la Madre de Dios encontrarán su cumplimiento definitivo
(cfr. Lc 1, 49-54).
(61) Lc 1, 66-72. También en este caso se trata de la misericordia con el
significado de hesed, en cuanto en las frases siguientes, en las que Zacarías
habla de las « entrañas misericordiosas de nuestro Dios », se expresa claramente
el segundo significado, el de rahamim (traducción latina: viscera misericordiae),
que identifica más bien la misericordia divina con el amor materno.
(62) Cfr. Lc 15, 11-32
(63) Lc 15, 18 s.
(64) Lc 15, 20
(65) Lc 15, 32
(66) Cfr. Lc 15, 3-6
(67) Cfr. Lc 15, 8 s.
(68) 1 Cor 13, 4-8.
(69) Cfr. Rom 12, 21.
(70) Cfr. Liturgia de la Vigilia pascual: « Exsultet ».
(71) Act 10, 38.
(72) Mt 9, 35.
(73) Cfr. Mc 15, 37; Jn 19, 30.
(74) Is 53, 5.
(75) 2 Cor 5, 21.
(76) Ib.
(77) Credo nicenoconstantinopolitano.
(78) Jn 3, 16.
(79) Cfr. Jn 14, 9.
(80) Mt 10, 28.
(81) Flp 2, 8.
(82) 2 Cor 5, 21.
(83) Cfr. 1 Cor 15, 54 s.
(84) Cfr. Lc 4, 18-21.
(85) Cfr. Lc 7, 20-23.
(86) Cfr. Is 35, 5; 61, 1-3
(87) 1 Cor 15, 4.
(88) Ap 21, 1.
(89) Ap 21, 4.
(90) Cfr. ib.
(91) Ap 3, 20.
(92) Cfr. Mt 24, 35.
(93) Cfr. Ap 3, 20.
(94) Mt 25, 40.
(95) Mt 5, 7.
(96) Jn 14, 9.
(97) Rom 8, 32.
(98) Mc 12, 27.
(99) Jn 20, 19-23.
(100) Cfr. Sal 89 (88), 2.
(101) Lc 1, 50.
(102) Cfr. 2 Cor 1, 21 s.
(103) Lc 1, 50.
(104) Cfr. Sal 85 (84), 11.
(105) Lc 1, 50.
(106) Cfr. Lc 4, 18.
(107) Cfr. Lc 7, 22.
(108) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 62: A.A.S. 57 (1965), p. 63.
(109) Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 10: A.A.S. 58 (1966), p. 1032.
(110) Ib.
(111) Mt 5, 38.
(112) Cfr. Jn 14, 9 s.
(113) Ib.
(114) Cfr. 1 Cor 11, 26; aclamación en el « Misal Romano ».
(115) Jn 3, 16.
(116) 1 Jn 4, 8.
(117) Cfr. 1 Cor 13, 4
(118) 2 Cor 1, 3.
(119) Rm 8, 26.
(120) Mt 5, 7.
(121) Cfr. Mt 25, 34-40.
(122) Cfr. 1Cor 13, 4.
(123) Cfr. Lc 15, 11-32.
(124) Cfr. Lc 15, 1-10.
(125) Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios (1975), p. 482 (Clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975).
(126) Mt 5, 38.
(127) Cfr. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes,
40: A.A.S. 58 (1966), p. 1057 ss. Pablo VI, Exhort. Apost. Paterna cum benevolentia,
esp. nn. 1 y 6: A.A.S. 67 (1975), p. 7-9; 17-23.
(128) Cfr. 1 Jn 2, 16.
(129) Mt 6, 12.
(130) Ef 4, 2; cfr. Gal 6, 2.
(131) Mt 18, 22.
(132) Cfr. Lc 15, 32.
(133) Cfr. Is 12, 3.
(134) Mt 10, 8.
(135) Cfr. Heb 5, 7.
(136) Cfr. Sab 11, 24; Sal 145 (144), 9; Gén 1, 31.
(137) Lc 23, 34.
(138) Cfr. 1 Cor 4, 1.
(139) Mt 5, 7.
(140) Cfr. Jn 14, 9.