CARTA ENCÍCLICA QUAS PRIMAS DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XI SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos
los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades
que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había
invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de
Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la
familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería
una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos
y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
La «paz de Cristo en el reino de Cristo»
1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en
el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos
todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos
persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la
paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.
2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores
la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que
puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía
colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del
reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente
y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.
Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de
perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra
y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?
«Año Santo»
3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional,
que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia
en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e
islas —aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número
de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores
de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones
que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro
Rey.
Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido
de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito
han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de
los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos
a la soberanía de Jesucristo?
4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro
Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos
y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los
altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando,
después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa
muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe
en el majestuoso templo de San Pedro!
Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la
ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la
Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual,
engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el
cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial
a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.
5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio
de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos
Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió
y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito
con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá
fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.
Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias
para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto
muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas
a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles
católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada
liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo
Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos,
deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia
del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta
suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde
el primer momento, los más variados frutos.
I. LA REALEZA DE CRISTO
6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido
metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra
entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias
de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto
porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir
obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de
los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente
sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones
e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos
propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones
de los hombres porque, con su supereminente caridad(1) y con su mansedumbre
y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre
todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas,
entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido
propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad
de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la
potestad, el honor y el reino(2); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia
es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es
propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo
imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
a) En el Antiguo Testamento
7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.
Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob(3); el
que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá
las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra(4). El salmo
nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy
poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene
estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos;
el cetro de su reino es cetro de rectitud(5). Y omitiendo otros muchos textos
semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo,
se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones
de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia
de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema
del orbe de la tierra(6).
8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas,
y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se
nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá
por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo
venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá
fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo
y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para
siempre(7). Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías,
cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual
hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra(8). Así
Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será
jamás destruido..., permanecerá eternamente(9); y poco después añade: Yo
estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las
nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó
hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la
potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán:
la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es
indestructible(10). Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso
que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén,
como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas(11), ¿acaso
no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?
b) En el Nuevo Testamento
9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado
de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del
Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.
En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue
advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el
trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin
que su reino tuviera jamás fin(12), es el mismo Cristo el que da testimonio
de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio
y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora
al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey;
ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles
el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión
oportuna se atribuyó el título de Rey(13) y públicamente confirmó que es
Rey(14), y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo
y en la tierra(15). Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa
sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo
tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de
la tierra(16), y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito
en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan(17).
Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas(18),
menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo
los pies del trono de Dios a todos sus enemigos(19).
c) En la Liturgia
10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente
que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a
todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas
muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor
y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.
Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de
estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan
el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos
de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa.
En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan
hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado
también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.
d) Fundada en la unión hipostática
11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de
este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría:
Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza
ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza(20).
Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa
unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser
adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además,
los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también
en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática,
Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.
e) Y en la redención
12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el
pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza,
sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención?
Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos
costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son
cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero
Inmaculado y sin tacha(21). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo
nos ha comprado por precio grande(22); hasta nuestros mismos cuerpos son
miembros de Jesucristo(23).
II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO
a) Triple potestad
13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y
soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad,
sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios,
aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro
Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma,
además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor,
en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer(24). Los
santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan
legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice
el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman
y permanecerán en su caridad(25). El mismo Jesús, al responder a los judíos,
que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del
paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque
el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al
Hijo(26). En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar
a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse
de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad
llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato,
potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.
b) Campo de la realeza de Cristo
a) En Lo espiritual
14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente,
y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es
principalrnente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efeeto,
en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron
erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería
el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza.
Asimisrno, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena
de admiración, le rodeaba, El rehusó tal títuto de honor huyendo y escondiéndose
en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que
su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios
con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse
haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual,
aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior.
Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las
tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las
cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y
sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz.
Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose
a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento
que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real
del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos
oficios?
b) En lo temporal
15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder
sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confiríó
un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas
están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre
la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces
despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió,
y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.
Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el
que da los celestiales(27). Por tanto, a todos los hombres se extiende el
dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor,
de feliz memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio
de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos
que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque
el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino
que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte
que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano(28).
c) En los individuos y en la sociedad
16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no
hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres
otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos(29).
El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos
como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta
fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa
que el conjunto concorde de ciudadanos(30). No se nieguen, pues, los gobernantes
de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de
veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume
su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar
nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad
y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos,
a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de
la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino
de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad
han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos
tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual
no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad
privada de todo apoyo y fundamento sólido»(31).
17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia
potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles
beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia.
La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la
autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece
los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo,
aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en
la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen
a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo,
porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres:
Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres(32).
18. Y si los príncípes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden
de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación
del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de
usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y
exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus
inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la
tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el
ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres
de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier
cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen
y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto
más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto
más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad
que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes,
así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase
de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos
de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que
vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino
a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad
y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad;
que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera.
¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las
sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente —diremos
con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco
años a todos los obispos del orbe católico—, entonces se podrán curar tantas
heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de
la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten
de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda
lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre(33).
III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY
20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes
y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo
más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para
lo cual nada será más dtcaz que instituir la festividad propia y peculiar
de Cristo Rey.
Las fiestas de la Iglesia
Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio
de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las
fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por
autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.
Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos
que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas
—digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas
penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además,
como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover
necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la
variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas
doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho
más en la vida espiritual.
En el momento oportuno
21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades
fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme
lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando
hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los
insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia
para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe,
o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del
cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó
la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín,
las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio(34).
Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes
y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a
las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades
instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que
el pueblco cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su
poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor
hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además,
entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen
y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido
en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.
22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia,
la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase
a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica
falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor,
y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la
virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico
durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido
idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo
Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó
celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen
por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente
al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue
instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada
severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios
y de la confianza de su eterna salvación.
Contra el moderno laicismo
23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos
del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos
presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona
a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo
con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos,
que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho
antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperío de
Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en
el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar
leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después,
poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones
falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego
al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados.
Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión
de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente
humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron
su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los
individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante
tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los
volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas
partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan,
todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con
frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio;
y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado
egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo
todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación
de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias;
y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.
La fiesta de Cristo Rey
25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de
Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad
a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta
con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero
muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni
el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante
de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía
y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente;
con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad
y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable
esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego
del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes,
y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.
Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía,
producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que
debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre
todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el
nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y
en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad
hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.
Continúa una tradición
26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba
maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora
cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros
publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo
que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica
de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón
de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades
y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al
Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900.
27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía
de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos
Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo
fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones
y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo
los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los
templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto
y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido
dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano,
movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo
de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo,
no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas,
quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.
Coronada en el Año Santo
28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año
Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor;
puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón
de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan
el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el
camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora,
pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido hechas, ora consideremos
los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos
de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos
que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo
el género humano.
29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente
admirable en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación
de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo,
en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos
admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al
extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario
del concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad
del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio
fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.
Condición litúrgica de la fiesta
30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de
nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes
de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente
antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese
día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al
Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor,
de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.
Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en
el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey,
u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos
que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar
a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud
—con lo cual interpretamos la de todos los católicos— por los beneficios
que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe
católico.
31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente
los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey
se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada
e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que,
aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas
es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de
la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer
esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre
a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino
para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de
santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción.
Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para
esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico;
pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en
el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad
de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará
y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos.
Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de
modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados,
un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que,
instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación
e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que
sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a
su Rey, Jesucristo.
Con los mejores frutos
32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar
brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad
civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público
homenaje de culto a Cristo Rey.
a) Para la Iglesia
En efecto: tríbutando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán
necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida
por Cristo, exige —por derecho propio e imposible de renuncíar— plena libertad
e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado
a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos
pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.
Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes
y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos
auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento
y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los
tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más
perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la
Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y
alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos
de todos.
b) Para la sociedad civil
33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también
a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo
no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.
A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo,
no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también
aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas
estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste
a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer
las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas
de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además,
maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán
sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de
la vida cristiana.
c) Para los fieles
34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo
y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están
sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza
a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna
facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo
reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha
de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina
de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer
a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el
cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las
cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en
sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como
armas de justicia para Dios(35), deben servir para la interna santificación
del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración
de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera
de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por
su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala
gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada
siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos;
para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos
a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y
gloria.
Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor
Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal
afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores
os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro
clero y pueblo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.
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Notas
1. Ef 3,19.
2. Dan 7,13-14.
3. Núm 24,19.
4. Sal 2.
5. Sal 44.
6. Sal 71.
7. Is 9,6-7.
8. Jer 23,5.
9. Dan 2,44.
10. Dan 7 13-14.
11. Zac 9,9.
12. Lc 1,32-33.
13. Mt 25,31-40.
14. Jn 18,37.
15. Mt 28,18.
16. Ap 1,5.
17. Ibíd., 19,16.
18. Heb 1,1.
19. 1 Cor 15,25.
20. In Luc. 10.
21. 1 Pt 1,18-19.
22. 1 Cor 6,20.
23. Ibíd., 6,15.
24. Conc. Trid., ses.6 c.21.
25. Jn 14,15; 15,10.
26. Jn 5,22.
27. Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.
28. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
29. Hech 4,12.
30. S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3
31. Enc. Ubi arcano.
32. 1 Cor 7,23.
33. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
34. Sermón 47: De sanctis.
35. Rom 6,13.