Jefes-líderes, en la era del conocimiento
En las grandes empresas, los
directivos de nivel medio mantienen una relación más directa con los
trabajadores (“trabajadores del conocimiento”, en muchos casos) y su función de
liderazgo debe entenderse soportada por un buen conjunto de cualidades intra e
interpersonales, que a menudo es preciso desarrollar. La Alta Dirección también
utiliza estas habilidades personales (bastante que ver con la denominada
inteligencia emocional), pero su perfil competencial es obviamente más complejo
que el de la dirección intermedia. Y digámoslo ya: las acciones formativas
orquestadas para desarrollar el liderazgo en los niveles intermedios no vienen
generando resultados muy satisfactorios. Sin duda los seminarios o workshops se
pueden mejorar, pero difícilmente resultarán suficientes. La cultura de la
organización y el ejemplo de la Alta Dirección han de servir de sólido refuerzo
a las acciones formativas que se programen; y, desde luego, los directivos
intermedios han de hacer un continuado esfuerzo de autocrítica y desarrollo
profesional. Todas las personas deben hacerlo; pero en los directivos
intermedios resulta inexcusable por lo cardinal de su emergente papel. Digamos
ya que, en la era del conocimiento, el jefe no es el que más sabe; pero sí posee
las claves de la sinergia organizacional.
Un poco de historia
Como se sabe, ya en las primeras décadas del siglo XX, Mary Parker Follett
contribuyó a destacar el lado humano de la gestión empresarial, apuntando quizá
las primeras ideas sobre el liderazgo y sobre la asunción de mayores
responsabilidades por los trabajadores; pero es en la segunda mitad del siglo
cuando se desarrolla con más profundidad la idea de liderazgo, con aportaciones
como las de Allen, Burns, Greenleaf, Fiedler, Hersey, Drucker, De Pree, Bennis,
Kotter, Kouzes, Posner, Rost y otros gurús, sin contar con los ejemplos de
importantes líderes empresariales como Welch, Grove, Gates, Gerstner y otros.
Recientemente, y de manera paralela a la inquietud por la inteligencia
emocional, se insiste en un estilo de liderazgo más basado en la autoridad moral
que en el poder formal, más sensible al peso de los sentimientos en el entorno
laboral y de mayor reconocimiento a la dignidad personal-profesional de los
colaboradores: podríamos hablar de liderazgo personal, en buena medida ajeno al
grado de poder que se administra: de hecho, nos referiremos aquí concretamente
al colectivos de directivos intermedios. Con independencia de otros aspectos de
la función directiva, este tipo de influencia personal sobre el desempeño de los
colaboradores parece el más acorde con los cambios culturales traídos por los
nuevos tiempos. Este liderazgo personal-emocional parece sintonizar plenamente
con el empowerment movement y se abre paso en las empresas como lo hace la
importancia del capital humano o el concepto de “inteligencia de la
organización”. No podemos poner en cuestión las teorías del liderazgo
situacional y relacional, aunque quizá sintonizamos mejor con la del liderazgo
de servicio, sobre el que insistiremos. En suma, sin pretender ser originales,
volvemos al origen de la cuestión: necesitamos seguir a alguien, pero ha de
inspirarnos adhesión por sus valores, incluidos los morales o éticos. De otro
modo, nuestro seguimiento no sería intrínseco.
Curiosamente, en un documento de las Fuerzas Armadas fechado en Washington el 15
de septiembre de 1953 y referido a la evolución del papel de los ejecutivos
(está disponible en Internet), se decía que los tiempos estaban cambiando en las
empresas y se atribuía a Clarence Francis, chairman de General Foods, la
siguiente frase: “Hace 40 años -decía entonces- prevalecía la idea de que lo que
era bueno para el negocio era bueno para las personas, pero lo que ahora
prevalece -recuérdese que el documento es de 1953- es la idea de que lo que es
bueno para las personas es bueno para el negocio”. Francis, que luego fue asesor
del presidente Eisenhower, tiene otra frase que conviene recordar: “Uno puede
comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un
número determinado de movimientos musculares por hora. Pero no se compra su
entusiasmo, ni se compra su lealtad, ni se compra la devoción de sus corazones:
eso hay que ganárselo”.
Cincuenta años después, seguimos pensando que -aunque no se pueda comprar- el
entusiasmo y toda la contribución emocional sí se puede, sin embargo, conseguir.
Un buen líder lo consigue. Hoy las empresas precisan tanto del capital
intelectual como del emocional de sus personas, y por eso el liderazgo bien
entendido forma parte de la función directiva. No vamos a insistir, por bien
sabido y porque apunta especialmente a la Alta Dirección, en lo del pensamiento
estratégico, la visión de futuro, la comunicación, la credibilidad, la
distribución del poder… Pero no viene mal, por cierto, traer aquí la diferencia
entre poder y autoridad, tal como la establecía Max Weber: el poder es la
capacidad de forzar a alguien para que haga tu voluntad, mientras que la
autoridad es la habilidad de conseguir que alguien haga voluntariamente lo que
tú quieres. No parece que quepa duda de que un trabajador prefiere un jefe con
autoridad y desaprueba los gestos de poder, como desaprobaría conductas
reprochables. Quizá en el lenguaje cotidiano no distinguimos entre poder y
autoridad (los consideramos sinónimos), pero tal vez deberíamos empezar a
hacerlo. Un liderazgo exclusivamente apoyado en el ejercicio del poder podría
contar con buen número de aparentes seguidores, pero no tendría mucho que ver
con el leadership y el followership que se postulan en la organización
inteligente del siglo XXI.
Describiendo el liderazgo
Nos habíamos referido al liderazgo de servicio. De lectura rápida, parece que el
libro La paradoja, de James C. Hunter, está siendo celebrado entre los lectores.
El autor desarrolla con habilidad narrativa la idea de “servant leadership” que
ya Robert K. Greenleaf anticipó hace unos 30 años como una suerte de “religión”
de la gestión empresarial. También Dee W. Hock, fundador de VISA, veía la
dirección como un servicio a los subordinados y otros muchos directivos lo ven
igualmente así. Desde luego, la atención -el servicio- a las necesidades
profesionales de los colaboradores en un ambiente de empowerment constituye, sin
duda y entre otras, una fuente de autoridad en la que el liderazgo se sustenta
muy sólidamente. Hay, obviamente, otros muchos -muchísimos- buenos libros que
contribuyen a enriquecer nuestro horizonte en el ejercicio de la dirección y son
numerosos los autores que coinciden en apuntar esta especie de nuevo orden
empresarial: los directivos al servicio de las necesidades profesionales (no se
habla de los “deseos” sino de las “necesidades”) de unos trabajadores
comprometidos y responsables. Para la consecución de sus objetivos asignados,
los trabajadores han de contar con el activo apoyo de sus directivos, en cuyo
perfil el trabajador desea encontrar -tal como sostiene Hunter- paciencia,
afabilidad, humildad, respeto, generosidad, indulgencia, integridad, compromiso…
Todos, y desde luego los directivos, hemos de ser seres humanos más completos
-cuerpo, mente y alma-, y esto incluye tantto la inteligencia cognitiva y
emocional, como otros valores personales. Quizá proceda insistir en la
importancia de los valores morales y éticos, como ya hemos sugerido párrafos
atrás.
Diversas conocidas concepciones del liderazgo, como las que formulan Bennis y
Nanus en Leaders, Kotter in Leading Change, Kouzes y Posner en The Leadership
Challenge, Rost en Leadership for the Twenty-first Century, Cooper y Sawaf en
Executive EQ o Goleman en Working with Emotional Intelligence, contribuyen a
subrayar el aspecto personal-emocional a que nos referimos. Hablamos de líderes
(recordemos: el lado “humano” del management) en que no hay sitio para el
egoísmo, la arrogancia, la incapacidad de reconocer errores, la persecución de
objetivos desmesurados, el recurso al castigo psicológico o la creencia de ser
infalibles. Hablamos de líderes que seguirían siendo líderes aunque se les
despojara de su poder formal. Hablamos de líderes con quienes los trabajadores
se sienten a gusto trabajando; a quienes caracteriza el autoconocimiento, la
confianza en sí mismos, el autocontrol, la proactividad, la flexibilidad, el
afán de logro, la responsabilidad, la confiabilidad, la integridad, la
generosidad, la compasión, el deseo de mejora continua, la comprensión de los
demás, el interés por el desarrollo de sus colaboradores, la conciencia política
(no confundir con el politiqueo), la autoridad moral, la orientación al
servicio…
Además, los líderes emocionalmente inteligentes y de comportamiento ético
contribuyen a la inteligencia, salud y aun virtud de la organización. Diríamos
que una organización inteligente se distingue porque: es bien consciente de sus
fortalezas y debilidades; actúa con eficacia incluso en circunstancias
difíciles; genera satisfacción en sus personas; aprende de su propia andadura;
aprende de la evolución de su mercado; aprovecha plenamente el capital humano
disponible; persigue metas compartidas; comparte conocimientos; busca nuevas
oportunidades; comprende bien los cambios de su entorno funcional; posee una
estructura flexible; disfruta una buena comunicación interna y externa;
distribuye el poder de modo que las decisiones se tomen en el nivel más idóneo;
es realmente sensible a las expectativas de los clientes; es realmente sensible
a la dignidad de sus personas; reduce la distancia entre el “nosotros” y el
“ellos”; persigue la mejora continua y la innovación; presenta un clima de
confianza y sinérgica colaboración y, entre otras más cosas, apuesta por un buen
work-life balance. La inteligencia (el buen funcionamiento presente y el
aseguramiento del futuro) de la organización es cosa de todos, pero los
directivos asumen un papel incuestionablemente capital.
Son muchos los directivos dotados de una buena dosis de inteligencia cognitiva y
emocional, y de ello se benefician sus empresas y sus colaboradores. Pero quizá
no nos hemos parado a pensar en el coste de la incompetencia emocional de
algunos otros o, en su caso, en el coste de las conductas éticamente
discutibles, incluidos los favoritismos o la persecución implacable de
disidencias y cuestionamientos al statu quo. El liderazgo persigue la obtención
del mejor desempeño de los colaboradores, buscando y consiguiendo a la vez su
satisfacción profesional; el líder debe subordinar sus intereses individuales a
los colectivos y guiar al futuro deseado. Efectivamente, como nos decía un
trabajador, haciendo el mismo trabajo uno puede sentirse satisfecho o no, en
función, entre otras cosas, del jefe que le toque. La verdad es que también los
jefes podrían decir algo parecido de sus colaboradores. La madurez emocional y
el buen hacer facilitan, sin duda, las cosas en el trabajo cotidiano; por el
contrario, la torpeza emocional y los abusos y luchas de poder constituyen, en
su caso, una permanente causa de conflictos, visibles o subyacentes.
Desarrollo del perfil de liderazgo
Nuestra conclusión es que todo iría ya algo mejor en las empresas (y en la vida)
si mejoráramos nuestros perfiles. La cuestión es cómo conseguir esa siempre
posible mejora de nuestro cociente emocional y de nuestra eticidad: todo es
perfectible y debemos ser bien conscientes de ello. Para esta especie de
aceleración de la madurez, apuntamos a una inicial sensibilización que puede
pasar por la lectura de libros, la asistencia a un idóneo workshop, la
receptividad al feedback multifuente e incluso el seguimiento de un adecuado
programa de e-learning, convenientemente orquestado. En caso necesario, con esto
podríamos darnos cuenta de lo ventajoso de las habilidades y atributos
personales a que nos referimos y del inconveniente de su carencia en la empresa
actual. Luego podríamos hacer una evaluación de nuestro punto de partida y un
plan de mejora. Este -el plan de mejora- parece pasar por la frecuente reflexión
(ciclos de reflexión-acción) con ayuda de un buen coach: sería ciertamente más
fácil si contáramos con un buen coach (tutor). Las acciones formativas
presenciales (indoor o outdoor) orientadas al desarrollo de habilidades
directivas, y concretamente al desarrollo del liderazgo en los directivos
intermedios, podrían resultar infructuosas si no fueran seguidas de un proceso
tutelado. La mejora de nuestros perfiles personales requiere tiempo y, aunque el
protagonismo corresponde al individuo interesado, un tutor idóneo desempeñaría
un papel determinante como guía o conductor del progreso. El tutor o coach que
buscamos podría ser nuestro propio jefe: esto sería muy deseable, especialmente
cuando el jefe reúne las cualidades requeridas y constituye una referencia
ejemplar. Pero, aun sin coach, podemos y debemos mejorar nuestro perfil: vale la
pena.