Resumen: La Declaración de los Derechos Humanos constituye -para
el autor- la visión de un nuevo orden de cooperación internacional, y es el
embrión de un proyecto constitucional humano universal. Se describe el origen y
el sentido de los derechos, y el desarrollo de los derechos económicos,
sociales y culturales, para -dentro de estos- distinguir el derecho a la
cultura del derecho a la educación. Concluye señalando la cultura como la
actividad humana que fundamenta el ejercicio de las libertades, y que proporciona una dimensión constituyente al desarrollo humano integral, pues
otorga la posibilidad de entender cuál es la propia situación, y cuáles son las
posibilidades y oportunidades que tenemos de alcanzar los sueños de felicidad,
y poder cambiar el mundo de acuerdo con ellos.
La Declaración de los Derechos Humanos constituye la visión de
un nuevo orden de cooperación internacional, y es el embrión de un
proyecto constitucional humano universal. Analiza el origen y el sentido de los
derechos, y el desarrollo de los derechos económicos, sociales y culturales,
para -dentro de estos- distinguir el derecho a la cultura del derecho a la
educación. Concluye señalando la cultura como la actividad humana que
fundamenta el ejercicio de las libertades, y que proporciona
una dimensión constituyente al desarrollo humano integral, pues otorga la
posibilidad de entender cuál es la propia situación, y cuáles son las
posibilidades y oportunidades que tenemos de alcanzar los sueños de felicidad,
y poder cambiar el mundo de acuerdo con ellos.
El 10 de diciembre de
1948 fue aprobada por la Tercera Asamblea General de las Naciones Unidas, la
resolución 217-A, iii, que proclama la Declaración Universal de Derechos Humanos. La
Declaración se presenta: “Como ideal común por el que todos los pueblos y
naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las
instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la
enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren,
por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento
y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados
Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”.
En
el inicio del texto, previo a la enumeración detallada de los derechos, como
preámbulo a la declaración, se formulan siete consideraciones con los cuales se
intenta delimitar el terreno sobre el cual se ha de levantar el edificio de los
Derechos Humanos.
Se
insiste allí, que para alcanzar el reconocimiento y el ejercicio mundial de
tales derechos, la comunidad internacional debe de dirigir sus esfuerzos a fin
de que sea reconocida por todos la dignidad intrínseca y la capacidad de tener
derechos iguales e inalienables, a todos los miembros de la familia humana; se
sostiene, además, que los Derechos Humanos deben de estar protegidos por el
establecimiento de un régimen de derecho en el interior de las naciones, el
cual debe proyectarse también a las relaciones internacionales; se establece,
finalmente, que, para garantizar el ejercicio de tales derechos fundamentales,
se hace imprescindible la instauración de un programa de desarrollo
universal que promueva el progreso social y eleve la calidad de la vida humana[1], objetivo éste que debería de alcanzarse desde un amplio marco de
respeto a todas las libertades, capacidades y posibilidades humanas.
Tales
consideraciones significan que, desde el primer momento, para los redactores
del documento, la conquista de los derechos se concibió esencialmente vinculada
con el planteamiento y el despliegue de un programa de crecimiento humano
integral de alcance mundial que permitiera a la humanidad como un todo avanzar
hacia formas de vida y de convivencia más plenas, construidas en un mundo en el
que debía imperar la paz, la justicia, la equidad, el progreso social y el
pleno desarrollo humano integral.
También,
se desprenden del preámbulo dos características novedosas que la Declaración
incorpora frente a otras de su tipo formuladas en el pasado.
La
primera es que, en ella, se establece como ámbito de verificación del
cumplimiento de los derechos, no sólo el orden ético, y el
jurídico-constitucional, que determina que la jurisdicción nacional, después de
la ratificación de la Declaración por los Estados Miembros, debe garantizar su
cumplimiento, sino que, instaura una nueva instancia, esta vez de orden
internacional, para verificar el
reconocimiento, y la garantía que se ofrece, en general, a los seres humanos,
de cualquier Estado en el ejercicio y la garantía de los derechos que
fundamenta. Establece, igualmente, en este mismo contexto, algo que constituye
una novedad absoluta en ese momento, esto es, la necesidad de constituir un
nuevo orden de cooperación internacional,
en los ámbitos político, económico, social, cultural y científico, como
fundamento para poder avanzar en la edificación del sistema de los Derechos
Humanos que la Declaración proclama.
La
segunda característica que la distingue de todas las interpretaciones
anteriores de los Derechos Humanos, es que, si bien en el plano de los
postulados propone que el contenido de los derechos deriva de una necesidad
objetiva, intrínseca e inherentes a la dignidad humana; esto es, que los
derechos vienen concebidos como dotados de una carga de realidad inalienable;
sin embargo, tales contenidos no vienen considerados como dados inmediatamente,
como si se tratara de objetos naturales con los que podríamos encontrarnos
colocados en medio de algún camino.
La
Declaración postula, ante todo -y este es el aspecto de mayor innovación, desde
mi punto de vista- la posibilidad de poner en marcha un proceso de construcción
de los derechos; se propone erigir, sobre los fundamentos ideológicos sobre los
que establece la vigencia de los derechos humanos, un proyecto de vida, un
proyecto que constituiría una posible forma de convivencia para la humanidad en
su conjunto, el cual habría de ser conquistado y
edificado por la raza humana en su conjunto.
Me
luce que la Declaración adelanta, y se propone como objetivo, ser el comienzo
de un proyecto constitucional humano universal, cuya finalidad sería la de
constituir una nueva humanidad centrada en sí misma, mediante el reconocimiento
y la edificación de los Derechos Humanos.
Tal proyecto se asume como “la inspiración más elevada del hombre”, como
en la Declaración misma se señala.
Es,
sobre tal contexto significativo, sobre tal terreno, que se pretende edificar
“el templo de los Derechos Humanos”, con una vigencia universal, del cual la
proclamación de la Declaración constituye, como he dicho, la primera piedra.
En diciembre de 1948, momentos previos a que fuera sometido a
votación el proyecto de Resolución, tomó la palabra, para explicar a los miembros
de la Asamblea General los alcances y la estructura del documento, el
representante de Francia, René Cassin, quien fue uno de los principales
redactores. Ahora, para situar los
alcances y el contenido de la Declaración en un marco general, y poder indicar,
brevemente, la coherente articulación de sus partes sustantivas, utilizo la
metáfora del templo que fue esbozada por el jurista francés en su ponderación
ante los delegados de las naciones miembros.
La
Declaración está constituida, tal como fue concebida en aquellos momentos
fundacionales, por cuatro columnas o direcciones de derechos.
Primero,
se recogen y consagran los derechos inherentes a la persona: El derecho a la vida; a la libertad; a la seguridad; a la igualdad de
consideración ante la ley; el derecho a la integridad física y espiritual -
tales derechos comprenden los artículos del 1 al 11 de la Declaración.
Luego,
se asumen los derechos que corresponden al individuo en sus relaciones con
los grupos sociales de que forma parte: El derecho a la intimidad; el derecho al matrimonio; la libertad de
movimiento dentro de su país y en el extranjero; derecho a una nacionalidad; a
la propiedad; el derecho de creencias o libertad religiosa –son los artículos
del 12 a 18.
Posteriormente,
se recogen los derechos políticos
tales como la libertad de pensamiento y de reunión; el de elegir y ser elegido;
el importantísimo derecho de tener acceso al gobierno y a los servicios que
debe brindar a las personas la administración pública –artículos del 19 al 21.
El
cuarto orden corresponde a los derechos que se ejercen en el campo
económico, social y cultural, lo que significa,
los derechos que se derivan de las relaciones de trabajo y producción, y de los
procesos de convivencia social, tales como: el derecho al trabajo y a una justa
compensación; el derecho a formar sindicatos; a la seguridad social; a la
educación; al descanso; y, el derecho a la cultura –son los artículos del 22 al
27.
Finalmente,
René Cassin recalcó a los delegados, que todo ello encontraba su remate, o para
decirlo con sus palabras, “constituía el frontispicio del templo” erigido sobre
los cuatro pilares que hemos, apenas, indicado, en el derecho a un orden
social e internacional que pudiera realizarse plenamente mediante una convivencia
en paz, equidad y libertad entre las naciones –que
comprende los artículos finales, del 28 al 30.
La
intervención del jurista francés pone en evidencia cuál había sido el origen
cercano de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En
efecto, el 6 de enero de 1941, el presidente de los EE.UU., Franklin D.
Roosevelt, en un mensaje dirigido al Congreso de su país, en el cual intentaba
trazar el esbozo de una “nueva sociedad mundial que habría de surgir” al
terminar la devastadora guerra que azotaba el planeta en aquellos momentos,
delineó el gran proyecto de un nuevo orden mundial, señalando como condición
esencial para ello, que por parte de todas las naciones y todos los seres
humanos, se reconocieran y garantizaran cuatro libertades, que calificó
de fundamentales, tales eran: La libertad de palabra y pensamiento; la de creencias; la
libertad del miedo, que hoy nosotros denominaríamos como el derecho a la paz y,
la libertad de la necesidad: Derechos, estos últimos, que hoy reconocemos como
los derechos económicos, sociales y culturales, entre los que destacan los
derechos a la educación y a la cultura. Hoy sabemos, por sus consecuencias, que
las palabras del gran estadista estadounidense no cayeron en el vacío.
Sin embargo, debo señalar que a pesar de esta profunda
influencia, los debates en el seno de la Asamblea no fueron fáciles. En el año
de 1948, el planeta se encontraba ya dividido en dos bloques hegemónicos, el
bloque Atlántico liderado por los EE.UU. y Europa, y el bloque socialista, capitaneado
por la entonces pujante Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS.
Las Naciones Unidas reflejaban en su seno –no podía ser de otra manera- la
división del mundo en bloque contrapuestos. Precisamente, en esos años, la
Guerra Fría iniciaba sus escaramuzas.
Los países miembros de la ONU eran por aquel entonces,
cincuenta y ocho. De ellos, catorce eran pro-occidentales; veinte
latinoamericanos; seis socialistas; cuatro eran africanos, y catorce asiáticos.
En esa época histórica los países en vía de desarrollo apoyaban el bloque
occidental, por lo que el gran choque que se libró en el cónclave fue entre las
democracias capitalistas y el conjunto de naciones guiadas por los principios
del socialismo de corte marxista-leninista.
Las
naciones occidentales, en el curso de los debates, impusieron el peso de su
liderazgo en la defensa de los derechos civiles y políticos, presentes en su
tradición histórica y constitucional, e insistieron que tal era el contenido de
los derechos que se habían de proclamar y defender. Sólo ante la negativa de los países socialistas, y la insistencia del bloque de países
latinoamericanos se aprobaron los derechos económicos, sociales y culturales,
llamados también derechos de segunda generación, es decir, los derechos contenidos
entre el numeral 22 al 27, inclusive.
Mi
particular enfoque de los Derechos Humanos se centrará, en lo adelante, en el
análisis de estos últimos derechos, específicamente en el contenido y extensión
del derecho a la cultura.
A
diferencia de los derechos civiles y políticos que implican, para garantizar su
cumplimiento y respeto, que el Estado se abstenga de obrar, en el sentido que se comprometa a no violarlos mediante la acción
pública, los derechos económicos, sociales y culturales son derechos
programáticos de implantación progresiva.
Esto
quiere decir, que si bien hay disposiciones de inmediata aplicación, como puede
ser el respeto al derecho a formar sindicatos, o el derecho a disfrutar de la
libertad indispensable para poder crear, su cumplimiento depende
fundamentalmente de la utilización, por parte del Estado, de los recursos
disponibles y de que pueda efectuar los cambios estructurales e institucionales
que específicamente se necesiten para facilitar su cumplimiento, respeto y
garantía.
Dicho
en otras palabras, el respeto y la garantía de su cumplimiento conlleva a un
compromiso y a un accionar proactivo, explícito,
por parte del Estado; conlleva que el Estado asuma la obligación de hacer,
de realizar acciones específicas: la necesidad de formular y aplicar coherentes
políticas públicas para garantizar el respeto de tales derechos; conlleva la obligación de que el Estado impulse la creación de
determinadas condiciones sociales, jurídicas, institucionales, administrativas
y humanas, y que, al mismo tiempo, destine los recursos necesarios para que los
servicios educativos, sanitarios, culturales, de seguridad social, laborales,
etc. puedan brindarse con optima calidad a toda la población por igual, sin
discriminación de algún género, a no ser la de conceder especial atención a las
personas limitadas física, sensorial o síquicamente, a las de la tercera edad,
a la infancia y a la juventud y a los sectores sociales más necesitados.
Frente
a tales derechos, el cometido del Estado radica en el imperativo deber de
dedicar, dentro de sus posibilidades económicas y financieras, los recursos
necesarios para satisfacerlos. La inversión que realiza el Estado para
facilitar el ejercicio de tales derechos se conoce como gasto público social.
Mas,
cabría preguntarnos ahora, para situarnos mejor en nuestro tema: ¿cuáles son,
concretamente, tales derechos?
Entre
los primeros -los económicos y sociales-
podríamos citar: El derecho al trabajo y a su libre elección; el derecho a
condiciones laborales justas; el derecho a la huelga; el derecho de formar e
integrar sindicatos; el derecho a la seguridad social; el derecho al descanso y
al ocio; el derecho a formar una familia y a contar con protección para ella;
el derecho a un nivel de vida adecuado, y el derecho a gozar del más alto nivel
de salud física y mental.
En
segundo lugar, enunciamos los derechos culturales, son estos: El derecho a la educación, esto es, a la instrucción
universal y gratuita; el derecho a tener acceso, y a participar en la vida cultural
de la propia comunidad; el derecho a gozar de los resultados y facilidades que
otorga a la humanidad el desarrollo científico y tecnológico; el derecho a
beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales derivados
de la producción científica, tecnológica y de la creación literaria y artística
de que se sea autor.
Antes de seguir adelante
quisiera registrar aquí, que la comunidad internacional, liderada por las
Naciones Unidas, con la finalidad de crear las “condiciones que permitan a cada
persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de
sus derechos civiles y políticos”, aprobó,
el 16 de diciembre de 1966, durante el transcurso de la vigésimo primera
Asamblea General, la resolución 2200-A. Esta resolución viene conocida como el Pacto
Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Entró
en vigor el 3 de enero de 1976, de acuerdo a lo estipulado por su artículo 27,
que se refiere a los mecanismos de su ratificación por los Estados Miembros.
Nuestro país ratificó este pacto mediante Resolución del Senado de la
República, No. 701, de fecha 14 de noviembre de 1977 –recogida en la Gaceta
Oficial, No. 9455, del 17 diciembre del 1977. En consecuencia, lo estipulado en
éste documento constituye norma vinculante tanto para los gobiernos que
pudieran dirigir el Estado como, para todos los ciudadanos e instituciones de
la República Dominicana.
Para continuar avanzando en nuestro análisis, después de la
puntualización anterior, debo ahora distinguir entre los derechos culturales
propiamente dichos, y el derecho a la educación.
Este último derecho, se había venido caracterizando claramente
en los años subsiguientes a la adopción de la Declaración, por ello, si
estudiamos el Pacto detenidamente, podremos apreciar, si nos enfocamos en los
artículos 13 y 14 del mismo, que ya al momento de su redacción se manejaba un
amplio catálogo de principios de políticas educativas, y se habían definido los
postulados esenciales para el funcionamiento de la educación en todas sus
vertientes y niveles.
A diferencia del derecho referido, el derecho a la cultura,
recogido en el artículo 15 del Pacto, en sus delimitaciones fundamentales aún
se encontraba en proceso de definición a la fecha en que fue redactado el Pacto.
Por ello, es necesario distinguir, cuando se habla del derecho
a la cultura, en primer lugar, un sentido amplio, que comprende el derecho a la
instrucción y a la educación, y, en segundo término, aparece otro ámbito, más
estrecho, que constituye el núcleo del derecho a la cultura considerado en
sentido estricto.
No puedo, sin embargo, dejar de señalar aquí, que el ejercicio
del derecho a la cultura se fundamenta en el ejercicio del derecho a la
educación. El acceso a la cultura no es posible sino mediante un refuerzo
básico del derecho a la instrucción. Empero, el derecho a la cultura desborda y
trasciende, en lo esencial, el derecho a la educación.
El Pacto Internacional,
se refiere expresamente a los derechos culturales en el artículo 15 –como ya
había expresado. El texto en su formulación dice:
“1. Los Estados Partes en
el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a:
a) Participar en la vida
cultural;
b) Gozar de los
beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones;
c) Beneficiarse de la
protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón
de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
2. Entre las medidas que
los Estados Partes en el presente Pacto deberán adoptar para asegurar el pleno
ejercicio de este derecho, figurarán las necesarias para la conservación, el
desarrollo y la difusión de la ciencia y de la cultura.
3. Los Estados Partes en
el presente Pacto se comprometen a respetar la indispensable libertad para la
investigación científica y para la actividad creadora.
4. Los Estados Partes en
el presente Pacto reconocen los beneficios que derivan del fomento y desarrollo
de la cooperación y de las relaciones internacionales en cuestiones científicas
y culturales”.
Si
tomamos en consideración lo aquí expresado, y retomamos, igualmente, el
contenido del 27 de la Declaración, resulta lo que podríamos definir como el
núcleo esencial del derecho a la cultura.
“1.- Toda persona tiene derecho a tomar
parte libremente en la vida cultural
de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso
científico y en los beneficios que de él resulten.
2.-
Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y
materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas,
literarias o artísticas de que sea autora”.
Ahora,
podríamos intentar resumir el principio básico del derecho a la cultura
diciendo que éste consiste en el derecho que asiste a cada ser humano de tener
acceso al saber y a los conocimientos trascendiendo el ámbito estrecho de los procesos de educación o instrucción formal; es el derecho de tener la oportunidad de poder desarrollar sus
capacidades de disfrutar de los productos de las artes y de las letras de todos
los pueblos, y, fundamentalmente, los del suyo propio, y los de su comunidad;
es el derecho que permite acceder, conocer y asumir los valores, símbolos,
tradiciones, contenidos espirituales, maneras de ser y sentir de la comunidad a
la que pertenece, y con la cual se identifica; es, el derecho esencial a poseer
una identidad cultural; y tener, asimismo, el derecho a acceder y a disfrutar
de los beneficios del conocimiento científico y tecnológico, y los beneficios
de los frutos de su propia actividad creadora.
En
esta delimitación del derecho a la cultura resaltan las relaciones de mutua
dependencia de los aspectos de orden pasivo,
es decir, el momento del disfrute, y el momento activo, esto es, participar en el proceso creador y recreador de la cultura en
general, y en la recreación de los valores y símbolos de la propia identidad
mediante el ejercicio de una actividad creadora de nuevos referentes
simbólicos.
Este
derecho, en efecto, no se limita a garantizar únicamente el acceso y el
disfrute a los bienes y servicios culturales que otros puedan crear, sino que
conlleva, esencialmente, la posibilidad de otorgar a cada ser humano, según
sus capacidades y vocación, la oportunidad de transformarse en creador, mediante la potenciación de sus capacidades creativas, de modo que
pueda aportar su propia contribución al desarrollo del saber, al patrimonio
espiritual de la humanidad y a la creación de obras de arte, de nuevas formas,
y de nuevos símbolos, en el ámbito de la propia cultura; y que pueda,
igualmente, asumir y recrear, actuando en consonancia con el conjunto de su
comunidad, los usos y valores característicos, las tradiciones, y todo el
patrimonio viviente de su propia comunidad.
Mas
allá de la aceptación universal del derecho a la cultura como derecho humano fundamental desde la Declaración Universal de Derechos Humanos y de su inserción en
la praxis de las relaciones internacionales a través de la adopción y puesta en
ejecución del Pacto Internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y
Culturales, ratificado por nuestro país, como he señalado. Estamos, también,
todos nosotros como dominicanos comprometidos con su cumplimiento pues,
además, nuestra constitución vigente lo asume,
explícitamente, como un derecho a garantizar, en el artículo 8, ordinal 16,
segundo párrafo, donde leemos:
“El Estado procurará la más amplia difusión de la ciencia y la
cultura facilitando de manera adecuada que todas las personas se beneficien del
progreso científico y moral“.
También,
en el artículo 101, de nuestra Carta Magna, se consagra que:
“Toda
riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, formará parte
del patrimonio cultural de la Nación y estará bajo la salvaguarda del Estado y
la ley establecerá cuanto sea oportuno para su conservación y defensa”.
Todo
ello otorga al derecho a la cultura la misma relevancia jurídica y social que
los fundamentales derechos a la libertad de expresión, a la educación, al trabajo o a la salud.
Hago,
ahora, un paréntesis para indicar que en los últimos años, a partir del
ejercicio constitucional 1996-2000, el Poder Ejecutivo, presidido por el Dr.
Leonel Fernández Reyna, se abrió, en el país, un amplio proceso de discusión
con miras a formular los objetivos y clarificar las metas que permitieran
plantearnos una redefinición de la función del Estado y el papel que deben
jugar las grandes mayorías nacionales en la determinación de las prioridades de
la política cultural del Estado y para dilucidar el papel de la cultura en la
delimitación de las metas del desarrollo nacional.
El
gobierno del Presidente Fernández Reyna apuntaba a la formulación de un Plan
coherente de Desarrollo Cultural que permitiera
responder con previsión a las necesidades de los ciudadanos y de las comunidades para garantizar el ejercicio de los derechos
culturales, el apoyo a la creatividad y a los creadores; garantizar,
igualmente, un flujo constante de recursos para la edificación, remozamiento y
mantenimiento de infraestructuras e instituciones culturales; así como la formación y capacitación de personal
para la gestión institucional, durante los años por venir. Todo ello, además,
se sustentaba en la convicción de que tales intervenciones nos pondrían en mejores condiciones de
afrontar los retos que nos imponen los agresivos procesos de mundialización en
curso, en nuestro tiempo.
Como
punto de partida de tales
perspectivas de política cultural se llevó a cabo un proceso de reflexión, que
abarcó a todos los ámbitos de la sociedad, centrada en torno a definir los
criterios para formular, impulsar y ejecutar una agenda común en lo relativo
al ámbito cultural, la que debería reflejar
la diversidad, la riqueza y pluralidad de posiciones que caracterizan a la
cultura en sí misma.
En
tales consultas se llegó a un punto concordante: el que era necesario trabajar
para definir una estrategia para transformar la política cultural
gubernamental centralizada en la capital, elitista y burocratizada que ha prevalecido desde la fundación de nuestra nación.
Desde
tales parámetros se procedió a crear el Consejo Presidencial de Cultura, mediante decreto 82-97 del Poder Ejecutivo, como manifestación de una
firme voluntad política de atender a las justas aspiraciones de los dominicanos
en torno a la necesidad de reformar el sector estatal de la cultura, de suerte que el Estado pueda garantizar, efectivamente, con mayor
eficiencia, calidad y equidad, el derecho inalienable que asiste a cada
ciudadano a participar en la propia cultura.
Para
cumplir con tales aspiraciones y objetivos se elaboró un proyecto de ley para
la creación de un organismo administrativo, coordinador de la política cultural
del Estado –la Secretaría de Estado de Cultura- concebida y dirigida
fundamentalmente a la puesta en marcha de la estructura básica de una nueva
organización de las instituciones culturales mediante la creación del Sistema
Nacional de Cultura; un sistema, que se
visualizaba en su centro, como es la cultura misma, desburocratizado,
descentralizado, democrático, participativo y eficiente, si considerado desde
el punto de vista administrativo.
El Congreso Nacional aprobó el proyecto de ley de la Secretaría
de Estado de Cultura, y el presidente Fernández, la promulgó, el 28 de junio
del año 2000, y la misma fue publicada bajo el número, 41-00.
En
tal instrumento legal asientan las bases del reconocimiento y garantía del
derecho a la cultura como derecho humano fundamental, y establece
explícitamente, que: “Los recursos públicos invertidos en actividades
culturales tendrán el carácter de gasto público social”.
Lamentablemente, la
gestión político-administrativa que debió poner en marcha lo establecido en la
nueva legislación, creando las estructuras del Sistema Nacional de Cultura, se
perdió en los laberintos de una práctica administrativa sumamente
burocratizada, perdiendo de vista, lo esencial del mandato legislativo, sin
lograr distinguir entre lo que es capital y lo puramente accesorio en el nuevo
instrumento. En consecuencia, puso en marcha una práctica administrativa que
privilegia el sentido pasivo de la cultura, el espectáculo, sin lograr
visualizar la necesidad de trabajar intensamente con las comunidades,
apoderándolas efectivamente para garantizar por medio de la participación y
descentralización el ejercicio del derecho a la cultura en nuestro país.
Si
los humanos tenemos el derecho a la cultura como exigencia intrínseca de la
dignidad de la persona, el Estado está en el deber, desde una posición de
responsabilidad ética, jurídico-constitucional, social e internacional, de asumir la garantía de su ejercicio proporcionando, en la medida de
sus posibilidades, los medios adecuados para la activa participación de los
ciudadanos en la vida cultural de su
comunidad, y en la de la Nación.
Y
es, desde tal exigencia fundamental, de respetar sus responsabilidades
constitucionales, jurídicas y éticas, de donde derivaría para el Estado, la
necesidad de articular políticas culturales que tengan como primer objetivo
garantizar el respeto y el ejercicio de tales derechos con miras a fortalecer
en los ciudadanos la capacidad de acceder, disfrutar y recrear su propia
cultura y, a través de ella, abrirse a los valores y posibilidades que nos
ofrece la cultura universal, fortaleciendo, además con ello, el sentimiento de
pertenencia a una comunidad rica en valores, símbolos, tradiciones, formas y
contenidos vitales propios, en la cual, tenemos la posibilidad de encontramos
auténticamente como nosotros mismos.
Ahora,
antes de cerrar, estimo necesario dejar claramente delimitado en el
entendimiento del lector lo que generalmente entendemos bajo el término: cultura.
Esta
palabra comenzó a utilizarse para designar procesos relacionados con el cuidado
de los cultivos agrícolas y con la crianza de animales; y, por extensión, se
llamó cultura a los procesos de cuidado y cultivo de las capacidades
espirituales humanas.
En
el siglo XVIII, acabó utilizándose para designar la configuración de los modos
de vida característicos de los pueblos, para distinguirlos de la “alta cultura”
o civilización.
Hoy,
gracias a los ingentes esfuerzos que ha venido realizando la UNESCO desde hacen
varios decenios, contamos con una caracterización del término ampliamente
aceptada. Así, la cultura vendría a ser: “el conjunto de rasgos distintivos
espirituales, materiales, intelectuales, y emocionales que caracterizan a los
grupos humanos y que comprende, más allá de las letras y las artes, los modos
de vida y de convivencia, los derechos humanos, los sistemas de valores y
símbolos, tradiciones y creencias, que vienen asumidos posteriormente por la
conciencia colectiva como propios”.
Como se puede percibir de tal
determinación, la cultura no tiene sólo que ver sólo con personas e
individualidades creadoras sino que, en sí misma, es un poderoso factor de
cohesión social. Es, en la cultura y en sus contextos, que se produce toda
referencia a la identidad de una comunidad consigo misma, y es, desde ella, de
donde nacen y arraigan todas las direcciones del accionar humano.
La
cultura así entendida es ”una compleja trama de relaciones y creencias, valores
y motivaciones”, y constituye la atmósfera vital de todo grupo humano. Por
ello, la intelección del hecho cultural, hoy no puede reducirse, al estrecho
ámbito de las, denominadas, Bellas Artes, o reservarse al ámbito de los
artistas y a los escenarios, o a los meros procesos de animación sociocultural.
La cultura comprende tales aspectos, pero es algo más que todo ello.
Hoy se aspira a que todos los seres humanos podamos alcanzar
una mejor calidad de vida, pues de lo que se trata en los procesos de
desarrollo no es sólo ofrecer una mayor cantidad de bienes sino de contribuir a
que seamos, efectivamente, mejores
y más plenos seres humanos, capaces de desplegar una vida más rica de
posibilidades de realización humana, una vida más digna y segura, y esto, sólo
la cultura nos lo puede proporcionar, puesto que en ella encontramos una
actividad humana que viene apreciada y considerada como valiosa en sí, y por si
misma.
La
cultura es la actividad humana que fundamenta y fortalece el ejercicio de las
libertades. En ella, configura la
oportunidad real de las diversas opciones que cada ser humano tiene para
decidir la clase de vida que quiere llevar y lo que hemos de valorar.
La cultura proporciona una dimensión constituyente para
plantear el desarrollo humano integral, pues no podemos concebirlo si no se le
otorga a las personas la posibilidad de entender cuál es su verdadera situación
en el mundo, y cuáles son las posibilidades y oportunidades que tiene como ser
humano para alcanzar sus sueños de felicidad y poder cambiar el mundo de
acuerdo con ellos.
La cultura ofrece a los humanos la posibilidad de
cultivar su creatividad, y nos permite asumir una identidad a partir de la
asunción de valores, tradiciones y formas de vida propias de la comunidad en
que se crece y a la que se debe servir.
Por ello, Javier Pérez
de Cuellar, ex Secretario General de las Naciones Unidas y presidente de la
Comisión Mundial sobre Cultura y Desarrollo, planteaba en el informe de dicha Comisión, en 1996, titulado: Nuestra Diversidad Creativa, algo
que me luce fundamentalmente válido hoy día: “En un mundo en rápida
transformación, el problema capital de los individuos y las comunidades
consiste en promover el cambio en condiciones de equidad y adaptarse a él sin negar
los elementos valiosos de sus tradiciones”.
Y, agregaba, que los
instrumentos de que disponemos para afrontar con éxito este desafío, consisten
en: “...ampliar nuestros conocimientos, descubrir el mundo en su
imponente diversidad y permitir a cada individuo vivir una vida digna, sin
perder su identidad, su sentido de pertenencia a su comunidad ni renegar de su
patrimonio”.
Concluyo, volviendo la
mirada a Don Pedro Henríquez Ureña, uno de los grandes humanistas de nuestra
América mestiza, quien a pesar de
haber tenido que vivir la mayor parte de su vida como huésped trashumante de
pueblos hermanos, como hoy ocurre a tantos dominicanos y dominicanas que deben
de vivir en tierras extranjeras, siempre se mostró orgulloso de su origen, de
su nacionalidad y de la cultura en que nació.
Don Pedro, rememorando,
sin dudas, palabras del Padre de la Patria, Juan Pablo Duarte, que aprendió en
la prédica y el ejemplo de sus padres, nos ha enseñado que: “El ideal de
justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado
de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual”.
Y, en efecto, decimos
nosotros, el reconocimiento y la garantía de los derechos culturales a los
dominicanos y dominicanas constituye un acto de justicia que todos debemos
otorgar y reclamar.
Texto
publicado en la revista: Global, órgano
de la Fundación Global Democracia y Desarrollo, Santo Domingo, República Dominicana. http://www.funglobe.org
Volumen
I, número 2, julio-septiembre del 2004, pp.60-67.
29 de septiembre del 2004
© Luis O. Brea Franco
* Doctor en
Filosofía, por la Universidad de Florencia (Italia). Tiene estudios
especializados en Economía y Finanzas, y en Ciencias Políticas en la misma
universidad. Es miembro e investigador de la Academia de Ciencias de la
República Dominicana (ACRD), de la que ha sido miembro del Consejo Directivo.
Es miembro del Senado -Consejo Directivo- de la International Association of Philosophers
(IAP). Ha publicado los siguientes libros: “Antología del Pensamiento
Helénico”, UNPHU, (1982); “Compendio de legislación cultural de la República
Dominicana”, PNUD-UNESCO, 1999: "Preludios a la posmodernidad. Ensayos
Filosóficos", ACRD, 2001; “Claves para una lectura de Nietzsche”, ACRD,
2003.
[1]
Negritas del autor.