Por Luis O. Brea Franco
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El desarrollo de la industria y el comercio en la Europa de los siglos XVI al XVIII produjo la base material para forjar una nueva visión de la historia: la historia como progreso. Europa, y luego, los Estados Unidos, fueron sus profetas. La novedad era el capitalismo con su secuela de modernización del aparato productivo y de las estructuras sociales.
Se postulaba la superación de ideas y formas tradicionales de hacer las cosas basados en nuevas fuentes de poder y autoridad: La ciencia, el desarrollo económico, la educación y la democracia. También se establecieron nuevas fuentes de identidad. Desde siempre ésta se percibía y recibía desde una tradición mítica y era tarea de los agentes sociales asumirla y preservarla. La modernidad concibe la identidad como un proceso histórico-social de construcción guiado por la razón.
Los años de 1789 al 1989 pueden considerarse simbólicamente como los del triunfo y desarrollo del proyecto moderno. En ellos, la vida humana y el planeta sufren una transformación espectacular. Mejoran la calidad de vida y la disponibilidad de bienes y servicios.
Sin embargo, durante estos años se desvelan las consecuencias no previstas del proyecto de la modernidad: La razón se transforma en ejercicio de puro calculo y viene utilizada como fuente de control e instrumento de dominio. Surgen conglomerados de seres extrañados que se mueven en un espacio disminuido y uniforme: Las megalópolis. La secularización avanza y oscurece toda posibilidad de trascendencia al mercado y el consumo. El industrialismo amenaza con la degradación total del medio ambiente y la destrucción de la vida sobre el planeta. Las nuevas maneras de habitar impuestas por los procesos de industrialización acelerada cambian de raíz las relaciones familiares, las relaciones entre los sexos, las manera de percibir los lazos inmediatos y la convivencia. Las tecnologías de la comunicación producen un total ruptura entre las esferas de lo instrumental: el universo de lo económico, y de lo simbólico: el universo de la cultura, la comunidad y los propios valores. Se produce en palabras de Alain Touraine "la separación de las redes y las colectividades".
Situados ante el espectáculo ruinoso de los procesos de modernización emprendidos en el pasado, anclados a una lógica puramente economicista, se evidencia hoy la necesidad de engarzar los procesos de modernización a la dimensión cultural.
La cultura constituye un reino de fines y valores. Sólo en ella puede un conglomerado humano erigirse en comunidad. Hemos visto el fracaso de importantes y "racionales" procesos de desarrollo por estar divorciados de la circunstancialidad histórico-cultural que da sustento a las comunidades de impacto. Un ejemplo: la fallida puesta en valor de la Ciudad Colonial. Se olvidaron de lo esencial: las necesidades y aspiraciones de sus habitantes, construyeron una ciudad museo y fracasó.
Necesitamos de un proceso de modernización que asuma como elemento principal su coherencia con los valores y símbolos de nuestra cultura, nuestras propias formas de ser, creer, esperar y hacer, pues sólo en ellas encontramos caminos y posibilidades de plenitud humana.
Publicado en el diario El Caribe, el sábado 25 de noviembre del 2000.