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Noticias de MBA
A pesar de lo mucho que se escribe y se
lee sobre la evolución del management, nadie parece estar
plenamente seguro de si el primer ejecutivo debe, como tal,
concentrar el poder dentro de la organización —realizando
incluso controles o tomando decisiones que podrían
corresponder a directivos de los siguientes niveles—, o si
debe dejar que también acierten y se equivoquen sus
colaboradores próximos. Sobre el terreno, debería depender,
sobre todo, de las circunstancias, pero también depende
lógicamente de la personalidad o estilo del propio ejecutivo
principal, que en buena medida, determina la cultura de la
organización. Desde luego, en Europa y en los últimos 20 años,
nos ha parecido asistir a un creciente protagonismo y poder de
los altos ejecutivos, que incluso parecen haber estado
asumiendo funciones que antes correspondían a los
Departamentos de Personal; pero, al mismo tiempo, se ha
reducido la presencia cuantitativa de directivos intermedios
en las organizaciones, y los trabajadores de a pie han ido
adquiriendo mayor relevancia y autonomía. El denominado
empowerment (cesión de recursos, responsabilidad y poder
correspondiente, a lo largo de toda la organización, hasta
llegar a los empleados) se viene postulando con mayor
insistencia desde hace unos diez años, aunque no siempre se
practica de forma generalizada y auténtica.
Al parecer,
cuando las cosas van bien, los primeros ejecutivos tienden a
confiar habitualmente en sus colaboradores y buscar consensos
en temas específicos, generalmente estratégicos; pero si las
cosas se tuercen, es bastante natural que se reserven las
decisiones de cierta trascendencia, invadiendo espacios de
aparente responsabilidad o competencia de sus colaboradores.
En condiciones normales, no parecería lógico, en principio y
por ejemplo, que el director de un hotel decidiera
personalmente el menú del restaurante, ni siquiera para la
cena de Nochevieja; ni que el presidente de un banco eligiera
el mobiliario de las oficinas; ni que los altos directivos se
saltaran niveles intermedios para encargar tareas a
determinados trabajadores, por mor del empowerment. Estas
cosas pueden pasar y pasan, pero sorprenden.
Antes de
que se nos olvide, recordemos lo que ya decía uno de los Siete
Sabios de Grecia, Pítaco de Mitilene, seis siglos antes de
Cristo: “Si queréis conocer a un hombre, dadle poder”. Hace
menos tiempo, unos seis años, Patricia Pitcher, de Montreal,
quizá no tan sabia como Pítaco pero experta en liderazgo en
las empresas, destacaba tres tipos principales entre los
máximos ejecutivos: los “tecnócratas”, pendientes, sobre todo,
del producto y del detalle, prácticos, resueltos e
inflexibles; los “artesanos”, realistas, razonables,
previsibles y dignos de confianza, y los “artistas”,
emprendedores osados, llenos de imaginación y entusiasmo, y
con una meta colectiva que alcanzar. Parece que los primeros
tienen más tendencia a reservarse el poder, mientras los
últimos —los que ella denomina artistas— se acercan más a lo
que venimos considerando líderes (aunque este término parece
utilizarse para todos los altos directivos de éxito),
seguramente los menos interesados en el ejercicio cotidiano
del poder y los más dispuestos a que el mismo se distribuya y
se administre con acierto. Naturalmente, cabe encontrar
ejecutivos principales que, aun presentando algunos de estos
rasgos, no sobresalgan por ellos sino por otras
características personales más acusadas, tanto positivas
(visión de futuro, por ejemplo), como negativas (narcisismo,
autocracia...).
Pero, en lo que se refiere al poder,
uno distinguiría directamente entre los que han llegado al
mismo porque ansiaban poseerlo (para administrar presupuestos,
para contratar y despedir trabajadores, para nutrir su
ego...), y los que han llegado al poder porque querían hacer
algo grande. Y, entre estos últimos, habría que ver qué era
eso grande que querían hacer... y si lo van a hacer o lo han
hecho... y si resultará bueno para la colectividad. En este
último caso, estaríamos ante los mejores directivos-líderes,
que los hay excelentes; pero ya se sabe que caben muchas
interpretaciones del liderazgo, como por cierto del
empowerment que aquí nos ocupa. Puede parecer una exageración
pero, a medio y largo plazo, el perjuicio de interpretar
erróneamente el liderazgo o el empowerment podría estar
resultando mayor que el beneficio obtenido al aplicar
convenientemente estos postulados del management. Aunque cada
organización constituya un caso particular y exija una
aplicación específica, llegar a desvirtuar o adulterar la
doctrina recomendada por los expertos del management puede
acarrear consecuencias perniciosas.
Evolución
cultural y empowerment
Como idea, el empowerment se
remonta quizá a los comienzos del management moderno (por
ejemplo, a Mary Parker Follett, quizá la primera gurú del
management que nos acercó al lado humano del mismo), pero se
consolidó en la lista de buzzwords en los primeros años 90,
para mejorar la práctica de la delegación y liberar el
potencial disponible en las personas. Los trabajadores podían
ciertamente asumir mayor dosis de responsabilidad y autoridad
(ya lo había dicho Douglas McGregor hace más de 40 años), y el
empowerment movement venía a ofrecérsela, dentro de los
procesos de evolución cultural emprendidos, especialmente, por
las grandes empresas.
Hace poco más de diez años, al
hablar del cambio cultural nos referíamos, sobre todo, a un
mayor compromiso de los trabajadores con la organización, al
desarrollo profesional continuo, al trabajo en equipo... Sin
embargo, el cambio cultural supone modificaciones en las
creencias y valores compartidos, y viene a reconsiderar el
statu quo; no cabe sorprenderse de que haya estado encontrando
sólidas resistencias. Cuesta mucho transformar viejas
creencias arraigadas (“los jefes están para pensar y los
subordinados para trabajar”, “la mentira es una legítima
herramienta de gestión”, “las personas solo se mueven por
dinero”, “la comunicación interna distrae a los trabajadores y
genera problemas”...) y renovar el cultivo de valores
incorporando elementos como la proactividad, la autocrítica o
la creatividad; además, no pocos directivos pensaban que los
cambios no iban con ellos, que estaban por encima del cambio.
Sin embargo, el reconocimiento de la mayoría de edad de los
trabajadores, la reducción de la distancia entre el “nosotros”
y el “ellos”, parece imparable e irreversible. Hoy resulta ya
extemporáneo que un trabajador cualificado deba pedir
autorización para consultar información necesaria, deba
conseguir la firma de su jefe para cobrar 9 euros de un taxi
utilizado para visitar a un cliente o, peor aún, deba
limitarse a acatar decisiones que no comparte; de modo que hay
que seguir avanzando en lo político y en lo social, como
vienen haciendo las empresas convencidas.
Ya en los
albores del siglo XXI, nos parece que no es empowerment todo
lo que reluce; y digamos que, incluso aplicándose con
autenticidad, hay quien, a la vista de los resultados, piensa
que se está mostrando insuficiente: que hay que pasar a la
versión “empowerment plus”. O, para los más vanguardistas, al
poder compartido, por muy revolucionario que suene. Los
expertos sostienen que las decisiones —ya lo hemos sugerido—
han de ser tomadas, sin consultar, en el nivel más bajo en que
pueda hacerse con acierto, no importa que quienes las tomen
carezcan de despacho, padezcan sobrepeso, sean expansivos,
desatiendan su ego, sean ajenos a los códigos de indumentaria
o digan verdades en voz alta. Obviamente y en general, los
directivos tienen sus prevenciones, sus temores, y aun sus
intereses al respecto; de modo que hay ciertamente distancia
entre lo que se predica en los libros y lo que se practica en
las empresas.
Como decíamos, el empowerment también
apunta a lo político y lo social: estamos hablando del poder.
Se dice que, en las próximas décadas, el incremento de la
colaboración sinérgica de las personas dentro de las
organizaciones se acompañará de una progresiva disminución de
la jerarquía. No es de extrañar, porque la lucha por el poder,
el politiqueo, el interés individual, la defensa de
territorios, estaban consumiendo una energía sin duda más
necesaria para la generación de resultados. Obviamente, no
todos los directivos están dispuestos a acelerar en la cesión
de poder, ni todos los trabajadores están todavía preparados y
dispuestos a asumirlo, por eso se está hablando de cambios que
seguramente no todos veremos consumados. Oíremos hablar de
ello, pero no todos alcanzaremos a vivir o ver la pregonada
democratización-socialización de la empresa (vale recordar a
Semco y Ricardo Semler) dentro de este siglo.
Todavía
hoy, si pedimos a un alto directivo de gran empresa moderna
que defina el empowerment, podemos escuchar que “consiste en
decir a la gente lo que quieres de ellos, darles recursos y
dejarles solos”. Esto habría sido impensable hace pocas
décadas, y de hecho McGregor suscitó gran controversia. Pero
según los expertos, eso no es suficiente: “sólo hay auténtico
empowerment cuando los empleados sienten que pueden tomar
iniciativas acordes con las directrices de la organización,
incluso más allá de su responsabilidad asignada; o sea, que si
creen que algo debe hacerse y pueden hacerlo, lo hacen sin
temores”. Naturalmente, visto así, el empowerment suscita
reservas en algunos directivos que prefieren verlo de otra
manera, tal vez porque piensan que su personal no está
preparado. A veces, también se utiliza la palabra como
sinónimo de energización (y ésta, por cierto, como sinónimo de
motivación). En definitiva, el empowerment no siempre
significa lo mismo. De hecho, aunque normalmente se utiliza
como verbo transitivo (to empower = entregar poder); también
hay quien lo interpreta como reflexivo (arrogarse poder,
asumirlo...). Sepamos, pues, en cada momento, de qué se
habla.
Profundizando en los conceptos Antes de
compartir con el lector algunas experiencias y reflexiones
sobre la aplicación del empowerment, le sometemos nuestra
interpretación de algunos conceptos que vienen tal vez al
caso. En principio y con alguna espontaneidad, pensaríamos que
la delegación es al empowerment como el trabajo por tareas es
al trabajo por objetivos: así convenimos en ubicar el
postulado que nos ocupa como un paso adelante dado por la
delegación, en busca de una mayor autonomía e implicación del
colaborador (aunque quizá también cabría la lectura negativa
de que el empowerment estuviera siendo tan desvirtuado como el
trabajo por objetivos…). Pero profundicemos en la relación
entre jefes y subordinados: en este marco relacional hemos de
interpretar conceptos como autoridad, poder, responsabilidad,
sumisión, liderazgo, delegación, empowerment…
Por no
remontarnos al derecho romano, podemos recurrir a Max Weber
para decir que el poder de un individuo es su capacidad de
forzar a otros para que hagan lo que él decida, y que, por
otro lado, la autoridad apunta a conseguir que los demás
hagan, con voluntad (de buen grado) lo que uno desea. En la
vida cotidiana de la empresa venimos utilizando poder y
autoridad como sinónimos, pero conocemos la sensible
diferencia entre acatar y compartir los deseos de la jefatura.
Hoy se postula una forma de dirigir personas más próxima a la
autoridad (liderazgo) que al poder, pero en definitiva se
trata de que los empleados se alineen con la visión y voluntad
del mando, aceptando la jerarquía y el statu quo.
Cabe
también la posibilidad de que los subordinados obedezcan al
mando sin reconocerle legitimidad, es decir, sintiéndose
dominados con una cierta egocéntrica autocracia. Llevada a la
empresa actual, sería el caso de un directivo que se saltara
las normas explícitas o implícitas, en beneficio propio o por
capricho; este no sería un directivo ejemplar como seguramente
lo es la mayoría, sino un reprobable ejemplar de directivo:
quizá un narcisista. Lejos de esto, nos adherimos a la idea
teórica de autoridad, porque encaja bien con el empowerment y
se ejerce sin excesos formales. En realidad, además de la
autoridad reconocida, se da la autoridad moral, tanto en la
empresa como en otros entornos.
Hemos hablado de
diferentes formas de actuar sobre otros, pero también cabe la
persuasión o la influencia, que parecen sustentarse más en
argumentos o relaciones que en el peso de las jerarquías;
naturalmente, si la persuasión se convirtiera en coacción,
volveríamos a un terreno pervertido. Pero ahora intentaremos
profundizar en la diferencia entre delegación y empowerment,
para que el lector compruebe si estamos de acuerdo. Quizá, a
veces, delegado y apoderado nos parecen sinónimos; pero, a un
trabajador, lo de la delegación le suena a tarea especial que
le encomienda su jefe y de la que se debe sentir responsable,
y lo de empowerment ya va sonando a cesión de responsabilidad
y también de poder, aunque anteriormente hemos sugerido que se
puede vender delegación por empowerment, como gato por liebre.
Y todavía peor: se nos puede dar a entender que tenemos el
poder y hasta personas a nuestra disposición, sin conocimiento
de dichas personas y, en realidad, sin intención de que
ejerzamos el poder; o sea, se nos puede echar a volar sin
alas. Y más peor todavía: podemos hacerlo nosotros mismos con
nuestros colaboradores, si somos directivos.
Uno
entiende por delegación aquello que no llega a ser
empowerment, porque le faltan ingredientes; aparte de que la
delegación se ha venido entendiendo a título individual y el
empowerment se ve más como fenómeno colectivo. Insistimos en
la dimensión colectiva del empowerment, aunque sigamos
hablando de su significado en el individuo. Pero digamos ya
cuáles nos parecen ser los ingredientes del auténtico
empowerment:
• responsabilidad ante los resultados;
• poder (autoridad formal) para tomar decisiones; •
recursos materiales para la ejecución; • información y
conocimientos necesarios, y • competencia profesional del
sujeto apoderado.
Habíamos hablado también de un
cierto “empowerment plus”, y es que, efectivamente, los
límites no quedan bien definidos en esta lista: se puede
hablar de responder por los resultados individuales o hacerlo
solidariamente por los del equipo, departamento o empresa; se
puede hablar de decisiones sobre la responsabilidad propia o,
en determinadas circunstancias, sobre la de otros; se puede
hablar de información necesaria y de información adicional
conveniente... Pero si un directivo apoderara a un colaborador
faltando alguno de estos cinco elementos, estaríamos ante un
despiste del directivo o ante una trampa para el trabajador
apoderado. En efecto: todo esto es tan complejo como parece,
porque complejas son las relaciones interpersonales y complejo
es, a menudo, el propio individuo (más, si tiene algo de genio
o de creativo, como bien ha estudiado M.
Csikszentmihalyi).
Varios párrafos arriba habíamos
mencionado también la sumisión, dentro de esta familia de
conceptos relacionados con el poder. La sumisión o
sometimiento al jefe era un valor importante en el pasado:
ahora quizá sólo lo es para los directivos autocráticos. Los
mejores directivos prefieren hoy asegurarse de que sus
colaboradores estén convencidos de lo que se ha de hacer. La
sumisión parece, en definitiva, tan extemporánea como la
autocracia o dictadura: contribuye a perpetuar los vicios de
la organización. Creemos que es la virtud y la salud de las
organizaciones, lo que genera prosperidad. Se puede dar
sumisión sin autocracia, per esta necesita de aquella, como,
en el otro extremo, el mejor liderazgo necesita del mejor
empowerment, como sostenían ya en 1985 Warren Bennis y Burt
Nanus, en su libro Leaders.
Más sobre el
empowerment
Precisamente en Leaders, los autores,
apuntando a la parte soft del auténtico empowerment, destacan
cuatro componentes que impactan ciertamente en el corazón de
las personas. Uno, tras 30 años en el área de formación de una
gran empresa, rara vez ha experimentado alguno de estos
componentes del empowerment, pero ciertamente los ha echado de
menos:
• sentimiento de significancia; • sentimiento
de competencia; • sentimiento de pertenencia, y •
sentimiento de disfrute.
Realmente, uno se siente
importante si puede materializar sus intenciones, y, por el
contrario, se siente insignificante si no es así. Y se siente
competente, si la organización se lo hace sentir. Y siente que
pertenece a la comunidad, si la misma cuenta con él. Y
disfruta por todo lo anterior, en la misma medida en que se
frustra cuando lo anterior no existe. La verdad es que la
satisfacción, el disfrute en el trabajo, sería bastante más
común de lo que pueda parecer, de no ser por elementos
–diríase que inevitables, pero que se pueden eludir– que lo
dificultan. La psicología de la felicidad, a la que parecen
aludir Bennis y Nanus en su libro aunque muy de pasada, está
siendo muy estudiada desde hace poco tiempo, y tiene en
Seligman y Csikszentmihalyi dos grandes maestros; pero el
hecho es que el empowerment, bien orquestado y entendido,
contribuye decididamente al disfrute en el trabajo. Y, como el
lector estará seguramente pensando, un falso empowerment
genera sinsabores: el trabajador prefiere carecer de autoridad
que recibirla falsamente.
Volviendo a su relación con
el liderazgo, el empowerment va tan de su mano que,
normalmente, o funcionan bien las dos cosas, o ninguna. Hace
unos 30 años, Robert K. Greenleaf formulaba la doctrina del
Servant Leadership (liderazgo de servicio), hoy más admitida
que entonces, según la cual el jefe ha de ponerse al servicio
de las necesidades (no de los deseos) de los trabajadores, en
el propósito de que estos puedan ofrecer su mejor contribución
a la empresa. Greenleaf, como se ve, era otro notable defensor
del empowerment, de modo que si lo consideramos padre del
liderazgo de servicio, también cabe considerarle antepasado
próximo del empowerment movement, y esa es la razón de que le
recordemos también y tan bien. Pero pasamos ya a formular
algunas reflexiones sobre la experiencia recogida en varios
años de aplicación de este postulado, es decir, sobre cómo el
poder se ha ido descolgando de lo alto de las organizaciones
para ir llegando, reconocible o desdibujado, hasta los
trabajadores de a pie.
Equipos autodirigidos Por
centrarnos, como venimos haciendo, en el empowerment de los
trabajadores (el más significativo, dentro de la empresa),
creemos recordar que primero se cedió (o se simuló ceder)
poder a elegidos equipos de personas; surgieron, a principios
de los años 90, los empowered (or self-directed) teams. Antes
de eso, el trabajo en equipo, en modalidades diversas
(círculos de calidad, grupos de desarrollo, luego los kaizen
teams...) se había incrementado sensiblemente en aquellos
años, por mor de la calidad y la competitividad. A este
propósito, los resultados parecían desiguales o discutibles;
pero al menos se fue gestando el desarrollo del espíritu de
pertenencia y se fue aprendiendo a trabajar en colaboración.
Los trabajadores se vieron quizá sorprendidos por la
oportunidad de formular públicamente sus puntos de vista, y
contrastarlos incluso con sus superiores jerárquicos.
Justamente, la presencia de distintos niveles jerárquicos
condicionaba en muchos casos la comunicación interna del
equipo: había, en esos casos, un cierto clima de autoridad
vigilante, cuando no ejerciente.
Surgieron, por
consiguiente, los denominados equipos autodirigidos, con mayor
o menor autonomía, siempre con misiones y conclusiones
sometidas a la Dirección. En Estados Unidos, algunas primeras
grandes empresas optaron por esta modalidad de empowerment:
Texas Instruments, Procter & Gamble, la cadena hotelera
Ritz-Carlton... Esta cadena hotelera obtuvo el “Malcolm
Baldrige National Quality Award” de 1992, de modo que siguió
apostando por su fórmula básica: formación + empowerment +
reconocimiento. Esta fórmula, como era de esperar, llegó a
nuestro país y fue impulsada por los ejecutivos más
innovadores de entonces: entre ellos, Miguel Canalejo, Eduardo
Montes, José María Merino, Miguel Iraburu... citando sólo a
quienes, en nuestro desempeño profesional, pudimos conocer. El
movimiento se entroncaba con el proceso de cambio y, por lo
tanto, se inspiraba en cada organización en los objetivos
estratégicos, la visión del futuro deseado y los valores
colectivos proclamados para alcanzar dicho futuro.
Cuando uno recuerda aquella época, le parece que había
más liturgia que doctrina: entrega de premios, foto incluida,
a los equipos más destacados... Pero esta etapa sirvió, sin
duda, para que todos los participantes nos acostumbráramos a
asumir nuevas perspectivas y responsabilidades, y ampliar
nuestros horizontes. Los horizontes de los trabajadores, como
su iniciativa, su creatividad o su desarrollo profesional,
habían estado siendo, en alguna medida, limitados o sofocados
tradicionalmente en las empresas, y había que contar ya con
todos los valiosos recursos disponibles en las personas: un
imperativo de los nuevos tiempos. De modo que el trabajo en
equipo, y especialmente el de los equipos autodirigidos,
sirvió para prepararnos para la siguiente etapa: la asunción
de mayor autonomía individual.
Empowerment
individual
Quizá ya lo hemos sugerido: el más
significativo traspaso de poder se ha producido hacia los
trabajadores de a pie, desde sus jefes inmediatos, aunque
lógicamente y en general, a iniciativa de la Alta Dirección. Y
digamos también, por si no lo hemos hecho ya, que el nivel de
(auténtico) employee empowerment viene siendo considerado
indicador de la fortaleza de la organización. Nuestro
postulado se ha desdibujado tanto en su aplicación a equipos
como en su aplicación en el ámbito individual, aunque también
se aplique lógicamente con rigor y autenticidad, para
satisfacción de los afectados.
Pero, aunque el
employee empowerment se orqueste con autenticidad, sólo
funciona realmente bien en presencia de catalizadores;
precisa, por ejemplo, de un clima de confianza (tan necesaria
para todo en la empresa), de transparencia y aun de bonanza.
Estamos hablando de la distribución del poder en las
organizaciones y esto es muy complejo. El jefe puede, por
ejemplo, estar trasladándonos una dosis de poder, que,
consciente o no de ello, realmente no posee; y entonces nos
puede estar situando a merced de un huracán. El buen
funcionamiento del empowerment exige claridad, orden,
directrices, liderazgo, transparencia, sinergia, justicia,
subordinación a la colectividad, agilidad y flexibilidad en el
funcionamiento de la organización: pocas veces se da todo esto
y alguna cosa más que hayamos olvidado. Las más de las veces,
como también Bennis y Nanus nos dicen, existe una organización
formal u oficial, que es distinta de la percibida por los
trabajadores, que es también distinta de la que percibiría un
observador ajeno, y que asimismo es distinta de la mejor
posible.
Para concretar, el poder no proviene
solamente del organigrama; de hecho, los directivos pueden
recibir poder de sus propios colaboradores, es decir, también
éstos proporcionan a veces poder a aquéllos. Cuando hay
confusión u ocultismo en los flujos de poder, el trabajador lo
percibe y ya no se cree nada. Si el director del departamento
o de la empresa tuviera una relación con su secretaria, lo
cual es tan posible como legítimo, ésta podría convertirse en
una queen bee; puede incluso serlo —queen bee— sin que haya
tal relación. O sea, que la influencia persuasiva también es
poder, y brota de diferentes manantiales.
Se necesita
la presencia de los catalizadores mencionados, en definitiva,
que a los trabajadores les guste lo que ven, para que se
integren en la organización y asuman mayor compromiso y
responsabilidad. Muchos trabajadores pueden asumir más de esto
—compromiso y responsabilidad— si se lo recompensan
económicamente, pero no hablamos de promociones sino de
employee empowerment; de modo que el trabajador tiene que
estar dispuesto, y su mejor disposición se produce cuando le
gusta lo que ve alrededor. Nuestra experiencia es limitada,
pero hemos visto aplicar el empowerment parcialmente y
mezclándolo con privilegios o aparentes promociones (cambio de
categoría, entrega de teléfono móvil a cargo de la empresa,
plaza de aparcamiento, etc., pero sin modificar el salario o
haciéndolo mínimamente): al poco tiempo, a los apoderados se
les había pasado la satisfacción inicial y empezaban a
sentirse excesivamente presionados, y los no apoderados
seguían mosqueados. Unos y otros descontentos, porque no les
gustaba lo que veían a su alrededor.
El auténtico
empowerment no precisa de la elitización de unos en agravio
comparativo de otros, y mucho menos cuando la división se hace
de manera difícil de explicar. Hay que decir esto porque si el
poder llega a los más políticos pero mediocres, en perjuicio
de los más profesionales y menos políticos, los mediocres se
hacen militantes de la mediocridad y actúan como perros del
hortelano frente a los más profesionales.
Tampoco debe
suponer el empowerment que la Dirección se desentienda del día
a día, maneje de vez en cuando la válvula de la presión de
acuerdo con la evolución de los números, piense siempre en
nuevas alianzas estratégicas, y conceda, de vez en cuando,
entrevistas a revistas especializadas, como litúrgico culto al
ego. O sea, que la Dirección debe asegurarse de que el poder
es debidamente administrado; parece una perogrullada, pero hay
que decirlo. No hace falta que los directores practiquen la
inmisción, pero sí es necesario que prevengan su propia
compunción por haberse equivocado, en su caso, con las
personas.
Quizá en general, los directores y mandos
aciertan en las dosis de poder que entregan a sus
colaboradores, pero creemos que algunos de los aciertos
registrados por la estadística son simples errores no
reconocidos. A un individuo se le puede entregar más poder,
como consecuencia de una promoción, como consecuencia de una
elitización o como consecuencia de una aplicación más o menos
generalizada del empowerment; pero, en cualquier caso, hay que
asegurarse antes de que sabrá administrar el poder en
beneficio colectivo, y hay que comprobar después que lo hace
realmente bien.
A puestos de gestión, las promociones
no siempre resultan aciertos totales; no obstante, a menudo
son irreversibles. Aunque parezca exagerado, cuando los
directivos traspasan un cierto umbral (acceden, por ejemplo, a
despacho especial con mesa redonda), ya difícilmente se
cuestionará su competencia y estarán condenados al éxito; los
posibles fracasos se deberán probablemente a la situación del
mercado o tal vez a la incompetencia de algunos subordinados
(culpables o scapegoats). Pero el empowerment es distinto
porque no representa un salto cuántico. El empowerment es
progresivo y es, en cierto modo, informal. Puede bloquearse y
aun dar marcha atrás. Si se sabe orquestar, genera buenos
resultados. Pero no hace falta defenderlo: basta pensar en los
perjuicios que acarrea su ausencia; obsérvese que la carencia
de la autoridad legítimamente necesaria para el trabajador,
demandada y sustentada en su capacidad profesional creciente,
resulta desmotivante y frustrante, y atenta contra la dignidad
personal y profesional de los individuos. Hoy los jefes no
pueden saber siempre más que sus colaboradores y resulta a
veces patético, a los ojos de éstos, ver a aquéllos
equivocarse por mor de una supuesta infalibilidad sustentada
en una mezcla de superioridad y responsabilidad. Este es un
caso extremo y el otro extremo es probablemente peor: que los
trabajadores crean saber más de lo que realmente saben y,
amparados en el empowerment, echen a perder esfuerzos propios
o colectivos. Ni lo uno ni lo otro: si el lector la compartió
con nosotros, recuerde los cinco ingredientes del auténtico
empowerment y aun la versión empowerment plus. Creemos que no
hay otra receta.
Conclusión
El empowerment
sólo funciona en condiciones favorables, como tampoco las
orquídeas crecen en cualquier sitio. Los trabajadores deben
sentirse satisfechos con lo que ven a su alrededor para
decidirse a asumir gratuitamente mayor compromiso y
responsabilidad. Las orquídeas necesitan altitud, humedad,
temperatura, luz... Los trabajadores tienen también su dosis
de misterio, y esperan que las empresas lo descubran. Uno
recuerda aquí la séptima fase (ciclo de vida de las
organizaciones) de Ichak Azides, la fase aristocrática: no
parece un clima favorecedor del empowerment; además predice
las siguientes, hasta llegar a la décima y fatal. A veces, las
empresas mueren de éxito mal digerido. El empowerment
—reductor de la distancia entre el nosotros y el ellos— viene
a asegurar la prosperidad de la empresa y ha de terminar de
orquestarse en la sexta fase, la fase de estabilidad, para que
ésta —la estabilidad— no se quiebre. Y para que los
trabajadores contribuyan a desviar el rumbo que llevaba a la
elitización aristocrática, y de ahí a la burocracia y la
muerte. Antes de la muerte, cabe la metamorfosis; pero después
de la muerte, sólo cabe la metempsícosis, y no todos creemos
en ella.
José Enebral Fernández Consultor de
Management y
RRHH enebral@inves.es
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