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Discurso pronunciado por Belisario Porras en la inauguración del Hospital Santo Tomás el 1 de septiembre de 1924Nobles damas y distinguidos caballeros, señores todos:No sé bien en dónde, porque no he tenido tiempo de rectificarlo o comfirmarlo; no sé bien en dónde he leído que hay en el mundo una verdad mortificante que debiera enseñar a los sabios a ser humildes, y esa verdad es la de que muchos de los más valiosos descubrimientos que se han aclanzado han sido casi siempre el resultado de una pura casualidad. El gran Newton, de quien se dice que descubrió la ley de la gravitación universal, al ver caer, acostado debajo de un manzano , uno de sus frutos, solía decir modestamente esto: "Si yo he hecho alguna vez algún valioso descubrimiento ha sido debido mucho más a mi paciente atención que a ningún otro talento." He comenzado haciendoos tal recuerdo porque deseo imponeros de cómo…descubrí?…o advertí la necesidad imperiosa de construir este Hospital Santo Tomás modelo. Escuchadme y lo sabréis. Tengo en el caserío de Cocobolas, en Las Tablas, un amigo y pariente aquien he querido vivamente, descendiente de puros españoles, de padres a hijos, en unas seis generaciones, desde los tiempos coloniales. Es un hombre blanco y rubio, alto y musculoso y fuerte, muy inteligente y muy valiente; cuentero, coplero y poeta o ministril del campo. Viajar con él es de lo más entretenido. Durante la revolución fue Jefe de Brigada y debido a él nunca sentimos los rigores de las marchas en caballos cansados a pie, o de los acontecimientos bajo el agua o sobre el agua. Qué hombre tan dicharadero e ingenioso este hijo de mi pueblo! De sus cuentos era de desternillarse de risa, oyéndole el de Los Churucos o del Micho Coluruo. Bocaccio no compuso nunca uno igual. Pues bien, había llegado yo al poder por la voluntad y adhesión inquebrantables del más noble, fiel y leal pueblo en el mundo, y Toto, que así le dicen a mi amigo por cariño, estaba deseoso de venir a Panamá a verme sentado en la silla, según si expresión gráfica, cuando he aquí que llegó a mis oídos la terrible noticia de su desgracia. Había una fiesta de toros en mi pueblo natal, de las que hay siempre allá por el 20 de julio de cada año, dedicada a la amada patrona del pueblo, Santa Librada. Los portales todos de las casa de la plaza de pueblo estaban defendidos por barrera de cañas y por fuertes barrotes. El toro bravo estaba en la plaza y había ya tumbado y corneado a muchos. Tenía lugar el interrego que precede a la pegada de la banderilla y había una gran expectación. De pronto, una viejecita bajó uno de los portales y se decidió a cruzar una esquina de la plaza por la base del triángulo. El toro, que andaba cerca de ese sitio, se precipitó sobre ella, derribándola, y se preparaba ya para acabarla en el suelo, cuando he aquí que salta de la barrera de un portal vecino un hombre blanco y rubio, alto y musculoso y fuerte, que se acalana sobre el toro, se acerca a él por detrás, lo agarra con ambas manos por la cola, lo tira hacia sí con tal fuerza que se lo echa encima y cae debajo de él…Un grito agudo, doloroso, se oyó como el de un destripado, grito que fue seguido de un vocerío inmenso de más de tres o cuatro mil gargantas que resonó todos los portales hacia el sitio del horrible drama, ahuyenta al fiero animal y recoje a Toto con ambas piernas rotas. Desconsolador espectáculo fue el de ver a aquel hombre singular, blanco y rubio, alto, musciloso y fuerte, que no se podía poner en pié. El pesar de la multitud fue hondo, y alo fue así, no tanto por lo amado de todos que era aquel hombre malferido, cuanto por su acción generosa, noble y desitneresada por su sacrificio por una pobre y desvalida mujer. Lo llevaron en camilla a su casa, a Cocobolas, y cuando llegó hasta mí la noticia de que los curanderos de mi pueblo, unos nuevos doctores Sangredo, se proponían colgarlo por las piernas de la solera de su casa para enderezárselas, entristecido, le escribí, llamándolo, con el ofrecimiento de hacerlo llevar en camilla al puerto, embarcarlo en nave especial, desembarcarlo aquí del propio modo y llevarlo a nuestro Hospital Santo Tomás para que sabios cirujanos lo curaran. El me contestó así: "Imposible, mi dotol, yo no iré a su hospital, que es a mi vel la puerta de entrada al cementerio de la ciudad. Déjeme moril aquí." Aunque esta respuesta me desconcertó un poco, insistí en que viniera mi amigo y me dirigí al Hospital Santo Tomás, que no había visto nunca, a visitarlo y a escoger un cuarto adecuado para él. A pesar de las reparaciones y ensanche que le habían hecho, por acuerdo, hacía unos siete años, entre las autoridades de la República y las de la Zona del Canal, el antiguo asilo fundado en 1695 por el Ilustrísimo Obispo D. Diego Ladrón de Guevara—a doscientas varas del cementerio de la ciudad—destinado en ese tiempo para mujeres pobres y luego para hombres igualmente pobres, que regentaron por mucho tiempo las Hermanas de la Caridad, me pareció una desgracia, y convine con Toto en que tenía que ser, sin duda ninguna, la puerta de entrada al cementerio de la ciudad. Todo el mundo sabe que ese Hospital que desde 1519, a raíz de la fundación de Panamá la Vieja, y más tarde desde 1695, a poco de la fundación de Panamá la Nueva, figuró como asilo para enfermos pobres, era la más antigua institución de su clase en toda nuestra América, y por eso, a pesar de sus reparaciones, se estaba deshaciendo…Por lo demás colocado en el centro de la parte más bulliciosa y polvorienta de la ciudad, con una vuelta del tranvía en frente de su entrada principal, con el rechinar de las ruedas de éste en los rieles, con el ruido de las bocinas de lo carros, con los gritos de los vendedores ambulantes de dulces y de frutas, en una calle sin aire y de calor sofocante, por donde transitan las carrozas de los muertos y los enlutados acompañantes, más que el Hospital me pareció uno de los círculos del infierno de Dante, en donde agonizaban, atormentados, numerosos, desgraciados…Entristecido, pensé en un nuevo Hosptial, y Toto se quedó en Las Tablas, en donde logró al fin enderezarse las piernas quebradas, tal vez colgado de la solera de su casa por unos cuantos curanderos, nuevos Doctores Sangredo, de mi pueblo natal. Cómo hacer en un país pobre como el nuestro? Había un gran recurso; el de conversitr la Lotería existente, cuya concesión estaba ya a punto de concluír, en Lotería Naiconal de Beneficiencia, y así se hizo, logrando, por la sabia organización que se le dio, que produjera anualmente muy cerca de un millón de balboas. La lucha fue dura y cruel y los sufrimientos incontables. Para qué referirlos? Insultos a mañana y tarde y resistencias formidables, inauditas, por otra, en contra de su establecimiento; pero se estableció por la ley y con su producto hemos hecho grandes cosas. Sostenemos debidamente el Hospital que tenemos y nueve más provinciales de emergencia que hemos fundado; sacamos de la vecindad de la Zahurda el Asilo Bolívar, de Desamparados, y lo sostenemos hoy en vastos terrenos que le hemos dado, con numerosas viviendas, una hermosa capilla e instalaciones de agua y de luz en las afueras de la ciudad. Sostenemos los leprosos y los locos que internamos en Palo Seco y en Corozal. Subvencionamos a las Hermanitas de la Caridad de Colón y a las de Panamá, del propio modo que al Hospicio de los buenos Hermanos Salesianos, a la Cruz Roja Naiconal, a los Talleres Escuelas, y a la Sociedad de San Vicente de Paul; hemos fundado y sostenemos dos Asilos más, el de Huérfanas de las excelentes Hermanitas de María Auxiliadora y el de la infancia desvalida de las dulces Madrecitas Betlemitas. A pesar de las esplendideces, empleadas, con tan numerosos establecimientos de beneficiencia, con el saldo que nos venía quedando en seis años, hemos podido gastar cerca de tres millones de balboas en levantar este bello y útil monumento, que no es solo una obra de beneficiencia y caridad sino del propio modo de ornato, de embellecimiento, de alto patriotismo y de profundo amor. He podido juzgar por mí mismo y por mis observaciones con los demás, que para ser buen ciudadano es preciso ser inteligente y musculoso y fuerte, emprendedor y valiente, y poseer las perspectivas de la felicidad, y nada de esto se puede alcanzar sin un alma sana y vigorosa, completamente sana, como dicen los pedagogos, en un cuerpo perfectamente sano también. Estimo que esa es una ley física y moral por todas partes, más sensible todavía con los hombres que habitan, como nosotros, en la Zona ardiente de los trópicos, pues el calor excesivo y permanente, así como el sudor, son suficientes para extenuarlos, encapacitarlos y reducirlos a la más completa impotencia. De modo que por sobre todos los problemas, las sociedades humanas deben empeñarse en resolver el de la conservación de un cuerpo perfecto de la raza para lograr coronarlo co un cerebro perfecto y una voluntad firme y viril y una imaginación vivaz. La mayor parte de las dificultades de hombres y mujeres, que los hacen infelices, provienen de su mal estado de salud. Sin salud, la vida no es vida; es un sufrimiento y una desesperanza; es una carga pesada para uno mismo, para su familia y para los demás. Es el bien negativo que no se aprecia sino cuando lo perdemos. Es el alma de todos los goces de la vida y el sustenáculo de todos nuestros deberes. Sin ella no hay conciencia, que es la raíz del carácter, ni hay carácter, ni hay valor, que es lo más esencial del carácter, ni hay razonamientos, que son los resutlados del valor. Así pues, las dos grandes cosas que los maestros deben enseñar a sus discípulos son la moralidad y la salud. Sangre limpia y pura y buenas costumbres. No se pueden poseer alegrías y virtudes sin salud y es bien sabido que la alegría es la madre cariñosa de todas las esperanzas y la virtud el alma de nuestras democracias. De algún viejo experimentado, o de algún médico amigo he oído decir que una buena digestión es tan obligatoria como una buna concienca y que una sangre limpia y pura, sin lepra o sin sífilis, sin infecciones microbianas, es tan parte de la humanidad como una fe pura e inquebrantable. Convencido de todo esto y de que no hay nada, absolutamente nada, más importante para nuestro país como la buena salud de sus hombre y mujeres, me puse a la obra hace ya seis años, y he aquí; señores, todo lo que hemos hecho en esto: primero, hemos limpiado de uncinaria a nuestro interior mediterráneo, de tal modo que no vemos ya ni muchachos ni hombres pálidos, jipatos, barrigones y perezosos en nuestras provincias, y luego, hemos levantado estos pabellones sorprendentes, como no existen otros en nuestra América, y en medio de ellos, el lindo Laboratorio, que hemos dedicado al sabio cubano Finlay, de puertas tan perfectas tan bien hechas, tan adecuado y perfecto, que al visitarlo conmigo el sabio médico y profesor Strong, de la Universidad de Harvard, después de recorrerlo y contemplarlo extasiado, se volvió a mí y dijo con emoción esto: "Doctor Porras: we have nothing of this in the States." Aquí nos encontramos a unos cinco mil metros distantes del cementerio de la ciudad, no en calle estrecha, polvorienta y bulliciosa, sin aire y sin luz, sino al contrario, en un gran espacio, con amplios jardines y calles limpias y aireadas, por donde no pasan las carrozas con cadáveres, ni los acompañantes enlutados y tristes, donde no se oyen rechinar las ruedas de ningún tranvía, ni los gritos de los vendedores ambulantes, sin ninguna bulla, sino, al contrario, en la mayor tranquilidad y en la mayor serenidad, rodeados de dulces comodidades, con espaciosas y frescas habitaciones, con asistencia esmerada, suava y dulce también, a la vista del más bello de los panoramas: el de la ciudad de noche, iluminada y llena de jolgorios y alegrías, y el del mar durante el día, con sus olas irisadas y sus horizontes cambiantes, como grandes motas de algodón; con espejismos que reproducen en el alma de los de nuestras caras esperanzas e ilusiones; las naves que llegan con sus velas desplegadas al viento de la mañana, con los productos del interior, o que regresan en la tarde a sus puertos nativos con el fruto de las faenas finales, y por todo el ambiente, junto con el murmullo de las olas, los cantos de alegría de sentirse fuertes y sanos y buenos y de querer y de poder vivir. Algunos de mis adversarios no han podido perdonarme ni esta obra de caridad dulce y bendecida. No me han insultado por ella, es verdad, como lo hicieron, por ejemplo, por la compra de este terreno cuando la celebración del aniversario del descubrimiento del Pacífico, ni cuando el saneamiento y la urbanización de él; ni cuando se construyeron los dos palacios blancos y el de Administración, el de la Normal y el de Educación, no, en esta vez no he sido insultado, pero sí dicen a menudo, como adoloridos, en reproche, que se han gastado millones. Es verdad; esta obra enorme e imperecedera ha costado millones, pero debemos reconocer que no han caído a la orilla del camino para ser la presa de otros, ni en rocas, sino en terreno fértil y producirán, seguro estoy, suficientemente par aborrar todas las ingratitudes, pudiendo hacer con ellos, como hemos hecho, una obra de belleza y de gracia que hará mucho mejor de lo que es a mi país, con esta particularidad, que el enorme cerro de balboas que representan no ha sido tomado de las rentas ordinarias, ni han implicado sacrificios para nadie, sino que simplemente y puramente (excusadme que lo diga) fue fraguado, fabricado, amontonado o forjado con energías inintimidables y entregado luego a la Nación por una integridad y patriotismo incontrastables, para realizar con él este imperecedero monumento de amor y para otros muchos (pues la mina es inagotable) que levantarán mis sucesores con el mismo entusiasmo y la misma indomable decisión que se ha desplegado con éste. De estos monumentos me atrevo desde luego a pedir sea llevado a cabo, de los primeros, el Instituto Gorgas, que fue acordado, delineado y resuelto ya por mi Gobierno y constituye la más valiosa deuda de gratitud para con el hombre, todo bondad, que nos enseñó a vivir alegres y sanos, fuertes, emprendedores y felices. Señores, también yo tengo una deuda inmensa de gratitud que he querido pagar, y ésta es con el pueblo de mi país, y sobre todo, con la parte más humilde de este pueblo que ha sido conmigo tan adicto, tan firme y tan fiel, y me ha parecido que nunca podría pagar mejor esa deuda como dedicándole estos Palacios que, a la vez que mansiones de la Caridad, lo son también de la Salud, que es la fuente segura de la inteligencia, del carácter y del valor. Al inaugurarlo hoy como lo hago a nombre de la República, quiero rendirles a los humildes, pequeños y tristes del pueblo de mi país el homenaje más ferviente de mi corazón con esta dedicatoria de amor y de sincera gratitud. Bibliografía Jorge Conte Porras Belisario Porras: Vida, Pensamiento, y Acción. Litografía e Imprenta LIL, S.A.: Costa Rica, 1996. |