"El Crucifijo"--Ensayo escrito por el Dr. Belisario Porras, publicado en 1931
Siendo Presidente de la República, creo que en mi segunda administración resolví hacer una vista a la Isla de Coiba, con el fin de explorarla y dar todos los pasos necesarios para la fundación de la Colonia Penal, que tan brillantes resultados ha venido dando.
Como era natural, me acompañaron varios amigos, entre ellos algunos funcionarios públicos, tanto del Poder Judicial, como del Ejecutivo. Nuestra excursión fue de lo más interesante, ya que, además del éxito alcanzado, pudimos gozar de las múltiples manifestaciones de la naturaleza que ofrece aquella importante región de nuestro amado Istmo. Se organizaron cacerías y el silencion de los dormidos bosques fue interrumpido por el retumbar de los fusiles y los gritos guturales de los monos, sorpredidos en las majestuosas ramas de los árboles gigantescos; multitud de aves de variados colores sacudían veloces los abanicos de sus alas, abandonando sus nidos y dejando oír sus cantos, al emprender el vuelo, tal como una promesa de regresar a ellos a proteger a sus polluelos.
El mar, ese inmenso cofre de innumerables tesoros, nos brindó asímismo ratos de verdadero placer, ya navegando sobre sus tranquilas aguas, ya bañándonos en sus orillas , a donde llegan las olas a besar la playa.
La Isla de Coiba es de lo más fértil y bella, ofreciendo a cada paso una nueva sorpresa, un nuevo encanto. Sus costas y ensenadas, todo reviste caracteres impresionantes para el viajero que la visita por primera vez.
Mucho antes de mi visita a la Isla había yo reglamentado la pesca de perlas y para ello había dividido los lugares preferentes en zonas, con el fin de evitar el abuso de algunos pescadores, que en su afán de lucro, estropeaban las madre-perlas cuando todavía no habían dado el fruto apetecido. De allía que en aquella época, la zona de Coiba se encontrara, como se dice, en completo descanso, siendo fácil ver, cruzando por sobre las aguas de una de la ensenadas, quietas y critalinas, cómo estaba el fondo empedrado de hermosas conchas, esperando al buzo audaz que bajara hasta ellas para ofrecerle sus vientres y que extrajeran de su seno la codiciada perla, orgullo de las testas acoronadas.
En nuestra exploración visitamos todas las islas vecinas, decidiéndonos por la de Coiba definitivamente, por ser la más vasta, por poseer tierras planas y muy fértiles cubiertas de frondosos bosques y hallarse cruzada, de Este a Oeste y de Norte a Sur, de quebradas y riachuelos que la regaban. Uno de ellos forma, cerca de la ensandada donde desagua, una cascada o caída de agua sobre preciosas lajas, que llamó mucho mi atención y la de mis compañeros, y cerca de ella se escogió el sitio para el principal establecimiento.
Un día dispusimos bañarnos y yo designé para hacerlo la ensenada opuesta, en cuyo fondo se alcanzaba a ver que era de arena, empedrado de conchas hermosísimas.
Arreglaron una lancha y nos dirigimos al lugar indicado. El grupo era numeroso. Todos iban resueltos a recibir la suave caricia del agua. Al llegar comencé a despojarme de las ropas usuales para ponerme mi vestido de baño. Al quietarme la camisa saltó el Crucifijo de oro que llevo desde mi niñez sobre el pecho, como un sagrado recuerdo de mi abuela que lo colocó en él. Varios amigos de los que estaban en la lancha, al ver aquello comenzaron a reír, algunos tapándose la boca. Para ellos era increíble que yo, Belisario Porras, de ideas amplias, liberal convencido y Presidente de la República, merced al voto liberal, pudiera llevar esa insignia a quien sólo los fanáticos rinden culto. Yo, ante aquella explosión de inmotivada risa no pude contenerme y con el Crucifijo en la mano me drirgí a ellos y les interrogé así, a cada uno de los que se habían reído:
Yo creo,-le dije al primero-, que tú debes tener en tu casa algún retrato por amor o como un recuerdo, alguna imagen, a la cual rindes culto, no es verdad?-, Sí, Doctor, me contestó. En mi casa tengo el retrato de usted y el de mi madre.-Yo tengo, dice el segundo, el de Bolívar.-Yo el de Napoleón.-Yo, dice el de más allá, el de Santander, el hombre de las Leyes. Yo, dijo el otro, el de Ricuarte, el héroe de Sant Mateo, y así sucesivamente todos los presentes. Los pasé el Crucifijo y los dije: Bésenlo, que éste es superior a nuestras madres y a nuestros padres, y a Napoleón, y a Bolívar, y a Ricuarte, y a Santander y a todo otro hombre vivo o muerto que haya venido al mundo o venga en el futuro. Bésenlo!…Y levantándolo en alto lo tendí al amigo más cercano, agregando al recibirlo del último: A éste y al sagrado recuerdo de mi abuela es a quien yo rindo siempre culto.
Había guardado silencio y el Crucifijo había venido pasando de mano en mano, recibiendo al ósculo de aquellos a quienes poco antes les había causado risa el verlo colgado sobre mi pecho.
|