El aventurero es siempre fuente de la leyenda, y más aún si sus aventuras se ven coronadas por el éxito. Para ello se necesita genio, tesón y mucha suerte. Tal es el caso de José de la Borda Sánchez quien al final de su vida quiso coronar su labor construyendo para sí el palacio más grande de la capital de la Nueva España.

José Borda, circa 1765
  Esta propiedad, casa del siglo XVII conocida con el nombre de su propietario original y constructor, Don José de la Borda, y hoy señalada con los números 27, 29 y 33 de Francisco I. Madero, y 24 y 26 de la calle de Bolívar, en la Ciudad de México, es en realidad –y no obstante sus dimensiones– solamente el inicio del truncado sueño final de grandeza de un notable emprendedor.

Refiere Manuel Toussaint que José de la Borda, aragonés de padre francés (Laborde) y madre española (Magdalena Sánchez) nació en Jaca, en los Pirineos, en 1699. En 1716, a los diecisiete años, emigró a la Nueva España siguiendo los pasos de Francisco, su hermano mayor, quien después de haber llegado a Taxco ocho años antes ya era propietario de la mina de plata “La Lajuela”. Después de su matrimonio en 1720 y tras de haber explotado la mina conjuntamente con su hermano, José se asocia con Don Manuel de Aldaco para explotar el mineral de Tlalpujahua, donde obtiene una bonanza en 1743.
    A los cuarenta y cuatro años es ya un hombre acomodado; sin embargo es a partir de la muerte de su hermano Francisco cuando la vida de José de la Borda lo lleva a la cúspide de su fortuna y riqueza, convirtiéndolo en una de las leyendas de su siglo y el siguiente.

Heredero de “La Lajuela”, Don José regresa a vivir a Taxco y en 1748 descubre la riquísima veta de San Ignacio, cuya abundante producción de plata de alta calidad perdura durante nueve años convirtiéndolo en uno de los hombres más ricos del país. Su generosidad y largueza lo llevan entonces a construir de su propio peculio en 1751 la monumental parroquia de Santa Prisca, joya de la arquitectura churrigueresca dirigida por el francés Diego Durán y los arquitectos españoles Don Cayetano de Sigüenza y Julián Caballero; obra magnífica cuya inversión total ascendió a su terminación en 1758 a más de un millón seiscientos mil pesos de aquella época, incluyendo la ornamentación y los vasos sagrados. Los retablos de la iglesia fueron obra de los zaragozanos Isidro Vicente y Luis de Balbás.

Santa Prisca de Taxco
  Tan sólo la custodia con la que el señor de la Borda dotó a la parroquia constituía en sí misma una fortuna, como se comentará más adelante.

Una vez terminada la iglesia, Don José construyó en 1759 en la propia ciudad de Taxco su casa familiar, la que hoy funge como el centro cultural más importante de la región.

Al agotarse la veta de San Ignacio, José Borda se traslada a Real del Monte, donde inicia nuevas exploraciones mineras en 1760, y posteriormente intenta lo mismo en la Chontalpa. Sin haber tenido éxito y ya casi sin fortuna, regresa a Taxco en 1762, donde solicita de la parroquia algunos préstamos que le son negados. Sin embargo, habiéndose reservado desde un principio la propiedad de las joyas y platería con que había dotado a Santa Prisca, obtiene la anuencia del Arzobispo de México para recuperar la custodia a que ya se ha hecho mención y venderla a la Catedral Metropolitana en la suma de ciento diez mil pesos.

Con este dinero Borda, pasados los sesenta y tres años, se traslada a Zacatecas para trabajar la mina de “La Quebradilla”, donde pierde casi todo. Gasta lo poco que le queda en la exploración de un nuevo tiro, “La Esperanza”, donde da con una nueva veta de gran valor: “La Veta Grande”, sitio donde se desarrolló en los siglos XIX y XX una de la más importantes metalúrgicas del Estado.

Gracias a su esforzado hallazgo, José de la Borda recupera la relevante posición que alcanzara veinte años antes en Taxco.
    La construcción de la Casa Borda de la Ciudad de México fue iniciada por su propietario en 1775. A los setenta y seis años y en una época en la que la esperanza promedio de vida era mucho menor, el viejo luchador quiere rematar la obra de su vida con un último empeño. Su hijo Manuel ha preparado para él una casa de reposo con un inmenso jardín y un lago interior en Cuernavaca, el famoso Jardín Borda, pero Don José quiere dejar una muestra de grandeza en la capital del país.

La Casa Borda
  Es así como adquiere la manzana completa que hoy limitan las calles de Madero, Bolívar, Motolinía y 16 de Septiembre; su idea era la de construir la mansión solariega más importante en el centro de la ciudad de México, "con un patio tan grande como la plaza mayor de un ideal pueblo del virreinato". La casa, según comenta Manuel Toussaint, “Debería estar limitada por las cuatro calles... y un largo y continuo balcón le permitiría caminar alrededor de su propiedad sin descender a la calle.” “Este propósito nunca se realizó, pero varias casas en la actual avenida Madero y la calle Bolívar están unidas por un balcón como el antes mencionado."

No hay testimonios directos de que, para esta obra, Borda contara con arquitectos de la talla de aquellos a quienes encomendó Santa Prisca y es muy probable que él mismo haya intervenido directamente en la construcción; el estilo del edificio es de un barroco austero y muy influenciado por el uso del tezontle en combinación con la cantera; características propias del período en el Valle de México. Sobria es la ornamentación; sobrios los almohadillados y cornisas; sobria también, pero indudablemente barroca y mexicana, la hornacina cuya arquitectura remata la esquina principal del edificio.

Humboldt se refiere a este tipo de arquitectura en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España: “La arquitectura, en general es de un estilo bastante puro y también hay edificios de bellísimo orden. El exterior de las casas no está cargado de ornatos. Dos clases de piedras de cantería, es a saber, la amigdaloide porosa llamada tezontle y, sobre todo, un pórfido con base de feldespato vidrioso y sin cuarzo, dan a las construcciones mexicanas cierto viso de solidez y aun de magnificencia. No se conocen aquellos balcones y corredores de madera, que desfiguran en ambas indias todas las ciudades europeas. Las barandillas y rejas son de hierro de Vizcaya y sus ornatos de bronce. Las casas tienen azoteas en lugar de tejados, como las de Italia y todos los países meridionales.”
    Don José de la Borda muere en Cuernavaca en 1778 y su última obra queda inconclusa. No obstante, la porción de la casa que alcanzó a construir es lo suficientemente grande y digna como para alojar en los años venideros una serie de establecimientos que han señalado la vida de la sociedad capitalina, aunque para ello, el edificio hubo de sufrir una serie de alteraciones en su interior.
 

Altar de Santa Prisca
  El Casino Español ocupa los altos de la casa en 1885 –ocupación que dura hasta el año de 1893–; pocos años después, Salvador Toscano traslada a este edificio su “Cinematógrafo Lumière”, originalmente establecido en 1897 en la calle de Jesús María número 17, para posteriormente reinaugurarlo con el nombre de “Salón Rojo” después de una elegante remodelación que incluyó escaleras eléctricas y lugar para una orquesta de jazz; fue en este salón donde Toscano exhibió la primera película mexicana de argumento, una versión de “Don Juan Tenorio”, en un rollo y producida por él mismo. Fue ahí también donde se estrenó el primer largometraje mexicano, “La luz”, obra de Ezequiel Carrasco, en junio de 1917.

Durante la primera mitad del siglo XX, la Casa Borda alojó también elegantes comercios, entre los que no podían faltar las joyerías de prestigio siguiendo la tradición del antiguo nombre de Plateros que ostentó la calle, y despachos de profesionales que atendían a una seleccionada clientela.

Después de un proceso de lento deterioro que padeció el edificio durante las primeras décadas de la segunda mitad del siglo pasado, parte de la construcción fue objeto de serios trabajos de restauración bajo la dirección del arquitecto Jaime Ortiz Lajous –responsable también de la restauración del templo de San Felipe de Jesús y de la llamada “Casa de los Azulejos” entre otros inmuebles patrimoniales–, para que en ella se instalara en 1985 el llamado “Museo Serfin”, que recoge el testimonio cultural de la indumentaria de 56 etnias indígenas del país en un acervo que supera las cinco mil piezas debidamente catalogadas por especialistas.

José de la Borda fue alabado por el Papa Benedicto XIV en su Breve del 4 de marzo de 1754, refiriéndose a su piadosa generosidad cristiana al haber erigido Santa Prisca de Taxco, y el Dr. D. Manuel Antonio Rojo, Arzobispo de Manila, quien oficiara en esta iglesia, recomienda a la corte española el 15 de marzo de 1750, la “piedad heroica y humildad rarísima” que distinguían en vida al aragonés.

No está en nosotros dudar de estas apreciaciones; sin embargo, a la luz de su azarosa y afortunada vida, al recordar a José Borda solamente podemos exclamar: “¡Genio y figura... hasta la sepultura!





María Isabel Zerecero Pontones
a r q u i t e c t a .