Capilla de las Capuchinas. Luis Barragán, Tlalpan, México, D.F.

El tiempo detenido en el centro de Tlalpan; en los puestos de comida en el interior del viejo mercado; el tiempo también detenido en la mente de la hermana portera; el tiempo inexistente en el interior de la capilla.

Se camina calle abajo por Hidalgo desde la plaza de la población: verde brillante el follaje; ocres, amarillas, rojo quemado las fachadas; algunas, las menos, blancas; azul el cielo y piedra bajo el piso, todo bañado por la luz brillante del sol. Los ojos y los pulmones se llenan de la frescura de un color viejo y sorprendentemente nuevo; pero todavía no es "el color".

La vieja fachada, sin carácter, casi ciega, hace difícil identificar el convento; se le adivina por el timbre alto sobre el nivel de la calle, por la mirilla en la puerta. Se enfrenta uno a una portera adusta, perteneciente a otro siglo a pesar de su aparente o todavía reciente juventud. Su bloqueo de la puerta; su "vuelva a otra hora, no es hora de visita" -y mucho menos "cultural"-; peor aún si llevas bermudas en vez de faldas. Todo ello habla de la cerrazón, de la clausura.

Sin embargo, una vez adentro…



Una vez adentro la clausura desaparece y vuela, la ligereza de las cancelas las torna casi inexistentes ante el embate del color vibrante de los muros; los muros también desaparecen para ser entendidos solamente como una sensación bajo la acometida de la luz; la luz lo baña todo y lo torna irreal, etéreo. La materia se trastoca para volverse espacio, vibración, luz coloreada.

Por las reglas de la complementariedad del color, detrás de los amarillos y naranjas el ojo casi casi visualiza también el verde de las frondas del viejo Tlalpan; pero ya no hay ni viejo ni nuevo; no hay tiempo, solamente permanencia.





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María Isabel Zerecero Pontones
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