Los abogados
Miguel Báez DuránEl inoportuno despertador –por haber disipado mis placeres oníricos con Patricia— bramó cual animal indómito al quince para las seis. Como cada día me desperté, desentumecí mi cuerpo entre tinieblas y reflexioné pinche universidad, hace que me despierte a esta hora y nomás para que los licenciadetes se vayan a sus despachos a chupar sangre y dinero. Ni ganas me dieron de bañarme. Nunca me dan ganas de bañarme de madrugada, ni siquiera si es verano. Coloqué la nuca bajo el grifo esperando el chorro de agua fría y, desde entonces, en mi estómago llovió ácido. Aunque evitaba pensar en Patricia, el cuerpo reclamaba verla. Todavía cuando me subí al carro de Isabel y luego, al llegar al salón, mi entendimiento se vertía en ella.
A Jaime Muñoz
El grupo era una parvada de buitres con las cabezas sobre sus cuadernos. Imaginé que, dentro de uno o dos años, hurgarían las tripas de algún cliente que llegara a sus (como ellos los bautizan) corporativos jurídicos implorando ayuda. Repasaban los apuntes de la clase anterior porque nuestro maestro, el licenciado Villegas, siempre pregunta el tema antes de continuar su curso con la noble y fallida intención de que no nos atiborremos de figuras legales la víspera del examen. Imité la conducta de mis compañeros. Pero, cada vez que alguien violaba el umbral, yo levantaba la frente con el deseo de que fuera Patricia. Transcurrieron quince interminables minutos. Algunos escrutaron sus relojes. Aún así, nadie exhibió sus pensamientos de huida hasta que Isabel dijo vamos a quincearlo. Varias exclamaciones de aprobación fueron apagadas por el acostumbrado ahí viene, ahí viene.
Se oyó un suspiro general. El que venía no era el licenciado Villegas, sino Ernesto. Pues ¿a quién chingados esperaban?, los enfrentó mientras su cuaderno caía un pupitre adelante. Es el único, de toda la generación, al que podría llamar amigo. Y eso con ciertas reservas porque, entre los estudiosos del derecho, no hay amigos sino contrapartes. Quiubo, güey, ¿cómo estás? ¿Cómo quieres que esté?, penando. Ya no pienses en ella, al rato se te pasa y, sin dar tiempo para contestarle, se sumergió en sus apuntes como los demás. Vamos a quincearlo, volvió a chillar Isabel. Ora sí viene, ora sí viene, advertía alguien.
Patricia arribó detrás de Villegas. Mis ojos la recorrieron, contra mi voluntad, de pies a cabeza y, al percatarme de tal error, bajé la mirada, otra vez, a las notas. Tuve la ilusión de que se sentara junto a mí como solía hacerlo. Sin embargo, ella se aplastó junto a Samuel. ¿Quiobule, nena?, le guacareó él, si como lo mueves lo bates, bátemelo. ¡Ay, Samuel!, no seas lépero. Así te gusto, así te gusto, y a la par de esas palabras huecas imitó con su pelvis, pobremente, al rey del rock. Patricia sólo lanzó una estúpida carcajada. Cabrón, pensé. No faltan los payasos que les dicen nenas, chulas o hasta vacas, les lanzan indirectas, les cuentan albures en sus narices, hablan con descaro de pitos, nalgas y más madres; pero lo único que hacen las viejas, como esta pendeja, es reírse.
El licenciado Villegas pidió el desprendimiento de nuestras hojas para evaluarnos e hizo las preguntas sobre la clase anterior. Por lo menos, tres de mis arrastrados compañeros se levantaron a entregar la hoja contestada y se detuvieron frente a Villegas con murmullos en sus malolientes bocas. ¿Cómo está, licenciado?, ¿cómo le va?, ¿qué tal de trabajo? Me parecieron perros hambrientos –después de haberse lamido los güevos media hora— esperando una salchicha, una salchicha que en la universidad puede ser una buena calificación, pero allá afuera un buen sueldo o hasta un huesote en política. Yo me levanté, entregué la hoja y ni miré al miserable leguleyo. ¿Para qué?, pensé, si el güey es tan pendejo o más que todos los que estamos aquí y lo único que hizo fue calentar su asiento con el culo durante la universidad, decir presente, adular a otros leguleyos (que a su vez hicieron lo mismo) y poner cara de interesado durante las clases.
La cátedra de Villegas es sobre derecho procesal y ese día estábamos viendo la naturaleza jurídica –porque los doctos hablan de las figuras legales como si fueran seres vivos— de la acción. Durante diez o quince minutos, en los cuales me amodorré alrededor de dos veces, cacareó: la acción es la facultad que tienen las personas para promover la actividad del órgano jurisdiccional, con el fin de que, una vez realizados los actos procesales correspondientes, emita una sentencia. Repitió tres veces la misma frase, memorizada del texto, hasta que Isabel levantó la mano como si fuera a hacer un comentario brillante. Mostró esa cara infantil, la más orgullosa, y, con una mueca de desdén hacia los demás compañeros, dijo licenciado, licenciado, perdóneme, por favor, usted explica a la perfección la clase y estoy completamente de acuerdo con lo que acaba de decir, pero... ¿podría repetirlo? No faltó quién la abucheara, ni quién la llamara pendeja con el volumen suficiente para el grupo, pero no para el catedrático. También se desgarraron el pecho con dagas invisibles que aludían la estupidez de Isabel. Ay, abogada, está bien, ahí le va de nuevo. Otros tantos emitieron un sostenido “eh” para transformar la ambivalente frase en albur.
Tomás, a la siniestra de Patricia, se volvió y vomitó un chiste colorado. Ella lanzó su cabeza hacia atrás para tronar mis oídos con su risa. Los celos se encendieron y me encabroné al recordar cómo nos conocimos, cómo llegó a mí suplicante, cómo conversábamos, cómo nos despedíamos tras rápidas horas y cómo nos abrazábamos mientras yo vislumbraba un pedazo de eternidad. ¿Quiere decirnos algo, abogado?, le dijo el licenciado Villegas a Tomás. Se apagaron mi martirio y las estrepitosas risotadas de Patricia. Sí, licenciado, contestó él con solemnidad, ¿cómo no?, tengo una duda, es que aquí el autor del libro nos dice que en 1857 hubo una polémica entre Windscheid y Muther referente a la acción. Tomás siguió con su estulta perorata y al finalizar, su camote Samuel, levantó la pezuña. Mire, licenciado, habló con voz fingida, yo tengo un caso que tal vez ayude a ilustrar esto. ¿Tú?, pensé, sí, cómo no, lamebotas, lamepitos, tú no eres más que un pasante de mierda que lo único que hace es limpiarle la caca a otro tinterillo que sí tiene el título. Ya sabe usted que no es por retrasar el tema, continuaba. ¿No, cabrón?, me dije, lo único que quieres es consulta legal gratis, pero a quién le preguntas, Villegas es tan pendejo o hasta más que tú.
Al otro extremo del aula –semejantes a una pandilla enemiga— estaban los del año anterior que, ya sea por imbéciles o por güevones, reprobaron la materia. Los observé y me alegré en la ironía. Venían a abuchear la retórica de Samuel –unos encorbatados, con sus trajes de marca, y otros amarrados a los teléfonos celulares—, antes de salir corriendo a las oficinas a mamar vergas, mientras denotaban su incapacidad reprobando un pueril curso de derecho adjetivo. Supe que eran unos pinches niñitos jugando a ser adultos.
Patricia volvió a absorberme. Deseé administrarle tanto dolor como el que su figura me producía. Analicé la idea de levantarme y atraer su atención con una bofetada, obligarla a ver el sufrimiento asomado en mis ojos y el doloroso drenaje sanguíneo, demacrador de mi semblante. Quise embestir en su contra mi burlada virilidad y hacerla padecer inaugurando las fétidas carnes de su recto. Pero ni así hubiera podido devolverme las humillaciones, las lágrimas o el pedestal ilusorio edificado para que se posara en él. Mi fantasía y la exposición se detuvieron con los consejos del licenciado Villegas. No, abogados, allá en la práctica es muy diferente, ¿cómo les podría explicar?, está canijo cuando uno sale, por ejemplo, yo antes me dedicaba a lo penal, y es muy difícil tratar de quedar bien con el cliente y con el juez, y es que lo principal son las relaciones que ustedes tengan allá afuera, ¿me entienden? Kant y Kelsen se han fundido en una persona para hablarnos, me dije mientras las hipócritas sonrisas de asentimiento, en especial las de Samuel y Tomás, se sucedían pupitre tras pupitre hasta llegar al lugar impasible, el mío. Entonces, concluí, uno de los mandamientos del abogado, allá afuera, es estar con todos y no estar con nadie. Emulé el ejemplo de Villegas y supuse que sería mejor contarle a Patricia mi degradante delirio a quedarme con las ganas de sodomizarla por la fuerza.
El ritual de la cafetería, al concluir las cátedras, es aún más sofocante y molesto aunque no sea parte esencial en las tribulaciones de los –como dirían algunos licenciadetes que se pasan de graciosos— cuasi-abogados. Creo, sin embargo, que aquí el término debería ser pseudo-abogados. Seguí a la zorresca manada. Mofaba en mi interior sus actitudes y adoraba a la reina, a Patricia. Se separaron, como infantes, en hembras y machos. Samuel, Tomás y Ernesto parlotearon de fraudes y triquiñuelas. Mis sentidos, en cambio, se escaparon a la mesa real donde Patricia era resguardada por su séquito de gallinas. La plática, tan insulsa como siempre. No vuelvo a salir a ningún lado con Armando, decía una, es un cabrón. No, güey, no sabes lo que me hizo Gonzalo el otro día, contestó otra, le dijo a su mamá que yo no quería invitarla con nosotros a cenar, ay, gacha, qué pena me dio. A mí Mario me llevó el fin de semana a la feria y nos subimos a todos los jueguitos, comentaba la tercera. Ay, estúpidas, espetó Patricia, ¿no vieron la novela ayer?, estuvo padrísima. Pensé no han abierto ni un méndigo libro en su vida, ni siquiera a Villoro, ni a Burgoa, nomás los compran para que el maestro las vea entrar con el textote bajo el brazo, les vale madres el derecho y las leyes como a mí y a estos cabrones, están aquí mientras papi pague la universidad y mientras se casan, son unas pendejas, y ella también.
Dieron las nueve y, en nuestros horarios, seguía la clase con el nombre más paradójico: ética jurídica. Afuera del aula ya estaba Javier, el hijo de un abogado ricachón, respetado y que ha sido desde litigante hasta regidor del ayuntamiento y juez. Ese día, iba de traje, con su celular pegado a la cintura y convencido de que, como su padre, es el jurista infalible. Javier acostumbra levantar su mano y hacer los comentarios más lógicos, los que cualquiera con medio cerebro concebiría, impresionando así a alumnos y maestros. Su papi, por otro lado y según cuenta el rumor colectivo, no lo deja andar con una chava de comunicación. No son compatibles y ella no es de buena familia. Argumento bastante telenovelero por parte del gran magistrado. Por supuesto, no hay controversia en la que Javiercito no esté de acuerdo con su padre.
Me acuerdo bien de él cuando entramos, de nuevo ingreso, a la universidad. Es regla del abogánster docente preguntarle a su flamante pupilo la razón por la cual se decidió a estudiar leyes. Por lo general, y aún cuando la misma pregunta le es planteada en semestres posteriores, el aprendiz de lambiscón contesta frases similares a éstas: por el campo de trabajo, porque es muy interesante, para conocer gente, para ayudar a los demás. No me puedo olvidar la respuesta de Javiercito cuando respondió porque mi papá es abogado y tratando de justificarse agregó desde chico estuve empapado de este ambiente. Ahí sí, en vez de coraje, me dio lástima (y hasta güeva). Nunca había visto tal servilismo no sólo por parte de Javier, sino por parte de los demás alumnos y maestros. De seguro el ¿cómo está tu papá?, yo llevé clases con él y otras cobas por ese estilo ya lo han de tener hasta la madre. O tal vez no. Total. El favor para que salga el asunto, el jale en el juzgado, los aventones a casa u oficina, aquel descuento en las conferencias, aquella posición en la política local –en suma, esos escaloncitos hacia la cima abogacil ($)— borran lo convencional, lo pedante y lo presuntuoso de Javier. No sorprende a nadie, entonces, el no escuchar de boca de algún compañero, cuando es cuestionado en su vocación, “me metí a esta carrera por amor a la justicia” o –ya en niveles de menor melcocha— “estudio derecho porque de veras me gusta”.
El licenciado Ramírez, el titular, inició con un debate. Yo creo que los impulsos procesales no deben existir, afirmaba Isabel. No estoy de acuerdo contigo, le contestó Tomás, hay que pensar en el cliente. Si no le das al actuario ahí se te queda el asunto, corroboró Samuel. El sistema es el que está mal, señaló Javier. Sí es cierto, uno no tiene la culpa, sentenciaba Ernesto y al cabo, en voz baja, me dijo nomás para que diga que participo en su pinche clase. Antes de embarcarse más en esa discusión bizantina, con el peligro de que se tornara en pelea de mercado, Ramírez los calló. A ver, abogados, no vamos a hacer nada si no tenemos educación. Miré cómo los ojos de Ernesto, al son de ahí va otra vez este güey, por escasos instantes, se emblanquecían. La educación es muy importante para el abogado, continuaba Ramírez, muchos piensan que la educación es tener conocimientos, abogados, pero no es así, la educación es saberse adaptar al medio que nos rodea y comportarnos según la gente que tenemos frente a nosotros. Al asimilar ese camaleónico concepto, puse cara de asco pensando esta mierda no sabe ni qué es la educación y así nos la ponen como educadora. Una vez más, mis catedráticos engrandecían, siendo el más deplorable, el carácter hipócrita y mimético del abogado, en el cual Patricia por lo visto era una experta.
Ramírez, que se las daba de santurrón y humilde, pensé, no era diferente al coyote cuarentón, el de derecho penal, de melena leonesca que a cada rato presumía su Rólex y su Mustang nuevo. O al soberano pendejo que ostentaba su título de doctor, otorgado por una universidad balín, y que tenía, según él, diez años de escupir clases sobre obligaciones civiles, pero no sabía ni qué era la autonomía de las partes o la compraventa.
Los impulsos procesales deberían de desaparecer, son una lacra del gobierno, la justicia debe ser gratuita, son anticonstitucionales, chilló Samuel. Este imbécil es más anticonstitucional que los impulsos procesales por robarse las servilletas de Isabel, le dije a Ernesto. Él nomás se rió porque ya conocía el episodio. Isabel había ofrecido su casa para la fiesta del fin de cursos del semestre anterior con la condición de que llevaran carne, tortillas, refrescos, servilletas y cartones. A la mera hora, los defensores de la legalidad no llevaron más que un kilo de harina y un paquetito de Lys para veinte personas e Isabel tuvo que poner lo demás. Su mamá hasta sacó tortillas y servilletas de quién sabe dónde y sobraron. El pan se multiplicó y fue a caer con los cerdos. Samuel y su noviecita Miranda vieron las sobras sobre la mesa, se las pidieron a Isabel y, como buena anfitriona, ella no pudo negarse. A partir de entonces, todas las fiestas de generación son en su casa. Unos salen con botella de whisky, otros con fritangas, otros con un cartón de cervezas y otros con la panza a reventar sin poner un quinto, pero siempre recordando que los impulsos procesales infringen nuestra vapuleada constitución.
Dejé de reírme de Samuel con Ernesto porque mi Patricia estaba sentada cinco pupitres frente a mí. Balanceaba la bolsa Moschino y los glúteos encerrados en sus pantalones Calvin Klein. Mis ojos saltaban del maestro a las nalgas de Patricia, del pizarrón a su cintura y de la ventana a sus manos. Sin control sobre mi vista, temía ser descubierto, por ella o por mis compañeros, en ese voyeurismo furtivo. Quería, para acabar pronto –además de abrazarla, besarla, lamerla y manosearla—, cogérmela. Pero, además de eso, anhelaba reír con ella, caminar con ella, conversar con ella y ser en ella. Por primera vez, me sentía vivo y no duro o helado como un glaciar. El asomo del novio de Patricia, un estudiante espinilludo de ingeniería civil –pero con todo y Escort nuevo—, me bajó de mi gloria. Bastó una seña de él para que Patricia burlara la supervisión del licenciado Ramírez y saliera al encuentro. Languidecer por ella, por ese portento de frivolidades, significaba odiar los obstáculos: el derecho, mis compañeros, mis maestros, el espinilludo y la universidad.
No sé cuánta sangre circuló bajo mi piel, pero fue suficiente para enrojecer mi cara. ¿De qué sirve que te encabrones?, no seas güey, ya déjala ir, no te va a hacer caso, me decía Ernesto. Regresó a los cinco minutos. ¿Dónde andaba, señorita? En vez de enfrentar a Ramírez, como era su costumbre con los maestros, le contestó en voz apenas perceptible perdóneme, licenciado, no volverá a suceder. Ustedes no entienden, ¿verdad, abogados?, la educación es primordial, un abogado con educación destaca entre los demás, uno finca las relaciones y acuérdense que las relaciones en la vida profesional son muy importantes. Toda la mafia demagógica parecía ponerse de acuerdo para dar los mismos execrables consejos con mínima argumentación.
¿De dónde sacarán a tanto pendejo?, le pregunté a Ernesto al finalizar el debate. De los juzgados, mi buen, de los juzgados, pero no te enojes, no es culpa de ellos, es nuestro director el que los hace sus compadres. Me alejé de él tras despedirme. Bajé las escaleras y, en un rincón, se encontraba Patricia. Tenía los cachetes bañados en lágrimas. Pensé que habría discutido con su novio el espinilludo. Ay, qué bueno que te veo, ahorita estaba pensando en ti. Supe que era mi oportunidad de consolarla, de escuchar sus quejas y de tenerla cerca de mí. Sin embargo, ¿qué iba a cambiar? Sería usado como pañuelo desechable. A lo mejor ella hablaría de su Moschino y yo, de constitucionalidad e inconformidades. Seguí el ejemplo de mis maestros y, para no seguir con la continua humillación, estrené la careta. ¿Sabes qué?, ya me tengo que ir, me está esperando el viaje. Ni adiós le dije. Por mi orgullo herido, la dejé arrinconada, sola y tragándose sus pesares. Ya empezaba a convertirme en abogado. Ya me transformaba, por fin, en uno de ellos.Publicado en La tolvanera el 13 de julio de 1998.