La otra historia de Las armas del alba
Miguel Báez Durán
Cuando
pienso en el título de la novela que me ocupa, pienso por supuesto
en el epígrafe de un poeta chino que nos presenta su autor y, seguidas
de él, pienso en esas armas que hablaron durante el alba del 23
de septiembre de 1965 en la ciudad de Madera, Chihuahua; pero el título
Las
armas del alba (2003) también me remite a las armas ausentes,
las que no llegaron a tiempo para el asalto al cuartel militar de Madera,
las que encontraron el alba en otro lugar pues eran llevadas por Salvador
y Antonio Gaytán a través de la sierra en una carrera contra
el tiempo y en un esfuerzo que los rebasaba. En esta parte de la novela,
cercana a su final, una de las armas rompe el silencio con su estallido
y Salvador Gaytán lleva a cabo con su ayuda el sacrificio de un
venado, como dentro de un ritual simbólico donde se toma el líquido
vital de otro ser para restablecerse: “Empezó a beber el líquido
caliente, salado, que lo aliviaba del apremio, del hambre, del silencio
[...] Como si al beber, al sorber la sangre salada, regresara a un remoto
lugar, a un sitio preciso y buscado, esperado. Como si penetrara cada vez
más en la profundidad que aún latía, en la oscuridad
remota del venado, en la luminosa oscuridad de la sangre donde volvía
a vivir, el manantial que ahora creía reconocer, en el que ahora
todo parecía renacer” (191-92). Para muchos de nosotros, conscientes
de la barbarie del mundo, la literatura representa ese elixir de la vida
tan necesario para nacer de nuevo.
También la literatura, en ocasiones, se da a la tarea de llenar
los espacios dejados en blanco por la historia oficial. Dentro de esta
tensa relación entre la literatura y la historia, en mi opinión,
aquélla termina por vencer. Las versiones de la historia se transforman
conforme cambian los grupos en el poder. En cambio, las versiones de la
literatura, a través de ese paso tan necesario de la palabra oral
a la escrita, permanecen, se quedan con nosotros y sólo a través
de ellas renace la memoria. Las armas del alba se constituye así,
desde mi punto de vista, en un intento, luego de casi cuatro décadas,
por rescatar las voces perdidas, por develarle a una generación
—inmersa entre las marejadas de la informática y de la indiferencia—
lo ocurrido hace treinta y ocho años en la sierra de Chihuahua y,
de esta manera, a través del universo escrito, resucitar la memoria
colectiva de los que sobrevivieron. Es esta otra historia, la alejada de
la oficial, la que nutrirá la materia de la novela, y resulta, me
parece, gemela a la que hace alusión Martín Lienhard en La
voz y su huella al hablar de “una historia que tendrá que relativizar
la importancia de la literatura europeizada o criolla, aquilatar la riqueza
de las literaturas orales y revelar o subrayar la existencia de otra literatura
escrita, vinculada a los sectores marginados” (XIII).
En este choque entre la oficial y esa otra historia que las voces desterradas
por la hegemonía nos cuentan se encuentran inmersos la novela Las
armas del alba y su autor. Según nos cuenta Carlos Montemayor
en sus palabras preliminares a la edición de Archivos de La sombra
del caudillo, también reproducidas en La Jornada, “Varios
de esos jóvenes guerrilleros eran amigos míos. Conocía
yo su inteligencia, su intachable comportamiento, su generosidad. Yo me
encontraba en la ciudad de México, iniciando mis estudios universitarios.
Me sorprendió ver en un periódico mural las planas de diarios
que daban cuenta del frustrado asalto al cuartel. Los diarios afirmaban
que eran un grupo de bandoleros, abigeos, gatilleros, criminales. De golpe,
la versión oficial había borrado la honestidad de su lucha
y deformaba la vida, la destruía. La versión oficial impedía
ver con claridad y certeza. Desde ese momento sentí el compromiso
de mostrar la distancia verdadera entre la vida real y la versión
del poder.”
A pesar de que su intención es predominantemente social al reflejar
con la mayor fidelidad posible los acontecimientos alrededor del primer
movimiento guerrillero en nuestro país con orientación socialista,
la novela no está exenta de descripciones líricas. Me llama
la atención, sobre todo, el pasaje donde se compara a los hombres
muertos en el asalto con árboles. Es aquí donde se ordena
pasear a los cadáveres en un camión para que el espectáculo
de la muerte sirva de escarmiento a quienes pudieran planear futuros ataques.
“El camión arrancó de nuevo y avanzó lentamente en
el lodo y los hoyancos de la calle. Los cadáveres se movían
en la tarima como delgados troncos que fueran chocando unos con otros,
blandamente, sin follaje, pero sucios de tierra y de lodo como los árboles
reales, ensangrentados y serenos, como las cosas vivas” (40). En unas páginas
más adelante, esta imagen tan contundente de los caídos se
repite: “La lluvia sobre los cadáveres sonaba diferente en la ropa,
en los cabellos, en la cara, en los brazos rígidos, en los cuellos
todavía tensos y con un imperceptible giro hacia el dolor, la oscuridad
o una salida. Los cuerpos parecían crecer bajo la lluvia, agigantar
sus ropas y sonar como un follaje de jóvenes troncos secretos” (53).
Y es que es en las regiones más aisladas donde se pasean los cadáveres
convertidos en espectáculo intimidatorio, las regiones más
alejadas del centro donde se dan este tipo de injusticias, donde el poder
el cacique no tiene ningún límite, donde los que trabajan
la tierra tienen la sensación de habitar en la colonia de una colonia,
pero es en estas regiones donde también “El firmamento parecía
respirar, estar vivo, tener a flor de piel, pero sujetos, los tejidos de
las constelaciones, su muchedumbre luminosa” (118). Aún en los escenarios
más desesperanzadores se abre una ventana a la contemplación.
El principio y el final de la novela se tocan, se funden en un solo instante,
en la madrugada de ese día, el 23 de septiembre de 1965. El texto,
entonces, empieza donde termina como para señalarnos el eterno retorno
de la injusticia, como para hablarnos de una repetición incesante
ante la búsqueda de un mundo menos cruel, como para querernos decir
que esta historia, esta otra historia que no es la oficial, se dará
todos los días en muchas partes del orbe y ella, en coro con las
armas, hablará.
Publicado en el periódico
La Opinión Milenio en marzo de 2004.
—Montemayor, Carlos. Las armas del alba.
México: Joaquín Mortiz, 2003. 212 pp.
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