Un viaje de reconocimiento hacia Volkswagen
blues
Miguel Báez Durán
La literatura de Quebec es para muchos lectores mexicanos un misterio.
Después de todo, proviene de un país dentro de otro lo cual
podría descalificarla frente a los ojos de algunos críticos
más cerrados. Habría que decir que ese lugar parece cada
vez menos distante con el alcance actual de las comunicaciones. Aún
así y a pesar de dicho alcance, lo quebequense sigue tan alejado
de México que representa un enigma. Independiente por completo de
la canadiense por el simple hecho de estar escrita en francés, independiente
de la francesa por tener sus propios códigos y referencias, así,
con ese adjetivo, podría definirse a la literatura de Quebec. Literatura
también de América aunque su realidad se halle a kilómetros
de distancia y el contacto con ella sea entorpecido por la falta de traducciones.
Para contrarrestar algunos de estos obstáculos, aparece en el último
trimestre de 2003 la traducción en español de la novela del
quebequense Jacques Poulin Volkswagen blues (1984) realizada por
Antonio Marquet Montiel. Los rasgos propios que hacen distinta a esta literatura
de la canadiense y de la francesa plantean no pocos problemas de identidad
y la novela de Poulin es un buen ejemplo.
Volkswagen blues relata un viaje en busca de la identidad contenida
en el espejo oscuro que es el hermano. Jack Waterman —pseudónimo
del protagonista y de quien nunca conocemos su verdadero nombre— es un
escritor que hace tiempo no escribe. Este hombre, cuyo hogar transitorio
es la combi VW que le da nombre a la novela, se encuentra en la región
de la Gaspésie con Pitsemín, una joven mestiza invocada durante
gran parte del libro con el sobrenombre de la Gran Saltamontes, sobrenombre
dado gracias a la longitud de sus piernas. Además de no haber visto
a su hermano en décadas, Jack —por eso que los norteamericanos denominan
"bloqueo de escritor"— se odia a sí mismo pues "Desde siempre se
había formado una imagen del escritor ideal y estaba lejos de parecerse
a ese modelo" (40). De tal personaje al cuadrado (personaje dentro del
personaje) visto en el escritor ideal surge una historia más de
este libro compuesto de múltiples microrelatos. En éste en
particular el escritor ideal no se ajusta a la vida confusa y azarosa de
Jack, ni Jack se ajusta a la monomanía de aquel que se atreve a
separarse de la realidad para crear otra muy distinta sin tener en cuenta
convencionalismos sociales. Para el Escritor Ideal (así, con mayúsculas,
como si fuera un nombre propio) lo importante, como quizás opinaría
Cortázar, es el estado hipnótico de la escritura, ése
que Jack Waterman hace mucho tiempo que no obtiene.
Los dos desconocidos —Jack y la Gran Saltamontes— emprenden la travesía
de investigación partiendo de Gaspé en la provincia francófona
de Quebec con una sola pista: una tarjeta postal de Théo, el hermano
mayor de Jack. En su reverso se reproduce un manuscrito de Jacques Cartier,
colonizador de estas tierras. La pesquisa para conocer el paradero de Théo
los lleva no sólo a través de Norteamérica, de este
a oeste, de Quebec hasta California, sino también a través
de las páginas de otros textos que serán las fuentes de la
novela. Libros de historia, recuentos orales, leyendas y relatos enunciados
a la luz de una hoguera. Con ellos los viajantes redescubrirán lugares
que son emblemáticos para culturas nacidas a veces de la exterminación
y otras del mestizaje. Penetrarán sembradíos donde nacen
las utopías y los mitos, profanarán cementerios de masacres,
se acercarán a cumbres donde los indígenas murieron de hambre.
Tras tales visitas, irán a dar también a parques para casas
rodantes y bibliotecas de donde la Gran Saltamontes toma "prestados" libros
para luego ser devueltos por el correo con una nota donde le reclama a
los bibliotecarios su descuido. Más adelante, se abrirán
puertas de museos, tapas de volúmenes y se develarán ante
sus ojos pinturas, entre ellas un mural de Diego Rivera en Detroit. Sin
embargo, este cuarentón y esta muchacha de veintitantos no estarán
solos. En su viaje, como compañeros necesarios, estarán la
vieja combi con sus propias manías humanizadas y Chop Suey, el gato
errante.
Como en Les grandes marées (1978), otra de sus novelas, los
personajes principales creados por Jacques Poulin están definidos
de acuerdo a sus lecturas, de acuerdo a sus respectivas aficiones a la
literatura. "Todo lo que sé, o casi todo lo que sé, lo he
aprendido en libros" (25), dice Jack Waterman y su comportamiento a lo
largo del viaje confirma lo dicho: apocado, silencioso, cobarde, ensimismado.
La Gran Saltamontes, en cambio, se materializa como una invención
suya. Pitsemín es la hija de un mecánico blanco y de una
mujer indígena expulsada de su reserva por este matrimonio. Entusiasta,
mecánica de profesión como su padre, suspicaz, voraz lectora
de todo lo que caiga en sus manos, parece estar un paso adelante en la
búsqueda de Théo, aunque ella misma argumente "nunca sé
por anticipado lo que voy a hacer" (32). Sólo la Gran Saltamontes
es capaz de presentarse en el momento indicado y de adivinar de antemano
las decisiones del hermano Théo (que bien podría ser otra
invención más), como si fuese la heroína idónea
de una nueva ficción en la mente de Jack Waterman, una ficción
que no está siendo escrita. En lugar de carne y hueso, la Gran Saltamontes
está hecha de palabras. Qué mejor musa para un hombre que
todo lo ha aprendido en los libros.
"Hay gente que dice que la escritura es una forma de vida; yo pienso que
es una forma de no vivir" (117), afirma Jack sobre su oficio que le pesa
como si fuera una losa sobre la espalda. Con esto, habla además
de su vocación de escapista. Escribo para evadirme de la realidad,
podría también confesar al lector. Y, en cambio, Pitsemín,
defiende su afición a la lectura sin ambages:
La Gran Saltamontes era una maniaca
de los libros. Le gustaban los libros y las palabras. Un día se
había enojado porque una persona había dicho: "Una imagen
vale mil palabras". Ella había tomado "prestada" una revista y,
con un par de tijeras, había recortado las letras necesarias para
componer la siguiente oración, que había pegado en el tablero
del Volkswagen: UNA PALABRA VALE MIL IMÁGENES (146).
Bienvenida la afirmación de libertad de la palabra frente al dominio
actual de la imagen y de cierta banalidad que quizás ya se empezaba
a avizorar a principios de los años ochenta cuando fue escrita Volkswagen
blues. No conforme, la Gran Saltamontes nos regala su concepción
de la literatura como tradición, como emanación de otros
libros: "Un libro no está completo por sí mismo;" alega Pitsemín,
"si se quiere comprenderlo, hay que ponerlo en relación con otros
libros, no sólo con los libros del mismo autor, sino también
con los escritos por otras personas" (147). Esta joven lectora parece saber
más sobre la literatura que Jack Waterman, incapaz de entablar una
relación profunda. Y es que, a pesar del largo viaje juntos y de
ciertos momentos de intimidad frustrados, Jack y Pitsemín se siguen
hablando de "usted" durante todo el libro, como para marcar la distancia
entre ellos. La relación de intimidad se da en el nivel de la literatura
y no de cuerpo a cuerpo.
Pero por las consecuencias de esta relación algo fría salen
a la luz los problemas de identidad enraizados en una nación cuya
principal característica es el bilingüismo. (De hecho, una
vez que entran en Ontario y luego en Estados Unidos muchos de los diálogos
que entablan Jack y Pitsemín con otros personajes permanecen en
inglés tanto en la traducción de Marquet como en la edición
original de la novela). Así mismo, surgen las cuestiones de identidad
con respecto a los personajes. La Gran Saltamontes por su cuenta no se
considera ni india ni blanca. No sabe a qué comunidad pertenece.
Llega a la conclusión de que no es nada y no pertenece a nadie.
Eres algo nuevo, le dice Jack. Sin embargo, eso no la consuela demasiado.
Jack, en cambio, sólo se define a través de la figura de
su hermano aventurero y atrevido, el que se da a la tarea de robar sin
éxito dentro de un museo gringo un mapa del siglo XIX trazado por
los colonizadores franceses. Entonces el protagonista debe enfrentar la
idea de que su hermano sea una especie de Jesse James moderno. Y eso le
provoca sentimientos encontrados.
Poulin, nacido en 1937, toma la sencillez en el estilo y en la anécdota
como su arma más persuasiva. La transparencia de esta road novel
es sin duda su mayor mérito. No significa que no esté llena
de retos a la hora de adivinar los motivos de los personajes una vez emprendido
el viaje. Quizás Poulin sí peque hasta cierto punto de didactismo.
En momentos, el lector se siente dentro de un salón de clases donde
se imparte una materia sobre historia norteamericana. O tal vez el didactismo
sea uno de los contados defectos de la Gran Saltamontes. Y aunque gran
parte del atractivo de la novela reside en todas las reflexiones sobre
la literatura, los textos culturales que conforman un imaginario colectivo,
las tradiciones orales, las leyendas y el arte, la historia entre Théo
y su hermano continúa. El lector convencional, ése que espera
fuegos artificiales cuando los hermanos se encuentran, quedará decepcionado.
Volkswagen
blues no es una novela de emociones fuertes, sino más bien de
emociones contenidas como corresponde al temperamento de sus personajes,
como corresponde a una ficción alejada de lo telenovelesco o lo
hollywoodense y más bien emparentada con la literatura como fenómeno
social.
Tal vez el lector promedio no se sienta tan ajeno a lo quebequense al terminar
la novela de Jacques Poulin. No pocas cosas en común tendrá
con esta cultura del continente americano: la cercanía incómoda
del imperio estadounidense, el mestizaje de los pueblos, el ser producto
de una colonización. Con eso basta para celebrar la traducción
de Volkswagen blues.
Publicado con algunas modificaciones
en el periódico
La Opinión Milenio en julio de 2004.
—Poulin,
Jacques. Volkswagen blues. Traducción de Antonio Marquet
Montiel. México: Plaza & Janés, 2003. 240 pp.
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