El bueno, el malo y el feo (VI)

Miguel Báez Durán

Sublime abismo

        La semana del 20 al 27 de junio fue un respiro para los verdaderos cinéfilos de esta comarca. Aunque bazofias fílmicas (que respondían a los nombre de Riesgo en el aire, Volcano, El santo, El negociador y El quinto elemento) profanaban las grandes pantallas, tres cintas interesantes se exhibieron: Las brujas de Salem de Nicholas Hytner, La vida en el abismo de Danny Boyle y Sostiene Pereira con Marcello Mastroianni. Como siempre, fue necesario correr a las salas y deleitarse con tales novedades antes de fueran eliminadas por los dinosaurios (El mundo perdido) o los héroes de caricatura (Hércules).
       La vida en el abismo (Trainspotting, 1996) tiene como protagonistas a un heroinómano escocés llamado Mark Renton (Ewan McGregor) y a sus relaciones con las mujeres, con el futbol, con su familia, con sus amigos; pero, sobre todo, con la droga. No por nada opina refiriéndose a la heroína: “Multipliquen el mejor orgasmo que hayan tenido en su vida por mil y ni así se acercan”. El espectador, a través de los ojos de Renton, puede observar sus circunstancias: los padres clasemedieros con sus propias adicciones, como el válium; la adolescente precoz, Diane (Kelly MacDonald); o la aliviante hipodérmica hundida en el antebrazo. Eso sí, Mark Renton no desprecia la compañía de sus fieles amigos: Sick Boy (Jonny Lee Miller), un codicioso güero oxigenado y fanático de Sean Connery; Tommy (Kevin McKidd), un triunfador que, por decepciones amorosas, cambiará el deporte y los paisajes por los químicos; Spud (Ewen Bremner), un idiota arruinador de entrevistas laborales sacado de La venganza de los nerds; y Begbie (Robert Carlyle), un hooligan que mantiene su cuerpo limpio pero provoca peleas y descalabros en los bares. Para tanta conducta antisocial no hay explicaciones freudianas, ni motivos porque, como dirían los personajes, “¿quién los necesita cuando se tiene heroína?”.
       Trainspotting, término para el vacío pasatiempo británico de calcular las llegadas de los trenes, es de las pocas cintas que, tratando el tema de la drogadicción, no tienen como personaje principal a una maestra milagrosa o a un ex dependiente. La perspectiva de Mark es la de un heroinómano de hueso colorado y sin remordimientos. “Elegí no elegir la vida, elegí algo distinto”, confiesa desde el principio. Su impavidez ante las muertes del niño de Allison (Susan Vidler) y de Tommy lo indican. Este dato y el carisma de Renton le otorgan una objetividad muy apreciable al argumento, objetividad que, sólo en Gringolandia, pudo ser confundida con una glorificación a las drogas. El sarcasmo, la irreverencia y el humor escatológico son otras armas utilizadas por el guionista John Hodge, nominado al Óscar, para seducir. Algunas imágenes cómicamente memorables son: Mark y su exploración en el atascamiento de heces para recuperar unos supositorios, la bañada que les da Spud a sus suegros durante el desayuno con sustancias orgánicas poco agradables o el peregrinaje inconsciente del protagonista al hospital por una sobredosis luego de prometerle desintoxicación al juez y con la voz de Lou Reed cantando: “¡Qué día tan perfecto!”. Es preciso aclarar que el largometraje está dirigido por Danny Boyle –cineasta escocés, realizador de Tumba al ras de la tierra— y toma sus bases de la novela de Irvine Welsh que provocó un fenómeno contracultural en Escocia. Afirmar que La vida en el abismo es sólo una película sobre adictos sería limitarla. Como Tumba al ras de la tierra, también con Ewan McGregor, muestra lo vulnerable que son las relaciones, entre los que se hacen llamar amigos, ante el dinero y la ambición. Afirmar que La vida en el abismo es la Naranja mecánica de los noventas sería exagerar, aunque la secuencia donde Tommy y Spud hablan de sus novias en una disco emule el famoso bar Korova donde Alex y sus droogies bebían leche más “drencron”, estimulante ideal para la ultra-violencia. A pesar de ello, Trainspotting, o La vida en el abismo, o Dile no a la heroína o te revolcarás en el baño más cochino de Escocia –como tal vez le hubieran querido poner los traductores más puritanos— es una excelente película.

Aplausos al mundo per(jo)dido

        El 26 de junio de 1997 se estrenó la última realización del director Steven Spielberg El mundo perdido (The Lost World: Jurassic Park, 1997), secuela de Parque Jurásico. Publicidad extenuante, páginas de internet laberínticas y productos con el emblema del T-Rex precedieron este “magno” evento de la cinematografía mundial. No faltaron los tempraneros —chamacos alborotadores, adolescentes escuálidos y madres de papadas budescas— que, en la función de las cuatro, penetraron a la sala de cine, con sendos rostros de expectativa, preguntándose qué nueva especie prehistórica presentarán o qué efectos serán desplegados en pantalla. Los cortos se sucedieron adelantando las cintas venideras, las acabadas de salir del horno. Portentos del celuloide mercantilista como Máxima velocidad 2, Hombres de negro, Batman y Robin, El chacal y Hércules amenazaron con su pronto arribo. Algunos incautos, con la lengua ya mordida, dijeron: “Ésa va ha estar buena”. Un anuncio, halagador de la tecnología digital en sonido, indicaba que más de uno saldría sordo del cine. El público miró extático el familiar planeta alrededor del cual se cernía el nombre de los estudios productores.
       El mundo perdido es la historia del doctor Ian Malcolm —ya que Sam Neill y Laura Dern, los protagonistas de la primera parte, no quisieron firmar contrato— quien es requerido por John Hammond (Richard Attenborough) para que, junto con una expedición, viaje a la isla en donde han proliferado, sin explicación lógica, sus vetustos y bestiales amigos. Ian (Jeff Goldblum) visita, con "La sonata patética" de irónico fondo musical, la mansión de este acaudalado genio y, tras un fugaz encuentro con los huercos de Parque Jurásico y con el detestable sobrino de Hammond, se niega a ir. Sin embargo, Hammond le ha preparado una sorpresa: su novia, la paleontóloga Sarah Harding (Julianne Moore), con quien tiene bastantes problemas de comunicación, ya está en la isla. Ian decide rescatarla y, cuando está por salir con el ecologista Nick Van Owen (Vince Vaughn), se le aparece su hija negra —con eso de que “el alma no tiene color”—, Kelly (Vanessa Lee Chester). El angelito chocolatoso, sin pedirle permiso a papi, se hace ojo de hormiga y sube al remolque de la expedición. Al desembarcar, hija y novia quedan a merced de los dinosaurios. Para acabar de amolarla, el persistente bando opuesto —comandado por el sobrino de Hammond, Peter Ludlow (Arliss Howard), y el cazador Roland (Pete Postlethwaite)—, aterriza sobre el archipiélago con la intención llevarse, en una operación muy kingkonesca, a los animales y exhibirlos en San Diego. En menos de un día, varias especies son atrapadas. Nick y Sarah, en escena digna de La dama y el vagabundo, liberan no sólo a los enjaulados, sino también a un tiranosaurio bebé. Si en Parque Jurásico la ira de los animalitos es desatada por un apagón, aquí se encanijan gracias a la caridad de la joven paleontóloga quien, contra sus convicciones en cuanto al sentido de paternidad de los “tiranos”, se lleva a la cría al campamento para curarla. La misma secuencia es repetida (nomás que ahora con papá y mamá T-Rex): el charco tambaleante, el ojo amarillento en la ventana, la vapuleada al remolque para lanzar a los protagonistas al precipicio y el despedazamiento del más bonachón del grupo. Entonces los bandos enemigos se unen. Deben peregrinar juntos hasta el edificio de comunicación convenientemente instalado en el centro de la isla. Siguen los innecesarios debates entre Sarah y el paleontólogo de los cazadores, la muerte del achichincle Stark (el Peter Stormare de Fargo) en boca de unos dinos muy chiquitos, pero picosos, y el espectacular escape con acrobacia incluida de la niña negra. Con tanto griterío y corretizas, uno tiene la esperanza de que el final venga pronto. Malas noticias: papá tiranosaurio es capturado y enviado a la civilización en un barco perteneciente a los primos de Dedos Adams. En la búsqueda por su cría, don T-Rex escapa y desencadena expresiones tan célebres como “papá, mamá, hay un dinosaurio en el jardín” o prolongados “¡ah!” de unos japoneses, obvia reminiscencia a Godzilla. Esta tortura no concluye hasta que papi tiranosaurio recobre a su niño y juntos se alimenten del sobrino malvado.
        Aparte de esta insostenible trama, de los actorcetes mediocres o de la ambición de míster Spielberg al hacer una secuela al vapor por el dios dólar, hay poco que decir sobre esta pésima cinta. Los aplausos del público —nada familiarizado con Buñuel, Bergman, Wenders, Hitchcock o, por los menos, Ripstein— al final de la función son el reflejo, no de un mundo perdido, sino de un mundo, con excusas de antemano, bien jodido.

El gran Mastroianni

        Tras la muerte del actor Marcello Mastroianni en diciembre pasado ni los columnistas, ni los distribuidores, ni menos los chismólogos se han puesto de acuerdo para determinar cuál fue la última participación cinematográfica de este icono del celuloide italiano. Unos mencionan Tres vidas y una muerte de Raoul Ruiz, otros, como fue el caso de los periódicos en Torreón, apuntan a Sostiene Pereira de Roberto Faenza. Todavía en el quincuagésimo festival internacional de Cannes se exhibieron, pero fuera de competencia, Viagem ao principio do mundo, bajo la dirección de Manoel de Oliveira, y el documental Marcello Matroianni: mi recordo, si mi recordo de Anna María Tato que parecen ser sus apariciones finales frente a la cámara.
        Sostiene Pereira (Afirma Pereira, 1996) relata la transición humana de la muerte a la vida retratando los trastornos en Portugal, como país vecino, en la época de Franco. El doctor Pereira (Marcello Mastroianni), quien se niega a inmiscuirse en política, es el editor de la página cultural del periódico Lisboa. Sus aficiones se verán cuestionadas cuando conozca a Monteiro Rossi, un joven colaborador; a su subversiva novia Marta; al enterado mesero Manuel y al doctor Cardoso. Dichos personajes son interpretados, respectivamente, por Stefano Dionisi (Farinelli), Nicoletta Braschi (El monstruo, El cielo protector), Joaquim de Almeida (Pistolero, Peligro inminente) y Daniel Auteuil (Les voleurs, La reina Margot). En una coproducción entre Portugal, Italia y Francia parece ser indispensable tener un reparto que incluya representantes de los tres países.
        Con pasar por alto el doblaje italiano, la aparente lentitud y los estereotipados policías es posible disfrutar esta cinta de Faenza que él mismo adaptó de la novela homónima de Antonio Tabucchi. Los trabajos histriónicos, tanto de Mastroianni como del resto, son magníficos. Las intervenciones de la portera y del director del periódico, aunque cortas, ayudan a que no se caiga en la monotonía provocada por los pequeños sucesos en la vida del doctor Pereira que, al fin y al cabo, causarán su cambio y “la sucesión de otro yo dominante en su confederación de almas”, como diría Cardoso. El final es la parte más emocionante y sería un insulto revelarlo a los muchos que no alcanzaron a verla. Por ese escaso público que ni con mentiras blancas —“Vea a Marcello Mastroianni en su última actuación”— asistió a la cita, Sostiene Pereira fue de los filmes feos.

La vida en el abismo (Trainspotting, 1996). Dirigida por Danny Boyle. Producida por Andrew MacDonald. Basada en la novela de Irvine Welsh. Protagonizada por Ewan McGregor, Ewen Bremner y Jonny Lee Miller.
El mundo perdido (The Lost World: Jurassic Park, 1997). Dirigida por Steven Spielberg. Producida por Gerald R. Molen y Colin Wilson. Actúan: Jeff Goldblum, Julianne Moore y Pete Postlethwaite.
Sostiene Pereira (Afirma Pereira, 1996). Dirigida por Roberto Faenza. Producida por Elda Ferri, José Mazeda y Michele Ray-Gravas. Basada en la novela de Antonio Tabucchi. Protagonizada por Marcello Mastroianni, Joaquim de Almeida, Daniel Auteuil y Stefano Dionisi.
 

Publicada en La tolvanera el 14 de julio de 1997.


Índice
Índice de reseñas
Página principal