El bueno, el malo y el feo (VII)
Miguel Báez DuránPor fin, tras meses de atraso, se exhibió en los cines de la localidad El paciente inglés. Algunos diarios laguneros anunciaron su llegada con la conformista frase “más vale tarde que nunca”. Pero, ¿valió la pena tanto esperar? Sí. Y no. El paciente inglés del director Anthony Minghella, así como Corazón valiente o Forrest Gump, es una película que parece estar hecha exclusivamente para ganarse el Óscar, es una cinta que sin duda provocó babeadas, lagrimeos y mocos a los seniles miembros de la academia. Los ingredientes para atrapar la estatuilla son simples: mézclese un argumento inmerso en el pasado, dos protagonistas extranjeros, un amor prohibido, dos o tres historias secundarias, una guerra donde haya ganado Estados Unidos, un par de paisajes impresionantes, cuatro melodías conmovedoras y una ambientación adecuada. El tufo de la perfección
El paciente inglés (The English Patient, 1996), filme basado en la novela homónima de Michael Ondaatje, lleva al espectador a través de dos hilos conductores: el del desconocido enfermo que está bajo el cuidado de la enfermera Hana (Juliette Binoche) y bajo la amenaza de Caravaggio (Willem Dafoe) durante la segunda guerra mundial, y la de sus recuerdos amorosos centrados en una mujer casada, Katharine Clifton (Kristin Scott-Thomas). Pronto se descubre la identidad del paciente, el conde Laszlo de Almásy (Ralph Fiennes), quien ni inglés era sino húngaro, y sus intercambios con los nazis para salvar el amor. Este largometraje —de casi tres horas— cuenta con los ingredientes citados. Es demasiado perfecto, demasiado bonito. Tal perfección le da un tufo algo incómodo. El aparente resorte de Minghella no es filmar un trabajo artístico sino sólo apoderarse del monigote áureo. Cada toma, cada escena, cada trapo de Katharine, cada paso de Hana, cada palabra de Almásy están en su lugar. Sin embargo, las actuaciones no cuajan. Ralph Fiennes, Kristin Scott-Thomas y Juliette Binoche han tenido papeles más memorables en otras realizaciones y ahora se entiende por qué sólo premiaron a la francesa. ¿Cómo pueden compararse el sarcasmo del conde con la incredulidad del hijo del obispo en El bebé de Macon o con la perversidad de Amon Goeth en La lista de Schindler o con los remordimientos de Charles Van Doren en El dilema? Ni Fiennes se la creyó. ¿Cómo emocionarse con la artificial Katharine teniendo de referencia a las dos dispares Fionas de Cuatro bodas y un funeral y Luna amarga? En fin, a Scott-Thomas la elogiaron con nominarla y valió la pena el cambio de inglesa frígida a inglesa cachonda. ¿Cómo admirarse de Hana al lado del doloroso silencio de Julie en Azul, o el erotismo de Anna en Obsesión, o la marginación de Michèle en Los amantes del puente nuevo? De todas maneras, fue preferible que ganara la Binoche a ver a Lauren Bacall con un Óscar por pura lástima. Tampoco hay que ignorar ciertas incoherencias. ¿Por qué Hana se preocupa por Kip (Naveen Andrews) hasta que tienen su nochecita de amor y no antes? ¿Por qué Caravaggio, si tenía toda la intención de matar al conde, sale cargándolo y celebra sonriente la lluvia con él y los demás?
A pesar de las enésimas nominaciones, El paciente inglés sólo se llevó, entre las principales categorías, los premios a mejor actriz secundaria, a mejor película y a mejor director. Las demás preseas fueron víctimas de una repartición muy complaciente entre los otros nominados: el mejor actor secundario (Cuba Gooding Jr.) para Jerry Maguire: Amor y desafío, la mejor actriz (Frances McDormand) y el mejor guión original (Los hermanos Coen) para Fargo, el mejor actor (Geoffrey Rush) para Claroscuro y el mejor guión adaptado (Billy Bob Thorton) para Sling Blade. Las grandes perdedoras fueron Secretos y mentiras –quizá los de la academia decidieron no premiarla por haberse ganado la Palma de Oro—, Larry Flynt: El nombre del escándalo, Breaking the Waves y La vida en el abismo por sus temas “escabrosos”. Al fin y al cabo, El paciente inglés sí es una buena cinta y un claro ejemplo de que el Óscar está sobrevaluado por ser el principal galardón del cine en Hollywood y, por lo tanto, en el cine norteamericano. Los sentimentales y los ingenuos pueden quedarse con El paciente inglés. Este reseñista es fiel a Fargo, a La vida en el abismo y a Larry Flynt.El radio, los periódicos y el televisor se unieron el día 18 de julio de 1997 para anunciar el estreno de Batman y Robin. Otro éxito taquillero, otro bodrio beneficiado con inauguración inmediata y a nivel nacional, otra película que, de acuerdo con las opiniones de tantos “expertos” cinematográficos, es la más esperada del verano, como lo fueron Anaconda, El mundo perdido y como lo serán Hombres de negro, Máxima velocidad 2 o el Titanic (a pesar de que ésta esté en condiciones de convertirse en el primer filme más esperado del verano pero en invierno porque ni siquiera la terminaron). “¡Ya están aquí!”, chilló en primera plana una detestable publicación lagunera. “¡Está muy, muy buena!”, anunció una insulsa locutora plantada a las afueras de los cines Multimax y transmitiendo en vivo para su estacioncita de rancho. Pero ni todos estos pugidos traicioneros, ni toda la publicidad, ni todos los productos inútiles le quitan lo malo a la última realización del modisto venido a más Joel Schumacher. ¿Cuántos billetes les habrán pasado los Multimax y los Gemelos Plus —porque los Géminis ya están en terapia intensiva— a los medios locales de comunicación? Cuartas partes nunca fueron buenas
El argumento es simple a más no poder. Bruno Díaz (George Clooney), alias Batman, y su compinche Ricardo (Chris O’Donell), alias Robin, tienen que enfrentarse a los malosos señor Frío (Arnold Schwarzenegger), el “terminator” polar con corazón, y Hiedra Venenosa (Uma Thurman). La trama incluye a una modelo de fama internacional, mero ornamento, como novia de Batman (Elle MacPherson) y a Bárbara-Batichica (Alicia Silverstone), la sobrina del mayordomo Alfred (Michael Gough), para que los héroes encapuchados no se vean tan homosexualoides, como de seguro le encanta verlos a Schumacher, y no perder así espectadores en potencia con el coeficiente intelectual de Beavis y Butthead, otro dúo dinámico que ya tiene su propio largometraje. ¿Qué se puede decir? Los diálogos son pésimos. “Hielo” y “frío” parecen ser, y con seguridad lo son, las únicas palabras en el reducido vocabulario de Arnold. Las frases son acomodadas en base a horrorosos slangs perdidos en la traducción. Ejemplo: cuando Ricardo y Bárbara van a jugar carreras con unos pandilleros, ella se sostiene de su mano balanceándose bajo un precipicio y él le dice “so this is where you hang out”. La expresión adquiere un doble sentido; uno, “hang” (colgar), para referirse al balanceo de Batichica, y otro, “hang out”, para indicar un lugar de esparcimiento. Las dos horas y media están plagadas de estos modismos payasos. Los personajes, el vestuario anatómicamente correcto (también para deleite de Schumacher) y la ambientación están sacados de la tira cómica. Los seudohéroes y los villanos sobreactúan rebasando la estupidez. George Clooney cansa con sus bobalicones recuerdos del mayordomo Alfred quien está a punto de morir y —¡qué coincidencia!— padece la misma enfermedad en la que señor Frío es experto por su adorada mujercita. Conclusión: el señor Frío tiene que volverse “bueno” al final para salvar la vida del vejete. Chris O’Donell se la pasa gimoteando por el trabajo en equipo y porque Batman no confía en él. La más inteligente fue Uma Thurman. Como Hiedra, la joven actriz de Relaciones peligrosas y Tiempos violentos, se divierte al máximo, se contonea provocando risas y manipula al reparto de imbéciles. Hizo el ridículo sí, pero lo hizo bien. Qué pena que Alicia “boca fruncida” Silverstone la haya vencido en la pelea más coreográfica del celuloide. Todos los vuelos, golpes y porrazos presentan dicho defecto. ¿Para qué desperdiciar más letras? Batman y Robin (Batman & Robin, 1997) es de las películas malas y los obtusos podrán seguir diciendo misa.Existe en la industria del cine la prejuiciosa idea de que las cintas de animación son únicamente para el infante. A tal falacia se deben los nefastos doblajes, el aparato mercadotécnico para impresionar niños y el rebosamiento de enanos en las salas de proyección, en especial durante el verano. El responsable mayor es Mickey Mouse. La compañía Disney conoce bien las pueriles mentes de los pequeñines y el poder de convencimiento que ejercen sobre sus padres. Desde el reinado de Michael Eisner en Disney, las taquillas han estado muy ocupadas con La sirenita, La bella y la bestia, Aladino, El rey león, Pocahontas, El jorobado de Notre Dame y ahora Hércules. Claro, nadie le explica a los mocosos que, en la mitología griega, Heraclés (Hércules para los romanos) no tenía huaraches con su cara para comerciar, no se enfrentaba a Hades y no era hijo de la perfecta unión matrimonial entre Zeus y Hera. Por supuesto, tales datos están fuera de los cánones ratoniles. Si se hiciera una encuesta en la calle sobre las películas animadas la primera respuesta sería para Disney. ¿Y cómo no si los de Disney son unos genios? Genios en el mercantilismo y en la monopolización. La segunda respuesta sería para los japoneses, Sailor Moon y Los caballeros del Zodiaco. Para el caso, estos personajes son la misma gata revolcada: ojos redonditos y azules nada orientales, superpoderes inimaginables, la misión de recuperar una joya o salvar una princesa, matar a sabe cuántos enviados del mal, ser masacrados por los enemigos, resucitar de súbito, obtener el objeto o sujeto precioso, volver a perderlo y empezar otra vez, y otra vez, y otra vez. Claro, nadie le explica a los escuincles este asqueroso y redundante engaño para mantenerlos pegados a una pantalla, sea chica o grande. Mitos animados
La cinta en cuestión –no, no es ni Hércules, ni ninguna jalada nipona— abre con una mujer corriendo con su bebé en los brazos. La extraña música seduce fundiendo gemidos selváticos con jadeos femeninos. Una enorme mano azul intercepta el camino de la mujer. La detiene y juega con ella. El bebé llora mientras el cuerpo de su madre choca contra el suelo. El último suspiro de la mujer se confunde con el fondo musical. Los homicidas son unos párvulos de piel azulada y ojos rojizos. Al escuchar los pasos del adulto, huyen. El maestro Sil, uno de los cuatro ediles de esta civilización extraterrestre, se acerca con su hija Tiva. Ella se apiada del bebé y lo adopta llamándolo Terro. Esta es sólo la apertura de la peculiar cinta animada El planeta fantástico (La planète sauvage, 1973) del director René Laloux. En delante, se mostrará el crecimiento de Terro bajo la custodia de los dragos, sus experiencias como juguete de Tiva, el conocimiento adquirido por el transmisor, la huida hacia la comunidad de hombre salvajes y la falta de aceptación por ser un hombre de lujo. Para los dragos, esos alienígenas superiores y titánicos que obtienen sus energías gracias a la meditación, los hombres son una plaga, unos animales molestos que envejecen pronto y se reproducen aún más rápido. Los habitantes del planeta, tomados de la novela Oms en série de Stefan Wul, no se prestan a concesiones infantilistas, ni a sentimentalismos. Para demostrarlo vale recordar las secuencias donde los humanos se aparean en un ritual luminoso, donde el gigante azul es matado por los hombres y donde, en respuesta, los dragos exterminan a los salvajes cual viles cucarachas. Otros momentos alcanzan la compasión: los dragos contemplando, en las cuatro ventanas de los ediles, imágenes de un planeta Tierra destruido; la primera meditación de Tiva en la que su alma se eleva hacia el planeta salvaje en religiosas esferas; la solidaridad de Terro al compartir el conocimiento drago y la agonía con la terrible “deshominización”. Algunos detalles –cuando Tiva se pinta la cara o cuando a Terro lo persigue una nube lluviosa— demuestran cierto humor sarcástico mantenido en la niñez y en la juventud del protagonista. La música de Alain Goraguer es magnífica. Los coros, los sintetizadores y las guitarras eléctricas se apresuran como lo haría un hombre frente a la amenaza draga. La animación es impecable tomando en cuenta el año de la realización, 1973, cuando no existían los avances cibernéticos que le permitieran a una hidra caricaturizada mover sus numerosas cabezas. El planeta fantástico, cuya premisa sobre la convivencia trágica entre los débiles y los poderosos es alabable, forma parte de la rotación de películas del canal “donde la cultura también se ve”. Con dificultad podrá ser vista en televisión abierta, en los videos o en las salas de cine. Haga o no berrinche Mickey Mouse, no es de los filmes feos, sino de los desmitificadores. No por nada el francés René Laloux se llevó el premio especial del jurado en Cannes.—El paciente inglés (The English Patient, 1996) Dirigida por Anthony Minghella. Producida por Saul Zaentz. Actúan: Ralph Fiennes, Juliette Binoche, Kristin Scott-Thomas y Willem Dafoe.
—Batman y Robin (Batman & Robin, 1997) Dirigida por Joel Schumacher. Producida por Peter MacGregor-Scott. Protagonizada por George Clooney, Chris O’Donell, Alicia Silverstone, Arnold Schwarzenegger y Uma Thurman.
—El planeta fantástico (La planète sauvage, 1973). Dirigida por René Laloux. Producida por Simon Damiani. Música de Alain Goraguer.
Publicada en La tolvanera el 28 de julio de 1997.