El bueno, el malo y el feo (X)
Miguel Báez DuránUn año y medio después de ganar la Palma de Oro en el festival internacional de Cannes, Secretos y mentiras (Secrets & Lies, 1996) llegó a las carteleras de este desierto. Tanto tardó que ya hubo otra edición del certamen, la quincuagésima, y el realizador inglés Mike Leigh ya terminó otro filme: Career Girls (1997). Al desnudo fue sólo un destello de la habilidad de Leigh, famoso por no utilizar guión y permitir que sus actores improvisen. Asuntos familiares
Secretos y mentiras cuenta tres historias distintas tendientes a la fusión y sin dar paso a sensiblerías o esnobismos. Cynthia Purley (Brenda Blethyn) es una mujer cuarentona, ordinaria y soltera la cual sufre los malos tratos de su mal encarada hija Roxanne (Claire Rushbrook). Maurice Purley (Timothy Spall) es un obeso fotógrafo de estudio casado con la codiciosa Mónica (Phyllis Logan), sin hijos y alejado de su hermana. Hortense (Marianne Jean-Baptiste) es una joven optometrista negra que, luego de la muerte de su madre adoptiva, descubre el color de piel de su verdadera progenitora (blanco) y su apellido (Purley). Una reunión con tales seres en ningún momento será silenciosa.
La solidez de Secretos y mentiras nace de su simpleza. El bajo presupuesto no le resta impacto, profundidad o interés. Los personajes presentados por el director, como en Al desnudo, no necesitan ser —atención, Anthony Minghella— enfermeras en el campo de batalla ni esposas de cartógrafos ni aristócratas húngaros para conmoverse con ellos. Al contrario, son reales, con trabajos comunes y sin ínfulas intelectualoides. Por lo mismo, por su carácter cotidiano, logran la simpatía del espectador aunque estén aparentemente ilesos, en su físico y en su alma. La tragedia que viven es interna. La soledad los cubre de distintas formas: Hortense por perder a su madre adoptiva, Cynthia por no tener una relación estable con Roxanne, Maurice y Mónica por la falta de hijos. El aislamiento doloroso los hace familiares y cercanos al individuo promedio. Eso se debe, en gran parte, a las impresionantes actuaciones de todo el reparto: hombres y mujeres que, como ya se dijo, no estuvieron condicionados a unas líneas sino a los sentimientos deseados por el cineasta. Los secretos y las mentiras, como diría Maurice, crecen dentro de ellos como una gangrena matándoles la capacidad de compartir. El engaño se convierte en verdad, y viceversa, en nombre de la armonía y de lo aparente. Brenda Blethyn, también premiada en Cannes por su brillante trabajo, lleva a los extremos la representación de una mujer hipersensible, parlanchina y llorona. Marianne Jean-Baptiste, por otro lado, atenúa los pucheros de Cynthia trayendo consigo la paz y el equilibrio. Entre ellas se encuentra Timothy Spall como Maurice, el fotógrafo bonachón que, con su angustioso grito, viene a conciliar a las mujeres amadas: su hermana, su esposa y su sobrina. Con ellos es posible llorar y reír al mismo tiempo. Leigh no permite que su obra se convierta en Angelitos negros o, en el más deleznable de los casos, en cierta telenovela. Las cuestiones raciales del american way of life son expulsadas. El argumento está situado en Inglaterra, no en Estados Unidos. De hecho, aparte de Maurice, Hortense es el personaje más calmado y exitoso. Dentro del aspecto técnico destacan el adecuado ritmo narrativo —agilidad en lo accidental y parsimonia en lo esencial— y los lastimeros violines como banda sonora.
Por fin, una de las mejores cintas del año pisó tierras laguneras. Ahora sí valió la pena esperar. Aunque su vida en cartelera tal vez sea tan corta como la de Los Ángeles al desnudo (a lo mucho una o dos semanas), Secretos y mentiras es una profunda experiencia de la emoción y una excelente película. El paciente inglés se puede quedar con sus paisajes, sus amores prohibidos, su guerra mundial y sus monigotitos de oro.No todas las cintas enlatadas por beneficiar a churrazos veraniegos corren con tanta suerte como Secretos y mentiras. Hay más filmes, hechos el año anterior, que amenazan con ser estrenados —pero mejor le valdría al público alejarse de ellos. Dos ejemplos son El hombre de mis sueños, protagonizada por Keanu Reeves y Cameron Díaz, y Pasión de guerra (In Love and War), con Chris O’Donell y Sandra Bullock. De la segunda, basta decir que el chico maravilla O’Donnell la hace de Ernest Hemingway en su juventud (se vale reír a todo pulmón), motivo suficiente para escupirle en la cara a la persona que estructuró el reparto, aunque sea el mismísimo sir Richard Attenborough. Visitas latosas
Antes de participar en La boda de mi mejor amigo Cameron Díaz fue Freddie, una novia al vapor que, en El hombre de mis sueños (Feeling Minnesota, 1996), se resistía al matrimonio. Por creerla una ladrona, Red (Delroy Lindo), un mafioso muy parecido a Samuel L. Jackson en Tiempos violentos, obliga a Freddie a casarse con el “contador” Sam (Vincent D’Onofrio). Jjaks (Keanu Reeves), el hermano menor del novio, regresa a casa sin aviso y sin regalo durante la fiesta. Al otro día, la flamante esposa y su cuñado escapan del miserable pueblo provocando la ira de Sam. Siguen los balazos, los insultos, las persecuciones, las peleas, la sangre, el motel barato y la sucia cafetería con Courtney Love (Larry Flynt: el nombre del escándalo) como mesera. Al primerizo Steven Beigelman se le olvidaron varios elementos, además de los anteriores, del cine negro independiente: el cinismo y la inteligencia.
Empezando por su título, El hombre de mis sueños lleva las de perder. Se oye dulzonamente misógino, refleja los peores estereotipos de la sociedad mexicana y no guarda relación con el argumento —a menos que sea ironía. Desde ahí, a la protagonista se le contagia con el síndrome de Cenicienta: la mujer sumisa que, para ser feliz, tiene que ser encontrada por su principito. Por algo la está distribuyendo Televicine. Con seguridad, hasta al director de este pseudo-fusil le habría dado un ataque de sólo saber el nombre de su obra en español. ¿Por qué no decirlo? ¿Para qué negarlo? El novato director Baigelman parece un mal remedo del Quentin Tarantino de Tiempos violentos (Pulp Fiction) y del Joel Coen de Fargo. La nueva ola de cine negro, ahora con tintes de sarcasmo, atrajo cineastas: unos capaces, otros estúpidos. En el primer esfuerzo del canadiense Baigelman existen incontables escenas de humor fallido: la inesperada muerte de la madre, las escenas de sexo desenfrenado entre Jjaks y Freddie, la oreja arrancada del protagonista (alusión a Perros de reserva), el asalto a la tienda del pueblo, el episodio cataléptico —el colmo de la bobería— al estilo familia Usher de Freddie, las peleas entre los dos hermanos y el desenlace en Las Vegas, capital de lo mundano, santuario del kitsch. Vincent D’Onofrio y Courtney Love están creíbles en sus roles de basura humana. Pero, ¿quién le cree a Cameron Díaz el tatuaje en el brazo, sus aspiraciones sobre Las Vegas y su actitud de mujer libertina? ¿Quién se va con la finta de que Keanu Reeves, con su acostumbrado sonsonete de cabeza hueca —recuérdese Bill and Ted’s Excellent Adventure—, es un ratero ex convicto aunque se deje la barba y se ponga una camisa cochambrosa? El largometraje —merecido el término porque se siente muy largo aún tras la hora con cuarenta minutos— no desmerece en monotonía, aburrimiento y situaciones bastante adormecedoras.
El hombre de mi sueños es, sin duda, una mal filme que no estará solo el día de su estreno porque ahí vienen Chris O’Donnell con su Pasión de guerra, Demi Moore con su corte a rapa en Hasta el límite (G.I. Jane), el desconocido Austin Powers: súper agente secreto, la casita embrujada del espacio en La nave de la muerte, los púberes imbéciles-suicidas-espantamojigatos de Kids, una pareja dispareja en Nada que perder y El pacificador George Clooney. Hasta dan miedo.Vértigo (o De entre los muertos) de Alfred Hitchcock fue maquillada y se estrenó en la capital. A La Laguna nunca llegó. Las salas cinematográficas locales, ya se ha comprobado en muchas ocasiones, sólo se interesan en filmes restaurados que les beneficien económicamente —léase la trilogía de La guerra de las galaxias—. Pink Floyd: The Wall (1982), otro reestreno, no puede considerarse, a sus quince años, ni una joya ni un producto taquillero; pero sí un largometraje con el potencial suficiente para ser despreciado por los exhibidores irritilas. ¿Esta es la onda?
Pink Floyd: The Wall, bajo la batuta de Alan Parker (Fama, Evita) y con la animación de Gerald Scarfe, muestra la crisis emocional, después de decepciones, excesos y mucha droga, de Pink (Bob Geldof), un cantante. A través de escenas delirantes y caóticas, el protagonista se torturará con los recuerdos sobre su padre muerto en la guerra, su madre (Christine Hargreaves), la estricta educación británica, su matrimonio, el abandono de su mujer (Eleanor David) y su demencia. El fondo musical, por supuesto, es el álbum homónimo del grupo inglés.
En cualquier musical, el público debe acostumbrarse a la rutina: el o la protagonista dicen sus líneas y, de repente, para reforzarlas, se echa una antipática canción. Pero en Pink Floyd: The Wall y en Evita, ambas de Parker, escasea lo hablado. En la primera, las notas no son parte del argumento. Sólo expresan lo que ocurre en la mente de Pink. Parker y Scarfe, al ilustrar la música de Pink Floyd, enfatizan demasiado sus críticas y el significado del muro. Los realizadores se abocan tanto a lo onírico que terminan contando muy poco del pasado de Pink. Los vertiginosos saltos de las retrospectivas al presente la acercan más a un video musical extra-largo que a una película. Cansan, ya cercano el final, los berreos y los alaridos. Son una eterna repetición del famoso cuadro de Edvard Munch. Hacia el desenlace, la trama obliga —algo hasta cierto punto odioso— a ser buena onda, contracultural y subversivo con su excesiva actitud rebelde que en varios momentos cae lo absurdo. Aunque multitudes se hayan sentido aludidas durante los ochentas, no pasa los mismo en la actualidad. Esta obra de Alan Parker se siente tan rebasada o más que La decadencia del imperio americano de Denys Arcand. El cumpleaños número quince no le cayó nada bien a este clásico a lo Star Wars. Es difícil también unirse a la problemática del personaje: un rockero famoso con mujeres, riqueza y narcóticos a la mano. A lo mejor sólo los integrantes de Pink Floyd pudieron solidarizarse con la actuación de Geldof. Pero, por lo visto, ni a Alan Parker le interesó si el héroe perdía a su padre de niño, o si los maestros lo reprimían, o si su mujer le era infiel ya que, poco a poco, el dichoso Pink se pierde en sus visiones. Sin embargo, este infame muro trae consigo loables secuencias como la del opresivo sistema escolar, la sangrienta rasurada de Geldof o la condenación a los intolerantes, encarnados en líderes fascistas.
Pink Floyd: The Wall es una orgía visual para los amantes del simbolismo, la nostalgia ochentera, la ecología, los derechos humanos, las panaceas mundiales y otras disciplinas para arregla-mundos. Para los demás, sólo será una cinta de las feas.—Secretos y mentiras (Secrets & Lies, 1996). Dirigida por Mike Leigh. Producida por Simon Channing-Williams. Actúan: Brenda Blethyn, Marianne Jean-Baptiste, Timothy Spall, Claire Rushbrook y Phyllis Logan.
—El hombre de mis sueños (Feeling Minnesota, 1996). Dirigida por Steven Baigelman. Producida por Danny De Vito, Michael Shamberg y Stacy Sher. Protagonizada por Cameron Díaz, Keanu Reeves, Vincent D’Onofrio y Courtney Love.
—Pink Floyd: The Wall (1982). Dirigida por Alan Parker. Producida por Alan Marshall. Animación de Gerald Scarfe. Protagonizada por Bob Geldof, Eleanor David y Bob Hoskins.
Publicada en La tolvanera el 3 de noviembre de 1997.