El bueno, el malo y el feo (XII)
Miguel Báez DuránEl nuevo año abrió con la producción cinematográfica más costosa del noventa y siete y de todos los tiempos —hasta la fecha, claro. En cuestión de meses, otro mamotreto comercial podrá presumir de lo mismo. Como si el señor James Cameron y sus productores se hubieran convertido en indigentes tras invertir doscientos millones de dólares en la recreación del famoso hundimiento de principios de siglo, el primer día de enero los mexicanos en multitud salieron de sus hogares y acudieron amontonándose —ya ni en aquella “unión de medios” llamada Teletón— a las salas de cine para que míster Jim saldara sus deudas y, de paso, agradecerle a este nuevo geniecillo de la cámara (a lo arreador de vacas, a lo Steven Spielberg, por supuesto) la filmación de su mastodonte en tierras nacionales. Luego de despiadada publicidad, bombardeos informativos, anuncios del estreno y escasos comentarios imparciales sobre la película Titanic (1997); el sólo mencionar su título constituye una agridulce redundancia. Un millón por minuto, pero nada más
El reciente filme —y con probabilidad el único acierto en su carrera— del insulta-extras —no le llega al nombre de director, menos de cineasta— James Cameron (Terminator, Aliens, El secreto de abismo, Terminator II, Mentiras verdaderas) muestra, además de la catástrofe marina de 1912, el romance entre una hermosa joven de alta sociedad y un trotamundos que viaja en tercera clase. La cautivante Kate Winslet de Sensatez y sentimientos es Rose DeWitt Bukater. El siempre púber Leonardo DiCaprio de Romeo y Julieta es Jack Dawson. Un sinfín de vicisitudes rodeará el inmaduro amorío de estos adolescentes: convencionalismos, promesas, miradas condenadoras y la inesperada —para los pasajeros, obvio— colisión del barco con un témpano gracias a que, dicho sea de paso, los amantes distrajeron a la tripulación con sus escarceos. Junto a la pareja se hallan Cal Hockley (Billy Zane), el cornudo novio; Ruth DeWitt Bukater (Frances Fisher), la madre manipuladora; Lovejoy (David Warner), el mayordomo metiche; Fabrizio (Danny Nucci), el inmigrante italiano de acento fingido; así como nombres respaldados por documentos históricos: la insumergible Molly Brown (Kathy Bates), el capitán Smith (Bernard Hill), Bruce Ismay (Jonathan Hyde) y Thomas Andrews (Víctor Garber). El pretexto para revivir este idilio es la búsqueda de una joya perdida, responsabilidad de un pirata moderno encarnado por Bill Paxton, actor de la Fox (en alianza con Paramount para distribuir el largometraje) desde Tornado, aquella bazofia taquillera.
Sin duda y como se mencionó en una reseña anterior, Titanic es la nueva reina de todas las películas de desastres —tal puesto no es precisamente elogioso. Pero no es ni la primera ni la última palabra sobre la catástrofe ya que existen el Titanic (1943) en versión alemana, otro filme homónimo con Barbara Stanwyck en 1953, A Night to Remember (1958), la muy similar La aventura del Poseidón (1972), las versiones para la TV S.O.S Titanic (1979) o Titanic (1996) y hasta La recamarera del Titanic (1997) de Bigas Luna. Claro, ninguna se acerca en espectacularidad al engendro de James Cameron. Desde el punto de vista formal, este cuasi-trasatlántico es perfecto. Impresionan el pánico de los pasajeros, las secuencias sobre y bajo el agua, el inclinamiento de las cubiertas, los efectos que hicieron posible ese deleite visual. La desgracia del Titanic, bajo la intimidante autoridad de James Cameron y durante tres horas con veinte minutos, es, en suma, una exquisitez. El fondo, por otro lado, no alcanza los niveles de perfección de la forma. La anécdota entre la muchacha rica y el artista pobre es demasiado simple, sin recovecos y, en momentos, aburrida. A Leonardo DiCaprio se le ve fuera de lugar. Le queda muy grande el disfraz de espíritu libre y soñador, de gitano anglosajón que ha recorrido el globo sin porvenir definido. En cambio, Kate Winslet, sobre cuyos hombros recae el argumento, regala a los espectadores otro desempeño impecable, a veces afectado por las incoherencias en la conducta de Rose. ¿Por qué, por ejemplo, nunca se le explica al público lo que detona el intento de suicidio de la protagonista? De notarse son también un cruel David Warner, una bocona Kathy Bates (doña Diarrea Bucal aquí y en Miseria), un solemne Víctor Garber y un par de destellos —la huida por las calderas, cuerpos flotantes, ambientación detallada— que sorprenden. Antes de recuperar lo que gastó, Titanic ya obtuvo, por lo menos, ocho nominaciones para los Globos de Oro (entre ellas mejor película, director y actores principales), garantía de que no será ignorada en la repartición —no premiación— del Óscar. Este espectacular barco reventador de taquillas es de los buenos, pero nada más. Provocará vivas y hurras en los insulsos adoradores de Hollywood, vírgenes de las pupilas. Pero hasta ahí. Agregará el nombre de Cameron a la lista de idiotizadores de gente al lado de Spielberg, Lucas y Zemeckis. Pero nada más. Aumentará el salario de míster Jim y ahora tendrá que poner en su mansión alarmas contra retorcidos violadores, como míster Steven. Pero hasta ahí. A quienes gastan un millón de dólares por minuto sólo se les puede exigir toneladas de entretenimiento y un gramo de calidad artística. La mínima proporción habla por sí sola.El fenómeno del homicidio serial ha obsesionado a los norteamericanos a lo largo de varias décadas por la difícil identificación de estos sujetos. El traslado de tal fijación al celuloide gestó y gestará cintas de calidad variada. Las comparaciones cuando emerge del anonimato una nueva película sobre asesinos en serie son inevitables. Así sucedió con el largometraje Besos que matan (Kiss the Girls, 1997) basado en la novela de Bruce Patterson y dirigido por el hasta-hace-poco-cineasta-independiente Gary Fleder (Asuntos pendientes antes de morir). Imbecilidad en serie
El psicólogo forense Alex Cross (Morgan Freeman), en Besos que matan, se enfrenta a un individuo, autodenominado Casanova, que gusta, en su tiempo libre, de raptar mujeres construyendo su propia corte de odaliscas, su hilera de musas, su harén y matando a las rebeldes. Entre las jóvenes secuestradas se encuentra la sobrina de Cross: Naomi (Gina Ravera). De su lado estará Kate McTiernan (Ashley Judd), única sobreviviente del perturbado coleccionista.
Sí, las referencias a El silencio de los inocentes y Seven son notorias. Sin embargo, Besos que matan se acerca más a The Collector (1965) del director William Wyler (Ben-Hur) o hasta a la no muy apreciable Copycat: el imitador ya que el delincuente no es un homicida serial en toda la extensión del término. Aún así, la cinta de Fleder presenta abundantes carencias. Los actores de reparto, entre ellos los que interpretan a los asesinos (Cary Elwes, Tony Goldwyn), son una galería de caras mediocres y poco recordadas, maniquíes que se llevan los papeles secundarios en un sinnúmero de insensateces fílmicas de Hollywood. Pocos se acordarán de Elwes como uno de los muchos pretendientes de Lucy en el Drácula de Francis Ford Coppola o de Goldwyn como el mal amigo de Ghost: la sombra del amor. Seven y El silencio de los inocentes presentaron histriones de peso (Kevin Spacey como John Doe, Anthony Hopkins como Hannibal Lecter) logrando así personajes siniestros y memorables. En Besos que matan, sólo Morgan Freeman deja una buena impresión. A Ashley Judd (Tiempo de matar) le falta experiencia para su papel de mujer kickboxer con impresionante —hasta la incredulidad— poder recuperativo. En cuestión de horas, la heroína da una conferencia de prensa y, en cuestión de días, se lanza a la captura del torturador. Kate McTiernan es un llamado “políticamente correcto” a las mujeres norteamericanas para que se pongan a practicar kickboxing, karate o de perdido imiten a Robert DeNiro en su famosa secuencia de Taxi Driver frente al espejo (“Are you talking to me?”) y así opongan férrea y feminista resistencia contra los misóginos casanovas del mundo. Tampoco es posible elogiar la inteligencia de las dos fuerzas en pugna. Casanova es tan imbécil como para regalarle a su rival una nota de su puño y letra. Cross, en cambio, es tan estúpido que no se le ocurre comparar la caligrafía de tal nota con la de los sospechosos. A la mitad del filme, no sólo el suspenso sino también la motivación de Casanova, quien ocultaba su rostro con una mascarita de grandes cachetes semejante a la de El fantasma de la ópera, se derrumban sobre sus enclenques cimientos. Las musas a las cuales el hermano menor –pero mucho menor— de Barba Azul exigía belleza y talento se vuelven unos guiñapos. La mala alimentación, el mínimo maquillaje y la ausencia de depilaciones convierte a las habitantes del risible calabozo en un viejerío que no le pide nada a cuarentonas sudadas de campo de concentración a lo Un canto de esperanza. La fórmula de Fleder es tan poco original como la de Wes Craven en Scream. Le bastó —en su primer pecado mercantilista tras Asuntos pendientes antes de morir— tomar una lista de títulos, licuarlos y embarrar el asqueroso menjurje sobre la pantalla. Muchos incautos se tragaron el brebaje, sus corazoncitos de gelatina temblaron ante el bobo cazador de mujeres y colocaron a Besos que matan por encima de sus predecesoras. No hay que engañarse. Es de las malas.Los caprichos del gremio hollywoodense no sólo se extienden a tópicos específicos como el fracaso de la tecnología o los homicidas seriales. Los tentáculos de este hambriento pulpo impulsan además a ciertas religiones: la scientología —recuérdese a Travolta y su Fenómeno—, el new age —Zemeckis y Contacto— y, en el presente caso, el budismo del Tíbet. El supuesto apoyo —alzador de cuellos richardgerescos— al Dalai Lama de tantos integrantes del show business se ve reflejado en películas como Siete años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997) de Jean-Jacques Annaud o, más delante, Kundun de Martin Scorsese. Siete bostezos en el cine
Siete años en el Tíbet enmarca las vivencias del alpinista austríaco Heinrich Harrer (Brad Pitt), después de un desnaturalizado escape de su patria y de un campo de concentración hindú, recorre el Himalaya con el coterráneo Peter Aufschnaiter (David Thewlis) hasta llegar al Tíbet, a la ciudad perdida, y extenderse como único lazo entre la civilización occidental y el joven Dalai Lama (Jamyang Wang Chuck), sustituto para sus instintos paternales.
Siete años en el Tíbet es otro intento desesperado de Brad Pitt para deshacerse del mote de niño bonito cayendo en la ya acostumbrada sobreactuación. Intento muy cercano a su barroco sonsonete irlandés de la churrigueresca Enemigo íntimo. Aunque sean dignos de encomios la fotografía, los paisajes —que fueron filmados en Argentina por la negativa del gobierno hindú— y el acercamiento a un pedazo de la cultura oriental; la película del francés Annaud (El amante, El nombre de la rosa) cae en la monotonía y provoca la flexión de la cara con despliegue mandibular integrado. Para los insomnes, será un remedio infalible. Heinrich, un Macaulay Culkin —por lo gritón y los pelos de elote— a la tercera potencia con acento hiper-hitleriano, huye a las montañas para evitar la paternidad. Primer bostezo. Su historia es verídica, pero innecesariamente larga y sin matices. Segundo bostezo. Heinrich es capturado en la India al estallar la guerra y huye, a la par de otros prisioneros, con un plan de lo más pueril. Tercer bostezo. El alpinista personificado por Pitt despide un olor a apatía, debilidad, egocentrismo a medias y contradicciones. Cuarto bostezo. Arribando al Tíbet, al lado de Peter —Thewlis en otro papel de soporte—, le viene a Heinrich un ataque de nobleza y venerabilidad. De pronto, el pueblo budista le transmite su paz, su armonía y su tendencia a la meditación. Quinto bostezo. La sobreactuación de Pitt quiere hacer las paces, su lengua de nazi no y el factor burla disminuye. Sexto bostezo. Al final, los chinos malosos invaden a los pobres tibetanos, Heinrich regresa al terruño. El lobato, en sensiblera conclusión y vestido a la usanza de Heidi —nomás le faltó vomitar un canto montañés— perdona al padre y tras años de ausencia, aunque parezca broma, se van juntos a conquistar las cumbres. Último bostezo. Fin de la función. Siete años en el Tíbet, un filme feo, taimado y soporífero.—Titanic (1997). Dirigida por James Cameron. Producida por Jon Landau y James Cameron. Actúan: Kate Winslet, Leonardo DiCaprio, Billy Zane, Frances Fisher, David Warner y Kathy Bates.
—Besos que matan (Kiss the Girls, 1997). Dirigida por Gary Fleder. Producida por David Brown y Joe Wizan. Protagonizada por Morgan Freeman, Ashley Judd, Gina Ravera, Cary Elwes y Tony Goldwyn.
—Siete años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997). Dirigida por Jean-Jacques Annaud. Producida por Iain Smith, John H. Williams y Jean-Jacques Annaud. Protagonizada por Brad Pitt, David Thewlis, B. D. Wong y Jamyang Wang Chuck.
Publicada en La tolvanera el 12 de enero de 1998.