El bueno, el malo y el feo (XIII)

Miguel Báez Durán

Ficciones WC: de la taza al celuloide

        El exuberante hundimiento del Titanic trajo consigo no sólo el rápido choteo sino también pseudo-documentales, comentarios insulsos, artículos mal escritos, carteleras estancadas, empujones en el cine, eternas colas frente a la taquilla, el sentimiento de incomodidad en las reuniones de quienes aún no tenían el amontonado gusto, la poco sorprendente ambición de los dueños de las salas, la lambisconería de Hoy mismo y programas análogos, así como un plagiario conductor radial quien, temerariamente, se fusiló un extracto de cierto reportaje sobre el tema contenido en la edición de diciembre de la revista norteamericana Premiere. Tras este terremoto cinematográfico, lo mejor sería sufrir amnesia. Sin embargo, ni el autoindulgente Óscar ni los recientes Globos de Oro para Titanic —por mejor sonido, canción, director y película dramática— lo permitirán.
        Una estupenda obra fílmica fue despreciada con simples nominaciones, no hace mucho tiempo, por los “premios” citados. No así por el festival de Cannes, el cual le otorgó la Palma de Oro. Pulp Fiction (1994), mejor conocida en estas tierras con el infumable título de Tiempos violentos, es el segundo largometraje dirigido por Quentin Tarantino, quien debutara en 1992 con Perros de reserva. La expresión “pulp fiction” significa, como lo indica desde la entrada el director, una historieta o revista que contiene argumentos escabrosos y tentadores. El equivalente al libro vaquero, a la literatura de camión, a las lecturas del baño. Luego de tal premisa, Tarantino presenta tres relatos no en papel periódico sino en celuloide. Tres sórdidas anécdotas que compartirán los mismos personajes dentro de diversos conflictos. En "Vincent Vega y la esposa de Marcellus Wallace", el protagonista (John Travolta), un matón a sueldo, se ve obligado a pasear a Mia (Uma Thurman), la hermosa mujer de su jefe (Ving Rhames). En "El reloj de oro", Butch (Bruce Willis), un boxeador traicionero, regresa a su casa y arriesga la vida por un olvido de Fabienne (María de Medeiros), su novia. En "La situación" Bonnie, Vincent y su compinche Jules (Samuel L. Jackson) tendrán que desaparecer sangre y vísceras con la ayuda del señor Lobo (Harvey Keitel). Como dato adicional, la versión gringa en video de Pulp Fiction incluye dos escenas que fueron excluidas del producto terminado, junto con las atropelladas explicaciones del realizador para tal mutilación.
        Quentin Tarantino deja a un lado el orden cronológico y el ritmo narrativo convencional —algunas veces las tres historias se confunden entre sí— reviviendo imágenes del viejo cine de Hollywood. La criminalidad y la violencia son caricaturizadas bajo la inquieta mente de este antiguo empleado de videoclub. La sanguinolencia, el ambiente nostálgico y el cinismo son herencias legítimas del cine negro e ilegítimas del vanguardista David Lynch. La sonrisa irónica le pertenece sólo a Quentin Tarantino y a las vacías pero cautivantes palabras que coloca en labios de sus títeres. Lo que se dice, sin excepción, es banal. Pero la capacidad de Tarantino para envolver al público en esas frases es infalible. No importa si se habla de hamburguesas o de revelaciones místicas. Los diálogos absorben tanto que hasta los carcamanes de la mal llamada Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas tuvieron que otorgarle un monigote áureo por esta tarea como mero premio de consolación y ante el sentimental Robert Zemeckis y Forrest Gump, su mongolito patriotero. Con el paso del tiempo, lamentablemente, el nuevo niño mimado de Hollywood ha cedido sus historias y el control directorial a proyectos poco loables como La fuga (1993), Asesinos por naturaleza (1994), Four Rooms (1995) y Del crepúsculo al amanecer (1996). La responsabilidad del hombre detrás de la cámara también implica el desempeño de su reparto. Pulp Fiction revivió la desahuciada carrera de John Travolta —aunque sólo de forma efímera— y hasta Bruce Willis es creíble. Ni qué decir de Samuel L. Jackson, Uma Thurman y Harvey Keitel quienes, por lo regular, demuestran ser actores y no apenas estrellitas cuyos apellidos son estampados en las aceras para pisotearlos con mayor comodidad. La excelente banda sonora, el incisivo humor negro y la estética pop ayudan a la labor de Quentin Tarantino. Por supuesto, las buenas conciencias lanzaron sus berreos condenando al cineasta y a su corte de mafiosos ficticios al peor de los achicharramientos. Aún más con ese infame nombre en castellano (Tiempos violentos) por el cual interpretaron que el director se refería al final del milenio y como si él hubiera sido responsable de la atolondrada traducción. Otra víctima de los conocedores del inglés fue Donnie Brasco, cuya denominación se redujo por una palabra quedando sólo en Brasco. Pulp Fiction, como su verdadero nombre lo estipula, es pura fantasía, entretenimiento de gran calidad y no apto para chaparros intelectuales. Pulp Fiction es, además, buen cine norteamericano. Tal vez el tercer largometraje de Tarantino, Jackie Brown (1997), le devuelva la reputación que tuvo a mediados de esta década.

Miss Clairol, el refrito y los acentos falaces

        Como si en la conciencia no hubieran permanecido las indigestiones causadas por Misión imposible y otros churros de acción, se estrenó El chacal (The Jackal, 1997) la cual, dicho sea de paso, no es más que un pésimo refrito de El día del chacal (1973) de Fred Zinnemann. Por esas raras ironías de la vida (o de la distribución cinematográfica) también se acerca, como si el mundo pidiera a gritos otra película del espía inglés más famoso, El mañana nunca muere. En fin, el vomitable género de acción seguirá vivo mientras un sinfín de machos continúen asistiendo a las salas con sus hembras para ver, en viril demostración, a un par de tipos apuntándose pistolitas —nótese la contradicción en dicho comportamiento.
        Bruce Willis, confirmando que Tiempos violentos fue un aislado golpe de suerte, encarna, en El chacal, a un asesino con dotación completa de ridículas prótesis estomacales, pelucas ralas y paquetes de Miss Clairol. Dicho individuo es contratado, por venganzas de la mafia rusa —los gringos todavía no se enteran de que la guerra fría ya terminó—, para matar a una personalidad de la política norteamericana. En principio, los agentes federales comandados por Cater Preston (Sidney Poitier) y una policía rusa, piensan que el blanco es el director del FBI. Al no poder atrapar a Willis, buscan la ayuda del convicto Declan Mulqueen (Richard Gere), ex miembro del Ejército Republicano Irlandés que, durante sus años en la cárcel, ha adquirido una moralidad de admirarse. Pronto, esta asociación multinacional, se da cuenta de que el verdadero blanco es la primera dama estadounidense.
       El chacal se presta a todo tipo de mofa. Hay acentos prefabricados como el irlandés de Gere —que viene y va cada cinco minutos como le sucedió al Val Kilmer en Garras—, el español de Isabella (Mathilda May) o el ruso de Valentina (Diane Verona) —pobre imitadora de Marlene Dietrich. También fueron invitadas las típicas insensateces de este género: el aerosol que destruye por vía cutánea en segundos o el rifle que lanza cien balas en menos de un parpadeo. Las escenas melosas no puede faltar cuando Gere confiesa su deseo de enfrentar a Willis porque, por su culpa, despanzurraron a su novia vasca o cuando este terrorista sanguinario del ERI se preocupa por el bien de la primera dama y del público asistente a la inauguración de un hospital. Declan Mulqueen es una confirmación de que el sistema penitenciario del tío Sam funciona y funciona bien. Ni Willis, con su lacónico rostro, ni el futuro monje tibetano, con su actuación mediocre, dan una. Sus internacionales mujeres están aún peor. El único que apenas se salva es Poitier en un rol bastante secundario: como vil patiño de Gere. El filme entero apunta a una culminación muy conocida. ¿Cuántas veces no se han rodado thrillers sobre conspiraciones para matar al presidente o al papa o a un embajador o a un político? Ahora El chacal —con nada óptimos resultados— coloca a la esposa del presidente como centro de la intriga. Al rato será el perro de la Casa Blanca. Sin desperdiciar más líneas, sólo resta decir que esta cinta es de las cómicas.

Máquinas no tan mudas

        Para las generaciones más jóvenes —y hasta a las que ya no lo son tanto— el cine mudo es campo desconocido. Por lo visto, ni a las salas exhibidoras ni a las tiendas de video les parece rentable el ofrecimiento al público de los primeros filmes del séptimo arte. Sólo universidades, cinetecas o canales de cultura se interesan en darle difusión a los nombres que iniciaron la aventura del cinematógrafo —Louis y Auguste Lumière, David W. Griffith, Georges Méliès o Edwyn S. Porter— o a verdaderos clásicos —El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein, La fiebre de oro (1925) y Tiempos modernos (1936) de Chaplin, La caja de Pandora (1928) de Pabst o Metrópolis (1926) del director austriaco Fritz Lang.
        Comparable, por ejemplo, a la visión de novelas como 1984 de George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley es la mencionada Metrópolis. Con ella, Fritz Lang presenta al espectador una urbe del futuro donde los trabajadores operan sin cansancio las máquinas y así mantienen a las clases superiores, a los detentadores del poder. Por encima de los habitantes de Metrópolis se encuentra el amo: John Fredersen (Alfred Abel). Su hijo, Freder (Gustav Fröhlich), luego de conocer a una trabajadora, María (Brigitte Helm), baja a la ciudad de los obreros y así descubre las condiciones en las que viven. Mientras tanto, Fredersen y el inventor Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) planean sustituir a los hombres por máquinas perfectas que los obedecerán fielmente, androides que no necesitarán cambio de turno.
        Los efectos, para aquella época, se sienten adelantados. La inexperiencia que marcó los años iniciales del cine se nota en el argumento. El arte, aún joven, está plagado de ingenuidad. Tal aspecto se atenúa con el baile erótico donde se demuestra, no sólo que no hay nada nuevo sobre la pantalla grande, sino también que los hombres no notan la diferencia entre mujer y androide mientras éste tenga todo en su lugar —recuérdese a Demi Moore en Striptease. Las máquinas, tiranas de los obreros, encuentran a su líder en el robot femenino disfrazado de María, invento hiperactivo en su antifaz de vieja verdulera que incita a los trabajadores a destruir el paraíso infernal. El científico loco Rotwang despierta al androide aunque le valga una mano. Mucho más tarde, Luc Besson se robaría esta idea para explicar el origen de su anoréxica Leeloo en El quinto elemento. El interminable mutismo al que no se está acostumbrado incomoda los sentidos. El maquillaje en demasía y los grandes gestos, los cuales aparentaban compensar la falta de sonido, afecta la seriedad escondida por el realizador: la lucha de clases, la pobreza, el capitalismo, el trabajo y la relación entre la humanidad y las máquinas. El mensaje de Fritz Lang es tan intenso que no duda en utilizar figuras religiosas. María predica a los trabajadores (“Entre el cerebro que planea y las manos que edifican debe haber un mediador”), los ilustra con el relato de la torre de Babel y anuncia la llegada de un mesías, un héroe de la paz. A pesar de eso, Metrópolis no deja de ser un deleite para los que se esfuerzan por buscarla. El éxtasis sucedido por la estatua mortal y los pecados capitales; los múltiples ojos que observan a María-Robot mientras baila y la visión de Molock al estallar las máquinas son rasgos oníricos apreciables. Quizá algún día Metrópolis, una producción de Erich Pommer (El ángel azul), llegue a los estantes para su renta y entonces abandone el país de los filmes feos.

Tiempos violentos (Pulp Fiction, 1994). Escrita y dirigida por Quentin Tarantino. Producida por Lawrence Bender. Actúan: John Travolta, Samuel L. Jackson, Uma Thurman, Ving Rhames, Harvey Keitel y Bruce Willis.
El chacal (The Jackal, 1997). Dirigida por Michael Caton-Jones. Producida por Sean Daniel, James Jacks y Kevin Jarre. Protagonizada por Bruce Willis, Richard Gere, Sidney Poitier, Mathilda May y Diane Verona.
Metrópolis (1926). Dirigida por Fritz Lang. Producida por Erich Pommer. Protagonizada por Alfred Abel, Gustav Fröhlich, Brigitte Helm, Rudolf Klein-Rogge y Theodor Loos.
 

Publicada en La tolvanera el 26 de enero de 1998.


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