El bueno, el malo y el feo (XV)

Miguel Báez Durán

De reinas y sangre

        En el mes pasado llegó de nueva cuenta a las salas cinematográficas La reina Margot (La reine Margot, 1994) teniendo como motivo los cuatrocientos años de los jesuitas en la Comarca Lagunera. Tal fastuosa producción entre Francia, Italia y Alemania toma sus bases en la novela de Alejandro Dumas, misma donde la perversa vida de la familia real gala del siglo XVI y la historia se cruzan en sanguinolenta guerra. Así, la pantalla grande se llena de los sucesos que, según la imaginación de Dumas, ocurrieron anterior y posteriormente a la famosa masacre de la noche de San Bartolomé en el año de 1572.
        En el intrincado desarrollo de este largometraje, Margarita de Valois (Isabelle Adjani) se casa con Enrique (Daniel Auteuil), rey de Navarra, para asegurar la unión entre católicos, comandados por el duque de Guisa (Miguel Bosé), y protestantes, bajo las órdenes del almirante Coligny (Jean-Claude Brialy). El matrimonio es impuesto por Catalina de Médicis (Virna Lisi), su madre, y Carlos IX (Jean-Hugues Anglade), su hermano y rey de Francia. Margot decide no pasar la noche de bodas sin un hombre y, después de rechazar a su flamante marido y de ser rechazada por su amante —el duque de Guisa—, termina siendo presa de los brazos de La Môle (Vincent Perez) en maloliente calle parisina. Las maquinaciones de esta corte real terminarán destruyendo ineludiblemente el amorío.
        Patrice Chéreau (L’homme blessé), realizador del filme, no otorga concesiones y muestra sin pudor las licenciosas fiestas, la frivolidad, los secretos a voces, la lucha por el poder y las mortales intrigas de la realeza. Es un retazo tan exquisito, dentro de sus límites de celuloide, de los poderosos círculos del renacimiento como Bomarzo, novela del argentino Manuel Mujica Lainez donde también aparece, en su niñez, Catalina de Médicis. Incesto, venenos y bodas arregladas son rutina para los detentadores del reinado, para la cruel prole. Pero todos los esfuerzos por alejar al protestante Enrique del trono de Francia serán inútiles. El productor Claude Berri, conocido también por dirigir Germinal, no escatimó en gastos. Admirable ambientación, magnífica fotografía, lujoso vestuario y parsimoniosa música enmarcan las estupendas actuaciones de Daniel Auteuil (Los amores de una mujer francesa, Los ladrones, El octavo día), Virna Lisi (Barba Azul), Jean-Hugues Anglade (Subway, La femme Nikita), Vincent Perez (Cyrano de Bergerac, Indochina) y hasta Miguel Bosé (Tacones lejanos, La amante de mi mujer). Aún así, no despojan a la siempre joven Isabelle Adjani (Nosferatu, Camille Claudel) de su protagonismo. Margot es, como los demás roles que la francesa se ha aventurado a interpretar, una mujer del escarnio: escudo de Enrique, amante de sus tres hermanos, marioneta de Catalina, testigo de la muerte y, sobre todo, concubina fugaz de La Môle. Bajo sus pies, esa terrible noche de agosto, yace una alfombra conformada por cuerpos pálidos, ensangrentados y desnudos. Sus invitados nupciales terminan siendo carroña. La escena de la matanza, tema tan importante como los sufrimientos de Margot, atribuye su perfección al impacto visual, a la potente estética. Si uno navega por la red mundial podrá encontrarse con opiniones de los cinéfilos norteamericanos en contra de La reina Margot. Sus quejas son cimentadas en argumentos tan nimios como los numerosos personajes, los subtítulos —que tanta flojera les dan— o la duración de la cinta. Tales mugidos de basura blanca hacen presumir el reducido coeficiente intelectual y la cerrazón a cualquier cultura del gringo promedio —y más del gringo cibernauta. Los cinco premios César en su país de origen —actriz principal, fotografía, vestuario y actriz secundaria— así como los acreditados en el festival internacional de Cannes —mejor actriz para Virna Lisi y premio del jurado para Patrice Chéreau— desmienten por completo tales afirmaciones. La reina Margot, por donde se vea, es una excelente película y no hay más que decir.

Conspiración bufonesca

        También se estrenó en formato VHS la última cinta donde, una vez más, el director Richard Donner y Mel Gibson unieron fuerzas –o, mejor dicho, debilidades. El complot (Conspiracy Theory, 1997) llegó a los estantes de las tiendas de video, al lado de Profundo carmesí,  con suficientes copias como para satisfacer el hambre de un público incauto el cual, sin duda, se perdió de su exhibición en las salas de cine ya que sólo un acérrimo masoquista se atrevería a ver este churrazo por segunda ocasión.
        En esta colaboración Donner-Gibson —las anteriores fueron la trilogía de Arma mortal y Maverick— el protagonista es Jerry Fletcher (Gibson), un taxista neoyorquino que se la vive inventando descabelladas conspiraciones y espiando a Alice Sutton (Julia Roberts), trabajadora del departamento de justicia norteamericano. De tantas suposiciones increíbles, una parece dar en el blanco. Pronto Jerry será presa de enigmáticos perseguidores, entre ellos el doctor Jonas (Patrick Stewart), y tendrá que utilizar todo su poder de convencimiento para que Alice le ayude.
Un tufo plagiario, con olor a Taxi Driver, y otro bastante indulgente, con esa gratuita autoreferencia donde Donner coloca con calzador su Ladyhawke —algunos traductores la llaman El hechizo del águila y otros El hechizo de Aquila, así que no hay por donde atinarle—, apenas logran distraer al espectador del aberrante resultado. La tarea histriónica del antiguo Mad Max se reduce a usar una gorrita a la usanza del Chómpiras. Fletcher es un tipo tan paranoico que alcanza con mucha facilidad la ridiculez. El que tenga más problemas mentales que el Travis Bickle de Robert De Niro lo hace irreal. Es la versión bufonesca del antihéroe de Taxi Driver. Sus neurosis y fobias, de tan exageradas, se tornan poco admisibles. Fletcher, en ese delirante nerviosismo, es además un refrito del loco personaje de Arma mortal (que, para colmo, va por la cuarta parte). Jerry también hace ricos a los ferreteros, a los productores de candados y se echa cada metáfora loca para ilustrar el amor —tirarse del edificio Empire State— o las drogas —gravy para el cerebro. Posee demasiado tiempo libre para ser un taxista que martiriza con pláticas idiotas a sus clientes y que, de paso, nunca se estrella con otros automóviles aunque se distraiga cada minuto. Mínima piedad puede conseguir Jerry del espectador tras su deseo inconsciente de involucrarse en una conspiración. Cuando es torturado, no convencen sus berreantes gritos capaces de desbancar al propio Jim Carrey. No hay nada más cómico en El complot que la graciosa huida de Mel Gibson de sus victimarios en silla rodante esquizofrénica. Ni qué decir de la lógica de Alice Sutton. He aquí a la única mujer que soporta con paciencia acosos y voyeuristas intromisiones del arrugado Jerry en un país donde abundan maniáticos y asesinos. No conforme, la dulce funcionaria lo ayuda a huir con el rostro impasible aunque sigan sosteniéndose las sospechas contra él. Eso sí, ni a Fletcher ni a Alice ni al maloso doctor Jonas hay que repetirles las cosas. No vaya a dudar la gente de sus grandiosas habilidades intelectuales. Como cualquier filme de Donner, en especial Maverick, las dos horas y minutos parecen una eternidad. El ansiado fin no llega nunca. Mientras en la primera parte Jerry sirve de bufón con pueriles payasadas, en la segunda el jueguito de tarados empieza a hartar porque el argumento carece de pies, brazos, coherencia o algo semejante. Al último, el taxista lunático resulta ser víctima de un lavado de cerebro, de una terrible intriga que busca reclutar homicidas y compradores compulsivos de libros a base de métodos nada amables como el visto en Naranja mecánica. Formas más persuasivas de crear zombies y autómatas es a través de la industria fílmica de Hollywood y sus, por lo regular, bodrios en serie. No cabe duda. Este complot es de los malísimos.

Surrealismo en el reino mágico

        Las euforias titanescas y los oportunistas exhibidores cinematográficos detonaron el estreno, a la par de Brasco, de otro título melcochón que llevaba enlatado más de un año: La sangre que nos une (Marvin’s Room, 1996). Con dicho largometraje, muy anterior al mastodonte de James Cameron, las salas aprovecharon el hambre de las mujeres por el eterno púber Leonardo DiCarpio. Pero toda fémina que soñó con ver al sexy alfeñique salvando señoritas de sociedad de una catástrofe marítima se decepcionó al darse cuenta de que, en este descarado comercial de la compañía Disney, su papel es sumamente secundario.
       La sangre que nos une es la historia de Bessie (Diane Keaton), una cuarentona de amplia sonrisa que debe cuidar a su anciano padre Marvin (Hume Cronyn) y a su enajenada tía Ruth (Gwen Verdon). Al enterarse por boca del doctor Wally (Robert De Niro) de que tiene leucemia, rompe los veinte años de silencio con su egoísta hermana Lee (Meryl Streep). Esta neurótica, en cambio, ha engendrado a un mitómano llamado Hank (Leonardo DiCaprio) y a un cuatro-ojos conocido como Charlie (Hal Scardino). El viaje de Ohio a Florida hará posible la burda reunión de achacosos.
       La sangre que nos une bien podría verse en pantalla chica. Posee una anécdota tan sosa como las de las películas hechas para la televisión. Es a todas luces mediocre, somnífera, intranscendente y tan menor como un filme programado en el canal Hallmark. Por ello, se sienten desperdiciados los talentos de Diane Keaton, Meryl Streep y Robert De Niro. Sin importar lo anterior, estas dos actrices conquistaron en 1997 sus obligadas menciones: Streep para el Globo de Oro —el cual se llevó la británica Brenda Blethyn por Secretos y mentiras— y Keaton para el Óscar —arrebatado por Frances McDormand en Fargo. A Leonardo DiCaprio, al menos, le asignaron un papel acorde con su físico: el del adolescente pirómano y mentiroso con serios problemas mentales. Le sale bien y es creíble. Pero como el cine imita a la vida, ahora el galán hollywoodense debe estarse retorciendo del coraje por omitirlo la Academia en las nominaciones del Óscar. Además de los rostros que despliega, esta cinta ofrece anecdóticas migajas a los espectadores: uno que otro momento chusco, escenas azucaradas, ancianos desesperantes, cuarentonas secas y jóvenes algo desubicados. Pero, cuando la situación apremia, la peculiar familia siempre puede huir al mundo de Disney y así olvidar sus conflictos, enfermedades y rencores. Tibia excusa para exhibir caritas felices, juegos mecánicos, multitud babeando por el septuagenario ratón y gratuitas alusiones a un sinnúmero de obras disneyianas —Peter Pan, Cupido motorizado, Dumbo, Alicia en el país de las maravillas, entre otras. Claro, no puede faltar la mojada en la montaña de los troncos. A la irrisoria y surrealista secuencia donde Bessie se desmaya a los pies de Tribilín nomás le faltó un empleado de la compañía Disney que, con expresión amable y dientes perfectos, le dijera que no estaba permitido desmayarse ahí ni mucho menos escupir sangre por ser el lugar más feliz sobre la tierra. Difícil creer, además, que la pobre enfermita fuera llevaba en brazos de Tribilín hasta el lecho de Mickey para su pronta recuperación. Nada más ilógico. Tras la visita a Disney, las cosas empiezan a arreglarse. El parque mágico remedia lo que no pudo hacer el mismo Freud con su psicoterapia. La hermana mala saca a flote su bondad. La hermana buena, su corazón. Armonía y felicidad llegan por fin. Sin embargo, la fea acabó siendo La sangre que nos une.

La reina Margot (La reine Margot, 1994). Dirigida por Patrice Chéreau. Producida por Claude Berri. Actúan: Isabelle Adjani, Daniel Auteuil, Jean-Hugues Anglade, Vincent Perez, Virna Lisi y Miguel Bosé.
El complot (Conspiracy Theory, 1997). Dirigida por Richard Donner. Producida por Joel Silver y Richard Donner. Protagonizada por Mel Gibson, Julia Roberts y Patrick Stewart.
La sangre que nos une (Marvin’s Room, 1996). Dirigida por Jerry Zaks. Producida por Fiona Finlay, Jane Rosenthal, Scott Rudin y Robert De Niro. Actúan: Diane Keaton, Meryl Streep, Leonardo DiCaprio, Hume Cronyn y Robert De Niro.
 

Publicada en La tolvanera el 9 de marzo de 1998.

 
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