Miguel Báez Durán
Un
hombre gordo y desaliñado, de lentes y cachucha, entra a una institución
bancaria en Michigan, Estados Unidos, para abrir una cuenta y recibe como
premio a su elección un arma de fuego. Después de examinarla
y aprobarla, se vuelve hacia la empleada y le pregunta con una mirada socarrona
si no considera peligroso para el banco regalar armas de fuego a cambio
de la apertura de una cuenta. Al cabo, sale triunfante y sonriente del
lugar agitando el rifle por encima de su cabeza.
Este es sólo el comienzo del documental Bowling for Columbine
(2002) —en castellano, algo así como Jugando al boliche por Columbine—
dirigido por el irreverente Michael Moore, ese mismo hombre gordo y desaliñado
de las primeras imágenes. El título de la cinta —recibida
con aclamaciones en mayo del año pasado durante el festival de Cannes
y primer documental en competición después de cuarenta y
seis años de la ausencia de este género entre las aspirantes
a la Palma de Oro— hace alusión a la tragedia ocurrida en abril
de 1999 en la preparatoria Columbine de Littleton, Colorado, suburbio de
Denver, y su contenido, aunque no se refiera de forma directa a temas tan
de moda en el país del norte como el terrorismo o Irak, le otorga
al espectador algunos indicios sobre el origen de la violencia dentro (y
por ende fuera) de los Estados Unidos. Tampoco se trata de un acto de beneficencia
a favor de los sobrevivientes en el boliche de la localidad. Moore, con
humor tan despreocupado como su aspecto y tan desenfadado como pudieran
admitir los límites del buen gusto, es además responsable
de otros documentales provocadores de polémicas en su país
como Roger y yo (1989), del programa de sátira política
La
cruel verdad y más en corto de un libro sobre el gobierno actual
de George Bush Hijo que estuvo censurado durante algún tiempo tras
los ataques del once de septiembre por cuestionar, entre otras gracias,
las relaciones financieras del presidente gringo con Osama bin Laden. La
censura le costó a Moore ser uno de los autores más vendidos
del año pasado.
Aunque por su título se podría suponer que la temática
del filme sólo gira alrededor de Columbine, esta presunción
provocaría conclusiones falsas. Los asesinatos de la escuela preparatoria,
cometidos por los ahora infames (y aún más famosos que sus
víctimas) Dylan Klebold y Eric Harris, sirven más bien como
excusa para analizar y denunciar el problema de la violencia y las armas
de fuego en los Estados Unidos. A pesar de que el ejemplo lacerante de
Columbine siga flotando durante la cinta entera, el punto central es cuestionar
la cultura estadounidense desde la médula para encontrar respuesta
a tantos asesinatos carentes de sentido. Por lo tanto, Moore le plantea
varias preguntas al espectador. Entre ellas, ¿por qué en
Estados Unidos mueren más de once mil personas cada año en
incidentes relacionados con armas de fuego, cifra apabullante si se la
compara con las de países como Japón, Gran Bretaña
o Canadá? Y si los medios masivos de comunicación, las asociaciones
de padres de familia y las autoridades le echaron la culpa de la tragedia
en Columbine a la música de Marilyn Manson, a los juegos de video
y a las películas de Hollywood, ¿por qué no hicieron
lo mismo con el boliche —de ahí la otra parte del nombre del documental—
ya que ese deporte era el que estaban practicando Klebold y Harris justo
antes de la masacre? Este planteamiento conduce a su punto climático
cuando Moore aparezca al lado de dos de los sobrevivientes de la masacre
(uno de ellos en silla de ruedas) frente a K-Mart para manifestarse en
contra de la venta de balas en esta cadena de supermercados pues fue ahí
donde los dos jóvenes asesinos consiguieron alimentar sus rifles
y metralletas.
Pero Moore no se conforma con lo poco. Luego de exhibirse como un entusiasta
de las pistolas de juguete desde su infancia y confesarse ganador de un
concurso de tiro en su juventud, entrevista a miembros de grupos paramilitares
convencidos de que sólo ellos podrán defender a sus familias
y a sus pertenencias del ataque de un enemigo nebuloso y, con ello (sin
necesidad de otro instrumento que su cámara) pone en evidencia la
estupidez de estas personas. Durante las dos horas del largometraje, el
realizador logra alternar momentos en verdad desgarradores con los hilarantes.
De entre los primeros se encuentra una secuencia armada con la canción
“What a Wonderful World” como fondo musical y con imágenes sangrientas
de las muchas intervenciones de los Estados Unidos fuera de sus fronteras
destacando los nombres de Chile, Panamá y, por supuesto, Afganistán,
cada una con su saldo aproximado de muertos. Como remate, los ataques del
once de septiembre también con su número de fallecidos, bastante
menor de compararse con los anteriores. Sólo con la ayuda de estos
escasos minutos, más de uno en Estados Unidos consideraría
a Moore como antipatriótico y traidor. En cuanto al factor de la
hilaridad, el director se alía con animadores del estilo de South
Park (Matt Stone, uno de los creadores de la serie, por cierto, asistía
a la preparatoria Columbine) para completar otra secuencia, esta vez en
caricatura, en la que se resume la historia de paranoia, miedo y angustia
de los Estados Unidos, desde la llegada de los colonos en el Mayflower
hasta nuestros bélicos días. Al final, concluye el recorrido
por el tiempo con una perfecta familia de los suburbios pequeño-burgueses,
una familia feliz pero ahora sí que, como canta el lugar común,
armada hasta los dientes, una familia como podría haber sido la
de Klebold o la de Harris.
Ante esta obsesión de vivir guarecidos en un búnker con cáscara
de residencia, Moore realiza un viaje hacia su frontera norte, la de Canadá,
país donde según la densidad de población hay tantas
armas de fuego por cada habitante como en Estados Unidos. Si los canadienses
y los estadounidenses son tan parecidos, parece afirmar Moore, ¿por
qué sus vecinos del norte no se matan al mismo ritmo que ellos?
Compara así las costumbres en ciudades tan pequeñas como
Windsor, más allá de Detroit, y en no tan pequeñas
como Toronto donde en algunos sectores, descubre sorprendido el realizador
por su propio pie y propia mano, la gente no cierra sus puertas con llave.
Al preguntarles por qué razón se muestran tan confiados en
el género humano, ellos sólo se encogen de hombros. Algunos
afirman haber sido víctimas de robo o vandalismo una o dos veces
en sus vidas. Pero eso es todo. De regreso en su país, Moore se
presenta frente al productor del programa Cops (ya refriteado en
nuestras tierras) y le prepara el camino para admitir que el retrato negativo
de las comunidades negra e hispana bosquejado por su bodrio televisivo
se debe al afán de mantener un alto nivel de audiencia. Moore le
propone, con su característica mordacidad, una emisión donde
se persiga no ya a raterillos de poca monta, sino a los criminales de cuello
blanco (léanse los de Enron).
Todos los caminos conducen a Ben-Hur. Al menos así se dibuja el
trayecto de Moore cuando por fin llega a la residencia del actor Charlton
Heston, presidente y portavoz de la “National Rifle Association” (NRA),
principal defensor del derecho de posesión de un arma de fuego en
los Estados Unidos. Ese mismo gordo desaliñado del principio del
largometraje se aprovecha de su membresía vitalicia de la NRA (increíble
pero cierto) para tener acceso al actor y la entrevista le es concedida.
Heston, antes Ben-Hur o Moisés en mamotretos bíblicos de
antaño, es aquí la encarnación del hombre de raza
blanca, alto, impotente, republicano, conservador, ceñido por viejas
tradiciones pero también decrépito y degradado. Se enfrenta
entonces a los cuestionamientos de Moore: ¿Por qué organizar
mítines de la NRA en comunidades afectadas por homicidios premeditados
y accidentales cometidos con armas de fuego? No hay respuesta. ¿A
qué se deben las más de once mil muertes cada año
por estas mismas causas? ¿Qué tienen de diferente los Estados
Unidos de países como Canadá donde abundan las armas de fuego
o Japón donde abundan los juegos de video o de cualquier otra parte
del mundo donde abundan las películas hollywoodenses? Heston titubea.
El anciano plantea por fin la hipótesis de la diversidad cultural.
A ella le echa la culpa. Es el colmo de la idiotez y la intolerancia. No
hay manera de retractarse y termina la entrevista con cierto aire abrupto.
El director sólo le deja como recuerdo a la estrella apagada la
foto de una niña de seis años oriunda de Flint, Michigan
(pueblo natal de Moore) muerta en la escuela primaria gracias a un accidente
por arma de fuego. El argumento del realizador no es nada endeble.
Sin embargo, se le podría criticar a Moore la forma radical de presentar
el asunto y de erigir a Heston como tótem de la ignorancia y a Marilyn
Manson —también entrevistado antes de uno de sus conciertos— como
faro de la razón. Resulta obvio el carácter antitético
creado por Moore a la hora de abordar a estas dos figuras públicas.
Por un lado, a mitad del documental, la entrevista del músico sumido
en sus duelos fantasmales con voz ronca pero articulando a la perfección,
con claridad y haciendo notar que no es un pueblerino. Por el otro, en
los últimos minutos, la plática del actor aislado en su mansión
de Beverly Hills con palabras confusas, balbuceos acordes con su edad y
el franco patetismo de alguien congelado en la ideología de otros
tiempos. Y aunque Manson es el único que da una hipótesis
lógica sobre la locura de Columbine (“Lo único que necesitaban
Klebold y Harris era ser escuchados”), no deja de ser criticable la figura
pública de este rockero no tanto por sus constantes intentos de
escandalizar desde lo superficial (maquillaje, ropa oscura, trasgresión
genérica, palabras altisonantes e invocaciones al diablo) a una
sociedad puritana y fácilmente escandalizable sino por sacar provecho
económico de esta supuesta imagen contestataria y demoníaca.
A pesar de lo anterior, no dejan de ser persuasivos los embates de Moore
contra la cultura del terror en los medios estadounidenses, una cultura
según la cual lo más apremiante es proteger territorio y
propiedad privada contra el enemigo cuya diferencia puede ser racial, cultural,
religiosa o sexual. No importa en realidad quién sea mientras exista
siempre la amenaza de ese enemigo oculto que hoy puede ser un musulmán
iraquí o un afgano terrorista puesto que ayer era un ruso comunista,
un kamikaze japonés o un nazi alemán. Y si se trata de crítica
y diversión fundidas, de aleccionar al mismo tiempo que se arranca
una carcajada, Michael Moore logra dorarle la píldora a sus espectadores
como pocos cineastas lo hacen. Quizás a la larga este documental
tenga la distribución que merece en nuestro país. Aunque
eso sería pedir milagros.
Publicado en Acequias
la primavera de 2003.
—Bowling
for Columbine (2002). Dirigida por Michael Moore. Producida por Kathleen
Glynn y Jim Czarnecki.
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