El caparazón

Miguel Báez Durán
        Claudia se asusta cuando las rocas hieren la ingle del carro. Pretende no escuchar el “ay, güey” que Edmundo murmura. El automóvil vuelve a quejarse y otra altisonancia se le escapa al conductor, bien quedito, sin quererlo, por respeto a ella que va en el asiento de atrás; pero, paradójicamente, también por consideración a Joaquín, el copiloto. Un brazo huye de la camioneta guiadora. Indica hacia el sur. Varios chillidos femeninos explotan en el Golf de enmedio. ¿Hasta dónde nos va a llevar este cabrón?, pregunta Joaquín luego de treinta minutos de plática entre los tres y de otros diez de estar callados. Lo mismo, aunque sin el cabrón, se cuestiona ella al mirar los dos vehículos precedentes. Han cruzado, en caravana, Torreón, Gómez Palacio y Lerdo. Han pasado León Guzmán y los puentes Cuates. Ahora, van casi a orillas del Río Nazas por ese camino sinuoso que altera los nervios de Edmundo, enmudeciéndolo, y los de su lastimero Cutlass.
        Si mi papá supiera que íbamos tan lejos a lo mejor no me habría dejado venir, piensa Claudia. Bastante trabajo le costó convencerlo de permitirle ir con sus amigos y amigas al río ya que, en casa, existe la política de “sí” a las farras y a los desmanes para los hijos y “no” a las pijamadas y a los días de campo para las hijas. Sólo sus interrupciones al televisor –¡ándale, papá!, déjame ir, ¡tengo veinte años!—, sirvieron bastante para ablandar las reglas domésticas. Bueno, está bien, niña, pero déjame ver el partido, claudicó él tras media hora. Se reunieron a las nueve de la mañana para desfilar a lo largo de la Comarca Lagunera. Claudia bajó de los dominios paternales con cachucha, lentes oscuros, hielera, audífonos, protector solar y la orden de irse en el mismo carro que Elsa. Con calculada rebeldía, escogió a Edmundo y a Joaquín como escoltas. En ese tambaleo, recuerda el semblante de su padre. Concluye si se entera me mata. A Edmundo no lo conoce tan bien. Sin embargo, desde el ingreso a la universidad, ha admirado sus modales, su educación y el implícito respeto que todos le tienen. Por eso, siente seguridad.
        Magda y Elsa, desentendiéndose de las maniobras de Catalina en el volante, levantan las manos. Los saludan por sexta ocasión cual reinas ejidatarias. Bonito pretexto para voltear, reflexiona, ni que fuera a violarlos. Néstor, el líder de la procesión, baja de su camioneta y deja la última señal, un paliacate incoloro, para que los cinco invitados restantes los alcancen entre los vericuetos trazados por la ribera del Nazas. A ver si estos imbéciles ven las señales, dice Joaquín sin obtener reacciones del piloto o de la pasajera. Metros y piedras después, Edmundo acomoda el auto bajo la sombra proporcionada por los pétreos brazos de los árboles. Néstor examina a la derecha el campo raso, nevado de luz, y reconoce su idoneidad para jugar en él beisbol o futbol. Claudia desembarca, estira sus extremidades, se tapa con la cachucha y se pone los lentes oscuros a sabiendas de que si se quema la cara demasiado tendrá que enfrentar, al atardecer, el sermón maternal del cáncer en la epidermis. Atraviesa el camino y observa el verdoso cauce mientras su tenis acaricia el caparazón de lo que fue una tortuga.
        Envuelta en ese sopor, Claudia escudriña a los demás. Joaquín lleva un sombrero de paja, cercano a lo ridículo, pantalón corto y huaraches. Su indumentaria y su cabello castaño, tirándole a rubio, son la estrambótica imagen de cualquier turista gringo en Mazatlán. César, de escuálida delgadez, se asemeja a un insecto ante la existencia nestoriana. Ambos se mientan madres y apuntan un rifle de postas a los pájaros, sin lograr herirlos. Elsa, Magda y Catalina se han separado del Golf. La llaman para buscar juntas un recodo aislado donde puedan amainar sus necesidades. Aunque no es tan incontinente, decide acompañarlas y, sólo entonces, le da razón a Piedad, quien se negó a ir por la total ausencia de excusados. A ella no le preocupó tanto ese hecho. Sabe aguantarse las ganas. Su vejiga es un cofre bajo llave y, para mantenerlo sellado, recuerda los estrictos entrenamientos de su hermano menor sobre la bacinica. Yo creo que aquí está bien, anuncia Elsa, no nos ve nadie. La atormentadora y posible visión de una hormiga, araña o cualquier bicho subiendo por sus piernas, recorriendo su apenas tupido sexo y acomodándose en su clítoris le produce asco. Decide, ahora sí, aguantarse las ganas. Magda y Catalina se esconden en dos arbustos separados. A Elsa no le importa ser vista. Con una completa falta de recato y exagerada confianza, se baja el pantalón y los calzones, para luego ponerse en cuclillas. Claudia da media vuelta. En vez de ver a su amiga orinar, vigila que ningún mirón las haya seguido.
        Al regreso, Elsa le roba la mano y reafirma sus emociones. Ramiro va a venir más tarde con Iván y Marcelo, dice entre susurros. Aún así, Catalina escucha y cruza miradas con Magda. Iban a trabajar antes de alcanzarnos, espero que no se pierdan, ¿tú crees que nos encuentren?, ¿tú crees que vean el paliacate de Néstor? Claudia se libera con una frase vacía. Elsa la ha torturado un mes con pláticas afines que redundaban en el ser menos atractivo sobre el globo terráqueo. Nadie podía negar su tenacidad ni su inteligencia. Pero, por lo que a ella concernía, sus rasgos aindiados, lacónica estatura, tez morena, dientes deformes y cabellera en casco eran obstáculos insalvables para un amorío.
        Cuando el ecléctico grupo se reúne, nota aliviadas las caras de los muchachos, quienes han imitado a las mujeres en satisfacer sus urgencias. Néstor, César y Joaquín, ya con las cervezas Corona en mano cual puñetera imitación, proponen un juego. Catalina y Elsa sacan del carro pelotas, guantes y bates. Néstor y Joaquín empiezan a formar equipos. César coloca vasos vacíos para señalar el cuadrilátero. Edmundo hace una breve visita a su Cutlass y retorna con un libro atrapado en la siniestra. Joaquín y las muchachas le insisten para que participe. Es que quería leer un rato antes, justifica su apática actitud, aparte no sé jugar, no me gusta. Ándale, no seas así, se esfuerzan Néstor y César. Por fin, accede. Claudia se alegra por él. El partido transcurre entre quejidos de cansancio eructados por Catalina, discusiones entre Néstor y Joaquín al mandar ambos la pelota tan lejos y las sorprendentes bateadas de Edmundo. Al concluir, recogen los utensilios para el juego. Ellos van a la camioneta por más Coronas. Ellas, en cambio, se tumban sobre el césped. Échate una, Mundo, manifiesta César viéndolo desarmado. Al rato, al rato me tomo una, de veras, ahorita no, gracias.
        Elsa arranca a Claudia del aletargamiento. Acompáñame por mis lentes, ¿no? Adivina para qué requiere asistencia en una búsqueda tan simple. Ya tardaron mucho, ya deberían estar aquí, ¿tú crees que lleguen?, ¿y si se perdieron? No seas mensa, replica, no te preocupes. Fuera de los dimes y diretes preparatorianos, tiempo en el que se hicieron amigas, Elsa nunca había estado tan entusiasmada con un hombre –si dicha denominación, deduce Claudia, se le puede aplicar a Ramiro. Por ese lado, se alegra en la felicidad de su compañera. Por otro, sin embargo, le disgusta que tal inclinación se dirija a alguien como él. Alguien, sí, buena gente, pero poca cosa. Piensa no poder soportar otra conversación sobre el sabelotodo de barriada, aunque termine, sin desearlo, apoyando a Elsa.
        ¿Qué?, otro juego, ¿no?, ora un futbolito, pide Néstor. El resto del grupo lo secunda. Los mismos equipos se enfrentan en una contienda de patadas y goles. Tras más jadeos de Catalina y un rápido empate, se suspende la actividad por el atisbo de un Sedán carmesí. ¿Quiénes son?, investiga Claudia. Son Rebeca y Julio, le informa Néstor, espero que traigan más chelas. La pareja emerge del escarabajo rojo. A ella no le caen bien y, como con sus ganas de orinar, se aguanta. También piensa que Néstor es muy cándido si cree que ese petimetre vestido de vaquero va a compartir una gota cervecera con él. Se acercan e intercambian saludos, apretones de mano y besos en mejilla. Claudia construye una expresión feliz para Rebeca. Suelta su “hola”. Planta los labios al aire sin evitar la repugnancia. Los brazos gordos y pálidos, la quijada en óvalo, los modales de niña fresa y la reincidente pichicatez degradan la ya deleznable opinión que tiene de ella. ¿Qué, mi Julito?, ¿trajiste las chelas?, inquiere Néstor con un fulgor en los ojos. No, güey, no pude, no te sulfures, ahorita hacemos cooperacha y vamos al pueblo por unas.
        El ratón vaquero, como lo ha bautizado Claudia interiormente, deambula pidiendo billetes, una de sus pocas virtudes, hasta llegar a Edmundo con la mano estirada cual méndigo mendigo. Él saca un papel azul. Ella se asombra hasta la ira. Intercepta a Edmundo en cuanto el bocho desaparece llevándose a Julio y a Néstor, cuyos paladares ansían el néctar etílico. ¿Por qué le diste dinero si tú ni tomas? Para que se callara, aparte, ¿qué tiene?, déjalos pistear, le contesta él sin resentimientos. Cómo eres bruto, Mundo, responde Claudia. Joaquín y César extraen el carbón y el disco de un carro. Catalina, con sus ojos saltones, les cuenta a Magda, Elsa y Rebeca las vicisitudes sufridas con su pretendiente imaginario. Ellas resisten sus inventos como compensación por los aventones y los litros de café gratis. Cuando las insulsas anécdotas terminan, Rebeca levanta el mentón. ¿A dónde va este inútil?, execra al pasar el VW, otorgándole su entonación más pedante a la palabra inútil, ¿y las pinches Coronas? Julio y Néstor regresan a los quince minutos. Joaquín y César han encendido, con supremos esfuerzos, el carbón. Vámonos para allá, grazna Julio, está más cerca del río. Claudia aprieta los molares. Condena a tal advenedizo. Ay, sí, lo apoya Rebeca sin ni siquiera conocer el lugar, tienes razón, vámonos para el río, aquí está muy feo, ¿cómo se les ocurrió pararse aquí?, hay que comer allá como dice Julio. Joaquín lanza una docena de maldiciones y otros cuantos recordatorios del diez de mayo. Ya ni la friegas, se retuerce César, acabamos de prenderlo, yo ya tengo mucha hambre. La necedad de Julio no encuentra rival. No sean mamones, vámonos, aquí está bien jodido. Claudia alberga legítimo asco cuando ese incitador logra su meta: llevar el campamento a las orillas del Nazas.
        Los carros se enfilan, uno detrás del otro, quedando a tan sólo centímetros del precipicio y del pantanoso caudal. Julio y Rebeca reciben triunfantes la camioneta de Néstor, la que Claudia habita. Le hacen señas para acomodarse. César se pone lívido. Grita pérate, güey, hazte para la izquierda o nos caemos. ¿Qué les dije?, los cuestiona Julio, ¿a poco no está más chingón aquí? Joaquín y César encienden, otra vez, el fuego. Voy a poner un poquitín de música, anuncia Catalina. La modosa Atenea, por sus ojos de lechuza, trepa al Golf y baja las ventanas. No demoran los melosos mugidos de Alejandro Fernández para sazonar la atmósfera de rancho. Edmundo se recarga sobre un tronco roído. Sostiene entre sus manos el grueso volumen. ¿Qué lees?, pregunta Joaquín. La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, contesta él. ¿En qué vas?, inquiere sin conocer el libro o el autor. En que Gall viola a Jurema. Joaquín y Néstor contribuyen con un chiste lúbrico sobre violaciones. Tras sendas risotadas, Edmundo continúa con la lectura. Claudia rehuye a Alejandro Fernández y a su mediocre versión del My way franksinatresco. Está a punto de colocarse los audífonos y así dormitar con Jaguares, cuando Elsa la interrumpe. ¡Ya llegó!, ya llegó Ramiro.
        La colectividad, con esa apasionada al frente, sale a recibirlos. Claudia se atrasa a propósito. Marcelo pasea su enanismo de metro y medio. Ella debe inclinarse para el beso en la mejilla. Con Iván no lo hace y con Ramiro permite entrever, en el mínimo contacto entre cachete y cachete, su desdén. Edmundo se levanta, se sacude la tierra con resignación y deja su libro a un lado. A Iván le otorga con autenticidad el fraternal saludo. De ahí, pasa a Ramiro. El “cómo estás” es indiferente. Por último, sus pupilas delatan un destello angustioso opacado por la pseudo-mueca y la amalgama de manos con Marcelo. Entre gritería e insensateces, el grupo vuelve a fundirse. Apresuran a Joaquín para que el manjar esté listo. La hielera de las Coronas es manoseada con intolerable constancia. Sólo ella percibe la desesperación de Edmundo, tan cercano a una bestia de zoológico que, a pesar de su hambre y sus miedos, debe fingir tranquilidad ante los (in)humanos visitantes. Se percata también de la ausencia de Elsa.
        Claudia interroga a Catalina quien, sedienta de amor, está acostada sobre Marcelo casi cubriéndolo y es semicircundada por sus velludos y cortos brazos. Fue a caminar con Ramirito, confiesa con picardía. Edmundo se incorpora otra vez y aprieta su fetiche empastado sin decir a dónde va o por qué prefiere estar solo. Julio y Rebeca pierden el pudor entre salivazos y caricias. Iván, Néstor y Magda vapulean la participación del Santos en su más reciente partido. Claudia no se fija en ninguno de ellos porque la preocupación la hace sucumbir. Imagina a Ramiro haciendo arrumacos con Elsa, susurrándole insípidas flores al oído y tocando apenas sus esponjados cabellos. Lo que más le aterroriza no es lo que hagan o no hagan, sino el efecto de tal aislamiento en los demás. Puede pronosticar los aullidos en cuanto comparezcan, los sucios albures, la carrilla, las exclamaciones sobadas, los adjetivos que ensalcen al macho Ramiro, aunque denigren a la hembra Elsa. Ya no lucubra. Ahora sí se coloca los audífonos para también callar sus reclamos estomacales. Esto me pasa por venirme en ayunas, reflexiona cuando caen los párpados.
        Poco antes de terminarse el lado A, Magda la requiere. Ya está la comida, vamos a buscar a Mundo. Lo llaman a gritos sin arrancarle respuesta. Oyen la sonora invitación que los otros extienden, hacia Elsa y Ramiro, al festín. Tampoco obtienen éxito. Ahí está, señala Claudia al descubrir una sombra frente al río. En la proximidad de las aguas, Magda contempla unos peces y se entretiene. Ella, en cambio, corre hacia Edmundo. Le fascinan su serenidad, su nuca enrojecida por el sol, sus cabellos oscuros. Él, como animal que huele el asechamiento de su cazador, gira entristecido. ¿Qué tienes?, ¿por qué tan solo?, lo cuestiona. Quería leer, disipa la interrogante. Ya está la discada, ¿no vienes? Al rato. ¿Estás bien?, repite ella la intromisión. Sí, claro que estoy bien. Edmundo se frena para escoger sus oraciones. Hay días, prosigue y clava la vista en la profundidad del Nazas, en que me canso de lo mismo, de la rutina y, sobre todo, de este silencio, no me deja en paz, quisiera gritar o golpear a alguien, pero no tendría caso. No te entiendo, se sincera Claudia. No importa, al rato voy a comer, gracias por venir a avisarme. Pues córrele o se tragan todo, aconseja ella. Lo abandona, se une a Magda y juntas van por sus alimentos.
        Los presentes ya disminuyeron el asado. O nos servimos o no comemos, incita Magda. Nomás dejen algo para Elsa y Ramiro, todavía no llegan, ordena Joaquín. No, ¿por qué?, para cuando regresen ya van a venir bien comidos, agrega Marcelo. Estallan risas desagradables a Claudia. Edmundo avanza hacia ellos cabizbajo. Se sirve una raquítica porción, come con prisa a la diestra de Marcelo –quien lo ignora—, escucha con fastidio algunas alusiones lascivas, deja el plato entre la basura y se aleja sin despegarse de su Vargas Llosa.
        Joaquín propone nadar en el río. Néstor, Iván, Magda y Claudia lo siguen. El líquido cura su piel ardiente y la ansiedad por la escapada de Elsa. Sus pies no tocan fondo, pero sabe mantenerse a flote. Desde donde se zambulle, divisa a un insignificante Edmundo. Él no lee, ni siquiera en esa taciturna misantropía, y ella intenta encontrar una explicación. Siempre opinó que Mundo era ajeno a las eventualidades, imperturbable ante cualquier persona, cosa o circunstancia. Se pregunta qué lo tensa hasta la melancolía y qué lo empuja a resguardarse en ese libro. Se cansa de nadar. No en balde ha soportado la intemperie, jugado beisbol y futbol sin desfallecer y buscado compañeros perdidos. Los secos están en el amodorramiento de la parcial penumbra. Libre de humedad, Claudia consulta su reloj. Son las siete quince. Edmundo arriba sin despegar la boca. Hola, ¿dónde andabas?, rompe ella con tal mutismo. Por ahí, divaga él alerta a la reacción de Marcelo. Parece envidiar el carisma y la forma cómo los seduce con sus chistes. Claudia intuye esa recalcitrante amargura. El gnomo atrae más la atención con sus chascarrillos, con sus improperios, que él, con su educación y modales. Reconoce, en Edmundo, un indicio de egoísmo.
        Los muchachos y Magda se aproximan empapados. Néstor llama con su potente voz a Ramiro. Un lejano y nítido “ya voy” hace eco. Déjalo, interviene Marcelo, se ha de estar dando tamaño banquete y además así nos demuestra que no es puto. Edmundo, consciente de la inspección de Claudia, finge reír. Más chabacanerías son celebradas. Él falsea su entusiasmo. Échate una antes de que se acaben, Mundo, lo acosa Marcelo. ¿Nomás una?, hasta cinco me echo, compa. Claudia se sorprende por segunda ocasión ante su actitud. Mira con estupor cómo remueven las gélidas entrañas de la hielera y cómo Edmundo empina el frasco para consumir extáticamente su líquido. Su seguridad se olvida de ella. Su distante protector la ha traicionado. Se decepciona de él por permitir la manipulación, por volverse otro Ramiro y por complacerlos en sus vacuos rituales, en sus reforzamientos fálicos. Néstor, Iván y Marcelo expulsan, desde sus lenguas, un incontenible fluir de vítores a los no atestiguados logros de Ramiro. Edmundo les entrega un discreto albur para cooperar en esa orgía de procacidades. El respeto que horas antes Claudia profesaba por él se evapora.
        Ya es bien tarde, hace saber Catalina, ya vámonos. Magda la sigue con ridícula lealtad. ¿No vienes, Claudia? Mejor voy a esperar a que regrese Elsa. Pues, por lo visto, vas a esperarte hasta mañana. Quiso abofetear a Catalina por esa insinuación, decirle que, por lo menos, Elsa no limosneaba las caricias de un minúsculo fenómeno. Se contiene al comparar la estatura y la complexión de Ramiro con las de Marcelo. ¡Nos vemos, chicos!, ¡que se la sigan pasando bien!, chilla Catalina desde su Golf y al cabo, bajando a propósito el volumen, dice sobre todo, Elsita. Ay, no seas cruel con ella, le aconseja Magda con fariseísmo.
        Aparecen Ramiro y Elsa. Él se sacude el polvo. Ella ni siquiera trata de arreglarse el pelo. Los rebuznos augurados por Claudia se hacen realidad. Los odia. Los aborrece por manchar a su amiga. Los imagina en sus antros nocturnos como fajadores de desnudistas. Los ve, dentro de veinte años, casados, comulgando en sus iglesias, como represores de las hijas y alcahuetes de los hijos. Los mira ridiculizando a las prostitutas –mientras hacen uso de sus servicios corporales por unos cuantos pesos—, manteniendo los úteros de casa intactos y, los de la calle, profanados. Está enterada de que controlan el mundo, acaparan las oportunidades de estudiar maestrías, obtienen los mejores puestos en el trabajo, no están constreñidos a soportar acosos para obtener un ascenso, no son menospreciados en las aulas. Para ellos, supone, la promiscuidad es signo de hombría en los varones, pero emblema de pecado en las mujeres. Detesta el injusto conteo de los genitales por el cual se le da valor a una persona: entre más vaginas penetradas, el macho sube de cotización y entre menos relaciones sexuales –de preferencia cero— la hembra puede saltar al limbo de las inmaculadas, las aspirantes a ser únicamente madres y esposas. Claudia se afirma, mientras Ramiro ríe orgulloso, que es una sociedad muy pinche la que manda a la horca a una mujer y al trono a un hombre por el mismo acto. Recuerda esas noches con la voz de Elsa. Por teléfono, le confesó ser virgen, le dijo cuánto amaba a Ramiro. Ahora se pregunta si el sabelotodo también era virgen, si ama a su amiga, si exhibe la victoria para reafirmar ante ellos su enclenque virilidad.
        Ése es mi Ramiro, ¿qué?, ¿anduviste comparando pastitos?, vocifera Néstor. ¿Qué, Ramirín?, ¿ya hiciste tu primera comunión?, espeta César. Ora sí ya eres hombre, anuncia Marcelo. Te echaste a tu Jurema, dice Edmundo. La débil mano vuela hasta estrellarse con furia en la boca del que acababa de hablar. ¡Cállate, mustio!, ¡y ustedes son una horda de orangutanes!, remata Claudia contra el vulgar coro. Edmundo se soba los labios. La quietud rige por unos momentos. El rumor de risas contenidas flota en el aire. Elsa mantiene su cabeza gacha. La sorna en la efigie de Rebeca es una afrenta. Claudia profetiza las burlas generales en cuanto se retire y desea que los puercos violen en tumulto a esa arpía.
        Está tan herida como una tortuga con la mitad del caparazón roto. Quiere llegar a casa, ver a sus padres y estar entre cuatro paredes. Aviva a Néstor y a César. Ramiro, Iván y Joaquín se quedan recogiendo la basura, las Coronas desinfladas, los cartones, los restos de comida. Julio y Rebeca no interrumpen su cachondeo. Marcelo y Edmundo ríen, con probabilidad, de ella. Claudia se adelanta a los comentarios del lunes. ¡Imagínense el oso!, afirmará Catalina. ¡Lástima que nos perdimos el número!, lamentará Magda. ¡Qué persignadita!, dirá Rebeca. Se despide con adioses desganados y sube a la camioneta sentándose a un lado de Elsa. Un roce al hombro le recuerda su amistad. En el trayecto, prefiere no hablar frente a los muchachos. Un alivio inmenso la recorre cuando ve el puente rojizo que conecta a Coahuila con Durango. Primero dejan a Elsa. Te llamo en la noche, le dice como despedida. En poco tiempo, el vehículo llega al portón tan conocido por Claudia. Da las gracias, un “hasta luego”, toma su hielera, los lentes oscuros, los audífonos y entra.
        Los padres van, de salida, a una reunión. Ella los abraza como si acabara de llegar de un largo viaje. Se pregunta si su padre fue como ahora son sus compañeros. Le informan dónde van a estar y la dejan sola. Claudia ansía un regaderazo. Entra al baño. Se desnuda frente al espejo en un acto de narcisismo. Es hermosa. Sus senos están bien formados. Sus caderas no son ni demasiado anchas, ni angostas. Sus facciones son finas y delicadas. Deja el autoescrutinio. Se coloca bajo el chorro. Cede a las ganas que durante el día aguantó. No le importa regar la tina con orines. Nada parece importarle. Siente que ha estado lejos un año y no unas horas. Recobra las fuerzas perdidas. Las recobra en ese baño, en los añejos rostros de sus padres, en los hermanos y hermanas, en su recámara –el santuario donde puede ser auténtica y estar segura. Sólo entonces, se quiebra en un llanto de felicidad.

Publicado en La tolvanera el 22 de septiembre de 1997.

Índice
Página principal