Una sola carne

Miguel Báez Durán
        Ramón deslizó la anciana superficie de madera la cual produjo un alarido perturbador. El tapete, al ras del suelo, recibió, gracias al movimiento de sus piernas, la suciedad desprendida por los zapatos. Miró el pasillo desierto y esa oscuridad a la que todavía no se acostumbraban sus pupilas con las acciones escandalosas de la mañana en su conciencia. Aguardaba la reacción de los seniles habitantes de la casa a su paso.
        Pero, parecía indicarle su rebelde pecho, también esperaba encontrarse con ella. Ese anhelo no sólo consistía en adorarla con la vista porque, a diferencia de los días anteriores, ansiaba la prisión de sus brazos, sus hirvientes labios y el cosquilleo de su cabellera. Deseaba realizar lo que fantaseó en sus noches de insomnio y hacerlo sin que las jorobadas sombras de los abuelos intervinieran. Ya cuando pudo distinguir se le presentaron los muebles roídos, las paredes medio pintadas y la loza sucia sobre la mesa.
        —¿Es usted, hijo? ¡Qué bueno que ya vino!— le sorprendió la voz brujeril y el olor a queso de su abuela Toña.
        Él ni siquiera detuvo la marcha para contestar la pregunta y atravesó el pasillo infestado de periódicos húmedos y rodeado de revistas amontonadas casi hasta el techo.
        —¿A dónde va?— preguntó la abuela con pleno conocimiento de que así petrificaría los pies de Ramón — ¿A dónde va con tanta prisa? ¿Eh?
        —¿Dónde está Raquel?
        —En su recámara. ¿Dónde más? Se me hace bien extraño, Ramoncito. Porque ni a desayunar salió. ¿Cómo la ve? ¿No estará enferma esa niña?
        —¿Así que no salió?— lanzó él su desconfianza con las tazas medio vacías del comedor en la mente.
        —Sí, hijo. ¿Se acuerda de don Pancho, el amigo de su abuelo? Pues, fíjese que vino a desayunar y ni así se dignó a salir esta niña. ¿Qué le parece?
        Las odiosas frases de la abuela Toña se perdieron en la indiferencia. Él ya estaba cruzando el Partenón de recuerdos y de papeles con la certeza de hallar, detrás de tales ruinas, a Raquel. Pensó que ningún obstáculo los iba a separar. Ni siquiera los sólidos muros de la moral, la religión o la familia. Menos las rejas de la sangre, esa sustancia que invadía las arterias y desbordaba los cuerpos de ambos.
        Esa mañana, Raquel intentó apartarlo y lo acorraló con tales muros, con sus balbuceos inconsolables y con el llanto, de los que él fue testigo. Pero la desnudez, las níveas manos, los pechos y los idolatrables ojos, no podían engañarlo o esconder el incendio bajo la coraza de su hermosa piel.
        —Yo también te amo— le había dicho.
        No quedaban incertidumbres.
        El abuelo emergió de entre los periódicos como el Cancerbero del avernal cuarto para pisotear sus intenciones.
        —Esa señorita no sale de ahí desde que se fue usted, Ramón.
        La voz de la abuela Toña le martirizó las espaldas.
        —Yo la escuché llorar. ¿No estará enferma la pobre?
        —No se metan— sentenció él decapitando las intromisiones de aquellos dos ancianos nauseabundos.
        Cuando por fin estuvo bajo el umbral de Raquel, el rostro se le encendió al tropezar con dos maletas.
        —¿La corrieron de la casa?
        La abuela se persignó.
        —Ay, hijo, ni Dios lo mande. Ella las habrá dejado ahí.
        El abuelo Nacho apretó el brazo de Ramón con una fuerza pasmosa para cualquier hombre de setenta y seis.
        —No lo vaya a hacer. No permito eso dentro de mi casa. ¿Me oye?
        Su incómoda duda durante las horas en la universidad acabó por disiparse. Los dos imbéciles, a falta de excitación de alcoba, habían escuchado los jadeos, habían descubierto la concupiscencia y habían percibido, por esos oídos cerillentos, el ayuntamiento de carnes. Iba a desafiarlos. La casa era suya. Ya no le importaban las cláusulas que su padre redactara con tanto esmero, previamente a su constante adoración a Baco. Si los abuelos se inmiscuían, acabarían siendo reos de algún asilo famoso por incluir, dentro de sus servicios, la imprudencia.
        —¿Qué es lo que no permitirá?
        Así devastaba años de represión y los dejaba mudos.
        —Ya ni nombrarlo puede— dijo Ramón para luego quitarse con un firme movimiento la tenaza que le impedía ver a su nueva amante.
        —Hijo, por favor, no peleé con su abuelo.
        —Si no quiero pelear. Nomás quiero ver a Raquel, quiero ver a mi hermana.
        La puerta no respondió a sus reclamos.
        —Abre, soy yo.
        —Déjela. A lo mejor se quedó dormida y no quiere que la moleste.
        —Ustedes son los únicos que la molestan desde que llegó, abuela.
        Ya se imaginaba los mojigatos ojos sobre ella, su subsecuente escapada al cuarto y la espera hasta el regreso.
        —Raquel, ábreme, soy yo.
        La inquebrantable quietud alimentó su paranoia. Las preguntas qué podría pasarle a Raquel y por qué no respondía a sus clamores saciaron sus miedos. Prolongar más la separación lo destruiría. A pesar de los sorprendidos semblantes de los abuelos, le otorgó una patada a la puerta y así lo haría en delante con cualquier persona o cosa que tratara de apartarlo de Raquel.
        —No haga eso, su abuelo tiene duplicado de la llave— aullaba Toña.
        Al quinto intento, la cerradura dejó de oponer resistencia. Visualizó los brazos de Raquel recibiéndolo, ella colmándolo de besos y ternura, amamantándolo con la leche de su pasión. Tres pasos fueron suficientes para rasgar su manto glorioso. Las sábanas blancas de Raquel, yacientes, al igual que ella, sobre la cama, se bañaban con el rojo de su sangre.
*          *          *
        Raquel arribó a la casa poco después de hacerlo aquella misiva que les anunciaba el fallecimiento de la madre. Ramón tuvo la misma actitud quince años atrás demostrada por su madre y Raquel, las desertoras de la familia, cuando murió el padre debido a una cirrosis. Una amalgama de rencor y nostalgia le provocaron el papel escrito y las frases matusalénicas.
        —Fue esa mujer. Cuando ella se largó con su amante y con la niña, a tu papá le dio por empinar el codo— le dijo la abuela Toña, durante el velorio del padre, a la edad de diez años.
        Desde ese día, el odio de Ramón hacia su madre –la pecadora, la adúltera, la amasia— fue nutrido paulatinamente por los abuelos.
        —Mi madre ha muerto— le anunció al viejo mientras hacía pedacitos la carta.
        —Bien merecido se lo tiene esa fulana— tembló, de pura amargura, la mandíbula del abuelo Nacho.
        Ninguno de los tres esperaba la visita cuando la joven se presentó una tarde de julio. Vestía una simple blusa sin sostén y pantalones de mezclilla desgarrados. Tanto Ramón como los abuelos confiaron en que la nula respuesta al comunicado de Raquel pidiéndoles asistir al funeral en McAllen, Texas daría por entendida la aversión a exhumar unas memorias ya muertas y enterradas.
        —¡Granpa! ¡Granma! ¡Qué gusto verlos!— tras abrazarlos reparó en él—. ¿Tú eres Ramón, verdad? Soy tu hermana Raquel.
        El abuelo Nacho, mientras ella empujaba sus humildes bolsas dentro de la estancia y repartía sonrisas indiferentes al paso de quince años, entendió el carácter de Raquel, quien, como su madre, luchaba sin cesar hasta conseguir cualquier capricho. Bastaron tres minutos para que Ramón quedara anonadado. Nadie le ofreció techo. Ni siquiera él. Pero ella no necesitaba invitaciones para quedarse.
        —No tengo donde ir. Pero, ¿me puedo quedar con ustedes? ¿No?
        —Claro que puede vivir con nosotros, hija. Nos dará mucho gusto tenerla aquí porque, después de todo, esta también es su casa, ¿verdad?— le dijo la abuela Toña tras la insistencia—. Nomás hay que limpiar el cuarto que está al final del pasillo.
        —Yo puedo con ese cuarto y también el corredor. Hay que tirar todos esos peipers— contestó ella sin poder ocultar el acento fronterizo.
        Las huesudas manos de la abuela Toña sufrieron un temblor, no por su artritis, sino porque la recién llegada amenazaba con destruir los únicos amigos, aparte del abuelo, con los que podía retornar a sus venerados años de juventud.
        —Claro, hija, como usted diga. Ramón puede ayudarle.
        Toña los llamó para la cena horas más tarde, cuando apenas terminaban de asear la que sería la habitación de Raquel en los futuros cuatro meses.
        —¿Y el abuelo?— preguntó Ramón al notar, muy apenas, la falta del anciano.
        —Es que no se siente bien. Me pidió llevarle la cena a su cuarto. Ha de ser por la emoción de ver a su nieta.
        Esa noche y las siguientes, Raquel y Ramón permanecieron horas, sentados bajo la tenue luz de la lámpara. Se contaban sus vidas desde la separación, ese día en que Alicia escapó con aquel fulano –como lo llamaba la abuela Toña— hacia Texas. En ocasiones se quedaron platicando hasta las tres y sólo eran interrumpidos cuando la figura encorvada de la abuela salía de su madriguera para decir:
        —¿Ya mero se van a acostar, hijitos?
        La sonrisa de Raquel lo dejaba absorto y, como si fuera su cómplice, contestaba por él:
        —Sí, ya mero vamos, granma.
        Para Ramón, ese decrépito ambiente se volvió más tenso y asfixiante. Los abuelos, de súbito y a partir del regreso de Raquel, se habían convertido en pestes insoportables, en hediondos bultos. Las idas al futbol con el abuelo Nacho cesaron. El viejo ya ni siquiera le preguntaba a Ramón si quería acompañarlo a los partidos. Él, en cambio, aparentaba disfrutar, en exceso, la compañía de su hermana. Luego de dieciséis semanas de haberse aparecido la joven, el abuelo Nacho dejó de salir por completo a la calle y se pasaba días enteros, dentro de su cuarto, durmiendo la siesta o viendo la idiotizante caja.
        —¿Dónde está Raquel? ¿No va a comer con nosotros?— los interrogó un viernes al regresar de la universidad.
        —No. Es que se ha hecho muy amiga de la vecina. Ahora vino a invitarla y se fueron con unos muchachos— habló Toña.
        —¿Y quiénes eran?
        —Vaya usted a saber. Ella ni los conoce. Pero ya ve. Bien dice la Biblia que no hay que tentar a Dios.
        Ramón no dijo una palabra durante la comida. La abuela Toña, al terminar, recogió el plato de Ramón, aún intacto.
        —¿Le pasa algo? ¿Qué? ¿Está enamorado?
        —No, nomás no tengo hambre.
        El abuelo levantó su longevidad de la mesa y anunció que iba a acostarme. Mientras entraba en su cuarto, Toña rompía el silencio:
        —Ay, tan bien que se llevaba con su abuelo antes.
        —¿Antes de qué? ¿Antes de que regresara Raquel?
        —Es natural que, con tanto tiempo separados, quieran estar juntos. Yo nomás digo que no descuide a su abuelito. No lo va a tener para siempre y a su hermana todavía le quedan muchos años. Cuando su abuelo se nos vaya, entonces sí va a decir que por qué no estuvo más tiempo con él.
        Renuente a escuchar más necedades, Ramón también se levantó dirigiendo sus pies al zaguán.
        —Si se va a la calle, ¿no me podría traer mis pastillas para dormir? Nomás déjeme darle la receta.
        Camino a la farmacia, las náuseas lo torturaron. Las palabras de la abuela –¿qué? ¿está enamorado?— todavía campaneaban en su mente. Esos tres vocablos eran un golpe adormecedor del cerebro y detonador del corazón. Cuando compró la medicina de Toña, se preguntaba por qué esa vieja descubría sus tormentas interiores y las detectaba antes de poder hacerlo él. Ahora sabía la explicación a su comportamiento. Los inquietos flujos de sudor, la falta de apetito, el vacío en el estómago, las galopantes palpitaciones y, en la cima de esa pirámide de suplicios, una esfinge llamada Raquel. Ya tiempo atrás, las horas, los minutos y los segundos eran regidos, no por la noche, el día, la luna o el sol, sino por las presencias o las ausencias de su hermana. Raquel le había despojado de extensos sueños, convirtiéndolo, por medio de un punzante trueque, en un noctámbulo.
        Repasaba lo que dijo y lo que dejó de decir frente a Raquel cuando, casi sin percatarse, se introdujo en las entrañas de una capilla. Gracias a su rebeldía contra las creencias de los abuelos, no pisaba los templos desde su primera comunión. Pensó en confesarse. Pero le daba vergüenza compartir con un desconocido el enamoramiento hacia su hermana y, aún peor, estando consciente de tal parentesco. Sólo se le ocurrió ponerse de rodillas y, sin saber qué rezar o cómo rezarlo, rogó por la abolición de su delirio.
        Esa noche, el insomnio y la pena le exigieron revolcarse sobre sus propias lágrimas y, al no dejarlo tranquilo, salió del cuarto. Ya no lo podía negar. No sólo la amaba sino también la deseaba como pocas veces había deseado a una mujer. Se creía capaz de sumirse durante años en la contemplación de su cara, sus cejas, su nariz. Cada poro, expresión y célula de su cuerpo sin mácula serían glorificados. Se dirigió al cuarto de la visita y tanteó en la penumbra buscando el pase. Así la haría suya.
        —¿Todavía despierto a esta hora, hijo?
        —Nomás me levanté por un vaso de leche— justificó su noctambulismo ante la abuela.
        —No se preocupe, yo se lo sirvo.
        Bebió el pretexto de su pecado y regresó a su cama vacía, no sin darle antes las buenas noches a Toña.
        El fin de semana nacido a partir de entonces fue uno de rechazos, culpas y encierro. Ramón emergió de sus cuatro monótonas paredes sólo para comer y, en esas ocasiones, evadía a la mujer que silenciosamente codiciaba. Él ignoró los comentarios de Raquel y reprimió las confesiones de amor, a pesar de serle casi imposible por verla y tenerla tan cerca. Su paciencia se estiró hasta el lunes y, sin importar la hinchazón bajo los párpados y la palidez del rostro, se preparó para ir a clases. Al pasar frente a la puerta de Raquel, los ineludibles instintos lo empujaron a impactar los nudillos en ella. Mientras llegó el anhelado “pásale”, su cuello y sus extremidades, tanto superiores como inferiores, se sintieron anudadas.
        —Buenos días— saludó sin escuchar la voz propia por la intensidad con que tocaban los tambores de su caja torácica. Tampoco permitió la contestación al saludo y un te amo tímido se escapó de sus labios. Raquel, cándidamente, lo interpretó como fraternidad.
        —Yo también.
        Él, al percatarse del tramo existente entre ella y la verdad, decidió liberar los pesares hasta ese momento soportados.
        —Estás mal— fue la respuesta al doloroso discurso—. Te estás engañando. Es por nuestra separación. Mejor deberías salir con otras...
        Ramón no la dejó terminar porque ya la había aventado sobre la cama repitiendo el ahora feroz y libidinoso te amo.
       —No, plis, Ramón, no— le suplicó Raquel.
        La envolvió con su cuerpo. Los ruegos de ella se apagaron hasta volverse jadeos. La resistencia de su boca y de sus piernas aminoraron con los lengüetazos de Ramón. Él combatía con furia contra los beligerantes botones y la odiada cremallera. Raquel cedió a la batalla de sus manos. Las vestiduras flotaron antes de posarse sobre un sofá. Él juró ver el infinito reflejado en el rostro de ella.
        En ese lecho regresaban juntos, húmedos y frenéticos, al vientre de la madre. Se perdió en las protuberancias de su cuerpo y desenvainó la tiesa virilidad para penetrarla en su símil. Raquel y Ramón se volvieron una sola carne como sus padres lo habían hecho para engendrarlos. Una vez eyaculado y depositado el semen en el húmedo cubil que era el útero de ella, desenlazaron sus brazos y piernas.
        Ramón inhaló la decrepitud de la morada y, durante largos instantes, fundió su conciencia con las grietas del techo. Los sollozos lo expulsaron de su lúbrico Edén. La atractiva faz de la hermana se quebró en llanto.
        —Te amo— volvió a repetir él ya vestido para la universidad.
        Ella disimuló su desnudez con una bata, pero no pudo ocultar el lagrimeo.
        —Yo también te amo— por fin confesó ella.
        A lo largo del corredor, Ramón fue detenido por esos dos vigilantes tan detestados por él.
        —¿Qué está pasando? ¿Qué le hizo a su hermana?— vociferó Nacho.
        —Por favor, hijo, díganos qué pasó— berreó Toña.
        —No pasa nada y déjenme en paz.
        Antes de azotar la puerta, los ojos de Ramón se saturaron con la imagen de su hermana y mujer.
*          *          *
        Ramón no podía oler más que el sebo en la cabellera de su abuela Toña. Mientras tanto, los conocidos de la familia le daban sus condolencias al abuelo Nacho por el fallecimiento de Raquel. Al final, se decidieron por la cremación. Sentado junto a Toña y esperando la urna, él recordaba las escenas delirantes de los últimos días: Raquel, con los brazos petrificados, encima del lecho y la sangre, que manaba de su tráquea, pintando el cobertor blanco de carmesí; los mugidos cobardes de la abuela; la calma del abuelo al marcar el teléfono de emergencias y el paso de doctores y policías. Para las autoridades, la causa del deceso fue transparente. No hubo necesidad de una autopsia.
        Raquel se había rebanado la yugular, con una navaja hurtada al abuelo, luego de dejarla Ramón medio cubierta con la bata y llorando como lo haría, de tener vida, una muñeca rota. En un principio él se culpó de la desgracia. Pero, antes de lo previsto y como consuelo por la pérdida de su amante y hermana, convirtió a Raquel en un sueño, en un espejismo creado por su mente. Ella era ese espectro femenino, por tanto tiempo esperado, que nunca regresó.
        —Ay, pobre de mi niña.
        Ramón volteó la cabeza hacia la abuela y una sonrisa irónica se formó sobre su barba.
        —Ya se van todos, ya puede dejar de fingir.
        —¿Por qué me dice eso? ¿Cree que no la quise? Claro que la quise— murmuró ella con indignación—. Pobre muchacha y pobre de usted, Ramoncito.
        Era imposible esconderse de la abuela y de su chabacana sabiduría. De nuevo, como cuando cuestionó su falta de hambre, la hechicera le estatuía los estados de ánimo y le mostraba sus secretos.
        —Antes de regresar a la casa, ¿me podría llevar a la botica? Ya se me acabaron mis pastillas.
        —Acabo de comprárselas el viernes.
        —Sí, pero su abuelito me las quitó y...
        El parloteo se interrumpió sin más y, aún debajo de las encimadas arrugas, Ramón adivinó el temor de Toña.
        —Ay, hijo. No debí decirle eso. Su abuelito me prohibió que le dijera. Pero ya ve. Siempre se me olvida todo. Usted sabe cómo es su abuelo. Cuando se trata de defender a la familia es de armas tomar. No me mire así. Si usted hubiera visto cómo se puso cuando se murió su papá. Juró que no iba a permitir que algo así volviera a ocurrir.
        Una serie de imágenes se proyectaron sobre la pantalla cerebral de Ramón: tazas de café a medio tomar sobre la mesa del comedor, maletas junto a la puerta de Raquel, pastillas somníferas, navaja para rasurar, llaves por duplicados.
        —Ay, hijo, y es que la Biblia dice bien claro que ninguno se acerque a una consanguínea suya para descubrir su desnudez. Y yo se lo repetí hasta el cansancio a su abuelo. Y él extrañaba tanto ir con usted al futbol y al cine. ¿Y sabe qué dice también la Biblia? Dice que es pecado mortal descubrir la desnudez de una hermana, ya se hija del padre o de la madre, haya nacido en casa o fuera de ella. No importa. Lo dice clarito en el libro de Levítico. Y yo se lo repetí una y otra y otra vez a su abuelo.
        No reaccionó a la noticia porque ya nada tenía importancia. Raquel acababa de mutarse en un borroso recuerdo que se desvanecía en las recalcitrantes amarguras de Nacho. Los viejos habían augurado su incesto desde el arribo de ella. Tuvieron hoz afilada para segar el tallo de la intrusa y protegerlo a él del pecado, como no lo hicieron con su padre.
        Cuando el tipo de la funeraria le entregaba al abuelo las cenizas de Raquel, Ramón musitó:
        —Oiga, ¿y en su sagrada escritura no dice también que no hay que descubrir la desnudez de los abuelos para exponerla en una casa de reposo bien jodida?
        El acercamiento del abuelo acalló el susurro.
        —Todo arreglado. ¿Qué, hijo? ¿Vamos el domingo al futbol?
        Ramón, ciego a las ahora sí lágrimas de dolor de Toña, mintió sin titubear:
        —Vamos, abuelo. ¿Cómo no?

Publicado en La tolvanera el 20 de abril de 1998.

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