Cinefilia (IV)
Miguel Báez DuránLo predecible ocurrió en marzo. La cinta mexicana Amores perros perdió el Óscar a la mejor película extranjera frente a El tigre y el dragón de Ang Lee. Vale la pena recapitular los premios de años pasados y analizar lo que se requiere para llevarse el supuestamente tan codiciado premio. En 1999 fue La vida es bella (La vita è bella, 1997) del director y actor Roberto Benigni. Tal película, dicho sea de paso, sufrió hace dos años del mismo síndrome de El tigre y el dragón: el de las cintas habladas en un idioma diferente al inglés que son nominadas tanto a mejor película como a película extranjera para terminar, claro, con el último galardón. Es de seguro una aberración que un largometraje en español, ruso, italiano o chino aspire a ser el mejor del año ante los ojos de una academia plagada de octogenarios gringos. La fábula de Benigni
La vida es bella, protagonizada y dirigida por Benigni, es la historia de Guido: un hombre que en 1939 va a Arezzo, a la casa de su tío (Giustino Durano) para ser mesero en el hotel donde éste trabaja. Desde antes de llegar a su destino, se tropieza con Dora (Nicoletta Braschi). En principio, lo hará de forma accidental; luego, provocará estos traspiés con su destacable ingenio. Por fin, Guido consigue que Dora se case con él a pesar de un prometido tan pudiente como dominante y la reticencia de su futura suegra (Marisa Paredes). Años más tarde, la pareja tiene un niño llamado Josué (Giorgio Cantarini) y abre una librería. La vida es, por cierto, bella. Hasta la llegada del nazismo que, con el origen judío de Eliseo, lleva a Guido y a los suyos a un campo de concentración. El ingenio del protagonista deberá ser aplicado ahora para revirar frente a su hijo la difícil y terrible vicisitud de la familia.
Aunque las dos partes de la película se sienten desarticuladas y contrastantes —fuera de los personajes y algunas alusiones en la primera parte al momento político, no hay ningún elemento que las una— lo que sí logra es exponer a través de Guido lo absurdo de un régimen que se cobija bajo la convicción de la supremacía de una raza. Un ejemplo palpable es la escena de la escuela donde el protagonista se hace pasar por inspector para así tener otro encuentro “fortuito” con su princesa. El filme tiene escenas que destacan por su belleza y por la conmoción que puede producir en los espectadores. Por otro lado, mientras la transición del matrimonio a la vida familiar con el trasfondo de las flores es suave y efectiva, no podría decirse lo mismo del cambio de la felicidad a la separación en el campo nazi. Tal vez porque este desgarre entre cuatro personas que se aman es como el legado de Hitler: devastador, brutal e inexplicable. Tal vez, por eso, Benigni decidió hacer la transición de esta forma tan imprevisible. Quizá el abismo entre la primera y la segunda parte de la película se explica con ese salto mortal y casi imposible de comedia a tragedia y de regreso. Sin embargo, esto no debería ser semilla de debates. Desde el comienzo, el narrador advierte a los espectadores: lo que van a ver es una fábula.La aparición de Hannibal (2001), próxima a estrenarse y a una década de su antecesora, lleva al análisis de El silencio de los inocentes (1990), ya convertida –por su difusión y por los premios recibidos— en lo que algunos llamarían un clásico contemporáneo. No es para menos cuando uno de los protagonistas de las dos cintas es un asesino en serie (además de antropófago), personaje sacado de la nota roja norteamericana que merece el desprecio general y la curiosidad morbosa no confesada al matar por puro placer. El antropófago, diez años después
Clarise Starling (Jodie Foster) es una aspirante a agente especial del FBI. Al destacarse en su entrenamiento, colabora con Jack Crawford (Scott Gein) en la caza por un asesino cuyo sello distintivo es despojar a sus víctimas de la epidermis. Para atrapar al delincuente, conocido con el sobrenombre de Búfalo Bill (Ted Levine), Clarise se entrevista con otro hombre sobresaliente por su crueldad: el doctor Hannibal Lecter (Anthony Hopkins), quien, además de homicida de gustos culinarios heterodoxos, es psiquiatra. Clarise pretende que este espécimen le revele la identidad de Búfalo Bill cuando, en realidad, terminará cuestionando su pasado. Desde el primer diálogo, se establece una relación intensa entre investigadora e investigado, una relación de estira-empuja donde datos sobre Búfalo Bill se le conceden a Clarise a cambio de datos personales. Como trasfondo, la mujer tendrá las advertencias de sus superiores y el recuerdo de las atrocidades de Lecter que sin duda podrían repetirse —como lo confirma el filme más tarde y, este año, su secuela.
Bajo las indicaciones del realizador Jonathan Demme, la formidable actuación de Hopkins (que nunca necesitó un Óscar para ser formidable) recrea a un hombre totalmente alejado de la imagen canónica del asesino: es educado, encantador, gusta del arte y de la buena música. Sin embargo, bajo esa capa, subyace en todo momento el monstruo. De igual manera, Foster no se intimida a su lado y maneja con pericia su papel de agente inexperta que ha ascendido de “basura blanca” —como Lecter la cataloga— a universidad y academia policiaca sin abandonar su acento provinciano. Sin embargo, en los instantes climáticos del filme, el contenido se rinde ante la estética con algunas exageraciones: la aparatosa huida de Lecter y el rescate final de la hija de la senadora. Fuera de lo anterior, El silencio de los inocentes representa un duelo entre dos personajes y dos actores donde sólo el espectador se beneficia. Con algo de esperanza, Julianne Moore —la Clarise Starling de la segunda parte— podrá revivir a la agente del FBI en su nuevo encuentro con el siquiatra antropófago. Aunque ya es un lugar común lo que se dice sobre las segundas partes.—La vida es bella (La vita è bella, 1997). Dirigida por Roberto Benigni. Protagonizada por Benigni, Nicoletta Braschi, Giustino Durano, Giorgio Cantarini y Marisa Paredes.
—El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, 1990). Dirigida por Jonathan Demme. Protagonizada por Anthony Hopkins, Jodie Foster y Scott Gein.Publicada en A campus abierto en agosto de 2001.