Invocación a los elefantes: la poesía de Carmen Alardín

Miguel Báez Durán
        La labor de tejer poesía es algo que no puedo descifrar por completo, pues apenas conozco el oficio desde afuera, a través de esa transformación de la palabra oral que es la lectura. La poesía, tan cercana al concepto mismo de literatura, es una acompañante ideal para los días solitarios, es como la sombra del poeta que no es precisamente él sino el reflejo que se le parece, que lo imita. La poesía al invadirnos con la lectura se asemeja a nuestra sombra, la única figura que no nos ignora, no nos deja solos ni abandonados ya que puede estar a nuestro lado en cualquier ocasión. Sólo basta invocarla. Carmen Alardín conoce la poesía a fondo y desde adentro.
        No pude detener los elefantes (2002), su antología personal, editada por el Fondo de Cultura Económica y CONARTE, también se constituye en testimonio de una larga labor en el hilado de poemas pues cubre con sus páginas un buen número de décadas —lo que nos habla de la experiencia de su autora— y además el libro se nos abre a los lectores con una advertencia sobre su división tripartita. “La infancia”, “La noche” y “El horizonte” son los nombres que Carmen Alardín les otorga a cada una de estas partes y lo hace, según nos dice, por razones diversas y nunca limitando al visitante a una interpretación determinada pues en eso reside la magia de la lectura.
        En la primera parte, poblada con versos inspirados por la infancia, el universo de la voz poética está enclavado en un zoológico particular y entrañable, por él deambulan las hormigas y las arañas, vuelan las golondrinas, estremecen la tierra los elefantes. En esta sección del libro el lector podrá encontrar, por otro lado, esas visiones tan familiares para los ojos del niño, recreaciones de los colores, las burbujas, el caracol o el barco de papel, así como poemas que son sustitutos de cartas dirigidas a los abuelos y a la madre. De entre estos textos se destacan, a mi parecer, el eco enorme y el recurso final de abrazarse a su sombra —como muchos nos abrazamos a la poesía— de una “Niña sola”, la corporeización del tiempo dentro de “En azul”, la luna en espera de su muerte en “De la mano del viento”, los hilos de una araña perseguida en “Persecución silenciosa” y esta estrofa de “No”: “No le digas al árbol / que siga en pie, / déjale soñar que el viento / lo recuesta en las montañas” (36). Remata esta sección de la antología el poema narrativo que le da título al conjunto, uno donde los viejos mitos sobre los elefantes son revividos y otros más novedosos son reinventados. Así como la voz poética indica que ellos, los elefantes, “aplastarán gozosos todos los obstáculos que se interfieran en tu camino. De ser necesario, me aplastarán incluso a mí” (45), también advierte “No les hables jamás de la memoria, porque eso se los menciona toda la gente” (44). Y los elefantes de Carmen Alardín son también como la poesía: primigenios, sabios y no tienen empacho cuando se deciden a invadir nuestro universo y así, ayudados por sus imponentes presencias, a transformarlo.
        La segunda parte hace alusión sobre todo al estado nocturnal que a través de los versos de Carmen Alardín nos remonta a la oscuridad, ese reino de la lobreguez donde abundan el insomnio y los sueños hasta conducirnos a la muerte, al eterno retorno, al origen de la vida en el vientre materno, según confirma la autora en sus palabras preliminares. Como imagen para representar al hombre, la voz poética se vale en el texto homónimo de una guitarra que canta, como lo hace la poesía, y esta sección es eso precisamente: un canto a nuestra propia oscuridad de la que tenemos un primer vislumbre en la sombra. Me atraen como lector muchos aspectos de esta segunda parte de la antología: la imagen compartida de la noche entreabriéndose desde los cielos en los finales de “Flor nocturna” y “Preludio”, la mariposa que atraída por la luz vuela hacia su muerte en “Ligereza”, las constelaciones sobre el neoyorquino “Noche múltiple”, la imagen del libro de la noche en “Inconclusa”, y este verso de “Nosotros”: “sólo sé que soy sombra y que te amo” (76). Me detengo además en “Mariposa negra”, mensajera del miedo, pues es en sus palabras donde el odio y el deseo encuentran conjunción: “El temor se desliza por las manos / y forma un río para que el amor / pueda mojarse en su sudor helado. / En la más breve pausa el miedo llega / cerrando la garganta y los sentidos / a confundir el odio y el deseo” (81).
        En la tercera, la infinitud del horizonte es el tema recurrente, horizonte tan inasible como el mar y como, en algunas ocasiones, el amor. Aquí la voz poética se transforma, adquiere varios disfraces, se confunde con la intensidad de sus máscaras, se cubre con una careta masculina y, otras veces, con una femenina. Este es el caso de dos poemas que me llamaron a la relectura: “Y siempre habrá una vez” y el que le sigue, “Si en lugar de matarte”, que parece ser su contestación. En el primero, la voz poética es contundente, aún cruel con su interlocutor: “Te mataré, sin tañer las campanas / y sin doblar los goznes del insomnio” (112). En el segundo, esta otra voz, nos da la impresión de responder: “Si en lugar de matarte / te hubiera declarado perdido para siempre, / te habrían perseguido los misterios / de las torres morunas” (117). En relación con las otras dos partes del libro, aquí percibo con mayor énfasis el universo erótico, el diálogo de los amantes y la exaltación del amor como parte de ese carácter de la infinitud contenida en el horizonte.
        Y cuando como lector, testigo desde afuera, llego al final del camino trazado por Carmen Alardín me doy cuenta de que no he alcanzado ese horizonte evocado por la voz poética pues eso sería imposible, tanto como querer detener los elefantes, tanto como resolver el misterio de los círculos concéntricos de un caracol, pero estas palabras trenzadas me han regalado un disfrute especial, me han robado de mi soledad y han proyectado mi sombra sobre el muro de las imágenes. Con esto intento decir que la poesía de Carmen Alardín es mucho más de lo que alcanzo a descifrar, es como el paso atronador de esos elefantes y, al igual que ellos, sus versos conjurados invaden sin clemencia la conciencia del lector hasta apaciguarla y transportarla a esa otra realidad, la literaria, que es, en mi opinión, mucho menos gris que la que nos rodea todos los días. Y como a los elefantes, con toda su imponente presencia, con toda su experiencia y sabiduría, sólo nos resta admirarla.

Publicado en el periódico La Opinión Milenio en marzo de 2004.

—Alardín, Carmen. No pude detener los elefantes. México: FCE, 2002. 136 pp.

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