Luz de los niños

Miguel Báez Durán
        Los tímpanos de Luz ardieron con el gemido soltado por la niña. Cada noche, luego de salir de la tina y empapar toallas, uniformes y alfombras, el tiranizante bicho se resistía a que le cepillaran el cabello. Luz, una adolescente morena y mal vestida, no despegó sus labios para exigirle silencio a Malenita. La señora de Granados, su patrona, supervisaba la labor deambulando frente a ella y enroscando los dedos en el reptante cable del teléfono. Discúlpame, papá, pero ya vamos de salida, decía la mujer, no, es un baile de caridad.
        La niña volvió a chillar como si, por su cuero cabelludo, corrieran navajas. La madre fundió el auricular con su mano y, despectivamente, ordenó Luz, no me la peines tan fuerte, ¿no podrías estarte quieta, hijita?, mami está hablando con tu abuelo. Luz elevó la frente y contestó perdón, señora. Sí, papá, continuaba la Granados, los llevé a pedir dulces, ya sabes cómo son los niños. Los infantiles brazos se interpusieron en el camino entre el cepillo y la cabeza. Por favor, Malenita, déjame arreglarte. ¡No, no quiero!, exclamó la niña para después escupirle en el rostro. Ya está bien, Luz, intervino la madre, recoge el baño, y retornó al aparato telefónico, no, papá, le decía a la sirvienta. Acariciada por los vapores que aún salían de la regadera, Luz recolectó las toallas y el uniforme de la niña, enlodado por tanto andar regando flores en el jardín.
        Claro que no los dejé ir solos, papá, yo fui con ellos y revisé muy bien cada dulce, ¿y qué hicieron ustedes el día de muertos?, ¿fueron al panteón? Mientras salía del humeante baño y bajaba a la cocina, Luz recordó la noche de brujas. La señora Malena le había pedido ejercitar a los niños en la rutina del peregrinaje por los dulces. Malenita se disfrazó de vampira y Luisito de power ranger. Regresaron a las tres horas, al cabo de que la niña se quejara –¡quiero a mi mami, quiero a mi mami!— al lastimarse el tobillo, fuera cargada por un buen samaritano y, ya en a la casa, corriera escaleras arriba para devorar los dichosos dulces. Nunca fueron inspeccionados por la señora ya que ella se encontraba preparando el altar mortuorio para un hogar de niños.
        Casi al unísono, la comunicación de Malena y la figura, en la mente de Luz, del día de muertos –esculpida por las meadas de su padre sobre una tumba desconocida— volaron al olvido. Dispuesta a preparar unos huevos para los “reyecitos de la casa” –como los llamaba, en reiteradas ocasiones, la señora Malena—, Luz descansó un sartén sobre el fuego. Luisito interrumpió sus tareas con entrar a la cocina y bajarse los pantalones. ¡Quiero hacer popó, Lucy, quiero hacer popó!, dijo y, con su diminuto dedo, le indicó la vereda hacia el inodoro, ¡ayúdame a hacer bolas de chivo! Estoy haciendo la cena, replicó la joven consciente de que cualquier excusa, contra Luisito, sería inútil.
        El niño depositó sus inmundicias en el agua al himno de puja, Luis, puja. La esperanza de retirarse con las manos limpias germinó en sus púberes entrañas, anhelo pisoteado por la cara de Luisito que, sin timideces, le rogó a gritos límpiame la caca, Lucy. El rapaz saltó fuera de la taza, con el culito impecable, y Luz se tallaba las manos como si quisiera no sólo desgarrarse el olor a excremento sino su propia piel.
        Dibujó, en su cuadro de ideas, los ojos paternos extraviados por el alcohol, las piernas del patrón apresurándose, por las mañanas, al trabajo y la sonrisa fascinante de un muchacho, dos años mayor, por el que, desde hacía cinco meses y medio, suspiraba. Su corazón parecía llorar lágrimas de sangre y cada gota derramada le dolía como un puñal de doble filo.
        A los siete minutos, mientras preparaba los huevos rancheros, pensó que no hubiera sido mala idea dejar sus manos sucias y mezclar el perfume del excremento con la comida. Un fantasma masculino se apresuró hacia la cochera diciendo ya se nos hizo tarde otra vez, Malena. La mujer de Granados lo siguió después de hacer una fugaz escala en la cocina para advertirle a Luz: cuida bien a los niños, que Malenita no coma nieve hasta que cene, no vamos a llegar muy tarde, acuéstalos a las diez, que no vean mucha tele, ya te dejé el número donde vamos a estar sobre la mesita del teléfono por si acaso.
        Luz dejó caer dos platos llenos sobre la mesa. Malenita, Luisito, bajen a cenar, gritaba desde el umbral. Detrás del enano ser, que lucía una máscara de héroe caricaturesco, apareció la niña. Ahorita sirvo la leche, les dijo a unos pasos del refrigerador. A mí dame nieve, contestó ella. Hasta que comas tu cena. ¡No, yo quiero cenar nieve y no esta cochinada!, aulló con la nariz arrugada. ¡Tu mamá me dijo que no, Malena!, ¡acuérdate que estás castigada por quemarle la tarea a Luisito!, ¡no te vayas, regresa acá!
        La siguió fuera de la cocina, por la escalera y hasta su cuarto. ¡Baja a cenar! ¡No, yo quiero comer nieve, el huevo me da asco!, y profirió un pillido incesante. El niño se introdujo en el lugar. Lanzaba patadas y decía ¡soy un caballero del sobaco! Un puño alcanzó a Luz en la cadera. ¡Déjenme sola los dos!, ladró Malenita. ¡Rayo de aurora!, amenizó Luis. El manotazo de Luz cayó sobre la peinada cabeza, cuya frente fue a dar a la pared. Vente, Luisito, tú sí vas a cenar, y atrapó sus brazos dando media vuelta.
        El niño, con el temor de correr la misma suerte de su hermana, comió del plato y hasta terminó con agradecimiento. ¡Qué rico comí, Lucy! Ve a decirle a Malena que baje a cenar. Regresó cuando Luz ya se disponía a recalentar, en el horno, los huevos. ¡Está muerta, Lucy! Dile que baje, tuvo que repetir la orden. No puede, está bien muerta, ven a ver. La encontraron, como la dejaran, boca arriba y con su rostro escondido por el cabello. Al notar un hilo rojizo en su boca, Luz la levantó para agitarla. ¿Qué te pasa, Malenita?, ¡despierta, por favor! ¡Está muerta, está muerta como en el nintendo!, celebró Luisito, ¿a dónde vas, Lucy?, no te vayas, quiero jugar carreras.
        Ella encendía luces y buscaba el número telefónico dejado por la señora. Comenzaba a marcar cuando se acordó de su amiga, Juanis, a la que habían acusado de homicidio por confundir –gracias a las etiquetas en inglés— una substancia limpiadora con jugo de uva. El auricular danzó unos instantes para luego descansar sobre el piso.
        Sus pies recorrieron los peldaños, cruzaron a través de la cocina y la condujeron hacia el jardín. Luz escaló la estructura metálica en forma de espiral por la cual ascendía cada noche para descansar. Luisito la sorprendió sacando su ropa y guardándola en bolsas de plástico. ¿A dónde vas, Lucy? Hazte a un lado, Luis. ¿Qué hacemos con Malena? Nada, déjame pasar. Lo apartó con extremo cuidado para no cometer el mismo error dos veces. ¿A dónde vas, Lucy?, mejor ven a jugar carreras de coches conmigo. Las preguntas la siguieron hasta afuera.
        Jadeante y con las piernas débiles, Luz enredó las bolsas en sus muñecas y se preparó para el descenso. Dos carros de juguete, abandonados por Luis, le robaron el equilibrio. El caracol metálico se estremeció hasta sus cimientos. Luz dio una maroma en el aire digna de cualquier acróbata circense y, antes de que la red, hilada por las losas del patio, reclamaran una abertura mortal, logró ver a Malenita boquiabierta, a pesar de la sangre falsa, y gritando ¡no, me va a apachurrar mis flores! Quiso, como último deseo, aterrizar sobre ella y cerrarle la boca.

Publicado en La tolvanera el 27 de enero de 1997.

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