Miguel Báez Durán
¡Ay,
Dios! Ya no sé qué hacer con esta niña. ¡Ay,
Diosito! Dame fuerzas para soportar esta pena y esta deshonra. Yo no tuve
la culpa. Eso es una calumnia de la gente. Claro que yo no tuve la culpa.
No me importa lo que digan. Yo estoy en paz con Dios. No hice nada malo.
Al contrario, hice lo que toda madre debe hacer. Y es que esta niña
me estaba llegando a la casa cada vez más tarde. Sobre todo, desde
que andaba saliendo con ese tal Beto. Antes no era así. Antes era
una muchachita obediente y aplicada. Pero desde que dizque se enamoró
del tipo ese se volvió muy respondona. Me empezó a decir
que yo le exigía mucho y que la presionaba mucho. Esas ideas se
las metió el desgraciado ese. Yo se lo dije. Le dije mira, mi hijita,
este sinvergüenza te está poniendo en contra mía. Y
la muy ingrata me contestó no, nomás me está abriendo
los ojos. ¡Ay, Dios! ¡Cómo son desagradecidos los hijos!
¡Yo que la llevé en mi vientre! ¡Yo que le di techo
y educación con tantos esfuerzos y con tanto trabajo! Se lo repetí
hasta el cansancio. Le dije todos los hombres son iguales, mira lo que
nos hizo tu padre. Desde que conoció al tal Beto se volvió
una rebelde y dejó de contarme sus cosas. Antes llegaba de la escuela
y nos la pasábamos plática y plática. Me decía
de sus maestros, de sus amigas y de todito lo que aprendía en la
escuela. ¡Cómo me acuerdo del día en que llegó
toda emocionada y me dijo que acababa de conocer a un muchacho muy simpático!
Como que tuve un presentimiento y le dije que lo invitara a la casa para
conocerlo. Ella se hizo la loca y no me contestó. Nunca tuvo muchos
amigos hombres. Desde que era una escuinclilla fue muy tímida. Yo
siempre le decía que invitara a sus amigas a la casa para conocerlas.
Una madre debe saber con quién andan sus hijos. ¿No? Ella
las invitaba a comer y yo les hacía unos taquitos porque pues no
alcanzaba para más. Pero platicábamos todas muy a gusto.
Y después de platicar nos poníamos a ver la repetición
de El premio mayor en el "repetidós". Sus amiguitas eran
muchachas decentes y de buenas familias. Pero al tal Beto jamás
lo llevó a la casa. Yo le decía pues por qué no quiere
venir el muchachito ese. Y esta niña me contestaba no, mamá,
le da pena. Y yo le decía no es cierto, lo que pasa es que es un
sinvergüenza que lo único que quiere es deshonrarte y entonces
vas a terminar con los loqueros como tu tía Chonita. Luego esta
taruga se encerraba en su cuarto a chillar y de ahí no la sacaba
ni a gritos. Hasta el otro día salía toda mustia, ojerosa
y pálida. Se hacía la ofendida y antes de irse a la escuela
terminaba diciendo perdóname, mami, hoy voy a invitar a Beto a comer.
Pero el tipo ese no iba. Siempre daba una excusa para no ir. Entonces ella
empezó a llegar muy tarde de la escuela y a salir en la noche. Primero
dijo que salía con sus amigas. Pero no era cierto. Yo sabía
que salía con el pelado ese. Y se lo dije. Le dije estás
saliendo con ese sinvergüenza, ¿verdad? Ella se hacía
la que la virgen le hablaba. Después dejó de pedirme permiso
para salir. Nomás se largaba a la calle sin decir nada. Yo la esperaba,
viendo el programa de Daniela Romo, aunque fuera tarde. Una vez llegó
a la una y le pregunté de dónde vienes, con quién
andabas. Con una amiga, me contestó. No es cierto, le dije, estabas
con ese imbécil, con el tal Beto, qué haces con él
a estas horas, muchachita. Ella se hizo pendeja y me dio las buenas noches.
¡Cómo son ingratos los hijos! ¡Yo que me desvelaba esperándola
y que tenía que levantarme temprano al otro día para trabajar
en la butic de la señora Lucy! Le dije vas a terminar mal, señorita,
muy mal, como tu tía Chonita, que la mandaron con Nicho.
¡Ay, Dios! ¿Qué voy a hacer ahora con esta niña?
Ya mejor dejé de decirle que invitara al tipo ese a la casa. ¡Que
no probara nunca mis taquitos, que siempre me salen bien ricos, el muy
imbécil muerto de hambre! Pero una noche que la descarada salió
sin avisar y que llegó con el tal Beto, escuché bien clarito,
desde dentro, que se iban a ver, al otro día, a las seis en la parada
del camión que está aquí a tres cuadras. Luego lueguito
regresé a la recámara y me hice la dormida antes de que esta
niña entrara a la casa. Al otro día, a eso de las cinco y
media, le dije a la señora Lucy, la dueña de la butic donde
trabajo, que me dolía mucho la cabeza y que tenía una cita
en el Seguro. Se me quedó viendo medio feo. Pero me dejó
ir. Cuando llegué a la parada del camión que está
por la casa luego luego vi al tal Beto esperando a esta niña. Ahí
estaba el desgraciado. Todavía faltaban uno minutitos para las seis.
Y qué bueno. Porque así tenía tiempo de decirse sus
verdades a ese hijo de su madre. Ahí estaba el muy cholo, muy perfumado
y emperifollado para impresionar a la estúpida esta. Me bajé
rapidito del camión y llegué con él y le dije usted
es el tal Beto. Sí, me contestó, soy yo, dígame. ¡Ay,
sí! Mucha educación y mucha amabilidad, mamoncito, pensé.
Pero yo ya sabía lo que él quería de mi Anita. Pues
le dije soy la mamá de Ana y no me gusta nada nadita que usted la
vea, ni que salga con ella, ¿entiende, jovencito? Él se me
quedó viendo de arriba a abajo y como que trató de componer
las cosas. Me dijo qué pena, señora, el otro día no
pude ir a su casa a comer porque tenía mucho trabajo, Anita me invitó
pero de veras no pude. ¡Ay, sí! ¡Cómo no! El
guarro ese pensó que me iba a tragar ese cuentito. Pues no. Le dije
yo nunca le dije a Anita que podía invitarlo a mi casa, jovencito,
ya le dije que usted no me gusta para mi hija. Luego él puso una
cara de cabrón y me contestó que Anita ya estaba grande y
que yo ya no podía controlarla a mi antojo. Entonces sí me
encanijé y me le fui encima a bolsazos. Le grité que Anita
era mi hija y que tenía la obligación de velar por ella y
que ella tenía que obedecerme. Todita la gente de la parada se nos
quedó viendo y unos cholillos se empezaron a reír de él.
Oiga, empezó a decir él, cálmese, no haga escándalos,
no es para tanto. Y entre más me decía, más me encanijaba
y más le daba con la bolsa. Hasta que llegó esta niña.
Mamá, mamá, déjalo, ¿qué haces?, no
le pegues a Beto, llegó chillando. Luego lueguito la agarré
de una oreja y le dije ahorita mismo nos vamos para la casa y no vuelves
a ver a este muchachito o te tumbo todos los dientes, ¿entiendes,
niña? Llegando a la casa le di unos buenos cachetadones y le dije
¿ves?, para que aprendas a obedecer a tu madre, niña, ¿no
quieres entender que todos los hombres son iguales y que lo único
que quieren es deshonrarla a una y quitarle a una su castidad y su decencia?
Ella me contestó Beto es un buen chavo, no debiste pegarle, yo lo
quiero, ¿por qué no me dejas vivir mi vida? ¿Vivir
tu vida?, le dije, apenas tienes quince años, eres una niña,
pero esto va a terminar aquí, de ahora en adelante te voy a llevar
y a recoger a la escuela y te vas a quedar aquí encerrada en tu
cuarto mientras yo llego de la butic, ¿entendiste? Luego se metió
a chillar a su cuarto y no salió hasta la hora de la cena. Nomás
cuando tienes hambre, ¿verdad, ingrata?, le dije. Pero ella ya no
me respondió nadita.
¡Ay, Dios! ¿Qué voy a hacer después de lo que
hizo esta niña? Bueno, pues al otro día la acompañé
a su escuela y la recogí al mediodía. Y en la tarde la encerré
en su cuarto, hasta que regresé de la butic. Así estuvimos
como tres semanas. Ella me empezó a decir que sus compañeritas
se burlaban de ella porque yo la acompañaba hasta la puerta de la
escuela. Ni modo, le dije, así va a ser de ahora en delante porque
eres una desobediente. Hasta que un día me mandó la señora
Lucy a recoger unos vestidos con la señora Aurorita, que vivía
por el rumbo de la escuela de Anita, porque dizque los había traído
de Gringolandia. ¡Ay, desgraciada! ¡Que voy viendo a la escuincla
trepada, con el uniforme de la escuela, en la carcacha del tal Beto y besuqueándose
con él! Para pronto la bajé de los pelos del mugroso bocho,
él salió rapidito babeando y diciendo no haga escándalo,
señora, y yo le di una patada en los güevos al mamoncito ese,
luego pensé que para qué si de seguro no tenía, y
me llevé a la putilla esta para la casa. Ahora, aparte de unos buenos
cachetadones, le di, hasta sacarle sangre, con uno de los cinturones que
dejó por la casa el pendejo de su padre. Le grité que era
una indecente, una prostituta, que iba a terminar como una mujer de la
calle si seguía así o como su tía Chona la Loca. La
encerré otra vez en su cuarto y me regresé rapidito a la
butic. Como que la señora Lucy se enojó, pero le conté
lo que había pasado con la niña. Ella me dijo que tenía
un amigo que era abogánster, un abogado medio transa, pero que era
muy ducho en delitos contra la moral y esas cosas. Saliendo del trabajo
me llevó con el tal licenciado y él me dijo que podía
acusar al Beto ese con el Ministerio Público de corrupción
de menores y de no sé cuántas madres más. Y yo le
dije órale, así hay que hacerle. Era la única manera
de que esa niña aprendiera y de que ese pervertidón no la
volviera a buscar. ¡Nomás saben que anda metido un leguleyo
en el asunto y se espantan! Regresé a la casa, saqué a Anita
de su cuarto y para pronto le dije voy a acusar a tu noviecito de corrupción
de menores para que no te siga buscando, ¿entendiste?, lo voy a
meter al botiquín para que te deje en paz. La ingrata esta su puso
como histérica, empezó a gritar y a decir que me odiaba,
que nada más quería al tal Beto, que ni yo iba a poder separarlos,
que la dejara vivir su vida y quién sabe cuántas tonteras
más. Yo nomás le di un buen manotazo para que se callara.
Se volvió a meter al cuarto y no salió ni para cenar. Al
otro día, se levantó con los ojos hinchados y otra vez toda
ojerosa y toda pálida. Le serví su desayuno y ya más
calmada le dije mira, mi hijita, yo lo único que quiero es tu bienestar
y que encuentres un muchacho que de veras te quiera y que te dé
todo lo que te mereces, ese Beto no es decente, si no hubiera llegado yo
ayer sabe Dios qué hubiera pasado. No me contestó nada. Nomás
agarró sus libros y me dijo ¿ya nos vamos? La acompañé
hasta su escuelita, le di la bendición y le dije cuídese,
mi hija, y ya no haga pendejadas.
Dicen que nadie supo cuándo ni cómo pero que Anita se trepó
a la azotea del edificio. Y yo digo, ¿pues qué no había
maestros que vigilaran la escuela? Dicen que a la hora del recreo, cuando
todos los escuincles salieron, la vieron trepada en la azotea. Una maestra
le dijo que se bajara, pero que, según esto, Anita parecía
como loca. Todos le gritaban bájate, Anita, te vas a caer. Dicen
que empezó a correr de un lado para otro, como gallinita deschavetada,
chillando y gritando sabe Dios qué. Según esto, dicen que
ella gritó mírame, mami, ahora sí voy a ser decente
y no voy a terminar como una mujer de la calle o como mi tía Chonita.
Nomás por eso andan calumniándome y diciendo que yo tuve
la culpa. Pero no es cierto. Yo nomás hice lo que toda madre debe
hacer. Yo nomás protegí a esta niña del tal Beto,
que era un sinvergüenza. Total que esta tarada niña se cayó.
La directora la llevó al Seguro. No sé qué le pasó
en la columna o no sé dónde que ya no puede caminar, ni hablar.
Total que ya ni a la escuela puede ir y nomás está ahí
sentada todo el día viendo las telenovelas del Canal de las Estrellas
y aparte tiene que ir al Seguro cada ocho días. ¡Ay, Dios!
¡Yo ya no sé qué hacer con esta niña! ¡Es
puro gastadero en medicinas y en idas al Seguro! Mejor la voy a meter en
un hospital para loquitos como a su tía Chonita o algo así.
Nomás le pido a Diosito y a la Virgen que me den fuerzas para soportar
esta pena.
Publicado en La tolvanera
el 20 de mayo de 1996.
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