Miel de maple
Miguel Báez Duráncuán grave es la malicia del pecado,
cuán violenta la fuerza de un deseo.
Sor Juana Inés de la Cruz
(Ese día, la señorita Martina no llega y los alumnos hacen un carnaval en el aula. No la echan de menos. Al contrario. Ese día, la señorita no se presenta con su espalda recta y derechita como regla, con su voz aguda y melosa, con el escote muy por encima de los pechos esquivos, con el crucifijo de plata pendiendo del cuello y con su paciencia inquebrantable. No. La señorita no llega.)(En un mes ya enterrado, la señorita camina.) * * *
Qué es eso que viene por el pasillo.
(La señorita aprieta sus libros de cálculo contra los tacaños senos y, frente a ella, se encarna una figura inusitadamente angelical.)
Tiene que ser el hombre más hermoso del mundo.
(La señorita, trémula, sigue con su paso convocador de burlas. No lo mira de frente. Sino de reojo. Y, sin que se percate, la bestia por tanto tiempo latente se despereza por completo y profiere en celo un callado alarido.)
Quién es. Nunca lo vi antes en el colegio.
(La señorita llega al aula. Las bocas trepidantes de sus alumnos se confunden unas con otras pues hablan de las mismas sandeces. Alcanza a oír a dos niñas cacarear excitadas por el arribo del joven profesor de inglés, apenas tres años mayor que ellas. Alcanza a oír “es canadiense” y, luego, las risillas despreciables montando en espiral.)
Es el hombre más hermoso del mundo aunque sólo tenga diecinueve años.
(La señorita pide, en un acto fútil, silencio. Y luego de no ser obedecida, intenta impartir la clase.)* * * Ahí está. Se me aparece como Dios: bello, ardiente y poderoso. No. Como Dios no. Qué sacrilegio. Más bien, como un santo: bello, ardiente y poderoso. Como un santo con su semblante sin impurezas, su nariz en diagonal perfecta, su boca carmesí y brillante, sus ojos de castañas y su cabello como la miel de maple. Me derrite la mente. Los brazos. Las piernas. Qué languidez. Qué tierno gozo.
(La señorita entra en el aula con la espalda recta. Los berreos de algunos estudiantes, tal vez de todos, se le enredan apretándole las venas al orgullo.)
Niños ricos. Niños apestosamente ricos. Maman de mamá la leche de la soberbia. Pepenan de papá los frutos del poder. Qué me importan si a tres puertas de distancia está él. Santo. Santo. Santo. Mi arcángel. Mi santo. Lo volví a ver hace apenas tres minutos. La divina aparición me atosiga con su báculo. No, el báculo no. Qué pecado. Pensamientos lascivos, no. El domingo me cobijo bajo la penumbra del confesionario y se los cuento al padre Díaz. O, para mi alma, sería devastador comulgar en estado impuro.
(La señorita grita silencio pero nadie le responde. Los otros gritos son más fuertes que el suyo. Chillidos graves contra el de ella, agudo y meloso. Como cada día, pierde la batalla.)
Es de Canadá. Es de un pueblito de Quebec. Eso dicen estas niñas-barbies. Lennox. Lennox-algo. No sé. Voy a buscarlo en un atlas para saber de dónde proviene el milagro, el portento amoroso.
(La señorita viene y va tres veces tres. Tres veces tres, es vencida por los alborotos de los niños ricos y las niñas-barbies.)
Lo veo, lo veo, lo veo. Por el pasillo, cuando sube las escaleras, fuera de la biblioteca. Estos encuentros no pueden ser fortuitos. El azar no existe. Para eso vive Nuestro Señor, para acabar con el azar. No creo en lo indeterminado. Sólo en mi Padre Dios. Porque estas casualidades no las causa la suerte, buena o mala. Las causa su divina providencia. Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
(La señorita mira el atlas en la biblioteca mientras tres de sus alumnos, inclinados los rostros sobre una mesa, la espían y se mofan de su escasez de protuberancias fuera de la cintura.)
Ahí está. Ahí está. De este puntito negro proviene el milagro de mi vida. Lennoxville, Quebec. Tan lejos. Tan cerca. Ahí está. Desde este puntito vino para hacerme revolotear las entrañas por las noches. Ay, no. Qué falta. Dios mío, no me tientes así. Es una tontería. Ya soy una mujer. No puedo aspirar a los brazos de un adolescente. Y, si es tan bello, de seguro es un idiota. Nadie puede ser tan hermoso e inteligente a la vez. Santo. Santo. Santo es el Señor.
(La señorita abre la bolsa de plástico y extrae de ella el sándwich de jamón y queso que todas las mañanas le prepara su madre mientras tres de las alumnas, inclinados los rostros sobre una mesa, la espían y se mofan de la abundancia de sus bigotes.)
Ya he esperado mucho. Ya he sentido mi sexo arder demasiado por el ansia que tiene, por su perpetuo ayuno, por el miedo a la frigidez. Y, durante las noches, sueño con su dulce báculo. Me fecunda mi trinidad de valles. Las tres inexploradas grutas. Las tres virtudes cardinales desvirtuadas. Las tres honras medievales deshonradas. Me fecunda de noche y de día sin parar. Me fecunda porque hace que, por fin, me sienta viva. Y termino mojada. Mojada de mí, mojada de él.
(La señorita desafina su voz melosa y grita como nunca antes. Esta vez, avanza victoriosa. Su voz es más grave y resonante que la de la caterva de alumnos. Exige silencio y, por un segundo, atrae la atención. La señorita da la espalda satisfecha y acosa la superficie verde con el gis. Los menos cínicos —los menos— obedecen la orden. Los otros —los más— arman un bajo cuchicheo.)
Una alumna adobada en sudor me lo confirma. El pueblo de mis ilusiones sí se llama Lennoxville como pensé. Está en la provincia francófona de Quebec, pero él es anglófono. Allá estudia en una universidad llamada Bishop’s. Y sólo tiene diecinueve años. Dieciséis menos que yo. Dieciséis es la edad de estas rémoras a las que les enseño cálculo. Niño mío. Pudo haber salido de mi vientre. Pero no. No quiero que salga sino que se introduzca: erecto, venoso, rezumante. No, pensamientos concupiscentes, no. Otra vez, el domingo, al confesionario o no tomo la hostia. Yo confieso ante Dios todopoderoso que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa.
(La señorita se pasea entre los estantes y los libros.)
Ahí está. Frente a los libros en inglés. Qué ingle. Dios mío. Qué espécimen creaste. Irradia belleza viril por todo su cuerpo. Exuda hermosura torturante. Tiemblo entera. Este cisma interno no me permite caminar. Hago un esfuerzo terrible y empiezo a sentir las gotas de sudor cuando se deslizan de la axila hacia la lonja,
(La señorita se acomoda el vestido.)
esa lonja que inútilmente intento ocultar. Me acerco tremebunda. Estimulada por completo. Lo huelo. Huelo suero paradisíaco. Huele a un perfume desconocido que arrastrado por la brisa matinal rompe las membranas de Himeneo. Huelo miel de maple. Huele a lo que olería la ambrosía de los dioses. Dioses, no. Politeísta inmunda. Pensamientos heréticos, no. El domingo, estaré en el confesionario y envolveré al padre Díaz con mi vaho pecaminoso. Hosanna en el cielo, hosanna en el cielo. Bendito, bendito, bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.
(La señorita retrocede sin dejar de mirarle la espalda y aún más abajo.)
Diecinueve años. Fuertes ramas de diecinueve. Columnas dóricas de diecinueve. Posaderas como bollos de diecinueve. Saquitos delanteros de diecinueve. Saquitos hartos de semillas de diecinueve. Báculo florido rebosante de esperma de diecinueve. No, pensamientos carnales, no. El domingo, de hinojos frente al tejido de lunas, frente a la faz fragmentada del padre diré tres veces ave María purísima, sin pecado original concebida.
(La señorita escribe sobre el pizarrón la guía para el examen parcial. Las carcajadas explotan hacia el techo como fuegos artificiales. Los alumnos más atrevidos le han colocado una cola de papel que se extiende a lo largo del salón hasta los últimos pupitres. La señorita está encerrada en sus pensamientos como en un cuarto propio y no se percata de la crueldad.)
El domingo, la penitencia o la comunión. Común unión con el cuerpo sacramentado de Cristo, nuestro salvador. Unión común en el cuerpo adorado del cordero. Común unión en él, en este extraño extranjero. Con la boca ensalivo su cuerpo, lo acaricio con la lengua, lo acorralo con el paladar y me lo trago.
(La señorita está en su claustro edénico.)
Y entonces le canto el Ángelus. Contemplo a mi Padre celestial y le canto el Ángelus. Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y todo se hace según su verbo porque hacia mí veré volar a mi arcángel con la brasa encendida, tocará con ella mis labios y expiará mi iniquidad. Soy la esclava de mi santo, hágase en mí según su vara.
(La señorita no está en el salón, frente a la parvada de párvulos, sino en un país utópico donde rigen las fantasías.)
Soy la esclava de. Me imagino mis brazos atados a las patas de la cabecera. Soy tu esclava. Y él, encima de mí, desnudo y fogoso. Me toma con ardor. Soy su esclava. Cuando termina de usarme y estrenarme, se yergue. La cama se bambolea con sus pasos. Su cuerpo glorioso es una línea perpendicular que sale de mis pechos. Se sacude el miembro suculento y de él mana un líquido áureo. Hazte en mí según tu meada. Me lo trago. ¡No! Dejo de imaginármelo. Pensamientos anormales, no. El domingo corro a la cabina lóbrega a recitar mis transgresiones. Señor, ten piedad de mí. Cristo, ten piedad de mí. Señor, ten piedad.
(La señorita no está.)
De dónde viene esta perversión. Del maligno, del enemigo que vaga por el mundo como león rugiente, de Luzbel. Aléjate, demonio, vade retro. Cruz, cruz, cruz de Jesús. Entonces, él, mi niño, mi querubín, mi santo varón, es un enviado de Luzbel. ¡No! No con esos ojos ni con esa boca ni con esa cara ni con esos muslos ni con esas nalgas ni con ese. ¡No! Pensamientos torcidos, no. El domingo no me va a alcanzar la penitencia de oraciones para limpiar mis máculas. No voy a tocar con mis labios la excelentísima gracia de Cristo sacramentado. Señor, no soy digna, no doy digna, no soy digna de que entres en mi casa-vagina, pero una palabra tuya bastará para sanarme-abrirme.* * * (La señorita se queda dormida sin querer durante el examen parcial. Los alumnos se pasan recados escritos en bolas de papel, intercambian respuestas oralmente, consultan el libro sin pudor.)
los brazos blancos los brazos me atrapan se multiplican aquí allá siento como nunca veo ojos miel de maple adorado su báculo florido ardiente brasa himen roto por fin no más atrofia blanca la nieve me lleva lejos a casa en sus brazos músculos sudor aliento me lleva cabellos miel de maple adiós niños ricos hasta nunca niñas barbies me llevas lejos a canadá a tu casa donde nadie conoce me adiós dios odioso adiós
(La señorita sueña con unas palmas acariciantes, firmes y rojas como la hoja de arce en la bandera del Canadá. Su sangre se caldea. Los niños ricos y las niñas-barbies quieren sacar un diez en el examen.)
las manos rojas hojas arce como bandera canadá miel de maple lejos muy lejos en tus brazos me cargas me llevas niño santo mío potente varón canadá quebec lennoxville tu casa mía me mojas dentro afuera humedeces me la carne hinchada roja hoja arce como tu bandera allá aquí no el padre díaz no comunión contigo sólo adiós dios odioso adiós
(La señorita duerme para recuperarse de un insomnio detonado por la pululación de remordimientos y de una inapetencia provocada por las hogueras amorosas.)* * * Ahí está, desgraciada, hija de perra, maldita matrona, ballena asquerosa. Me mira como si fuera su sirvienta. Yo no soy sirvienta de nadie. Menos suya, gorda mantecosa. Me mandó llamar. Ya sé por qué. No me importa. Primero se la pasan chacoteando en mi clase y después se quejan porque me quedé dormida. Niños ricos, niñas-barbies. Hijos de sus padres pudientes. Espero que se pudran en el infierno. Usted igual, señora directora. Sí, no se preocupe por mí, señora directora, no va a volver a ocurrir, el perro de los vecinos ladró toda la noche. La verdad no se la voy a decir. Paso las noches con mis manoseos muertos. Pretendo que mis dedos son los de mi radiante adolescente. Eso no se lo digo, cerda cochina.
Ahí estás, desagradecida, hija de las yeguas, maldita madre, foca aceitosa. Me miras como si fuera tu criada. Yo no soy criada de nadie. Menos tuya, gorda gelatinosa. Me mandas llamar a la mesa. Ya sé por qué. No me importa. Primero te la pasas dándote golpes de pecho y después te quejas porque no como las porquerías que nos preparas a mí y a mi papá. Hija de burgueses venida a menos. Espero que te refundas en el infierno del cual me hablas siempre. Tú igual, papá-marioneta-de-mamá. Sí, no se preocupen por mí, papitos, mañana voy a comer bien, los muchachos me dieron mucha guerra todo el día, estoy nerviosa. La verdad no se las voy a decir. Paso el día con mis ensoñaciones. Finjo que sus brazos me cargan hasta un lugar donde nadie me conozca. Eso no se los digo, chanchos aberrantes.
Ay, no. Pensamientos iracundos, no. El domingo voy con el padre Díaz y me recuerda el cuarto mandamiento: honra a tu padre y a tu madre. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz. Cordero mío, que quitas mi casta espera, dame el goce del mundo.* * * Saco de la bolsa de plástico el sándwich de jamón y queso que todas las mañanas me prepara la bruja. No quiero comer porque sólo me alimento de quimeras. Entras y no puedo evitar sonreír. Ahí estás. Resplandeciente. El hombre más atractivo del mundo. Refulgente. Sólo tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú altísimo Jesucristo. Sólo tú eres bello, sólo tú mi amo, sólo tú mi hermosísimo macho cabrío. Te sientas tan sólo a tres mesas de distancia. Alrededor de ti zumban las niñas-barbies como moscas sobre la miel de maple. Hijas de sus indolentes madres. Quisiera desollarlas vivas frente a él y mostrarle las podridas vísceras de las que están hechas. Sobre todo a esa infeliz de la minifalda. No le devuelvas los gestos. No te sonrojes con sus boberías. No. Sucia niña-barbie. Es mío. Te voy a hacer tragar tus remilgos y después te los voy a sacar por la garganta que yo misma habré degollado. Es mío. Me va a alejar de este pueblo donde el polvo y la abulia se alzan como murallas crecientes. Me va a llevar hasta su tierra de bosques y humedad en hartazgo. Con una señal subrepticia, la minifaldosa ahuyenta a las demás y se queda sola contigo. ¡No! Horrorosa niña-barbie. Es mío y te lo voy a demostrar. Como si hubiera resortes bajo la silla, me levanto. Señor, tienes que detenerme. Si existes, evita la locura que estoy a punto de cometer. Bendito seas por siempre, Señor. Bendito seas por siempre. Bendito seas.
Señor, por siempre seas maldito. Por qué no me detuviste. Por qué. La minifaldosa se enteró. Los niños ricos y las niñas-barbies se enteraron. La directora y los demás maestros. Mi madre y mi padre. Pero, peor aún, él. Mi bello santo, mi hermoso salvador se enteró por el arañazo que le di a la minifaldosa. Señor, tú no existes. Te pedí que me detuvieras. Satanás me tentó y tú no hiciste nada por salvarme. Tú no existes, sólo existe el azar. El azar provocó la venida de mi efebo canadiense. No, pensamientos blasfemos, no. El domingo voy con el padre Díaz y le digo váyanse a la chingada usted y Dios. Entonces, no me va a alcanzar la vida para cumplir con mi penitencia. No, pensamientos satánicos, no. Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica. ¡No! No creo. No creo en Dios, Padre poco poderoso; creo en múltiples dioses humanos. No creo en un solo Señor, Superestrella, Hijo bastardo de Dios; creo en una horda de mesías falsos. No creo en el Espíritu Santo, Criador y dador de la muerte; creo en los diversos espíritus animales. No creo en la Iglesia que es monótona, vulgar, diabólica y apóstata; creo en las muchas iglesias derruidas. Y, además, creo en él; en el hombre más hermoso del mundo; en mi santo bello, ardiente; en la divina aparición del arcángel con su báculo florido; en mi portento amoroso del Canadá; en el fecundador de mi trinidad de valles que nunca, nadie, penetró; en la belleza viril que tantos meses me ha torturado y esta noche dejará de torturarme; en el perfume paradisíaco cuando rompe las membranas de Himeneo; en la brasa encendida cuando quema los labios y expía mi iniquidad; en la miel de maple ahora tragada en alternancia con somníferos para así dormir y soñar hasta el infinito con él. Por mi culpa, por mi culpa, por mi puta culpa.* * * (La señorita sueña y no puede despertar.)
los muslos blancos los muslos columnas dóricas los muslos bellos llenos de vellos los muslos atrapan me enredan se con míos los aquí allá siento como nunca veo vellos de miel de maple idolatrado su báculo erguido himen sangrante ardiente brasa por fin no más sola blanca la nevada me levanta lejos a casa una en sus brazos potentes musculosos flexión fricción me rapta saliva miel de maple sabe a adiós ricos niños nunca hasta barbies niñas despiertas me lejos canadá tu casa donde ninguno de mí sabe adiós dios odioso adiós
(La señorita sueña y no puede levantarse.)
testículos los reojo rojos hoja arce como la de bandera canadá maple de miel lejos lejos muy más en tus brazos arrullada niña santa yo lennoxville quebec canadá tu hogar mío también me salpicas afuera dentro mojas me el henchido cuerpo rojo ojo arce hoja reojo bandera como nuestra allá sí comunión contigo sólo adiós odioso dios adiós.
(Esa mañana, la señorita Martina no llega y los alumnos hacen del aula un carnaval.)Torreón, abril de 2001Publicado en Arteletra en octubre de 2003.