Reseñas de la XXXVIII Muestra Internacional
de Cine
Miguel Báez Durán
La pianista, una cátedra de actuación
En
Lumière
y compañía (experimento cinematográfico de 1995
donde se reunió a 40 directores reconocidos detrás de la
cámara de los hermanos Lumière), el realizador alemán
Michael Haneke responde, cuando se le pregunta por qué filma, que
dirigirle a un cineasta tal cuestión es como preguntarle a un ciempiés
por qué camina. El ciempiés está condenado a tropezar
mientras busca una respuesta. Lo mismo podría ocurrirle a los espectadores
cuando traten de explicar el significado de La pianista (La pianiste,
2001).
Erika Kohut (Isabelle Huppert), una maestra de piano de Viena, tiraniza
a sus alumnos a través de la disciplina y la práctica. Por
esa razón, es admirada y temida. Pero Erika se encuentra subyugada
a su vez por la sofocante relación con su madre (Annie Girardot)
y, a pesar de su perfecta fachada de trabajo y rectitud, por prácticas
anómalas que van desde el voyeurismo hasta el masoquismo pasando
por la mutilación. Una noche, siempre con su madre como guardián,
da un concierto privado para una familia pudiente y conoce a Walter Klemmer
(Benoît Magimel). El joven, sin vislumbrar la podredumbre encerrada
en el cuerpo de Erika, se siente atraído y pronto se convierte en
su alumno.
La premisa de La pianista es simple. Hasta podría ser vista
como un lugar común: detrás de la razón de los seres
humanos, se esconden el delirio y la enfermedad. En principio, deslumbra
el potencial mostrado por la cinta durante su introducción. Pero
Haneke no logra sostener la fuerza de esta primera parte. Por un lado,
la culpa la tienen esas exageraciones de la realidad que dice utilizar
para hacerla más clara. En ocasiones, su afán raya en la
inverosimilitud. Por otro, se encuentra Erika, un enigma perturbador sin
nivel resolutivo. Hacia el final, su máscara de fortaleza se rompe
y parece ansiar un rol tradicional dentro de su relación amorosa
con Walter. Entonces surgen las dudas de si en verdad esta mujer es capaz
de amar. De nuevo, la atacará la fingida indiferencia de una atmósfera
y un basurero interior imposibles de transformar. Por último, el
regreso a su mundo cerrado y autodestructivo con un último acto
de odio contra sí misma.
Un arma de doble filo para la cinta es su ambigüedad. Haneke deja
a los espectadores varios hilos desatados y ya dependerá de cada
uno la conclusión a la que llegue. A veces, al dejar un artista
a la deriva a sus receptores, provoca en ellos el naufragio. Tal vez, la
excusa de exhibir un personaje tan patológico como Erika también
justifique la inestabilidad de la segunda parte. Admirable es, empero,
la destreza del director para templar con el humor —a veces blanco, otras
muy negro— ciertas escenas colmadas de patetismo y truculencia. La actuación
de Huppert es extraordinaria y sin duda merecedora del premio como mejor
actriz en Cannes. Tal es el peso de su presencia que, en cierta forma,
opaca a Magimel, también galardonado en dicho festival. En suma,
La
pianista es un crédito para Haneke tan provocador como deprimente.
Habrá que seguirle los pasos a este ciempiés.
Kadosh, estudio de lo sagrado
El
cine incita la curiosidad del espectador e ilumina espacios desconocidos.
En el caso de Sagrado-Kadosh (Kadosh, 1999) de Amos Gitaï,
la curiosidad se centra en esas comunidades religiosas alejadas del mundo
y suspendidas en la utopía de preservar sus tradiciones. Hacia este
lugar, apenas en la imaginación de un público alejado de
Israel, nos lleva el realizador. Él entra con su cámara prohibida
a los barrios de Jerusalén donde la ortodoxia es preciada por encima
de todo, donde la ley se respeta sin contemplaciones, donde el peso de
ciertos libros es tan fuerte que mata.
En la ficción de Gitaï, han pasado diez años desde la
boda de Meïr (Yoram Hattab) y Rivka (Yael Abecassis). Los hijos no
vienen a pesar de que han respetado cada baño purificador, cada
período de abstinencia y han dicho cada oración antes del
acto sexual. El esposo debe repudiar a su mujer y tomar otra para garantizar
la descendencia. Así lo estipula la ley. El problema es que los
esposos se aman y desean permanecer juntos. Además, Malka (Meital
Barda), la hermana de Rivka, está enamorada de Yaakov (Sami Hori)
y debe casarse con Yossef (Uri Ran-Klausner). La voluntad de las mujeres
no existe en un entorno donde sólo son vistas como instrumentos
de fecundidad.
Gitaï enmarca las historias paralelas con dos amaneceres distintos
en las vidas de Rivka y Meïr. Entre una y otra salida del sol, se
muestran también dos escenas de amor cargadas de emotividad y deslumbrantes
por su simpleza. De veras, hace saber el director, éste es un matrimonio
de amantes. De aquí surgen la crítica y la reflexión.
¿Por qué la letra muerta de libros contradictorios entre
sí —como dice Malka— inspiran mayor respeto que una unión
de diez años? ¿Dónde está lo limpio, lo puro
y, sobre todo, lo sagrado aludido por el título de la cinta? ¿En
los estudios del rabino de la comunidad, en los baños rituales de
la madre de Rivka o en la convivencia y la pasión de dos personas?
Gitaï sólo obtiene respuesta de las mujeres pues ellas han
pasado su vida entera dentro de una sociedad patriarcal congelada en el
tiempo y en donde no hay opciones. Se preserva el orden y se engordan las
filas de futuros ejércitos para luchar contra los otros (los paganos,
los “sin-Dios”), aunque el concepto de los “otros” sea tan confuso como
el del rechazo hacia una mujer que no se embaraza porque su esposo es estéril.
El planteamiento de la película, hecho con mínima artificialidad,
es interesante e invita a la reflexión. Cabe la pregunta de cómo
verían los judíos ortodoxos Sagrado-Kadosh, cuáles
serían sus reacciones a un cuestionamiento de este tamaño.
O, para el caso, cómo la percibirían los católicos
de ultraderecha o los musulmanes fundamentalistas en su afán por
regir la naturaleza humana. Lo único absurdo del filme es el doblaje
en italiano que, como en cualquier sustitución de voces, mutila
las actuaciones del reparto. Eso, sin embargo, es culpa de las compañías
distribuidoras y no de Amos Gitaï, gran revelador de curiosidades.
Corona crepuscular
De
aquella edición chilena del año 1957 de Coronación
a la que hace alusión José Donoso en su Historia personal
del boom surge, más de cuarenta años después,
la segunda adaptación fílmica de esta novela. La primera
se realizó en México, durante 1975 y con la dirección
de Sergio Olhovich. La presente, en Chile y contando como realizador a
Silvio Caiozzi.
El protagonista de Coronación (1999) es Andrés Ábalos
(Julio Jung), un hombre pequeño-burgués de mediana edad,
indiferente ante todo y atado sin remedio a “misiá” Elisita (María
Cánepa), su nonagenaria abuela paterna que se resiste a morir. Del
campo llega Estela (Adela Secall), sobrina de una de las sirvientas de
Andrés, para atender a la anciana y calmarla durante sus desvaríos.
La joven destroza la rutina de Andrés y revive en el cincuentón
tanto el deseo carnal como un sentimiento amoroso cercano a la poesía.
Pronto sus ilusiones se esfumarán dando paso al odio cuando Estela
conozca a Mario (Paulo Meza) y después quede embarazada. Cerca del
encuentro final en casa de doña Elisa, Andrés será
apenas un remedo de aquel hombre pulcro y solitario del principio.
Debajo del cascarón de la antigua casona de Elisa palpita un orden
jerárquico en donde el poder, el honor y la religión se fusionan.
Quizás sean sus ideas románticas y su renuencia a dejar atrás
nociones como la pureza de la sangre, la virtud y la honra. La vieja, en
sus alucinaciones, observa, denuncia y a la vez oprime el enamoramiento
de Andrés —su bebé indefenso, según ella— hacia Estela
—prostituta, ladrona, india. Debajo de ese régimen, el espectador
irá descendiendo hasta toparse con las criadas Lourdes y Rosario
—pacientes frente a los insultos seniles de la patrona— o Mario y su medio
hermano René —dispuestos a robar cuando necesiten dinero. Como contraste
y frío observador de Andrés, se hallará Carlos Gros,
amigo de la infancia y duro crítico por su hambre de vivir. El nudo
de la trama se tensa hasta el clímax, hasta el día del santo
de Elisa, hasta el día de la coronación en que los personajes
más marginados entran en la casa para robar o se emborrachan frente
al cuerpo inerte de la vieja. Por fin, la santa abuela obtendrá
su corona de reina. Y, con ella, la muerte.
Se logra a través de esta adaptación, aunque trasladada a
nuestros días, un retrato fiel a la novela de Donoso y, en sí
mismo, un trabajo fílmico merecedor de la atención recibida.
La labor de transformar el universo de las letras en lenguaje cinematográfico
siempre resulta difícil para el guionista y el director (ambos roles
recaen en Caiozzi), sobre todo al plantearse el dilema entre la fidelidad
o la autonomía. En este caso, el realismo de la novela beneficia
al cineasta y se logra un equilibrio loable. Tales elementos no exentan
a la cinta de las características por las que es famoso el sello
donosiano: la locura, la deformidad, la vejez, lo esperpéntico,
lo barroco. Para concluir, Coronación es un acierto más
del cine latinoamericano y una obligación para los interesados en
la literatura de nuestro continente.
Perdidos en el desierto
Las
primeras décadas del siglo XX —ésas en las que el cine pasaba
de la adolescencia a la edad adulta— estuvieron plagadas de manifiestos
que inauguraban múltiples movimientos artísticos. Cinco años
antes de que arribara el XXI, de Dinamarca llegó el manifiesto Dogma,
firmado por cuatro directores dispuestos a eliminar cualquier elemento
artificioso en su cine: Lars von Trier, Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen
y Kristian Levring. Cuando las cámaras en mano ya se han vuelto
de uso cotidiano y el llamado cine-verdad no es nada nuevo para los países
latinoamericanos (donde las historias deben contarse con mínimos
recursos por la falta de presupuesto), esto podría interpretarse
como un capricho pretencioso o una forma de llamar la atención.
Sin embargo, como el mismo Levring afirma, no es fácil deshacerse
de veinte años de historia. Por esa razón, los espectadores
de una película Dogma deben enfrentarla como si fuera un experimento
porque, a final de cuentas, lo es.
Viva
el rey (The King is Alive, 2000) de Kristian Levring presenta
a un grupo de turistas de diversas nacionalidades atrapados en el desierto
del norte de África. Uno de ellos promete regresar con combustible
para el autobús y los demás se entretienen en ensayos para
representar El rey Lear. Un matrimonio de norteamericanos, uno de
ingleses acompañado del suegro, una francesa, un actor británico,
una joven voluptuosa, un hombre enfermo y un chofer habitarán el
pueblo fantasma en medio de las dunas y serán observados por Kanana,
un nativo silencioso y, dicho sea de paso, nuestro narrador. Pronto empezarán
a surgir estrategias para sobrevivir, celos inesperados, relaciones cruzadas,
peleas y recriminaciones.
En cuanto la premisa toma forma se sabe de antemano lo que sucederá
con los personajes de Levring. Todo es sumamente previsible. Se hará
obvio el primitivismo y la animalidad de cada uno de los turistas. Algunos
sobrevivirán. Otros no. No es nada nuevo pues el mismo esquema se
sigue en otras cintas cuyo tema principal es el hacinamiento humano en
situaciones límite. Aunque la técnica fincada en el manifiesto
Dogma (ésta es la cuarta cinta bajo sus reglas) pueda resultar original
e interesante, también es cierto que la historia de Viva el rey
no lo es. No importa la referencia literaria de Shakespeare porque la trama
es demasiado familiar. Y, después de una hora, también se
agota la pretensión de Levring de retornar a lo más básico
en cuanto a forma se refiere. ¿Cuánto puede sobrevivir este
movimiento cinematográfico con su decálogo si, aunque produzca
un puñado de obras relevantes, está condenado al idealismo?
De seguro, lo sabremos con los años. Lo anterior no desmerita ciertas
escenas de primer nivel como el cuento insultante de Catherine hacia Gina,
las interpretaciones de Henry como Lear o la caminata en el desierto de
ida y vuelta para enterrar a Jack. Levring conforma así un largometraje
para cinéfilos curiosos y una pieza poco despreciable de un manifiesto
más.
Una historia encenegada
Aunque
la carrera de la directora argentina Lucrecia Martel comienza en 1991 con
la
filmación de cortos y series, no es hasta hace poco que aparece
su primer largometraje. Si para una mujer en un país desarrollado
es difícil producir una obra cinematográfica, en Argentina
los obstáculos deben ser mayores y sólo por eso La Ciénaga
(2001) es digna de comentarse. El problema principal es, sin caer en críticas
feroces, la falta de estructuración gracias a una trama muy nebulosa.
El filme comienza con el accidente de Mecha (Graciela Borges) en la finca
donde su familia cosecha pimientos rojos. Junto a una pileta bastante descuidada,
Mecha cae al suelo por su embriaguez y se corta el pecho con unos vasos
rotos. A ella acuden sus cuatro hijos —Momi, Vero, Joaquín, José—
y la sirvienta Isabel. No así su esposo Gregorio, un inútil.
Ese mismo día, el hijo menor de Tali (Mercedes Morán) es
llevado a la misma clínica por una herida en la pierna. Las dos
mujeres son primas. Mecha invita entonces a Tali y a sus hijos a La
Ciénaga.
Los personajes abundan en la ópera prima de Martel y éste
es uno de los primeros baches que se le presentan al espectador. ¿Quién
es quién en las familias de Mecha y Tali? ¿Cómo se
relacionan? Siembra tanta confusión el número de participante
(niños, jóvenes, adultos) que, cuando ya se sabe a ciencia
cierta quiénes son y cómo se llaman, arriban los créditos
finales. Eso sin contar los saltos mortales en la sucesión de hechos
los cuales exigen una concentración aún mayor. Muchos datos
son suprimidos para darle agilidad a este laberinto de pequeñas,
a veces diminutas, anécdotas familiares. Apenas se intuye cómo
llega José de Buenos Aires a La Ciénaga o en qué momento
se embaraza Isabel o lo sucedido durante la aventura de Gregorio y Mercedes.
Ni qué decir de las relaciones entre ellos. Todas, sin excepción,
son tratadas con cierta superficialidad. En una película aparte
podrían contarse las duplas Mecha-Gregorio, Tali-Rafael, Momi-Isabel
o José-Mercedes.
Martel prefiere aglomerar los cuantiosos roles en una película de
apenas hora y cuarenta minutos. Se requiere mucho más que un anecdotario
ya no para captar atención sino para retenerla, se necesita una
historia con estructura menos inconexa y menos encenegada. La realizadora
no plantea nada más fuera del retrato de familias sumidas en la
abulia del calor o de la rutina. Las anécdotas de La Ciénaga
sin duda divierten y entretienen. Eso es cierto. Pero divertir y entretener
ya son tareas acostumbradas de Hollywood en su vacuidad y sus presupuestos
exagerados. Un cine contenido en la Muestra Internacional debería
reflejar ambiciones de otro alcance. Aún así, ¿de
qué otra manera se enterarían los espectadores de la existencia
de una directora argentina llamada Lucrecia Martel? La Ciénaga
constituye, sólo por eso, un debut prometedor, una curiosidad alentadora.
Sin embargo, palidece en el contexto formado por las cintas que hasta ahora
la acompañan. Mejor suerte para el segundo largometraje.
Lealtad en tiempos difíciles
Una
larga trayectoria respalda la reputación de Ettore Scola y su inclusión
en la Muestra de Cine demuestra la vigencia del director italiano. Enemigo,
querido enemigo (Concorrenza sleale, 2001) se desarrolla en
una calle de Roma donde se han ubicado dos mercaderes, uno al lado del
otro. Umberto (Diego Abatantuono) es un hombre católico e imponente,
con una tienda lúgubre que algunos consideran chic y una
forma conservadora de hacer negocio. Leone (Sergio Castellitto) es judío,
más bajo, delgado y liberal además de que su establecimiento
está lleno de luz y cuenta con la colaboración de toda su
familia. Las primeras rencillas se dan cuando Leone completa las frases
publicitarias que Umberto coloca en sus aparadores. La tensión aumenta
hasta los primeros síntomas de la discriminación contra los
judíos. La competencia pasa a segundo plano y lo chusco se torna
tragicomedia. Como ya es costumbre en la filmografía italiana, el
relato será visto a través de los ojos de un niño:
el hijo menor de Umberto.
La primera hora de la cinta está colmada de tintes cómicos
cuyo único afán es arrancarle risas al público. La
relación entre Umberto y Leone se complica pues viven en el mismo
edificio y sus familias mantienen, por debajo del agua, amistades y noviazgos:
los hijos menores son amigos y los mayores, novios. El interés se
mantiene porque la mayoría de los espectadores desean saber en qué
momento estallará la bomba. La segunda hora toma otro curso. Después
de una pelea pública entre los dos hombres (detonada porque el cuñado
de Umberto le compra un traje a Leone), el católico le grita al
otro “judío”. Es el mismo día de la visita de Hitler a Roma.
Como si aquella invocación (de la que de inmediato se siente avergonzado
Umberto) tuviera una carga mágica, las leyes antisemitas empezarán
a promulgarse sin descanso despojando a Leone de sus privilegios. Entonces,
como era de suponerse, surge la complicidad entre los dos comerciantes.
Scola despliega una denuncia, sin ser la primera vez que se hace, en contra
de los regímenes intolerantes y totalitarios. En este caso, se concentra
en el fascismo y sus alianzas con Hitler. Es dentro de esta crítica
donde el elemento sentimental llega a altos vuelos y se codea peligrosamente
con muchas otras producciones italianas. La línea entre el sentimentalismo
sano y la sensiblería cursi es muy delgada. Sin embargo, aunque
Enemigo,
querido enemigo acaricia el lado más nefando de esta frontera,
nunca la cruza. Para suerte del espectador, la sensiblería jamás
se desborda. De hecho, se contiene en los momentos trágicos gracias
al aderezo del humor liviano de la primera parte. Sí, con el cambio
de Umberto se busca conmover al espectador. Pero no deja de ser un cambio
ambiguo e instigado por su hermano Angelo (Gérard Depardieu en una
participación fugaz y doblada). Así, con un filme entretenido,
el veterano Ettore Scola habla de una manera sutil del absurdo de la intolerancia.
Que la denuncia no se pierda con las risas ni con la distancia histórica.
Los serios problemas de Harry
Alfred
Hitchcock ha sido uno de los directores más homenajeados, por no
decir plagiados, en su gremio. Tal vez atraiga la popularidad de algunas
de sus obras con un público siempre ávido de sustos y de
grandes emociones. El director alemán, avecindado en Francia, Dominik
Moll hace un intento más de emulación hitchcockiana con su
segundo largometraje: Un amigo como Harry (Harry, un ami qui
vous veut du bien, 2000). Las referencias al precursor se leen desde
el título. El nombre original de El tercer tiro se traduce
literalmente como El problema con Harry. Y es que el Harry de Moll,
aunque está vivito y coleando, tiene serios problemas.
Michel (Laurent Lucas) está de vacaciones con su esposa Claire (Mathilde
Seigner) y sus tres hijas. Lo de vacaciones es un eufemismo. En realidad,
la pareja está agotada. Ellos saben que ni siquiera los días
en el campo dentro de una cabaña a medio restaurar lograrán
otorgarles alivio. En un baño de carretera, Michel vuelve a encontrarse
con Harry (Sergi López), antiguo compañero del liceo. Aunque
no lo recuerda bien, envidia el lujoso auto, la vida despreocupada y la
bella (aunque estúpida) novia del otro. Pronto se hará obvia
la obsesión de Harry por ayudar a Michel y, en especial, por revivir
en él la vocación de escritor. Un amigo como éste
es capaz de todo. Incluyendo el homicidio.
Es verdad que los espectadores menos familiarizados con la filmografía
del inglés no serán capaces de percibirlos, pero los homenajes
a Hitchcock son muchos y a Moll no le interesa disimularlos. La sustitución
en un asesinato del beneficiario de éste por un desconocido es de
Pacto
siniestro. El ojo en una mirilla improvisada, de Psicosis. La
presencia de un criminal en el hogar recuerda a Sombra de una duda.
La lista, de estar completa, sería larga y después de que
en los años noventa se les recetó a los cinéfilos
una larga serie de filmes sobre esposos, hijos, niñeras o enfermeras
infernales, un ejercicio como éste pareciera redundante. Sin embargo,
el cineasta alemán no es tan ingenuo como otros. Basta observar
con atención el final de la cinta y contrastarlo con la primera
escena. Después de todo, Harry no era tan mal amigo.
Permanecen, sin embargo, ciertas dudas respecto a la trama. ¿En
qué momento se entera Harry de la dirección de los padres
de Michel? ¿O es que siempre vivieron en la misma casa desde la
adolescencia de su hijo? Si conocía tan bien a su viejo amigo como
pretendía, ¿por qué le sorprende tanto la irrupción
de Eric, el hermano, en el departamento de los padres? Enmarcados por el
suspenso, ninguno de estos datos debió disolverse en el aire. Cada
enigma requería ser resuelto. Ni qué decir de la culminación.
El instante más esperado, el punto en el que los contrincantes se
enfrentan, termina agotándose en menos de dos segundos. Por supuesto,
la conducta de Harry queda sin la explicación de cualquier pieza
del género. Lo anterior le resta puntos a la película de
Dominik Moll y la convierte en un tributo algo decepcionante. Difícil
hacerle sombra a tan gran precursor.
Un mundo repetido
Al
programar en un festival, muestra o selección dos cintas del mismo
origen se corre el riesgo de repetir estilos de cine o redundar en ciertas
atmósferas. Aunque muy diferente a Enemigo, querido enemigo,
hay ciertos ingredientes similares en Fuera del mundo (Fuori
dal mondo, 1999) de Giuseppe Piccioni, sobre todo en la forma de manipular
el lado emotivo de los espectadores. Esta duplicación, casi sin
quererlo, rompe con la diversidad vista hasta ahora en la Muestra de Cine.
La hermana Caterina (Margherita Buy) vive en un convento cerca de Milán,
está a punto de tomar sus votos perpetuos y bajo su tutela tiene
a una joven novicia llamada Esmeralda (María Cristina Minerva).
Ernesto (Silvio Orlando) es el dueño de una lavandería, indiferente
a sus empleadas y en extremo solitario. No hay nada en común entre
la monja y el lavandero, fuera del aislamiento en el que viven o en el
que son acusados de vivir. En un parque, le entregan un recién nacido
a Caterina y, en la búsqueda por la madre del niño, se presenta
frente a Ernesto con un suéter azul en las manos. El bebé
Fausto es sólo un pretexto para reunir a los personajes centrales
y provocar en ellos una sólida amistad. A lo largo del relato, sus
motivaciones se verán cuestionadas y el enfrentamiento con Teresa
(Carolina Freschi), la madre de Fausto, los devolverá durante unas
horas al mundo del cual se exiliaron voluntariamente.
El principal interés lo monopoliza Caterina, una monja poco convencional
cuya caridad a veces se confunde con orgullo. Para ella, sería ideal
quedarse con Fausto. De destacarse es la actuación de Buy siempre
decorosa y relevante. La contención en el rol de Ernesto también
es loable. Sin embargo, la obra de Piccioni no queda exenta de ciertos
defectos. La historia es en sí melodramática y, aunque nunca
se hunde con estridencias, sí tiene instantes algo chantajistas:
la carta escrita por la madre de Caterina durante la primera noche en el
convento, el humor involuntario de la muchacha que por sentirse sola deja
su número de teléfono en cada mesa, el abrazo entre los protagonistas
después de decirle adiós a Fausto. Donde sí se alcanza
el colmo de la sensiblería es cuando se exhiben en el encuadre grupos
de personas felices y sonrientes. Estos ridículos retratos de honda
felicidad humana le dan al filme una resolución ingenua y bien podrían
haberse suprimido en el cuarto de edición. No dicen nada que el
espectador no sepa y son innecesarios.
Como la sensibilidad mexicana es parecida a la de los italianos, Fuera
del mundo tendrá buena acogida. El melodrama —la maquinaria
de la pasión, como la llamó un crítico— ya forma parte
de ambas culturas y se requiere prudencia para revivirlo. Quizás
Giuseppe Piccioni no la tuvo porque, en realidad, su largometraje no inspira
interpretaciones variadas o segundas visitas. Apreciable es el reflejo
de un mundo donde la soledad pulula por doquier. Pero, en el último
recuento, Fuera del mundo termina siendo una cinta algo intrascendente.
El rostro negro: Silencio roto
Desde
la unificación de los reinos de la península ibérica,
su territorio ha vivido guerras intestinas en las que sólo ha conseguido
desangrarse. Ya sean moros contra católicos, católicos contra
judíos, conservadores contra liberales o franquistas contra republicanos;
en ellas ha cundido la muerte sin sentido. Al presentar la falacia de esas
masacres entre hermanos se devela el motivo más destacable en Silencio
roto (2001) de Montxo Armendáriz.
Durante 1944, años después del final de la Guerra Civil,
Lucía (Lucía Jiménez) regresa a su pueblo natal en
Navarra para ayudar en la tienda de su tía Teresa (Mercedes Sampietro).
Cosme (Pepo Oliva), su tío, es un inválido y delator franquista
responsable del encarcelamiento de algunos republicanos. El retorno le
da a Lucía la oportunidad de reencontrarse con viejos amigos: Lola
(María Botto), don Hilario (Álvaro de Luna) y, sobre todo,
Manuel (Juan Diego Botto), el herrero. Esta familia, pronto se enterará,
está involucrada con una guerrilla antifranquista que se oculta
en los montes. En Manuel, Lucía encontrará el amor. Pero
sus idilios durarán poco cuando él deba huir y unirse a la
guerrilla. Entonces el pueblo estará dividido entre conspiradores
y delatores.
De España en su historia se dice que posee dos rostros. Uno negro,
represivo e inquisitorial. Otro transparente, humano y libre. El rostro
negro lo enfrenta Lucía con los horrores a su alrededor. El transparente,
con el amor de Manuel. A Armendáriz parece importarle más
la denuncia del primero pues ha rodado un largometraje de alta intensidad
donde las reflexiones sobre la guerra y sus nefandas consecuencias se suceden
una detrás de otra. En Lucía se encarnarán varias
perspectivas y, con ellas, sus cuestionamientos. ¿De qué
le sirven a la guerrilla sus ideales si se comporta de forma tan sanguinaria
como la Guardia Civil? ¿Para qué seguir luchando cuando la
causa está perdida y no se cuenta con el apoyo de las naciones opositoras
a Franco? ¿Deben por eso conformarse ante la opresión como
lo hace Sole, la esposa del cabo? ¿Sólo queda la huída
a Francia?
Los rencores y la mezquindad convierten al pueblo de Lucía en un
lugar desolado y, más tarde, en un cementerio. Todo para mantener
la ilusión de la estabilidad franquista. Los elementos constituyentes
de la película embonan siempre en función del aspecto social
y de la crítica histórica que están cercanas al realizador:
Montxo Armendáriz nació en Navarra. Así, nunca se
pierde la intencionalidad del relato en medias tintas o tramas secundarias.
De hecho, hasta la relación de Lucía y Manuel se torna opaca
por el estado de sitio del pueblo y la fútil esperanza de la guerrilla
en los montes. Con Silencio roto —cuyo título es autoreferencial
porque sólo con este filme se rompe el silencio de los “maquis”—
Armendáriz le arranca la careta al rostro negro de España
para no olvidarlo y no volverlo a ver nunca más.
El secreto en el árbol: Deseando amar
El
deseo de un amor secreto puede llegar a ser irreprimible y sólo
se templa cuando es enunciado. En China se cuenta que, durante la antigüedad,
cuando alguien tenía un secreto debía buscar un árbol
en la montaña, hacer un agujero en él y murmurarlo para que
quedara encerrado ahí con lodo. La Muestra de Cine concluyó
con un trabajo excepcional, de atrayente belleza y dirigido por Wong Kar-Wai.
Son precisamente el deseo y la necesidad de acallarlo las temáticas
principales de Deseando amar (Hua yang nian hua, 2000).
Encapsulado en la historia, el espectador se halla en el Hong Kong de los
años sesenta. Dos matrimonios jóvenes, los Chan y los Chow,
se mudan a cuartos contiguos en el mismo día dando pie a la primera
coincidencia. Gracias a cargas laborales y viajes de negocios a Japón,
las dos parejas se distanciarán y volverán a encontrarse
en un doloroso intercambio. Gracias a ciertos objetos —una bolsa de mano,
una corbata, dos cartas con sellos japoneses— el señor Chow (Tony
Leung) y la señora Chan (Maggie Cheung) se darán cuenta de
la infidelidad compartida de sus esposos. Con la intención de averiguar
en qué momento surge esta relación extramarital, convierten
su amistad en un escenario y actúan en lugar de los infieles siempre
con la condición de nunca ser como ellos. Sin saberlo, después
de comidas y pláticas juntos, empezarán a enamorarse.
El director habla de la culpa reprimida con una sutileza admirable. Cada
movimiento y cada palabra requieren la actividad y la interpretación
porque sólo se cuenta lo importante. A pesar de dicha agilidad,
la cámara lenta es utilizada en ciertos momentos para simbolizar
las rutinas de soledad y le otorga al espectador un sentimiento etéreo
sincronizado con la música. En los cortos viajes al puesto de comida
cercano al edificio, la señora Chan y el señor Chow se toparán
una y otra vez para adivinar en sus miradas lo que poco a poco aflorará
sin preverlo. Es una complicidad establecida desde la primera vez, en la
mesa de mahjong. Los infieles no tienen semblante. Sólo se
nos permite escuchar sus voces, observarlos de espaldas. Wong Kar-Wai los
ha borrado para no distraer con lo accesorio y para que los traicionados
sigan ensayando su pieza teatral clandestina. Se narra una sola historia
para sugerir la otra. De esta forma, el amor no confesado entre los protagonistas
nace sin planearlo. Sólo así podrán hallar la respuesta
al abandono de sus respectivos consortes. Y la resolución no es
decepcionante porque el cineasta sabe que las coincidencias rara vez se
repiten.
Sorprenden de inmediato las sobrias actuaciones de Leung y Cheung, el equilibrio
de la banda sonora con la presencia de nuestro idioma en voz de Nat King
Cole, la refulgencia de la fotografía merecedora de un premio en
Cannes, la maestría al hilar los elementos narrativos y el elemento
poético del secreto en el árbol. Wong Kar-Wai ha logrado
con Deseando amar una obra cinematográfica digna de recordarse.
Imposible un mejor cierre para la Muestra.
Publicadas en el periódico
La
Opinión Milenio en febrero de 2002.
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