Reseñas de la XXXVIII Muestra Internacional de Cine

Miguel Báez Durán

La pianista, una cátedra de actuación

        En Lumière y compañía (experimento cinematográfico de 1995 donde se reunió a 40 directores reconocidos detrás de la cámara de los hermanos Lumière), el realizador alemán Michael Haneke responde, cuando se le pregunta por qué filma, que dirigirle a un cineasta tal cuestión es como preguntarle a un ciempiés por qué camina. El ciempiés está condenado a tropezar mientras busca una respuesta. Lo mismo podría ocurrirle a los espectadores cuando traten de explicar el significado de La pianista (La pianiste, 2001).
        Erika Kohut (Isabelle Huppert), una maestra de piano de Viena, tiraniza a sus alumnos a través de la disciplina y la práctica. Por esa razón, es admirada y temida. Pero Erika se encuentra subyugada a su vez por la sofocante relación con su madre (Annie Girardot) y, a pesar de su perfecta fachada de trabajo y rectitud, por prácticas anómalas que van desde el voyeurismo hasta el masoquismo pasando por la mutilación. Una noche, siempre con su madre como guardián, da un concierto privado para una familia pudiente y conoce a Walter Klemmer (Benoît Magimel). El joven, sin vislumbrar la podredumbre encerrada en el cuerpo de Erika, se siente atraído y pronto se convierte en su alumno.
        La premisa de La pianista es simple. Hasta podría ser vista como un lugar común: detrás de la razón de los seres humanos, se esconden el delirio y la enfermedad. En principio, deslumbra el potencial mostrado por la cinta durante su introducción. Pero Haneke no logra sostener la fuerza de esta primera parte. Por un lado, la culpa la tienen esas exageraciones de la realidad que dice utilizar para hacerla más clara. En ocasiones, su afán raya en la inverosimilitud. Por otro, se encuentra Erika, un enigma perturbador sin nivel resolutivo. Hacia el final, su máscara de fortaleza se rompe y parece ansiar un rol tradicional dentro de su relación amorosa con Walter. Entonces surgen las dudas de si en verdad esta mujer es capaz de amar. De nuevo, la atacará la fingida indiferencia de una atmósfera y un basurero interior imposibles de transformar. Por último, el regreso a su mundo cerrado y autodestructivo con un último acto de odio contra sí misma.
        Un arma de doble filo para la cinta es su ambigüedad. Haneke deja a los espectadores varios hilos desatados y ya dependerá de cada uno la conclusión a la que llegue. A veces, al dejar un artista a la deriva a sus receptores, provoca en ellos el naufragio. Tal vez, la excusa de exhibir un personaje tan patológico como Erika también justifique la inestabilidad de la segunda parte. Admirable es, empero, la destreza del director para templar con el humor —a veces blanco, otras muy negro— ciertas escenas colmadas de patetismo y truculencia. La actuación de Huppert es extraordinaria y sin duda merecedora del premio como mejor actriz en Cannes. Tal es el peso de su presencia que, en cierta forma, opaca a Magimel, también galardonado en dicho festival. En suma, La pianista es un crédito para Haneke tan provocador como deprimente. Habrá que seguirle los pasos a este ciempiés.

Kadosh, estudio de lo sagrado

        El cine incita la curiosidad del espectador e ilumina espacios desconocidos. En el caso de Sagrado-Kadosh (Kadosh, 1999) de Amos Gitaï, la curiosidad se centra en esas comunidades religiosas alejadas del mundo y suspendidas en la utopía de preservar sus tradiciones. Hacia este lugar, apenas en la imaginación de un público alejado de Israel, nos lleva el realizador. Él entra con su cámara prohibida a los barrios de Jerusalén donde la ortodoxia es preciada por encima de todo, donde la ley se respeta sin contemplaciones, donde el peso de ciertos libros es tan fuerte que mata.
        En la ficción de Gitaï, han pasado diez años desde la boda de Meïr (Yoram Hattab) y Rivka (Yael Abecassis). Los hijos no vienen a pesar de que han respetado cada baño purificador, cada período de abstinencia y han dicho cada oración antes del acto sexual. El esposo debe repudiar a su mujer y tomar otra para garantizar la descendencia. Así lo estipula la ley. El problema es que los esposos se aman y desean permanecer juntos. Además, Malka (Meital Barda), la hermana de Rivka, está enamorada de Yaakov (Sami Hori) y debe casarse con Yossef (Uri Ran-Klausner). La voluntad de las mujeres no existe en un entorno donde sólo son vistas como instrumentos de fecundidad.
        Gitaï enmarca las historias paralelas con dos amaneceres distintos en las vidas de Rivka y Meïr. Entre una y otra salida del sol, se muestran también dos escenas de amor cargadas de emotividad y deslumbrantes por su simpleza. De veras, hace saber el director, éste es un matrimonio de amantes. De aquí surgen la crítica y la reflexión. ¿Por qué la letra muerta de libros contradictorios entre sí —como dice Malka— inspiran mayor respeto que una unión de diez años? ¿Dónde está lo limpio, lo puro y, sobre todo, lo sagrado aludido por el título de la cinta? ¿En los estudios del rabino de la comunidad, en los baños rituales de la madre de Rivka o en la convivencia y la pasión de dos personas?
        Gitaï sólo obtiene respuesta de las mujeres pues ellas han pasado su vida entera dentro de una sociedad patriarcal congelada en el tiempo y en donde no hay opciones. Se preserva el orden y se engordan las filas de futuros ejércitos para luchar contra los otros (los paganos, los “sin-Dios”), aunque el concepto de los “otros” sea tan confuso como el del rechazo hacia una mujer que no se embaraza porque su esposo es estéril. El planteamiento de la película, hecho con mínima artificialidad, es interesante e invita a la reflexión. Cabe la pregunta de cómo verían los judíos ortodoxos Sagrado-Kadosh, cuáles serían sus reacciones a un cuestionamiento de este tamaño. O, para el caso, cómo la percibirían los católicos de ultraderecha o los musulmanes fundamentalistas en su afán por regir la naturaleza humana. Lo único absurdo del filme es el doblaje en italiano que, como en cualquier sustitución de voces, mutila las actuaciones del reparto. Eso, sin embargo, es culpa de las compañías distribuidoras y no de Amos Gitaï, gran revelador de curiosidades.

Corona crepuscular

        De aquella edición chilena del año 1957 de Coronación a la que hace alusión José Donoso en su Historia personal del boom surge, más de cuarenta años después, la segunda adaptación fílmica de esta novela. La primera se realizó en México, durante 1975 y con la dirección de Sergio Olhovich. La presente, en Chile y contando como realizador a Silvio Caiozzi.
        El protagonista de Coronación (1999) es Andrés Ábalos (Julio Jung), un hombre pequeño-burgués de mediana edad, indiferente ante todo y atado sin remedio a “misiá” Elisita (María Cánepa), su nonagenaria abuela paterna que se resiste a morir. Del campo llega Estela (Adela Secall), sobrina de una de las sirvientas de Andrés, para atender a la anciana y calmarla durante sus desvaríos. La joven destroza la rutina de Andrés y revive en el cincuentón tanto el deseo carnal como un sentimiento amoroso cercano a la poesía. Pronto sus ilusiones se esfumarán dando paso al odio cuando Estela conozca a Mario (Paulo Meza) y después quede embarazada. Cerca del encuentro final en casa de doña Elisa, Andrés será apenas un remedo de aquel hombre pulcro y solitario del principio.
        Debajo del cascarón de la antigua casona de Elisa palpita un orden jerárquico en donde el poder, el honor y la religión se fusionan. Quizás sean sus ideas románticas y su renuencia a dejar atrás nociones como la pureza de la sangre, la virtud y la honra. La vieja, en sus alucinaciones, observa, denuncia y a la vez oprime el enamoramiento de Andrés —su bebé indefenso, según ella— hacia Estela —prostituta, ladrona, india. Debajo de ese régimen, el espectador irá descendiendo hasta toparse con las criadas Lourdes y Rosario —pacientes frente a los insultos seniles de la patrona— o Mario y su medio hermano René —dispuestos a robar cuando necesiten dinero. Como contraste y frío observador de Andrés, se hallará Carlos Gros, amigo de la infancia y duro crítico por su hambre de vivir. El nudo de la trama se tensa hasta el clímax, hasta el día del santo de Elisa, hasta el día de la coronación en que los personajes más marginados entran en la casa para robar o se emborrachan frente al cuerpo inerte de la vieja. Por fin, la santa abuela obtendrá su corona de reina. Y, con ella, la muerte.
        Se logra a través de esta adaptación, aunque trasladada a nuestros días, un retrato fiel a la novela de Donoso y, en sí mismo, un trabajo fílmico merecedor de la atención recibida. La labor de transformar el universo de las letras en lenguaje cinematográfico siempre resulta difícil para el guionista y el director (ambos roles recaen en Caiozzi), sobre todo al plantearse el dilema entre la fidelidad o la autonomía. En este caso, el realismo de la novela beneficia al cineasta y se logra un equilibrio loable. Tales elementos no exentan a la cinta de las características por las que es famoso el sello donosiano: la locura, la deformidad, la vejez, lo esperpéntico, lo barroco. Para concluir, Coronación es un acierto más del cine latinoamericano y una obligación para los interesados en la literatura de nuestro continente.

Perdidos en el desierto

        Las primeras décadas del siglo XX —ésas en las que el cine pasaba de la adolescencia a la edad adulta— estuvieron plagadas de manifiestos que inauguraban múltiples movimientos artísticos. Cinco años antes de que arribara el XXI, de Dinamarca llegó el manifiesto Dogma, firmado por cuatro directores dispuestos a eliminar cualquier elemento artificioso en su cine: Lars von Trier, Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring. Cuando las cámaras en mano ya se han vuelto de uso cotidiano y el llamado cine-verdad no es nada nuevo para los países latinoamericanos (donde las historias deben contarse con mínimos recursos por la falta de presupuesto), esto podría interpretarse como un capricho pretencioso o una forma de llamar la atención. Sin embargo, como el mismo Levring afirma, no es fácil deshacerse de veinte años de historia. Por esa razón, los espectadores de una película Dogma deben enfrentarla como si fuera un experimento porque, a final de cuentas, lo es.
       Viva el rey (The King is Alive, 2000) de Kristian Levring presenta a un grupo de turistas de diversas nacionalidades atrapados en el desierto del norte de África. Uno de ellos promete regresar con combustible para el autobús y los demás se entretienen en ensayos para representar El rey Lear. Un matrimonio de norteamericanos, uno de ingleses acompañado del suegro, una francesa, un actor británico, una joven voluptuosa, un hombre enfermo y un chofer habitarán el pueblo fantasma en medio de las dunas y serán observados por Kanana, un nativo silencioso y, dicho sea de paso, nuestro narrador. Pronto empezarán a surgir estrategias para sobrevivir, celos inesperados, relaciones cruzadas, peleas y recriminaciones.
        En cuanto la premisa toma forma se sabe de antemano lo que sucederá con los personajes de Levring. Todo es sumamente previsible. Se hará obvio el primitivismo y la animalidad de cada uno de los turistas. Algunos sobrevivirán. Otros no. No es nada nuevo pues el mismo esquema se sigue en otras cintas cuyo tema principal es el hacinamiento humano en situaciones límite. Aunque la técnica fincada en el manifiesto Dogma (ésta es la cuarta cinta bajo sus reglas) pueda resultar original e interesante, también es cierto que la historia de Viva el rey no lo es. No importa la referencia literaria de Shakespeare porque la trama es demasiado familiar. Y, después de una hora, también se agota la pretensión de Levring de retornar a lo más básico en cuanto a forma se refiere. ¿Cuánto puede sobrevivir este movimiento cinematográfico con su decálogo si, aunque produzca un puñado de obras relevantes, está condenado al idealismo? De seguro, lo sabremos con los años. Lo anterior no desmerita ciertas escenas de primer nivel como el cuento insultante de Catherine hacia Gina, las interpretaciones de Henry como Lear o la caminata en el desierto de ida y vuelta para enterrar a Jack. Levring conforma así un largometraje para cinéfilos curiosos y una pieza poco despreciable de un manifiesto más.

Una historia encenegada

        Aunque la carrera de la directora argentina Lucrecia Martel comienza en 1991 con la filmación de cortos y series, no es hasta hace poco que aparece su primer largometraje. Si para una mujer en un país desarrollado es difícil producir una obra cinematográfica, en Argentina los obstáculos deben ser mayores y sólo por eso La Ciénaga (2001) es digna de comentarse. El problema principal es, sin caer en críticas feroces, la falta de estructuración gracias a una trama muy nebulosa.
        El filme comienza con el accidente de Mecha (Graciela Borges) en la finca donde su familia cosecha pimientos rojos. Junto a una pileta bastante descuidada, Mecha cae al suelo por su embriaguez y se corta el pecho con unos vasos rotos. A ella acuden sus cuatro hijos —Momi, Vero, Joaquín, José— y la sirvienta Isabel. No así su esposo Gregorio, un inútil. Ese mismo día, el hijo menor de Tali (Mercedes Morán) es llevado a la misma clínica por una herida en la pierna. Las dos mujeres son primas. Mecha invita entonces a Tali y a sus hijos a La Ciénaga.
        Los personajes abundan en la ópera prima de Martel y éste es uno de los primeros baches que se le presentan al espectador. ¿Quién es quién en las familias de Mecha y Tali? ¿Cómo se relacionan? Siembra tanta confusión el número de participante (niños, jóvenes, adultos) que, cuando ya se sabe a ciencia cierta quiénes son y cómo se llaman, arriban los créditos finales. Eso sin contar los saltos mortales en la sucesión de hechos los cuales exigen una concentración aún mayor. Muchos datos son suprimidos para darle agilidad a este laberinto de pequeñas, a veces diminutas, anécdotas familiares. Apenas se intuye cómo llega José de Buenos Aires a La Ciénaga o en qué momento se embaraza Isabel o lo sucedido durante la aventura de Gregorio y Mercedes. Ni qué decir de las relaciones entre ellos. Todas, sin excepción, son tratadas con cierta superficialidad. En una película aparte podrían contarse las duplas Mecha-Gregorio, Tali-Rafael, Momi-Isabel o José-Mercedes.
        Martel prefiere aglomerar los cuantiosos roles en una película de apenas hora y cuarenta minutos. Se requiere mucho más que un anecdotario ya no para captar atención sino para retenerla, se necesita una historia con estructura menos inconexa y menos encenegada. La realizadora no plantea nada más fuera del retrato de familias sumidas en la abulia del calor o de la rutina. Las anécdotas de La Ciénaga sin duda divierten y entretienen. Eso es cierto. Pero divertir y entretener ya son tareas acostumbradas de Hollywood en su vacuidad y sus presupuestos exagerados. Un cine contenido en la Muestra Internacional debería reflejar ambiciones de otro alcance. Aún así, ¿de qué otra manera se enterarían los espectadores de la existencia de una directora argentina llamada Lucrecia Martel? La Ciénaga constituye, sólo por eso, un debut prometedor, una curiosidad alentadora. Sin embargo, palidece en el contexto formado por las cintas que hasta ahora la acompañan. Mejor suerte para el segundo largometraje.

Lealtad en tiempos difíciles

        Una larga trayectoria respalda la reputación de Ettore Scola y su inclusión en la Muestra de Cine demuestra la vigencia del director italiano. Enemigo, querido enemigo (Concorrenza sleale, 2001) se desarrolla en una calle de Roma donde se han ubicado dos mercaderes, uno al lado del otro. Umberto (Diego Abatantuono) es un hombre católico e imponente, con una tienda lúgubre que algunos consideran chic y una forma conservadora de hacer negocio. Leone (Sergio Castellitto) es judío, más bajo, delgado y liberal además de que su establecimiento está lleno de luz y cuenta con la colaboración de toda su familia. Las primeras rencillas se dan cuando Leone completa las frases publicitarias que Umberto coloca en sus aparadores. La tensión aumenta hasta los primeros síntomas de la discriminación contra los judíos. La competencia pasa a segundo plano y lo chusco se torna tragicomedia. Como ya es costumbre en la filmografía italiana, el relato será visto a través de los ojos de un niño: el hijo menor de Umberto.
        La primera hora de la cinta está colmada de tintes cómicos cuyo único afán es arrancarle risas al público. La relación entre Umberto y Leone se complica pues viven en el mismo edificio y sus familias mantienen, por debajo del agua, amistades y noviazgos: los hijos menores son amigos y los mayores, novios. El interés se mantiene porque la mayoría de los espectadores desean saber en qué momento estallará la bomba. La segunda hora toma otro curso. Después de una pelea pública entre los dos hombres (detonada porque el cuñado de Umberto le compra un traje a Leone), el católico le grita al otro “judío”. Es el mismo día de la visita de Hitler a Roma. Como si aquella invocación (de la que de inmediato se siente avergonzado Umberto) tuviera una carga mágica, las leyes antisemitas empezarán a promulgarse sin descanso despojando a Leone de sus privilegios. Entonces, como era de suponerse, surge la complicidad entre los dos comerciantes.
        Scola despliega una denuncia, sin ser la primera vez que se hace, en contra de los regímenes intolerantes y totalitarios. En este caso, se concentra en el fascismo y sus alianzas con Hitler. Es dentro de esta crítica donde el elemento sentimental llega a altos vuelos y se codea peligrosamente con muchas otras producciones italianas. La línea entre el sentimentalismo sano y la sensiblería cursi es muy delgada. Sin embargo, aunque Enemigo, querido enemigo acaricia el lado más nefando de esta frontera, nunca la cruza. Para suerte del espectador, la sensiblería jamás se desborda. De hecho, se contiene en los momentos trágicos gracias al aderezo del humor liviano de la primera parte. Sí, con el cambio de Umberto se busca conmover al espectador. Pero no deja de ser un cambio ambiguo e instigado por su hermano Angelo (Gérard Depardieu en una participación fugaz y doblada). Así, con un filme entretenido, el veterano Ettore Scola habla de una manera sutil del absurdo de la intolerancia. Que la denuncia no se pierda con las risas ni con la distancia histórica.

Los serios problemas de Harry

        Alfred Hitchcock ha sido uno de los directores más homenajeados, por no decir plagiados, en su gremio. Tal vez atraiga la popularidad de algunas de sus obras con un público siempre ávido de sustos y de grandes emociones. El director alemán, avecindado en Francia, Dominik Moll hace un intento más de emulación hitchcockiana con su segundo largometraje: Un amigo como Harry (Harry, un ami qui vous veut du bien, 2000). Las referencias al precursor se leen desde el título. El nombre original de El tercer tiro se traduce literalmente como El problema con Harry. Y es que el Harry de Moll, aunque está vivito y coleando, tiene serios problemas.
        Michel (Laurent Lucas) está de vacaciones con su esposa Claire (Mathilde Seigner) y sus tres hijas. Lo de vacaciones es un eufemismo. En realidad, la pareja está agotada. Ellos saben que ni siquiera los días en el campo dentro de una cabaña a medio restaurar lograrán otorgarles alivio. En un baño de carretera, Michel vuelve a encontrarse con Harry (Sergi López), antiguo compañero del liceo. Aunque no lo recuerda bien, envidia el lujoso auto, la vida despreocupada y la bella (aunque estúpida) novia del otro. Pronto se hará obvia la obsesión de Harry por ayudar a Michel y, en especial, por revivir en él la vocación de escritor. Un amigo como éste es capaz de todo. Incluyendo el homicidio.
        Es verdad que los espectadores menos familiarizados con la filmografía del inglés no serán capaces de percibirlos, pero los homenajes a Hitchcock son muchos y a Moll no le interesa disimularlos. La sustitución en un asesinato del beneficiario de éste por un desconocido es de Pacto siniestro. El ojo en una mirilla improvisada, de Psicosis. La presencia de un criminal en el hogar recuerda a Sombra de una duda. La lista, de estar completa, sería larga y después de que en los años noventa se les recetó a los cinéfilos una larga serie de filmes sobre esposos, hijos, niñeras o enfermeras infernales, un ejercicio como éste pareciera redundante. Sin embargo, el cineasta alemán no es tan ingenuo como otros. Basta observar con atención el final de la cinta y contrastarlo con la primera escena. Después de todo, Harry no era tan mal amigo.
        Permanecen, sin embargo, ciertas dudas respecto a la trama. ¿En qué momento se entera Harry de la dirección de los padres de Michel? ¿O es que siempre vivieron en la misma casa desde la adolescencia de su hijo? Si conocía tan bien a su viejo amigo como pretendía, ¿por qué le sorprende tanto la irrupción de Eric, el hermano, en el departamento de los padres? Enmarcados por el suspenso, ninguno de estos datos debió disolverse en el aire. Cada enigma requería ser resuelto. Ni qué decir de la culminación. El instante más esperado, el punto en el que los contrincantes se enfrentan, termina agotándose en menos de dos segundos. Por supuesto, la conducta de Harry queda sin la explicación de cualquier pieza del género. Lo anterior le resta puntos a la película de Dominik Moll y la convierte en un tributo algo decepcionante. Difícil hacerle sombra a tan gran precursor.

Un mundo repetido

        Al programar en un festival, muestra o selección dos cintas del mismo origen se corre el riesgo de repetir estilos de cine o redundar en ciertas atmósferas. Aunque muy diferente a Enemigo, querido enemigo, hay ciertos ingredientes similares en Fuera del mundo (Fuori dal mondo, 1999) de Giuseppe Piccioni, sobre todo en la forma de manipular el lado emotivo de los espectadores. Esta duplicación, casi sin quererlo, rompe con la diversidad vista hasta ahora en la Muestra de Cine.
        La hermana Caterina (Margherita Buy) vive en un convento cerca de Milán, está a punto de tomar sus votos perpetuos y bajo su tutela tiene a una joven novicia llamada Esmeralda (María Cristina Minerva). Ernesto (Silvio Orlando) es el dueño de una lavandería, indiferente a sus empleadas y en extremo solitario. No hay nada en común entre la monja y el lavandero, fuera del aislamiento en el que viven o en el que son acusados de vivir. En un parque, le entregan un recién nacido a Caterina y, en la búsqueda por la madre del niño, se presenta frente a Ernesto con un suéter azul en las manos. El bebé Fausto es sólo un pretexto para reunir a los personajes centrales y provocar en ellos una sólida amistad. A lo largo del relato, sus motivaciones se verán cuestionadas y el enfrentamiento con Teresa (Carolina Freschi), la madre de Fausto, los devolverá durante unas horas al mundo del cual se exiliaron voluntariamente.
        El principal interés lo monopoliza Caterina, una monja poco convencional cuya caridad a veces se confunde con orgullo. Para ella, sería ideal quedarse con Fausto. De destacarse es la actuación de Buy siempre decorosa y relevante. La contención en el rol de Ernesto también es loable. Sin embargo, la obra de Piccioni no queda exenta de ciertos defectos. La historia es en sí melodramática y, aunque nunca se hunde con estridencias, sí tiene instantes algo chantajistas: la carta escrita por la madre de Caterina durante la primera noche en el convento, el humor involuntario de la muchacha que por sentirse sola deja su número de teléfono en cada mesa, el abrazo entre los protagonistas después de decirle adiós a Fausto. Donde sí se alcanza el colmo de la sensiblería es cuando se exhiben en el encuadre grupos de personas felices y sonrientes. Estos ridículos retratos de honda felicidad humana le dan al filme una resolución ingenua y bien podrían haberse suprimido en el cuarto de edición. No dicen nada que el espectador no sepa y son innecesarios.
        Como la sensibilidad mexicana es parecida a la de los italianos, Fuera del mundo tendrá buena acogida. El melodrama —la maquinaria de la pasión, como la llamó un crítico— ya forma parte de ambas culturas y se requiere prudencia para revivirlo. Quizás Giuseppe Piccioni no la tuvo porque, en realidad, su largometraje no inspira interpretaciones variadas o segundas visitas. Apreciable es el reflejo de un mundo donde la soledad pulula por doquier. Pero, en el último recuento, Fuera del mundo termina siendo una cinta algo intrascendente.

El rostro negro: Silencio roto

        Desde la unificación de los reinos de la península ibérica, su territorio ha vivido guerras intestinas en las que sólo ha conseguido desangrarse. Ya sean moros contra católicos, católicos contra judíos, conservadores contra liberales o franquistas contra republicanos; en ellas ha cundido la muerte sin sentido. Al presentar la falacia de esas masacres entre hermanos se devela el motivo más destacable en Silencio roto (2001) de Montxo Armendáriz.
        Durante 1944, años después del final de la Guerra Civil, Lucía (Lucía Jiménez) regresa a su pueblo natal en Navarra para ayudar en la tienda de su tía Teresa (Mercedes Sampietro). Cosme (Pepo Oliva), su tío, es un inválido y delator franquista responsable del encarcelamiento de algunos republicanos. El retorno le da a Lucía la oportunidad de reencontrarse con viejos amigos: Lola (María Botto), don Hilario (Álvaro de Luna) y, sobre todo, Manuel (Juan Diego Botto), el herrero. Esta familia, pronto se enterará, está involucrada con una guerrilla antifranquista que se oculta en los montes. En Manuel, Lucía encontrará el amor. Pero sus idilios durarán poco cuando él deba huir y unirse a la guerrilla. Entonces el pueblo estará dividido entre conspiradores y delatores.
        De España en su historia se dice que posee dos rostros. Uno negro, represivo e inquisitorial. Otro transparente, humano y libre. El rostro negro lo enfrenta Lucía con los horrores a su alrededor. El transparente, con el amor de Manuel. A Armendáriz parece importarle más la denuncia del primero pues ha rodado un largometraje de alta intensidad donde las reflexiones sobre la guerra y sus nefandas consecuencias se suceden una detrás de otra. En Lucía se encarnarán varias perspectivas y, con ellas, sus cuestionamientos. ¿De qué le sirven a la guerrilla sus ideales si se comporta de forma tan sanguinaria como la Guardia Civil? ¿Para qué seguir luchando cuando la causa está perdida y no se cuenta con el apoyo de las naciones opositoras a Franco? ¿Deben por eso conformarse ante la opresión como lo hace Sole, la esposa del cabo? ¿Sólo queda la huída a Francia?
        Los rencores y la mezquindad convierten al pueblo de Lucía en un lugar desolado y, más tarde, en un cementerio. Todo para mantener la ilusión de la estabilidad franquista. Los elementos constituyentes de la película embonan siempre en función del aspecto social y de la crítica histórica que están cercanas al realizador: Montxo Armendáriz nació en Navarra. Así, nunca se pierde la intencionalidad del relato en medias tintas o tramas secundarias. De hecho, hasta la relación de Lucía y Manuel se torna opaca por el estado de sitio del pueblo y la fútil esperanza de la guerrilla en los montes. Con Silencio roto —cuyo título es autoreferencial porque sólo con este filme se rompe el silencio de los “maquis”— Armendáriz le arranca la careta al rostro negro de España para no olvidarlo y no volverlo a ver nunca más.

El secreto en el árbol: Deseando amar

        El deseo de un amor secreto puede llegar a ser irreprimible y sólo se templa cuando es enunciado. En China se cuenta que, durante la antigüedad, cuando alguien tenía un secreto debía buscar un árbol en la montaña, hacer un agujero en él y murmurarlo para que quedara encerrado ahí con lodo. La Muestra de Cine concluyó con un trabajo excepcional, de atrayente belleza y dirigido por Wong Kar-Wai. Son precisamente el deseo y la necesidad de acallarlo las temáticas principales de Deseando amar (Hua yang nian hua, 2000).
        Encapsulado en la historia, el espectador se halla en el Hong Kong de los años sesenta. Dos matrimonios jóvenes, los Chan y los Chow, se mudan a cuartos contiguos en el mismo día dando pie a la primera coincidencia. Gracias a cargas laborales y viajes de negocios a Japón, las dos parejas se distanciarán y volverán a encontrarse en un doloroso intercambio. Gracias a ciertos objetos —una bolsa de mano, una corbata, dos cartas con sellos japoneses— el señor Chow (Tony Leung) y la señora Chan (Maggie Cheung) se darán cuenta de la infidelidad compartida de sus esposos. Con la intención de averiguar en qué momento surge esta relación extramarital, convierten su amistad en un escenario y actúan en lugar de los infieles siempre con la condición de nunca ser como ellos. Sin saberlo, después de comidas y pláticas juntos, empezarán a enamorarse.
        El director habla de la culpa reprimida con una sutileza admirable. Cada movimiento y cada palabra requieren la actividad y la interpretación porque sólo se cuenta lo importante. A pesar de dicha agilidad, la cámara lenta es utilizada en ciertos momentos para simbolizar las rutinas de soledad y le otorga al espectador un sentimiento etéreo sincronizado con la música. En los cortos viajes al puesto de comida cercano al edificio, la señora Chan y el señor Chow se toparán una y otra vez para adivinar en sus miradas lo que poco a poco aflorará sin preverlo. Es una complicidad establecida desde la primera vez, en la mesa de mahjong. Los infieles no tienen semblante. Sólo se nos permite escuchar sus voces, observarlos de espaldas. Wong Kar-Wai los ha borrado para no distraer con lo accesorio y para que los traicionados sigan ensayando su pieza teatral clandestina. Se narra una sola historia para sugerir la otra. De esta forma, el amor no confesado entre los protagonistas nace sin planearlo. Sólo así podrán hallar la respuesta al abandono de sus respectivos consortes. Y la resolución no es decepcionante porque el cineasta sabe que las coincidencias rara vez se repiten.
        Sorprenden de inmediato las sobrias actuaciones de Leung y Cheung, el equilibrio de la banda sonora con la presencia de nuestro idioma en voz de Nat King Cole, la refulgencia de la fotografía merecedora de un premio en Cannes, la maestría al hilar los elementos narrativos y el elemento poético del secreto en el árbol. Wong Kar-Wai ha logrado con Deseando amar una obra cinematográfica digna de recordarse. Imposible un mejor cierre para la Muestra.
 
Publicadas en el periódico La Opinión Milenio en febrero de 2002.


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