Don Nadie

Miguel Báez Durán
        Lo que más me encabronaba, lo que más hacía que mi cabeza hirviera, era presionarme de tal forma, con compromisos ajenos, que todo mi ser parecía a punto de explotar. Tal encabronamiento, sin embargo, era un liliputiense comparado con el titán de mi obvia autocompasión. Aquella mañana de primavera llegué más de veinte minutos tarde al colegio. Ni siquiera pude notar el sudor espeso y oscuro que me manchaba el cuello de la camisa. Al observar el reloj, amarrado a mi muñeca, pensé en lo vergonzoso que sería entrar al salón bajo las filosas miradas de los demás. Porque yo siempre llegaba veinte minutos antes del timbre sin que nadie me obligara. Pero ese día iba tarde, furioso y con cientos de papeles por repartir. Un olor putrefacto escaló por las viscosas paredes de mi nariz, olor que se hizo más intenso luego de que la puerta metálica, acostumbrada a atorarse, cediera. Mi aula y la de Ellos -porque, para mí, mis compañeros de clase sólo representaban una deforme masa de gente sin nombres y sin caras- estaba completamente vacía. Todos, Ellos y Ellas, habían ido a reírse de la obra montada, en el salón audiovisual, por siete estudiantes del grupo. Quizá, divagué en mi camino al lugar donde se presentaba la obra, Ellos y Ellas sólo eran capaces, con sus cerebros marchitos, de carcajearse como hienas en cautiverio. No nada más mi cabeza se encontraba en el punto de ebullición, sino también mi estómago, semejante a una bomba de tiempo que explotaría en cuestión de segundos vomitando los jugos gástricos de la amargura. Aparte, tenía el deseo de morirme y de descansar bajo tierra. Por nonagésima vez, me había sentido usado por Ellos y por Ellas ya que yo siempre fui el sumiso, el monigote y el pendejito. Con paciencia, me dije, los había servido cual criado y les quité esfuerzo y trabajo para hacerlo yo. Pero el día anterior, un día de apuros y de acosamientos, mi paciencia fue quebrada y tocó el límite más tormentoso. Me cuestioné por qué diablos lo hacía. No lograba comprender por qué gastaba tiempo en las obligaciones de Ellos y por qué me molestaba en ser, a la vez, hipócrita y amable con Ellas. Ni me entraba en la cabeza por qué yo, orgulloso de ser diferente, no como los demás, permitía mi hundimiento en el pantano borreguil. O por qué yo, que me consideraba una persona libre y a la cual era difícil controlar, terminé siendo el títere manipulado. A mi mente vino, como una sombra macabra del ayer, un sola respuesta: mi inseguridad.
        A cada paso, reviví las imágenes que parieron tal inseguridad. La escena en la cual yo, siendo niño, lloré de sufrimiento al ver cómo se llevaban a la persona que más quería, mi padre, para encerrarlo en una celda. Aún resonaban en mis oídos las risas de los compañeritos de clases que, en un coro de voces, habían llamado ladrón a mi padre. Y yo, rodeado de tanta crueldad infantil, me había sentido maniatado por el miedo, por tratar de ponerle un alto al mundo que, desde la abrupta partida de mi padre, estaba en decadencia. Más tarde, cuando él fue liberado, recibí impasible los escupitajos burlones de los demás niños para no provocar más escándalo y más violencia de los que ya existían en mi hogar. Desde entonces, aguanté sobre mis jóvenes hombros el increíble peso de tantas incertidumbres y sentí como si la tierra bajo mis pies desapareciera ante cada nueva vicisitud. Algo similar había sucedido cuando, siendo ya un púber, llegué a una ciudad caótica y desconocida donde nunca pude ver una cara amigable o una mano que me ayudara. La angustia fue mil veces peor cuando, obligado por los severos ojos de mi madre, asistía a las clases de judo para que, según ella, aprendiera a defenderme. Resistí los combates, los puños cerrados y los golpes ignorando lo similares que eran con los que se daban mis padres. Pero mi estómago, revuelto y nervioso, era débil. Me llevó hasta la desesperación y hasta el vómito continuo, provocado por el enigmático dolor que sentía en el abdomen minutos antes de la clase de judo. Por fin, la enfermedad psicológica y las incesantes cascadas de comida devuelta convencieron a mi madre de que era preferible que su niño no supiera defenderse a vivir con el permanente hedor del vómito. Las náuseas desaparecieron y fueron remplazadas por la efímera ilusión de la música, ilusión destrozada, en la noche de mi primer recital, por la codicia de una maestra de piano y por la indiferencia de unos mal llamados amigos. Al final, a pesar de las felicitaciones y los aplausos, saboreé la constante acidez de la soledad por compartir la dicha únicamente con mis padres. En ese estado de ingenuidad, nunca supe con exactitud por qué mis amigos no llegaron a comprenderme o, al menos, a apoyarme. También fui muy ingenuo estando bajo el umbral de la adolescencia y al creerme el cuento de que iba a vivir la mejor etapa de mi vida. Olvidé tal entusiasmo cuando, empujado por el deseo reprimido e incontrolable de la carne, fui sorprendido, por mis padres, robando pornografía. Las supuestas alegrías de los años de adolescencia se habían convertido en un infierno y las miradas recelosas de mis padres, arrojadas desde el otro lado de la mesa, parecían gritarme: ¡nos decepcionaste!
        Yo, amable, decente, estudioso y santo, me había comportado como un animal hambriento de carne. Mi madre, que me repitió hasta el cansancio que no mirara y que no me tocara, que tantas veces me advirtió de los pecados y del sexo, que una y otra vez me habló de la religión, de la fe y de Dios, buscaba ahora la ayuda de sacerdotes y psicólogos para borrar la sucia falta de su muchachito. El sentimiento de soledad, ya sufrido la noche del recital de piano, regresó al percatarme de que no tenía amigos a los cuales confiar mi pena. Era testigo, desde la punta de mi glaciar desolado, de la erupción de un volcán de felicidad ajena, el de mis compañeros, el de Ellos y Ellas, mientras a mí, a Don Nadie, al nunca aceptado, se me carcomían las entrañas por el recuerdo del robo y, sobre todo, por no tener ningún amigo con el cual hablar. Pensé, pues, que mi inseguridad consistía en ser ignorado y, por esa simple razón, me dejé tratar como una máquina de la que abusaban todos. Yo, Don Nadie, convencido de que así ahuyentaba el espectro de mi soledad, cumplía con una serie de favores ajenos. Repasando mis tristes experiencias, supe que no dejaba de compadecerme por lo crueles que habían sido. Luego de penetrar en el último pasillo del colegio, los raros cosquilleos en la garganta detonaron una constante tos.
        Aquella mañana había atravesado las fronteras entre el país del enojo y el del encabronamiento porque acababa de convertirme en una vacía máquina de trabajos escolares. Un objeto que iba a estar ahí permanentemente para complacerlos, para hacer todo por Ellos y por Ellas. Observé mi reflejo en una de las ventanas de los muchos salones que se cruzaron en el camino hacia el audiovisual. Pero no vi, gracias a la puta lástima, a un joven delgado de apenas dieciséis años, sino al muñeco de madera de cuyos hilos tiraba la amargura. El pelele que, para mayor vergüenza, llevaba el sobaco manchado de un sudor chocolatoso. Varias veces me pregunté por qué lo hacía y desde la noche anterior, en que me había desvelado haciendo tareas ajenas, descubrí la verdad. La respuesta final y determinante era ganar, por lo menos entre esos cabrones, entre Ellos, un amigo y sentir, aunque fuera por escasos instantes, un poco de atención por parte de esas pendejas, por parte de Ellas. Deseaba que me vieran no como a una herramienta sin vida a la que podían usar y desechar, sino como a un ser humano. Anhelaba que, cuando vinieran las vacaciones, ya que no había trabajos de la escuela y les era inútil, no me dejaran solo. Así, imaginé, de considerarme humano, se acordarían de mí durante ese lapso de tiempo en el que las obligaciones escolares eran nulas. Yo, Don Nadie, no comprendí por qué nunca había sentido aprecio, compañerismo o confianza. Era un simple artefacto sin vida y era nadie.  No era alguien. Yo mismo inventé un apodo para mí, llamándome Don Nadie. Mientras me repetía sin cansancio el sobrenombre en voz baja, una gota descendió por mi cavidad nasal. Sin gustar ningún sabor extraño, la limpié como tantas veces lo hice con otras mucosidades, provocadas por mis solitarios lloriqueos.
        Mi encabronamiento obsesivo, en fin, se resumía en que me laceraran como a un esclavo robotizado durante el período de clases y me abandonaran, los hijos de su chingada madre, todas las vacaciones en el sótano de los tiliches. Tales eran mis pensamientos cuando por fin detuve la marcha frente al salón audiovisual. La molestia en mi tráquea era cada vez más insoportable. Hice grandes esfuerzos por reprimir las ganas de toser. Fue inútil. La cara se me puso roja, me di tremendos golpes en el pecho y, por fin, el objeto que cosquilleaba fue a caer sobre mi palma. Lo observé con detenimiento preguntándome cómo o cuándo pude tragarlo. Era un tornillo. Con esa diminuta porción de acero escondida en la mano, olvidé que, durante el desayuno, mi padre jugueteaba con la caja de herramientas, rebosante de tuercas y tornillos, y con una batidora eléctrica inservible. Yo, Don Nadie, ahora sí convencido de que me esta transformando en una máquina, acerqué el oído. Las risas de Ellos, amortiguadas por las paredes de concreto del salón, penetraron hasta en mis neuronas más recónditas. Apreté los papeles con furia y los deslicé por debajo de la puerta. Hastío, aburrición y fastidio eran las únicas palabras que cruzaban mi mente. Imaginé que, después de unos segundos, saldría de la escuela sin darme cuenta de mi comportamiento y sin consciencia de mis actos. Me habían programado como a un robot y me disponía a llevar a cabo las acciones administradas en mi mecanismo. Una fuerza interna, una voz mental, parecida a la de Luzbel, me daba órdenes: “camina unos metros, roba es cubeta, ve a una gasolinera, pide combustible, págalo, compra una caja de cerillos en esa tienda, regresa al colegio, consuma tu venganza”.
*          *          *
        Ellos y Ellas habían regresado. Venían apestando de gozo, como unos ángeles bajados del cielo, mientras el maestro se paraba al frente para dar la clase. Sus carcajadas, debidas a la obra que acababan de presenciar, eran ya bastante conocidas para mí: “Anoche fui a unos quince años. Anoche llegué del baile a las tres y mis papás no me regañaron. Anoche fajé con mi chava”.
        Los circuitos especiales introducidos en mi cabeza, que ya no eran ni oídos ni tímpanos, me permitieron percibir las ondas sonoras provenientes de la ventana. En cambio, reflexioné, anoche yo me había desvelado haciendo sus pinches tareas mientras Ellos y Ellas se divertían en ocupaciones frívolas y estúpidas. Fue la última vez en mi vida que sentí como humano porque estaba decidido a hacerles pagar cada humillación y cada mofa. Me paralicé por completo y mi corazón parecía ya no latir.
        Todos miraban el pizarrón con indiferencia cuando se escuchó el portazo. Yo, Don Nadie, entré con la cubeta llena de gasolina en la mano izquierda y unos cerillos en la derecha. Ellos y Ellas sintieron un aterrador escalofrío al momento que las gotas de ese líquido oloroso los cubrían. Dejando de hacer comentarios pendejos, exclamaron: “¡Ay! ¡Oh!” Ays y ohs de una bola de mamones, pensé. Pero yo no esperaba esos ays y esos ohs. Quería el dolor ajeno. Ansiaba escuchar los gritos de calabozos, de mutilaciones y de muertes violentas. Esos gritos, que escuché en mi interior toda la vida, debían ser proferidos ahora por mis compañeros. Esos alaridos infernales, grabados en mi joven cerebro, tendrían que salir de sus bocas. Lenta, pero firmemente, encendí el fósforo. Miré, con los lentes electrónicos, sustitutos de mis pupilas, a Ellos, a Ellas y al maestro. La voz silenciosa de Luzbel dijo: “Es el fin”.
        Con un movimiento mecánico de mis dedos, el cerillo salió volando. De inmediato, las llamas se extendieron hasta los confines del salón. El fuego alcanzó a los alumnos sin misericordia y los gritos comenzaron a escucharse. Esos sí eran los lamentos que yo quería. Ahora Ellos, después de exhibir sus caras risueñas y despreocupadas, imploraban perdón frente a mí mientras los cabellos se les convertían en cenizas; los brazos y las piernas, en carne asada; y los rostros, en pedazos de piel chamuscada. Ellas, antes con maquillajes, peinados, risitas de niñas bobas y bellas caritas angelicales, se convertían ahora en repugnantes monstruos abrasados, en animales delirantes del abismo y en pedazos de materia fecal. El olor a huesos, músculos y órganos quemados me extasió. Cada chillido, cada lamento y cada dolor me reivindicaban el abandono de aquellas bestias quejumbrosas. Ese salón era el infierno para Ellos y para Ellas. Pero, para Don Nadie, para mí, era la satisfacción completa y el placer inmenso. Era el cielo.
        Hasta que, saliendo del delirio, me percaté de que el maestro estaba a mis pies. Mi pantalón comenzaba a llenarse de fuego. Pero no sentí nada. Ni siquiera cuando todo mi cuerpo ardía en llamas, ni siquiera entonces grité como los demás, ni me quejé como los demás, ni chillé como los demás. Porque ya no sentía, ni pensaba, ni respiraba, ni me autocompadecía. Era nada. Era Don Nadie.
*          *          *
        Mi cuerpo sí ardía, pero por dentro, y el combustible, aún intacto, se hallaba frente a mis ojos cuando desperté de la fantasía. Soñé despierto con darles a Ellos y a Ellas el diabólico castigo. El recurrente recuerdo del tornillo bailando en mi tráquea me exigía una retribución. No era momento para retroceder. Tomé la cubeta y la caja de cerillos una vez más y, sabiendo que me acobardaría al encontrarme con las miradas de Ellos, cerré los ojos. Deposité el peso de mi cuerpo sobre la puerta y, luego de colmar en ella mis fuerzas, mis años de depresión, mis lloriqueos, mis rencores y mis amargura, empujé de vuelta esa superficie de acero para que se atrancara y para que ninguno de Ellos pudiera escapar del sufrimiento. El olor putrefacto antes percibido se mezcló con el del combustible. Ya me imaginaba los rostros de estupor de mis compañeros. El silencio del aula fue perturbado por el húmedo sonido de la gasolina chocando contra los pupitres. No se escucharon ni ays, ni ohs. Todavía cegado por mis párpados, encendí el cerillo lanzándolo al vacío. Sentí el rápido correr de las llamas, pero no se escucharon ni gritos, ni lamentos. Abrí los ojos. Yo, Don Nadie, observé la mancha amarillenta en la pared y la bolsa de plástico sobre el piso. De seguro, pensé, uno de Ellos -el más pendejo de todos, el eterno bromista-, había metido esa bolsa de huevos podridos, después de que el grupo saliera al audiovisual, estrellándola contra la pared para que el maestro se viera obligado a impartir su clase en otro salón. Mi aula y la de Ellos, aislada por la puerta de acero, estaba completamente vacía.
        El fuego, antes de que pudiera acariciarme el rostro, asesinó al patético Don Nadie que habitaba dentro de mí. Fue entonces cuando reaccioné y cuando me dije que esos cabrones no me vencerían, que esos cabrones no merecían morir en mis manos. No sé cómo pude lograrlo, pero desatoré la puerta del salón. Mis compañeros de clases ya venían corriendo por el pasillo alarmados por el incendio: “¿Qué pasó? ¿Por qué se está quemando todo? ¡Ay! ¿Estás bien, Neto?” Martín, el bufón del grupo, se hallaba entre esa multitud de preguntas. Supe, sólo con verlo, que era el autor, tanto intelectual como material, de la broma de los huevos podridos. Nunca olvidaré sus expresiones de sorpresa al lanzarme sobre él y gritar: “¡Cabrón! ¡Por poco me quemas, hijo de tu chingada madre!” Al final, se tragaron el cuento. Yo era el amable, el estudioso, el decente y el santo. De algo me sirvió ser, por tanto tiempo, un autocompasivo y un pinche Don Nadie.

1996

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