El templo de Onán

Miguel Báez Durán
        (Play). Te llevo por una calle alfombrada con hielo. Durante un instante, me tienta la idea de hacerte resbalar. Sin embargo, recapacito. Le ordeno a tus pies, cubiertos por unas botas grises de invierno, que se detengan. La demás gente camina apresurada. Clavan los ojos sobre la acera cristalina y se cubren de los veinte grados bajo cero. Tú no, porque levantas el semblante y miras al frente. Ahora empujo a tus ojos a recorrer el letrero. Están, me imagino, deslumbrados por el neón. Ordeno a tu cabeza que proyecte pensamientos y a las manos que suden dentro de los guantes. No puedes penetrar en lo ocurrido debajo de la piel, los músculos y los huesos; pero yo sí. Sueño el descontrol de la bomba que trae de acá para allá tu sangre. La señal será para ti edénica desde este momento en adelante. Ya escribo ahora las dos palabras para la agonía de tu paz: ADULT VIDEO. No significa que esa cajita de plástico –preciado cofre de imágenes— tenga vida y haya llegado a la mayoría de edad. No. Qué disparate. Tú tampoco eres el de mayoría. No tienes acceso legal a las quinientas ochenta y dos cápsulas de imágenes lascivas, tesoros escondidos detrás de la luz policroma. Yo cuento tus años y diré que apenas tienes dieciséis. Los cumpliste, niño blanco, hace tres meses. Te otorgo la memoria. Desde que papá y mamá dijeron adiós al último invitado de tu fiesta, decidiste esta visita. Quieres otro recuerdo aún más lejano. Te lo doy. Aquí está. La decisión vino en tu último onomástico; pero el deseo ahora indeleble de entrar en la maravillosa tienda te persigue desde los diez. Eras un coloradito precoz. Estás vestido como todos los adolescentes. Dentro de algunos años, esos pantalones y esa sudadera pasarán de moda. Tal vez regales la chaqueta en algún evento de ayuda a los pobres; los eventos que a tu padre, el pastor, le encanta organizar con preocupante reincidencia. Te hará sentir bien. Pero no tan bien como a él. El desahogo público de tenderle la mano a quienes él llama los más necesitados te lo inculcaron desde pequeño. Además, en cuanto regales la chaqueta, dejarás de sentirte ridículo al repasar las fotografías de tu anuario y reconocer el desgaste de la prenda tras los cambios de temporada. Eso será en un futuro. Si es que te lo concedo. Por ahora, deléitate en el letrero de neón.
        Quiero que entres en el santuario a la lascivia, en el templo de Onán. Te acobardas. Pero los reclamos genitales son más fuertes. Desvías la mirada a izquierda y derecha. Temes que la señora Church, siempre presente en las actividades precedidas por tu padre, camine a lo largo de la acera con las compras. Temes que Lily, a quien deseas comerle una mama desde el semestre pasado, te detenga con su límpido saludo. Ya estás ahí y, si acaso, se pasean dos indigentes por la calle. Se tambalean y luchan contra las estrujantes condiciones. Ellos serán invisibles para ti, para el mundo entero; hasta que tu padre, tu madre o la escuela lucubren otra obra pía. Los dos hombres desaparecen detrás de una esquina en su búsqueda por refugio. El letrero te llama y, después, la interrogación, el regalo oculto tras los vidrios pintados de negro. Alguna vez le preguntaste a tu padre por qué esa opacidad, por qué la ilusión plana de un biombo. Según dijo, hay escenas, hay imágenes y hay comportamientos poco deseables para la vista de los niños. Aún así, tú siempre te preguntabas. Ahora, por primera vez y gracias a mi misericordia, verás lo que otros guardan con tanto celo, rasgarás la cortina negra de lo prohibido. Te me escapas. Antes de lo imaginado, caminas hasta la puerta y la abres. Han sonado dos campanillas y quieres retroceder. Ya es tarde porque el empleado te mira de reojo, así como los tres clientes que estudian cada uno por su cuenta las posibilidades de una velada con los ínclitos nombres de Chesty LaCunt, Nottie Puss y –en la sección más heterogénea— Rod Harddick. Escudriñas sobre la puerta el motivo de tu miedo. Ahí cuelgan las dos campanillas, ridículas imitadoras del anhelado festín de tetas. Les indico a tus nervios que tracen un tímido rictus. El olor de esta profana capilla de diminutos frescos te perturba. Tal vez, piensas, sea el semen eyaculado por algún necio, el semen de un olvidadizo a quien se le pasa la fecha de entrega y no está dispuesto a pagar el retraso o a dejar pasar una sesión de la forma más primitiva de sexo seguro. Te equivocas. Es el brebaje hormonal destilado por los tres clientes en su sed por los desorbitantes pechos de Chesty, la traviesura vaginal de Nottie y la babeante vara de Rod. A esa sed se une la tuya.
        Provoco una decepción en el largo camino de tus pensamientos. Nunca te imaginaste al empleado gordo detrás del mostrador, zángano de menguante pelo y con una playera de Marilyn Manson. Cuando deambulabas frente a los aparadores ciegos de la tienda, tejías en tu abstracción a una mujer alta, pelirroja, de gozosa anatomía y traje de cuero cercenado en zonas estratégicas. Dichas quimeras, ya dentro de tu habitación, siempre desembocaban en fantasía y, cinco minutos más tarde, en el chorro seminal sobre el vientre. En la lobreguez, a momentos perturbada por las sordas preguntas de tu padre al otro lado de la puerta, te transportas al interior de un establecimiento oscuro, solitario y palpitante. Ella, la pelirroja, te llamaría con su lengua hasta el placer de su profunda garganta. Detrás del mostrador, escarbaría tu sexo asistida con el instrumento de su boca hasta que la represa glandular dejara libres las aguas. Pero no. Tales escarceos estarían fuera de lugar con el calvo. Has estado bastantes segundos de espaldas al umbral. Te llevo hasta el primer estante y comienzas a sumergirte en el pornografílico estudio. Retienes la esperanza de que el adorador de Manson no sospeche tu edad. Crees poder engañarlo pues eres alto y siempre te han dicho que pareces de veinte o veintiuno. También llevas una identificación falsa en la cartera, por si acaso. Al fin, te atreves a tomar la primera caja. Qué extraño. Te adelantas a mi imaginación. Lo considero un acto de rebeldía. Si me concentro, no volverá a suceder. Absorto observas el gancho promocional de tal cinta. Los productores tienen poca imaginación para el título: Octopussies. Se lo robaron a James Bond con descaro. Tampoco estás convencido de que la protagonista, esa morena que se amasa los rebosantes senos en la carátula, tenga ocho cavidades de fornicación. Lees y rectificas. Sólo se refiere a una octava de ninfas, colindantes en un mismo lecho. La regresas a su lugar por plagiaria.
        En la pared del fondo te aguarda una enorme colección. Fabrico otra orden para tu brazo. Debes tomar aquella cápsula roja titulada con cierto decoro Bend Over and Get Ready. En un movimiento, merecedor de la expulsión del paraíso, te haces de Shake, Rattle and Moan. No entiendo el equívoco y me dirijo a tu cerebro. Dibujo para ti las horas que las primeras actrices y su gorilón de cabecera vertieron sobre la serpiente brillante y lisa contenida en los dos carretes y destinada a deslizarse por los engranajes de la videocasetera familiar. De esas horas sólo quedan cien minutos bien trabajados por el director, los camarógrafos y el editor. Minutos en los cuales el argumento es una rápida nadería y las tomas coitales a bocajarro, una verdad. Con el volcánico calor que te nace de la región púbica, te bastarían diez minutos de los cien. Sólo diez revoluciones del segundero frente a la televisión comprada por tus padres con cierta reticencia. Sólo una sexta parte del reloj cuando todos los cuerpos, menos el tuyo, ronquen. La devuelves sin mi permiso y tal situación me alarma. Tú, mi criatura, rompes el cordón umbilical que te unía a mí. Dejas, detrás de ti, un hilo cárdeno que me suspende. Esa costilla, hechura mía y trozo del omnipresente esqueleto de la industria pornográfica, era tuya porque, dicen, no es bueno que el hombre esté solo. Me anonada esta subversión. Dudo de mis poderes. Tú avanzas —huelga decir sin mi guía— hasta otro estante. No alcanzo a ver los nombres. Me aprovecho de mis otros títeres para intimidarte. Hago que uno de los tres clientes, un cuarentón, pase junto a ti con el último crédito de Chesty LaCunt. Saca el hombro adrede y te empuja. Gira como si hubiera sido tu culpa y musita motherfucker. La lección fue ejemplar. Por tu cara lo intuyo. El calificado experto en chingadores de madres se acerca al mostrador. A los segundos suenan otra vez las campanillas. Mi control sobre ti es, de nuevo, absoluto. Como no me parece suficiente el escarmiento, te arrastro adonde tu pudor no te lo permitiría: zoo y necrofilia; sadomasoquismo; homo, bi y transexuales. Junto a tu pie, una mujer bebe de la fuente urinaria. A escasos centímetros de tu siniestra, un hombre le hunde a otro un puño en el ano. Frente a tus ojos, lo inimaginable: Lola Pasha, la bomba de Polinesia, exhibe ensoberbecida sus esféricos globos y su gigantesco falo en erección. Te agita la repugnancia de tal circo y, generoso, te conduzco en el regreso al acolchonado regazo de la heterosexualidad donde a las mininas no les sobra ni les falta nada. El alivio que ahora empiezas a sentir te lo concedo con piedad.
        Caen en caricia tus tentáculos sobre Ginger’s Sex Party: una orgía de disfraces. Pronto es devuelta. Después atrapas la portentosa Bend Over and Say AH!, continuación de Bend Over and Get Ready. Tu tesón me sorprende. Titubeas y rechazas los frutos que he cosechado para ti. Tu falta de agradecimiento no quedará impune. Con verdadero cinismo, atrapas Ass Wide Open con la reciente revelación actoral rebautizada como Whorie Lorie. Lanzo al segundo cliente, adepto a Nottie Puss, contra ti. Saluda con amabilidad petulante y se atreve a recomendar títulos y estrellas. Ruborizado y con muestras de falso asentimiento, aguantas la conversación de aquel sujeto quien, según mi sentencia, tendrá unos treinta y cinco años. Intentas zafarte de la verborrea. Sin embargo, impido que él pare de hablar. En este instante platica cómo las compañías productoras erigen convenciones con las actrices más populares. El perico presume tener una prenda íntima de Nottie y su firma en la carátula del primer video que estelarizó. Por como tiemblan los dedos adivino tus conjeturas. Tal vez piensas que él ha sospechado tus escasos dieciséis, que hace pruebas de voz para conocer los signos de tu adolescencia, que una vez impuesto el silencio irá hasta el mostrador y le contará al encargado. La visita tan ansiada, crees, verá su clímax en el destierro y no en la satisfacción. Vuelvo a tenerte bajo mi arbitrio. Lo sé porque observo cómo el terror llueve en la boca del estómago. Una vez apaciguado mi rencor, te curo: el esclavo de Nottie te recomienda no aventurarte a las secciones donde vagabundea el tercer cliente. Antes te vio acercarte a dichos recovecos y le preocupó siendo tú tan joven. El buen Samaria se despide para después compartir carcajadas con el pelón. Suenan las campanillas y el desconocido se interna en la brisa gélida con el baulito de placeres bajo el brazo. La indiferencia del obeso dependiente te tranquiliza. No sabe nada. El tiempo se ha escurrido y debes darte prisa. Entre tanto manjar, no sabes cuál escoger pues has despreciado los que confeccioné para ti y he desviado tu terquedad al frustrar el rapto de los que no te corresponden. Un último escudriñamiento no te hará mal. Si la clasificación por títulos resultó inútil bien puede realizarse por razas. Han desfilado frente a tu rostro alrededor de cien carátulas y sabes que las hay blancas como tú, negras, asiáticas y latinas. En esas casitas de plástico viven rubias, pelirrojas, morenas y castañas; a veces con pelucas verdes o moradas; el sexo rasurado o boscoso; las nalgas húmedas de sudor o con crema relucientes; los exorbitantes pechos de silicona o los concedidos por la gracia y la grasa de la naturaleza.
        Preparo el protagonismo mexicano de Latin Chicas: Hot and Spicy. Tu voluntad se enreda en el desafío el cual extingue mi paciencia. Vas tras la caza de Asian Delights. Esta vez mi furia, encarnada en el tercer cliente, caerá sobre ti como las murallas de Jericó. El que sueña con los peludos abrazos de Rod Harddick, un maricón de veintinueve, nota tu presencia. Maquina hace rato cómo abordarte pues también espió, como el segundo cliente, tus exploraciones en los terrenos del peligro. Convencido de que las carnes jóvenes son más deleitables que las reflejadas por una mediocre pantalla, se contonea hacia ti. Lo ves venir como si fuera el mundo. Al hola agrega pretty boy. Con los ojos medio cerrados te dice su nombre el cual olvidas al instante. Tú te inventas uno. Él cuestiona tus gustos y enseña sin pudor el reverso de su tesoro donde cinco o seis musculosos bisontes se revuelcan sobre una playa y practican una lucha asquerosamente libre. Gracias a mí pregunta tu edad, en qué escuela estudias y hasta dónde vives. A todo respondes con una nueva mentira. Por la languidez de tus piernas lo deduzco: estás a punto de perecer como cordero acorralado. Me está permitido mirar en tu interior acaso dos segundos. Sé que imaginas lo que tu presente némesis. Ni con esa cantidad de angustia sueltas a las orientales. Ni así prefieres a las latinas. Me doy cuenta de mi hartazgo. Debo acabar contigo de una vez. El orden no debe trastocarse porque, de otra manera, me quedaría atrapado en este templo donde rinden pleitesía todos los hombres, seguidores de Onán. Atrapo a la mariposa en mi red para hacerla a un lado. Te armas de valor y dejas sus palabras en el aire.
        Ya caminas hasta el mantecoso armado con las exóticas delicias de la China y el Japón. Mientras inspecciona tu fisonomía para aprobarte como cliente, las campanillas cantan para darle entrada a una capucha roja, la del cuarto hombre. No reparas en ella porque estás nervioso en espera del veredicto de la panza Manson. Mi flamante peón es la tuerca que dará fin a nuestras desdichas de ficción y realidad. Lo controlo con pericia impresionante. Entra, toma una cinta, se apresura hacia el mostrador y aguarda detrás de ti mientras el empleado te pide credencial. Sacas la falsa. Ese plástico te acredita como alumno de una universidad tan lejana como anónima. Maldices a todos aquellos que dijeron que parecías de veinte o veintiuno. El segundo veredicto será fatal porque el hombre tiene experiencia deshaciendo engaños. Te reclama. Niegas la pifia del documento. Grita. Sigues con la farsa. A él, le regalo un día odioso y una novia infiel: explota y salta del mostrador. El encapuchado permanece inmóvil. Ruega a los cielos porque te echen sin daño y porque no lo reconozcas. Forcejeas un rato con el gran abdomen pues insiste en quitarte la identificación. Decido que sea más fuerte que tú. Te empuja. Pierdes el equilibrio y se lo haces perder a la capucha. Caen sobre una nívea alfombra y bajo la abundante prenda hallas el rostro confuso de tu padre. Tú, en la sorpresa y por mi autoridad, alejas la mirada de la horrorosa imagen para encontrarte otra peor. Sobre el suelo, las delicias de oriente y, como vecina, Lola Pasha, la bomba de Polinesia. (Stop). (Rewind).
 
Torreón, octubre del 2000

Publicado en Estepa del Nazas en marzo del 2001.


 
Índice
Página principal