Miguel Báez Durán
El violín rojo (Le violon rouge, 1998) del realizador
canadiense François Girard cuenta la historia de una obra maestra
que viaja —y transforma la vida de sus dueños— a través de
los siglos para culminar en tiempos actuales, en una casa de subastas de
Montreal. Escrito por el mismo Girard y por Don McKellar —actor y director
reconocido en aquellas tierras septentrionales—, el argumento parte del
taller de Nicolo Bussotti (Carlo Cecchi), un hacedor de violines de Cremona,
Italia. El año es 1681. Bussotti, un hombre maduro y con vasta experiencia
en el arte de la fabricación de los instrumentos musicales, se entrega
a la labor de producir su obra maestra, un violín que supere a todos
los demás y que, en el futuro, sea una herencia para su hijo. Mientras
tanto, Anna (Irene Grazioli), su joven esposa embarazada, en una visita
a la cocina, le pide a la sirvienta Cesca (Anita Laurenzi) que le revele
a través de las cartas el futuro de su hijo. La vieja, en cambio,
le lee las cartas a ella pretextando la imposibilidad de hacérselo
a un nonato. Esta lectura será la columna vertebral de las cinco
historias que Girard y McKellar relatarán. Enmarcados en las cinco
cartas estarán contenidos los cinco episodios, no de la biografía
de Anna, como indica la vieja, sino de la biografía del violín
rojo en cinco ciudades y en cinco siglos diferentes.
“La luna” es la primera carta, la de la historia presente, la de Anna,
embelesada con ese astro. Será el suyo un capítulo terminado
en desgracia triple y en la fabricación del violín rojo.
Por las manos de unos mercaderes ambulantes, el objeto protagonista es
vendido a los monjes montañeses de un orfanato de Austria. Pasa
un siglo y un niño enfermo del corazón, Kaspar Weiss (Cristoph
Koncz), se adueñará del violín, impresionará
al monasterio entero y, a su vez, al compositor francés Georges
Poussin (Jean-Luc Bideau). La vieja Cesca da entonces vuelta a la segunda
carta: “El ahorcado”. Con ella, augura enfermedad y peligro de muerte.
El niño prodigio pronto es llevado a la residencia de los Poussin
en la Viena del siglo XVIII, la de Mozart. Y como fiel doble de éste,
les demostrará su genio a los flamantes protectores así como
su apego desmedido por el instrumento. Aquella demostración se verá
frustrada en un momento crucial, frente a cierto mecenas indolente de afiladas
uñas. Los gitanos se encargan del siguiente viaje del violín,
fuera de tierras continentales, hacia las islas británicas y hacia
vientos decimonónicos.
Aparece la carta de “El diablo” y, a la par, Frederick Pope (Jason Flemyng),
concupiscente virtuoso del violín que, para hacerse del instrumento,
lo intercambia por hospitalidad hacia un grupo de gitanos. Un romanticismo
exacerbado dirige en Oxford las vidas de Pope y su amante Victoria (Greta
Scacchi), opuesta por su pasión desenfrenada a la homónima
reina. Bajo la manipulación de un personaje de su novela, Victoria
decide viajar a Rusia y le deja a Frederick sólo el mediocre consuelo
de sus cartas. El artista pierde la inspiración pues, para él,
virtuosismo y sexo van de la mano. Al regreso de Victoria, el violín
servirá como delator y culpable de la traición de Pope con
una gitana. El gesto magnífico del virtuoso no se hará esperar.
Al verse libre de su amo, el sirviente chino se embarcará con el
violín en una travesía mucho más prolongada que las
anteriores. Su destino será el continente asiático. El objeto
protagonista adornará las vitrinas de un anticuario y no saldrá
de ellas hasta ser comprado por una concertista. Corren los años
de nuevo y las imágenes llevan al espectador a la China revolucionaria
del siglo XX, a una Shanghai donde cada día se recrean la efervescencia
del cambio político, los desfiles de carteles con el rostro de Mao
y los fanatismos que condenan cualquier objeto que remita a la cultura
occidental. La dueña será entonces Xiang Pei (Sylvia Chang),
oficial del partido socialista, hija de aquella concertista adinerada y
la persona que enfrentará al instrumento musical con la carta de
“La justicia”.
La obra de Bussotti, para salvarse del fuego, debe ser ocultada en la casa
de Chou Yan (Liu Zi Feng), un profesor de música. Ahí permanecerá
hasta su muerte. La última odisea del violín será
en América del Norte, en Montreal, donde Charles Morritz (Samuel
L. Jackson), un experto de Nueva York contratado por la casa Duval, y Evan
Williams (McKellar), un restaurador, descubrirán su identidad y
la perfección de su hechura. Hacia el final, la subasta —alternada
con la lectura de cartas y expuesta desde diversos puntos de vista— encuentra
su explicación ya que en ella convergen los cinco episodios de la
biografía del violín y se da paso a la quinta carta de su
futuro: “La muerte”. Por él lucharán en encarnizada puja,
como lo advierte Cesca en el pasado, un director de orquesta, unos monjes
austriacos, un representante de la fundación Pope y un hombre de
ascendencia china. Al final, el objeto colmará las intenciones con
las que fue fabricado. Será tocado por las manos de una niña
del siglo XXI.
El
violín rojo es una película con una estructura bien lograda
y notable por su capacidad de síntesis ya que, dentro de ella, el
instrumento musical que le da nombre constituye el hilo conductor. A lo
largo del desarrollo en bloques, se recalca el necesario intercambio entre
culturas, espacios y tiempos. Quizá como una metáfora de
la convivencia de diversas naciones en el mundo a lo largo de la historia
y el enriquecimiento producido a través de dichos trueques intelectuales,
Girard —originario de la provincia de Quebec— y McKellar —oriundo de Toronto—
le otorgan al espectador una experiencia deleitable, aunada a la sorpresa
final del insólito barniz del violín.
El violín rojo muestra al espectador la forma como, mediante
la materialidad de una obra creativa, perduran hasta cierto punto emociones,
odios, amores y delirios. Así, el niño prodigio, el soberbio
virtuoso, la mujer nostálgica y, por último, el sesudo experto
suceden a Bussotti, el creador, en la desmesurada atracción que
despierta el instrumento. La cinta, con diez premios Génies del
99 a cuestas en su país de origen, coloca a otros creadores, a François
Girard y a Don McKellar, en el nicho de los cineastas más importantes
de Canadá, no muy lejos de los nombres de Atom Egoyan, David Cronenberg
y Denys Arcand.
Publicado en Acequias
el otoño de 2001.
—El
violín rojo (Le violon rouge, 1998). Dirigida por François
Girard. Escrita por Girard y Don McKellar. Protagonizada por Carlo Cecchi,
Jean-Luc Bideau, Greta Scacchi, Sylvia Chang y Samuel L. Jackson.
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