Invitación a Vislumbre de cineastas

Jaime Muñoz Vargas

        Por ocio, por Hollywood, por las ubicuas tiendas de videos, por la vaciedad de ciertos días, por el satélite y el cable, por todo eso junto, el cine es hoy un placer absolutamente socializado. Tanto lo es que se podría afirmar, con un desplante estadístico, que de cada diez personas encuestadas a once les gusta el cine y lo consumen por lo menos una vez a la semana. La hipérbole parece un disparate, pero no lo es: en la sala de cine o en la sala de la casa, la numerosa humanidad se reúne a ver obras que durante hora y media logre distanciarla de la realidad y la sumerja en la ficción audiovisual. De todos esos fanáticos del cine, sin embargo, sólo una inmensa minoría ve y va más allá del mero epicureísmo. Para algunos —algunos como Miguel Báez Durán— el cine es divertimento, bocado placentero, hamaca del alma, en efecto, pero también liza donde se ponen en juego las habilidades creativas de guionistas, músicos, actores, maquillistas, camarógrafos y, sobre todo, de los capitanes que timonean un rodaje: los directores, los imprescindibles directores.


        Oriundo de Monterrey pero ya lagunero por imperativos de aclimatación, Miguel Báez Durán (1975) emprende en Vislumbre de cineastas un periplo sobre las huellas que han dejado trece realizadores de ecuménica fama. Con este recorrido, el autor demuestra que para él ha sido el cine, además del espacio donde puede saborear palomitas y Cocacola, un laboratorio de su agudeza crítica. Para Miguel y su maliciosa mirada, los filmes no han servido nada más como pábulo del ocio —lo cual, por otra parte, no hubiese resultado ilegítimo—, sino como frecuente complemento a sus quehaceres de narrador y cirujano literario. Precocidad mediante, en la columna “El bueno, el malo y el feo”* comenzó a trabar sus primeros ejercicios como detective cinematográfico y pronto, demasiado pronto, su habilidad cuajó en acercamientos que no dejan duda de su pericia como examinador de piezas fílmicas. Para demostrarlo aquí tenemos estos trece ensayos biofilmográficos, radiografías de otros tantos directores que le han dado a Miguel Báez muchas horas de regocijo y reflexión, ahora compartidos.
        Los ensayos no pecan de excesos eruditos ni de, mucho menos, lirismo facilista. Los caracteriza el equilibrio entre la minuciosa busca de referencias —labor de investigadores bien nacidos— y la pasión al ponderar el talento de doce hombres y una mujer que han asumido la realización fílmica como medio de expresión totalizante. De cada uno, Miguel señala, si los hay, ascensos y caídas, triunfos y desastres, como ocurre con el David Lynch que después del multimillonario tropiezo de Dunas se elevó a la económica grandeza de Terciopelo azul. Sinceridad, buen juicio, vigorosa información y prosa ágil son los ingredientes contenidos en las piezas que configuran Vislumbre de cineastas.
       Báez Durán logró troquelar un volumen que se sustenta en grandes méritos. Para empezar, es el primer libro que sobre el tema se escribe por estos calurosos rumbos —donde por cierto no escasean los villamelones de la crítica fílmica—  y como comienzo no podría ser mejor: con tenacidad de numismata, con esmero filatélico, este autor ha cazado en La Laguna —un desierto de buen cine— las pocas golondrinas que por acá vienen a hacer verano. Además, sin cinetecas, sin cineclubes, sin reseña periodística, casi a pan y agua ha logrado detectar las fugaces presencias de Hitchcock, Bergman, Buñuel y diez directores más que acaso en otras ciudades circulan como moneda corriente, pero que en la comarca del Nazas apenas si han asomado la cabeza y han huido al ver que Hollywood es aquí la dueña del negocio.
        Sin pretenderlo, pues, Miguel Báez da una lección de inconformismo a quienes con ingenuidad o resignación abrazan, o abrazamos, los productos dominantes del mercado cinematográfico. Vislumbre de cineastas no es nada más, en suma, una puerta para acceder a trece directores de cinco estrellas, sino la evidencia de que el cine —como la literatura y la música y el  teatro y el arte en general— encuentra cajas de resonancia cuando su calidad es capaz de abrirse cancha entre la selvática basura. 


Comarca Lagunera, 8, julio y 2001


 
*La columna era quincenal y aparecía en el suplemento cultural la tolvanera de la revista brecha de Torreón, Coahuila, México. Miguel Báez la mantuvo bien alimentada de reseñas durante casi dos años, de 1996 al 98.

Prólogo a Vislumbre de cineastas. Trece ensayos biofilmográficos, Miguel Báez Durán, UIA Laguna, Torreón, 126 pp.
 

La Laguna de Tinta
 

Vicente Rodríguez Aguirre


        Pasada ya la cauda de frenesí que deja cada año la entrega de los Oscares; atenuados por el tiempo la alfombra roja y sus excesos, nos queda la resaca inevitable: ¿estamos de veras frente lo mejor del séptimo arte? Cada año el mundo derrama cascadas de tinta para elogiar los vestidos más cortos, los sueldos más largos y las bromas más pesadas en esta ceremonia de premiación. Poco se habla en realidad de cine, casi nada de arte.
        Por el contrario, Miguel Báez Durán lo hace en Vislumbre de Cineastas, volumen editado por la Universidad Iberoamericana Laguna. En trece textos cortos, el autor estructura una brújula para evaluar la obra de igual número de directores, una mujer y doce hombres. Más que un mero atisbo, este trabajo nos acerca a los nombres fundamentales del celuloide. Pero no todo es elogio: crítico preciso, Báez advierte, además de los aciertos, las debilidades en las películas que caen sobre su mesa de disecciones.
        Es el caso de Alfred Hitchcok: Sombra de una duda amarra desde un principio y mantiene el interés aunque, de repente, se vuelva ingenua. (…) El bien y el mal están delineados como en un cuento de hadas. El tío Oakley y Charlie se enfrentan en una lucha en la que, desde el comienzo, se sabe que ella saldrá airosa porque "el bien siempre acaba con el mal".
        Sin embargo, aclara el autor, el director inglés alcanzo un juego mucho más afortunado en la relación amor-odio de Charlie y su tío Oakley. Esos claroscuros, como en la narrativa, humanizan las historias y las hacen más atractivas.
        Me confieso náufrago absoluto en las aguas del celuloide: en la penumbra de la sala me dejo atrapar por las historias, analizo estructuras, hurgo en los contrapuntos de la música. Me atrae la contundencia de una imagen memorable. Pero tras la lectura de Vislumbre de Cineastas percibo con matices diferentes algunos filmes que he visto varias veces, nunca suficientes.
      2001, Odisea del espacio es un trabajo que me marcó desde pequeño, igual que a muchos de mi generación. ¿Cómo olvidar la vuelta a los orígenes con la que Stanley Kubrick inicia su relato? Ese golpear de huesos, esas expresiones primitivas que sin embargo persisten, más actuales que nunca. La pluma minuciosa de Báez interpreta aquel monolito oscuro, desafiante, que nos interroga desde la pantalla. El autor no da explicaciones: las orbita. Y los lectores caemos atraídos por la gravedad del tema.
        Sucede lo mismo con Naranja Mecánica, un trabajo que aún desconcierta a los universitarios navegantes del Internet y de los raves. El análisis que hace el autor de estos vislumbres despeja algunas dudas, siembra otras, pero indudablemente nos invita a regresar a las luminosas calles del Londres atemporal en donde Alex y sus amigos siembran el caos y escuchan a Beethoven.
        Sucede lo mismo con El hombre elefante, de David Lynch, El piano, de Jane Campion o Profundo carmesí, de Ripstein, por mencionar algunas. Por su lenguaje ágil y sus comentarios profundos e ingeniosos el volumen de Miguel Báez es además una invitación rotunda a sumergirse en obras que nos son desconocidas.

Reseña de Vicente Rodríguez Aguirre (VRA) aparecida en el suplemento Siglo Nuevo del periódico El Siglo de Torreón. Año 6. Número 12. Sábado 13 de marzo de 2004.

Enlace:http://www.elsiglodetorreon.com.mx/sup/siglon/06/12/06siglon1239.pdf
 

 

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