A las diez de la mañana
Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no
tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le
facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por
los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión
agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las
mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la
apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a
momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de
marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el
aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se
encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el
semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún
sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
Y, ¿te casaste con Hipólita?
Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa...
¿Qué..., supieron que era de la vida?
No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes
de hacer la calle trabajó de sirvienta?...
¿Y?
Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi
hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa
gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue
sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos
por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé
para justificar mi casamiento se vino abajo.
¿Y por qué confesó que fue prostituta?
Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había
regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas
verdes a ellos?
¿Y cómo te va?
Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay
otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una
controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego
le preguntó:
¿Jugás siempre?
Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de
la ruleta.
¿Qué es eso?
Vos no sabés... el gran secreto... una ley de sincronismo estático...
ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche
salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras
bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se
produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto
la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la
docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás
a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad
en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero
decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola
base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la
diferencia a la docena o las docenas que resulten.
Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que
su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por
eso replicó:
Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de
santidad.
Y también a los idiotas arguyó Ergueta, clavando en él una
mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo. Desde
que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes
como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...
¿Y sos feliz con ella?
... creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que
tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego:
¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus
propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás
con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a
la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente
tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni
por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho
que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los
puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo
creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al
prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la
ruleta me parece medio absurdo...
Cinco mil pesos gané en las dos veces...
Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el
secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos
capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las
puertas de la cárcel...
Eso sí que es verdad interrumpió Ergueta. Fijate que hay otro
farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó
cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo
que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso
por vender cocaína si lo denunciaba.
¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo
haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se
arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
Sí, en la biblia está escrito: "Y el padre se levantará
contra el hijo y el hijo contra el padre"...
¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás
predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero
creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino
raro...
Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las
ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y
reedificaré el gran templo de Salomón...
Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por
necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba
confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que
hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se
acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de
pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no,
seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la
gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió
en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de infelices...
pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué
forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no
tiene fe?
Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que
lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no
defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de
ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes
van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los
desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre
abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a
hacer los cagatintas y los tenderos?
De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución
social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado
seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego
dijo:
No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las
Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la
Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra
el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los
hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?
Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear
la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba
asombrado la escena:
Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió
la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el
camarero.
Roberto
Arlt
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