Viaje a Marruecos en R4

A. Parra y F. Molina

No sé si Marruecos es un país para vivir, pero sí estoy seguro de que es un país en el que aventurarse. Y recorrerlo en R4 puede llegar a ser una experiencia alucinante, acongojante, amable, extraña, extenuante, enriquecedora, imborrable, increíble, incierta, onírica, ocurrente, olorosa y... Con la «u» no se me ocurre nada, a no ser ulcerosa si uno pasa demasiado tiempo sentado en el coche.

Marruecos vende oficialmente a su turismo el lema «El país de los sentidos» y cualquiera que lo conozca puede dar fe de que es cierto. Así, el gusto disfruta y sufre con platos sabrosos pero picantes o deliciosos tés que queman como si nunca fueran a enfriarse. El oído se asombra con el silencio insondable y profundo del desierto o se aturde con el clamoroso estruendo de los zocos donde todos los comerciantes vocean las excelencias de unas mercancías que son exactamente iguales a las del puesto contiguo, cuyo vendedor grita aun más. Y hablando de sentidos y de zocos, el olfato despierta a nuevas sensaciones con los contrastes en la gama infinita de aromas en los puestos de especias: picantes, dulces, fuertes... Y muchos otros que sabría reconocer pero no describir. O los olores acres y ácidos de las tenerías de Taroudant. Cerrar los ojos y dejar que el tacto palpe la textura de la arena del desierto, tan fina como si se la hubiera tamizado en un cedazo microscópico, escapándose entre los dedos poco a poco, increíblemente seca y suelta. O el mar; constatar que es posible el milagro del agua fría después de tanto calor... Pero yo diría que Marruecos es, sobre todo, visual, una sucesión de imágenes. Y luz, luz, luz... Luz al máximo de lo que da la luz, al límite de lo que el ojo puede soportar. Desmesura de brillo, de sol al atardecer, de sol amaneciendo. Y color; tonalidades fuertes que compiten entre sí en los puestos, en las bandejas de especias, en las casas, en las ropas. Y noche, oscuridad total y estrellas; todas las estrellas. Y formas, figuras geométricas, sombras...

Marruecos. El reino de los sentidos.

Me despierto, miro el despertador y veo que son las 5.00 a.m. Me parece una buena hora. Pero, poco a poco, se hace la luz en mi mente y voy recordando que en este momento tendría que estar en casa de Fernando con el coche cargado, todo organizado y revisado. ¡Maldito despertador! Vaya forma de empezar el viaje. Retraso estimado: treinta minutos; ¡y con lo puntual que es Fernando! Me va a matar. Salgo corriendo mientras me visto y me lavo, mientras reviso el coche por última vez, mientras miro si me falta algo. No sé cómo, pero uno es capaz de hacer varias cosas a la vez si tiene prisa. Dinero... sí. Documentación... no. Sí. Herramientas, planchas, pala, GPS. Bien, debe de estar todo; más me vale. Adiós, me voy.

Madrid - Algeciras, 700 kms. a 95 Km/h.

Una eternidad Recojo a Fernando y nos marchamos. Autovía en su mayor parte. Nos vamos arrastrando por el carril de la derecha a una velocidad de crucero de 95 Km/h. clavados. Decidimos llegar a los 100 sólo cuando tengamos que adelantar porque nos preocupa el ahorro de combustible y conservar el motor en buen estado. Fue una decisión tonta ya que nunca tuvimos necesidad -ni posibilidad- de adelantar, aunque sí lo hicieron con nosotros coches, furgonetas, camiones, motos y todo tipo de vehículos que, cada vez que nos pasaban, hacían que el R4 pegara un bandazo que nos helaba la sangre. Hay que decir en favor del R4 que iba cargado hasta los topes con un montón de cosas que nunca llegaríamos a necesitar, pero claro, eso sólo se sabe cuando has vuelto. Temperatura del motor: perfecta.

Vamos charlando sin poner la radio, aunque esto realmente no tendría sentido con el ruido que llevamos dentro del coche entre el «susurro aerodinámico» de la baca y el «ronroneo» leonino del motor. Al final me pongo a cantar; hasta que Fernando me mira con cara de pocos amigos. Claro que cuando él se anima y me sigue -sólo el estribillo- entonces el que pone cara de mala leche soy yo. Nunca imaginé que alguien pueda cantar tan mal o que alguien que canta tan mal se atreva a intentarlo.

Después de nueve horas de camino, sólo interrumpidas por los cafés imprescindibles, llegamos a Algeciras, sacamos el billete del ferry y embarcamos el coche en el cavernoso vientre del barco que atraviesa el Estrecho de Gibraltar. Tenemos suerte, ya que vamos casi solos... al principio, porque luego, y gracias al retraso que ha acumulando la salida de nuestro barco, éste se va llenando hasta los topes, de manera que nuestro coche se queda cada vez más y más perdido en medio de un tiovivo de tráilers, remolques, coches familiares cargados con varios clanes, furgonetas repletas más allá del límite, caravanas, colchones y bicicletas. Y fuera de las bodegas... niños. Niños de todas las edades y tamaños que juegan por toda la cubierta y los salones o se columpian -con la irresponsabilidad propia de sus pocos años- sobre las mismas barandillas de lo que creo es babor.

Nos hacemos las fotos clásicas: despidiendo al Peñón; con el Peñón al fondo; con el Peñón a lo lejos; con el Peñón desapareciendo; con el Peñón desaparecido... Y por fin, allá, a lo lejos, pero acercándose, Tánger, la puerta de África.

Ver la costa africana es siempre distinto; la imagen queda impregnada con tu particular estado de ánimo. Es un inicio o es un volver; depende. Pero en cualquier caso es un salto a otro momento de la historia o a otra rama distinta de la evolución de las civilizaciones. Es un sistema de valores distintos. Es una cultura diferente. Tánger es África, su puerta, pero también su antesala. Ya huele a viaje, a aventura; ya destila el sabor del poder viejo, de una fuerza antigua, de una sensación que te capta por debajo del nivel de los pensamientos razonados, de la consciencia. Así, tan de cerca, Tánger ya se adivina; vive hacia el mar y toma del puerto su imagen y su vitalidad. Huele a ciudad portuaria y a otros mil aromas del árabe marroquí, a incógnita, a riesgo, a urbe vieja. A vieja dama...

Debemos de ir ensimismados pensando en todo esto porque se nos olvida coger los impresos de inmigración que tenían que sellarnos en la salida, así que después de esperar casi una hora, atufados por el humo de los escapes de los camiones y ensordecidos por el ruido de los motores, y tras poder salir y tocar -¡por fin!- tierra africana, nos paran y nos piden el permiso de inmigración.

-¿Qué? -pregunto yo.

-Que nos falta no sé qué tarjeta -me contesta Fernando.

-Y ¿quién daba eso? -nos preguntamos ambos.

-No lo sé, pero somos los únicos en todo el puñetero barco que no la tienen. Ve tú a intentar solucionarlo y yo me quedo vigilando el coche -me ofrezco yo.

Al cabo de un buen rato, en el muelle únicamente quedamos la policía de aduanas y el tonto del R4; y sólo al cabo otro buen rato aparece Fernando con la dichosa «tarjetita-que-todo-el-mundo-sabía-que-había-que-rellenar».

Ya en el control, sólo veinte metros más adelante en nuestro particular vía crucis de entrada, los amables «porteur» nos quieren ayudar a descargar todo nuestro bien estibado equipaje para facilitar la labor de registro de los agentes. Como pueblo sociable que es, al final acabamos hablando de casi todo, incluyendo los tópicos dinero, tabaco y whisky, donde dejan caer ciertos comentarios intencionados. Quien haya estado allí, sabe a lo que me refiero. Mientras tanto, el tiempo pasa inexorablemente: tic, tac, tic, tac.

Inciso: algo que ha de aprenderse cuando se está en África es que el tiempo a veces se encoge y a veces se alarga. Einstein tenía razón. (Fin del inciso).

Rellenamos por duplicado o por triplicado, no estoy seguro, el mismo papel unas cuantas veces y metemos la pata hasta el corvejón cuando, con toda sinceridad, insistimos en que se han equivocado en la fecha de nacimiento de nuestro R4. No es de 1986, sino de 1987. Perfecto. La liamos y, claro, nos ponen a triplicar nuestra firma de nuevo.

-¿Adónde van? -pregunta el policía de turno.

-A la zona de Zagora -respondemos al unísono.

-¿Adónde van? -inquiere otro policía de turno.

-...a Zagora.

-¿Cuántos días? ¿Es la primera vez que vienen? ¿Conocen a alguien?

-Sí. No. Creo que sí.

-¿A qué se dedican?

-Somos veterinarios.

-¿Qué es eso?

-Médicos de animales.

-¡Ah, médicos de animales! ¡Abdul, déjalos pasar!

-.........

-¿Podemos irnos ya?

Salimos por fin de la zona del puerto y conseguimos llegar al hotel sorteando un enjambre de ciclomotores que quieren guiarnos, con gran riesgo personal, a «un-bueno-bonito-hotel-para-amigo-español».

Pero ¿qué pasa hoy? ¿Es que no hay más extranjeros? Los hay, pero muy pocos.

Llegamos al hotel que tenemos apuntado y ajustamos el precio de la habitación, conseguimos un buen lugar para el R4 y contratamos, previo regateo, al vigilante y nos metemos en el barrio que rodea el puerto para buscar un lugar donde cenar algo. El primer sitio que vemos no nos gusta, no tiene ningún sabor árabe, es occidental y sin gracia; del segundo no nos gusta la comida; del tercero, los precios; el cuarto... pse; el quinto... tampoco. No nos decidimos por ninguno y además, buscando un sitio «adecuado», nos hemos salido del torrente de gente en el que íbamos sumergidos y las calles se hacen cada vez más estrechas y anárquicas. Decidimos capitular. El próximo, sea el que sea, será el definitivo. Vale, perfecto... excepto porque el siguiente resulta ser el más cutre, sucio y sórdido de todos los que hemos visto. Está lleno de alucinados tumbados por el suelo al lado de sus pipas de agua, fumadores de tremendos tronchos de hierba. Bonito sitio: un fumadero y... ¡a la primera! Parece que en él se han dado cita todos los marginales que pueden encontrarse por aquí. El problema es que nos damos cuenta cuando ya estamos dentro.

-¿Salimos marcha atrás?

-Disimula y vamos a sentarse a esa mesa.

-¿Cómo vamos a disimular si somos los únicos que llevan pantaloncitos cortos?

De modo que, una vez que hemos logrado atraer todas las miradas del establecimiento, pasamos a sentarnos al fondo sorteando alegres conversaciones de tertulianos con amigos invisibles a los que evitamos pisar. Al final tomamos asiento junto a un ciudadano de alguna perdida galaxia que ha abandonado su cuerpo aquí. Viene alguien y nos mira fijamente, así que deducimos que debe de ser el camarero y, ante su asombro, pedimos dos tés.

-¿Té? -repite, observándonos de hito en hito.

Creo que «Athay» es lo que hemos dicho. (Sí, no se debe volar nunca si no se conoce el terreno). Las miradas de los parroquianos oscilan entre la nada y los dos extraños bebedores de té; y estos (nosotros) escudriñan buceando entre tanto humo. Nuestro estado de ánimo es tenso; el suyo, no. Pero de esto sólo nos damos cuenta cuando, tras abrasarnos la lengua, las encías, el gaznate y hasta la misma alma -si es que por fin existe-, salimos a la dulce y acogedora protección de una oscura callejuela. Sacamos un buen recuerdo de nuestro primer té marroquí en forma de llagas para unos cuantos días, pero estoy seguro de que el «barman» contará a todos sus nietos que en su local, una vez, estuvieron dos extraterrestres inmunes al humo e insensibles al agua en ebullición. No ha visto nuestras lágrimas a través de la cortina de humo, supongo. Recuperamos rumbo conocido y, al lado del hotel, tomamos una Harira o sopa de varias verduras, como no, picante y ardiente que contribuye a evitar la infección de nuestros sufridos sistemas digestivos.

-Agua mineral, por favor. Muy fría.

-¿Es posible muy fría con hielos?

-Prepara el Imodium, que vamos.

Tánger-Marrakech, 700 kms. de autovía y calor 

Después de una ducha con agua fría y caliente, sin pasar por estados intermedios, y tras regalarnos con un buen desayuno, decidimos cambiar algo de dinero. El cambio parece mejor en la calle, así que le preguntamos al gerente del hotel y éste avisa a un señor que lleva sentado en el sillón desde la noche anterior y que, increíblemente, se pone de pie y nos lleva hasta una tienda de reparación de neumáticos. Su amable dueño nos recibe con un té en la mano y manda a un niño para que avise a un señor que es el que tiene el dinero. Como queremos cambiar unos doscientos dólares, nadie tiene tanto efectivo, de modo que hay que hacer unos cuantos ajustes en la cadena humana hasta que, por fin, vemos cómo nuestro dinero va perdiendo cotización poco a poco, desde un cambio ilegal favorable a otro claramente injusto. Una vez cerrada la operación, se pasa a descontar las propinas por trabajo bien realizado, por rapidez de gestión y alguna otra operación que conlleva más cargos.

-Pero, al final ¿a cuánto nos ha salido el cambio?

-Pues, deja de calcule... ¡No puede ser!

-¿Nos han timado mucho?

Pero una y no más; no volverá a pasar. Realmente no nos han timado; sólo ha sido un mal negocio... para nosotros, claro. De todas formas, lo que no sospechan es que el dinero se lo han ganado en buena lid por ser nuestros primeros maestros en el arte del regato. Aquí, uno acaba regateando por todo, desde el hotel o la comida hasta la reparación de un neumático. Nada tiene un precio fijo, todo depende. ¿De qué? De la habilidad de unos y otros, del interés que muestres y de la maña para apretar y aflojar en el momento justo. (Bueno, también depende de la cantidad de gasolina que llevas en el depósito y de la distancia hasta el próximo surtidor). En fin, un mal cambio nos ha retornado al mundo árabe y nos ha ahorrado muchos otros maestros.

Mientras, el R4 ha permanecido vigilado por nuestro amigo en la gasolinera. Llenamos el depósito y nos ponemos en marcha.

Son las ocho de la mañana y aún nos quedan cerca de 700 kms. Al principio, por una carretera dos sentidos y posteriormente por una autovía de peaje que recorre casi todo el trayecto desde cerca de Tánger hasta Casablanca. Como de costumbre, el R4 va a la perfección aunque ya comienza a dar señales de su tendencia a coger fiebres peligrosas. De todas formas, como la temperatura exterior es sólo de unos 40 grados centígrados, decidimos poner la calefacción y así disfrutar de una verdadera sauna durante todo el viaje.

No sé cuál es el problema del motor; supongo que no he limpiado adecuadamente el radiador o quizá la válvula del termostato salta demasiado tarde, pero lo cierto es que la elevada temperatura del motor a lo largo de todo el viaje está siendo realmente una fuente de preocupación. Sin embargo, ahora más bien lo achaco a un fallo en la medición de la sonda térmica, ya que el motor no resistiría a esa temperatura durante tantos kilómetros. El caso es que nos está haciendo ir por todo el desierto con la calefacción a tope y, en consecuencia, durante muchas horas al día el calor en el interior del R4 está rondado los 60 grados; y digo que los está rondado y no que los supera porque a esa temperatura deja de funcionar el termómetro que tenemos.

En la autopista vemos algunos coches más potentes que nos adelantan, pero normalmente el R4, con su carga, es un auténtico bólido comparado con los vehículos que por aquí discurren.

Mientras vamos por la autopista todo marcha bien y, excepto las conexiones entre los distintos tramos donde hay que estar muy atento, el resto del tiempo la conducción es muy relajada y podemos ir hablando tranquilamente. Ahora recuerdo que desde aquí, y ya que nos hemos traído el teléfono móvil, podemos intentar hablar con Madrid. De tanto intentarlo, el viaje se nos está haciendo corto; vamos, que no lo hemos conseguido. También estamos probando el GPS, con lo cual el salpicadero del coche parece una nave espacial o el automóvil de dos buhoneros especializados en electrónica cutre, quién sabe. El caso es que, a falta de emociones automovilísticas, nos vamos entreteniendo con la electrónica y comenzamos a familiarizarnos con las funciones del GPS. La verdad es que no teníamos pensado traernos el aparatito y fue un amigo quien nos aconsejó que lo hiciéramos cuando presenció lo ineptos que parecíamos ser con la brújula. Y muy ineptos debimos de parecerle, porque nos ha dejado el suyo. Imagino que no quería tener que cargar sobre su conciencia nuestras vidas. El caso es que, fuera por la razón que fuese, el GPS nos está viniendo muy bien y además da un aire muy distinguido a nuestro R4, muy de tecnología punta. Un buen contraste, sin duda.

Una vez que abandonamos la autopista, cerca de Casablanca, nos dirigimos por carretera hacia Marrakech, adonde esperamos llegar por la noche. Aquí, las medias empiezan a ser más bajas y a Fernando, como buen Acuario, esa desviación de la media no le gusta un pelo. No obstante, y a pesar de que nuestra velocidad comienza a bajar estrepitosamente, decidimos parar a comer. No lo apunto en el mapa, así que después seguramente no sabré dónde ha sido, aunque aquí paran algunos autocares que hacen el mismo recorrido. En este momento el calor es insoportable; estamos casi a 45 grados, así que buscamos una sombra para el coche y nos bajamos a comer. Durante todo el viaje estamos comiendo donde comen los nativos del lugar y he de decir que, salvo algún ligero problema gastroenterítico, hasta ahora no hemos tenido ninguna complicación. Evidentemente, eso no quiere decir que sea recomendable, pero, indiscutiblemente, sí es interesante.

El sitio elegido al azar para comer es una pequeña cocina con varias mesas cercanas, algunas con sombrillas descoloridas y otras expuestas a pleno sol. Como mi francés es nulo, Fernando se encarga de pedir y utiliza la técnica del dedo índice estirado y un gesto de interrogación en la cara. El encargado contesta algo y ya sabemos cómo se llama lo que queremos comer... pero no de qué está hecho. Al final, por el método de acierto-error hemos conseguido tener una dieta bastante equilibrada de cosas que no pican mucho y cuyo origen no es totalmente desconocido.

El caso es que comemos bastante bien y sólo las moscas añaden un incómodo contrapunto a la escena. De hecho, se comen la misma cantidad que nosotros y no pagamos su parte.

Nos metemos en la sauna que es el coche y salimos hacia el ya cercano Marrakech. Sólo nos cuesta otras tres horas más de calor, camiones de todo tipo, burros por el medio de la carretera y pueblos agotados por el sol.

A lo largo del viaje la policía nos ha dado el alto de vez en cuando al ver un, en apariencia, R4 nacional, pero al comprobar que no somos marroquíes nos han dejado pasar antes de tener que bajarnos del coche. Sólo en una ocasión nos han detenido de verdad y eso ocurre varios días después, al volver por la costa, cuando, hartos de ver R4 en todo tipo de estados, decidimos hacer una foto a unos que están aparcados en una pequeña ciudad. Entonces, pocos metros más adelante, unos policías nos dan el alto y cuando esperamos que, como de costumbre, nos dejen seguir, nos hacen parar.

(La siguiente conversación, en inglés):

-¿Por qué han hecho la foto en esa calle?

-Porque había unos coches iguales al nuestro.

-¿No saben que lo que está detrás es un cuartel del ejército?

-No, no lo sabíamos, agente.

-Bajen del coche. Documentación.

(Ahora sigue en francés)

-¿Necesita la documentación, agente?

-Oui, oui, pueden seguir.

-¿¿¿???

Total, que gracias a los conocimientos de francés de Fernando escapamos de lo que podría haber sido un asunto de espionaje. ¡Ah, la lengua de Voltaire!

En resumen, que entre unas cosas y otras, nos plantamos en nuestro destino.

Una noche en Marrakech

Cuado por fin llegamos, cansados, sucios y deshidratados, nos encontramos con una ciudad extraña, mezcla de muchos pueblos y estilos: calles nuevas y barrios de adobe; gente por todas partes; mujeres en ciclomotores; semáforos que funcionan; personas vestidas a la europea. Si Marruecos es un país de contrastes, todos concurren en esta mágica ciudad.

Después de dar una buena cantidad de vueltas para buscar un hotel que nos habían recomendado y tras perdernos la misma cantidad de veces, conseguimos llegar hasta la zona que buscamos. El hotel parece agradable, así que después de descargar lo necesario y acordar el precio nos llevan hasta la habitación. Un primer piso, fresco y limpio, queda atrás, así como el segundo y el tercero, y cuando ya pensamos que la escalera toca a su fin, nos pasan a una azotea desde la cual, y subiendo por unas escaleras dignas de mejores piernas, llegamos a unos habitáculos. Es nuestra habitación; las vistas son increíbles y toda la ciudad está a nuestros pies. Y todo el sol sobre nuestras cabezas.

Nunca he intentado dormir en una habitación más caliente; cuesta trabajo respirar, el agua fría quema, y cuando te tumbas en la cama te sientes carne de barbacoa. Hay un ventilador que mueve el aire caliente y lo expulsa contra ti como si fuera el aliento de un dragón, además de sonar como las sirenas de las fábricas. Después del cansancio de todo el día no consigo dormir apenas nada. El que sí lo hace es Fernando, que se pasa toda la noche roncando como un bendito, arrullado por el salvaje ronroneo del ventilador y por el aliento candente del artilugio de las aspas. Por mi parte, me paso la noche entre el patio, la ducha, la sonora algarabía de la habitación, observando a los árabes durmiendo a pierna suelta en la azotea y vigilando de lejos el R4.

Para entretenerme, me pongo a recordar que antes de ir a dormir (?) decidimos dar una vuelta por la ciudad; yo ya conocía Marrakech de una ocasión anterior y he de confesar que no me gustó demasiado. Sin embargo, comenzamos a andar sin rumbo fijo, dejándonos llevar por el río de gente, y fuimos entrando en una de las ciudades más bellas, enigmáticas y vitales de todo el norte de África. La gente es amable, las familias pasean juntas por los parques y las parejas se ríen libremente. (Esto no es tan normal en un país musulmán). La sensación de alegría y confianza del marroquí bereber es contagiosa y, a pesar del cansancio, vamos como alucinados por las calles.

Capítulo aparte se merecen las mujeres de Marrakech; en todos los lugares del mundo, hasta en los más cutres y duros, hay mujeres bellas. Pero aquí se juntan muchas, y vayan vestidas con sus trajes tradicionales o a la occidental su belleza llama la atención. Son una mezcla de caracteres raciales muy acusados, con rasgos más intemporales y apátridas. Mujeres bien proporcionadas y de tipos poco o nada anoréxicos, sino rotundos, con labios bien definidos y ojos enigmáticos de mirada breve e intensa, no huidizos.

Tan embobado debo de ir que tropiezo y caigo de bruces, dejando mi dignidad hecha añicos, el pantalón desgarrado y mi pobre y sufrido tobillo, machacado. Mi pantalón fue remendado más tarde y el tobillo, vendado otra vez (benditas vendas elásticas 3m). Y cojo y todo, seguimos paseando por Marrakech. Y llegamos a La Place. ¿Cómo describirla? Es una mezcla de cuentacuentos, encantadores de serpientes, predicadores, músicos, vendedores, timadores, niños, árabes, bereberes, algún turista despistado que siente que sobra en este cuadro, decenas de puestos de venta de zumos, decenas de restaurantes de quita y pon, gente comiendo, gente bailando, luces de generadores portátiles, lámparas de camping-gas, luces de los comercios del zoco, ruido y música mezclándose y compitiendo, mujeres eclipsando todo con sus ojos... Y nosotros en medio de todo, viéndolo y sintiéndolo sin creer de verdad que estamos allí. Compramos zumos, muchos zumos, al vendedor que más chillaba; nos invita a varios más al ver a la velocidad que bebemos. Y comemos en puestos callejeros lo que nos apetece, desde pescado hasta patatas fritas, duras y correosas, que nos saben a gloria.

Luego nos perdemos por el zoco casi a media noche. Y volvemos a salir a la plaza y los guías insisten lo justo. Sólo el cansancio nos hace volver al lejano hotel.

Ahora pienso que todo lo que existe en La Place es distinto y tiene el toque de los dedos de los dioses. Y para quien no cree... muchos años de cultura, mezclas, batallas, crueldades y celebraciones.

Quizás esta ciudad tiene varias caras y te muestra una u otra, según ella quiera, o tal vez sea el azar o acaso sea el tener los ojos apropiados. He hablado con gente que ha visitado Marrakech y hay opiniones para todos los gustos: personas a las que no le gustó nada por la machacona insistencia de los guías; otros a los que les pareció una ciudad peligrosa y masificada. Todas las ciudades y todos los pueblos o culturas les llegan a unas personas y a otras, no. Sin embargo, creo que es importante eso que llaman la predisposición apropiada. El buscar referencias y el intentar comparar no funciona, hay que sumergirse en la ciudad y han de dejarse atrás muchos prejuicios previos. Quizás el cansancio, el no esperar nada más que una comida y un poco de frescor, hizo que viéramos esa ciudad tal como la vimos. Tal vez si vuelvo no sea la misma, porque yo tampoco seré el mismo. Quién sabe. Marrakech nos sorprendió y nos desarmó frente a sus gentes y callejas. Acaso todos los impactos visuales, más el cansancio, más el dolor del tobillo, más el calor impidieron que durmiera esa noche. Sin embargo, Fernando, a pesar de que opinaba igual, se durmió como un angelito. O ¿sería gracias a eso?

continuara.........