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CARTAS LITERARIAS
A UNA MUJER
CARTA I
En una ocasión me preguntaste:
-¿Qué es la poesía?
¿Te acuerdas? No sé a qué propósito había
yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.
-¿Qué es la poesía? -me dijiste.
Yo, que no soy muy fuerte en esto de las
definiciones te respondí titubeando:
-La poesía es..., es...
Sin concluir la frase, buscaba inútilmente en
mi memoria un término de comparación, que no acertaba a encontrar.
Tú habías adelantado un poco la cabeza para
escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien
sabes dejar a su antojo sombrear tu frente, con un abandono tan artístico, pendían de tu
sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas húmedas y
azules como el cielo de la noche brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían
ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.
Mis ojos, que, a efecto sin duda de la
turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se
volvieron entonces instintivamente hacia los tuyos, y exclamé, al fin:
-¡La poesía..., la poesía eres tú!
¿Te acuerdas? Yo aún tengo presente el
gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me
dijiste:
-¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una
vana curiosidad de mujer? Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo
pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir con lo que tú sientes;
penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde a veces se refugia tu alma y
cuyo umbral no puede traspasar la mía.
Cuando llegaba a este punto se interrumpió
nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han transcurrido. Ni tú ni yo lo hemos
vuelto a renovar, y, sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú
creíste, sin duda, que la frase con que contesté a tu extraña interrogación equivalía
a una evasiva galante.
¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel
momento di aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un
disparate. Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo; la poesía eres tú. ¿Te
sonríes? Tanto peor para los dos. Tu incredulidad nos va a costar: a ti, el trabajo de
leer un libro, y a mí, el de componerlo.
¡Un libro! -exclamas, palideciendo y dejando
escapar de tus manos esta carta-. No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede
ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; mas para ti,
escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para ti lo escribo.
Sobre la poesía no ha dicha nada casi ningún
poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.
El que la siente se apodera de una idea, la
envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan
entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han
hecho su análisis.
La disección podrá revelar el mecanismo del
cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en
un cadáver?
No obstante, sobre la poesía se han dado
reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades, se
discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos.
No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la
humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso
lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que
voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.
Sólo te diré, para tranquilizarte, que no te
inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré
autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.
Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé,
nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no
acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de
hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.
Herejías históricas, filosóficas y
literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a
nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se me declare de texto.
Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera
no sea más que por satisfacer un capricho tuyo, quiero decirte lo que sé de una manera
intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que, si nos
equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale a
acertar.
La poesía eres tú, te he dicho, porque la
poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.
La poesía eres tú, porque esa vaga
aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el
hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto.
La poesía eres tú, porque el sentimiento, que
en nosotros es un fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan
íntimamente unido a tu organización especial que constituye una parte de ti misma.
Ultimamente la poesía eres tú, porque tú
eres el foco de donde parten sus rayos.
El genio verdadero tiene algunos atributos
extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que, efectivamente, lo son. En la escala de
la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen a la de la mujer, y éstas son las que
expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las
mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de
contacto... Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.
Decíamos ¡Ah, sí, hablábamos de la poesía!
La poesía es en el hombre una cualidad
puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y
para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe. En la mujer, sin embargo, la
poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones
y Destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo
que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el
verbo poético hecho carne.
Sin embargo, a la mujer se la acusa vulgarmente
de prosaísmo. No es extraño; en la mujer es poesía casi todo lo que piensa, pero muy
poco de lo que habla. La razón, yo la adivino, y tú la sabes. Quizá cuanto te he dicho
lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte. La poesía es al saber de
la Humanidad lo que el amor a las otras pasiones. El amor es un misterio. Todo en él son
fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y
absurdo.
La ambición, la envidia, la avaricia, todas
las demás pasiones, tienen su explicación y aun su objeto, menos la que fecundiza el
sentimiento y lo alimenta.
Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por
medio de una revelación intensa, confusa e inexplicable.
Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo
exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos rumores que
se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo.
CARTA II
En mi anterior te dije que la poesía eras tú,
porque tú eres la más bella personificación del sentimiento, y el verdadero espíritu
de la poesía de otro.
A propósito de esto, la palabra amor se
deslizó en mi pluma en uno de los párrafos de mi carta.
De aquel párrafo hice el último. Nada más
natural. Voy a decirte el porqué. Existe una preocupación bastante generalizada, aun
entre las personas que se dedican a dar formas a lo que piensan, que, a mi modo de ver,
es, sin parecerlo, una de las mayores.
Si hemos de dar crédito a los que de ella
participan, es una verdad tan innegable que se puede elevar a la categoría de axioma el
que nunca se vierte la idea con tanta vida y precisión como en el momento en que ésta se
levanta semejante a un gas desprendido y enardece la fantasía y hace vibrar todas las
fibras sensibles, cual si las tocase alguna chispa eléctrica.
Yo no niego que suceda así. Yo no niego nada;
pero, por lo que a mí toca, puedo asegurarte que cuando siento no escribo. Guardo, sí,
en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él
su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí
agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y
revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden
sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez por mis ojos
como en una visión luminosa y magnífica.
Entonces no siento ya con los nervios que se
agitan, con el pecho que se oprime, con la parte orgánica natural que se conmueve al rudo
choque de las sensaciones producidas por la pasión y los afectos; siento, sí, pero de
una manera que puede llamarse artificial; escribo como el que copia de una página ya
escrita; dibujo como el pintor que reproduce el paisaje que se dilata ante sus ojos y se
pierde entre la bruma de los horizontes.
Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les
es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que
éstos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son.
Efectivamente, es más grande, es más hermoso,
figurarse el genio ebrio de sensaciones y de inspiración, trazando a grandes rasgos,
temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas o profundamente
conmovidos por la piedad esas tiradas de poesía que más tarde son la admiración del
mundo; pero, ¿qué quieres?, no siempre la verdad es lo más sublime.
¿Te acuerdas? No hace mucho que te lo dije a
propósito de una cuestión parecida.
Cuando un poeta te pinte en magníficos versos
su amor, duda. Cuando te lo dé a conocer en prosa, y mala, cree.
Hay una parte mecánica, pequeña y material en
todas las obras del hombre, que la primitiva, la verdadera inspiración desdeña en sus
ardientes momentos de arrebato.
Sin saber cómo, me he distraído del asunto.
Comoquiera que lo he hecho para darte una satisfacción, espero que tu amor propio sabrá
disculparme. ¿Qué mejor intermedio que éste para con una mujer?
No te enojes. Es uno de los muchos puntos de
contacto que tenéis con los poetas, o que éstos tienen con vosotras.
Sé, porque lo sé, aun cuando tú no me lo has
dicho, que te quejas de mí, porque al hablar del amor detuve mi pluma y terminé mi
primera carta como enojado de la tarea.
Sin duda, ¿a qué negarlo?, pensaste que esta
fecunda idea se esterilizó en mi mente por falta de sentimiento. Ya te he demostrado tu
error.
Al estamparla, un mundo de ideas confusas y sin
nombre se elevaron en tropel en mi cerebro y pasaron volteando alrededor de mi frente,
como una fantástica ronda de visiones quiméricas. Un vértigo nubló mis ojos.
¡Escribir! ¡Oh! Si yo pudiera haber escrito
entonces, no me cambiaría por el primer poeta del mundo.
Mas... entonces lo pensé y ahora lo digo. Si
yo siento lo que siento, para hacer lo que hago, ¿qué gigante océano de luz y de
inspiración no se agitaría en la mente de esos hombres que han escrito lo que a todos
nos admira?
Si tú supieras cómo las ideas más grandes se
empequeñecen al encerrarse en el círculo de hierro la palabra; si tú supieras qué
diáfanas, qué ligeras, qué impalpables son las gasas de oro que trotan en la
imaginación al envolver esas misteriosas figuras que crea y de las que sólo acertamos a
reproducir el descarnado esqueleto; si tú supieras cuán imperceptible es el hilo de luz
que ata entre sí los pensamientos más absurdos que nadan en el caos: si tú supieras...
Pero, ¿qué digo? Tú lo sabes, tú debes saberlo.
¿No has soñado nunca? Al despertar, ¿te ha
sido alguna vez posible referir, con toda su inexplicable vaguedad y poesía, lo que has
soñado?
El espíritu tiene una manera de sentir y
comprender especial, misteriosa, porque él es un arcano; inmensa, porque él es infinito;
divina, porque su esencia es santa.
¿Cómo la palabra, cómo un idioma grosero y
mezquino, insuficiente a veces para expresar las necesidades de la materia, podrá servir
de digno intérprete entre dos almas?
Imposible.
Sin embargo, yo procuraré apuntar, como de
pasada, algunas de las mil ideas que me agitaron durante aquel sueño magnífico, en que
vi al amor, envolviendo a la Humanidad como en un fluido de fuego, pasar de un siglo en
otro, sosteniendo la incomprensible atracción de los espíritus, atracción semejante a
la de los astros, y revelándose al mundo exterior por medio de la poesía, único idioma
que acierta a balbucear algunas de las frases de su inmenso poema.
Pero, ¿lo ves? Ya quizá ni tú me entiendes
ni yo sé lo que me digo. Hablemos como se habla. Procedamos con orden. ¡El orden! ¡Lo
detesto, y, sin embargo, es tan preciso para todo!...
La poesía es el sentimiento; pero el
sentimiento no es más que un efecto, y todos los efectos proceden de una causa más o
menos conocida. ¿Cuál lo será? ¿Cuál podrá serlo de este divino arranque de
entusiasmo, de esta vaga y melancólica aspiración del alma, que se traduce al lenguaje
de los hombres por medio de sus más suaves armonías sino el amor?
Sí; el amor es el manantial perenne de toda
poesía, el origen fecundo de todo lo grande, el principio eterno de todo lo bello; y digo
el amor porque la religión, nuestra religión sobre todo, es un amor también, es el amor
más puro, más hermoso, el único infinito que se conoce, y sólo a estos dos astros de
la inteligencia puede volverse el hombre cuando desea luz que alumbre en su camino,
inspiración que fecundice su vena estéril y fatigada.
El amor es la causa del sentimiento; pero...
¿qué es el amor? Ya lo ves: el espacio me falta, el asunto es grande, y... ¿te
sonríes?... ¿Crees que voy a darte una excusa fútil para interrumpir mi carta en este
sitio?
No; ya no recurriré a los fenómenos del mío
para disculparme de no hablar del amor. Te lo confesaré ingenuamente: tengo miedo.
Algunos días, sólo algunos, y te lo juro, te
hablaré del amor, a riesgo de escribir un millón de disparates.
-¿Por qué tiemblas? -dirás sin duda-. ¿No
hablan de él a cada paso gentes que ni aún lo conocen? ¿Por qué no has de hablar tú,
tú que dices que lo sientes?
¡Ay! Acaso por lo mismo que ignoran lo que es,
se atreven a definirlo.
¿Vuelves a sonreírte?... Créeme: la vida
está llena de estos absurdos.
CARTA III
¿Qué es el amor?
A pesar del tiempo transcurrido creo que debes
acordarte de lo que te voy a referir. La fecha en que aconteció, aunque no la consigne la
Historia, será siempre una fecha memorable para nosotros.
Nuestro conocimiento sólo databa de algunos
meses; era verano y nos hallábamos en Cádiz. El rigor de la estación no nos permitía
pasear sino al amanecer o durante la noche. Un día..., digo mal, no día aún: la dudosa
claridad del crepúsculo de la mañana teñía de un vago azul el cielo, la luna se
desvanecía en el ocaso, envuelta en una bruma violada, y lejos, muy lejos, en la distante
lontananza del mar, las nubes se coloraban de amarillo y rojo, cuando la brisa, precursora
de la luz, levantándose del Océano, fresca e impregnada en el marino perfume de las
olas, acarició, al pasar, nuestras frentes.
La Naturaleza comenzaba entonces a salir de su
letargo con un sordo murmullo. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso y como
aguardando una señal misteriosa para prorrumpir en el gigante himno de alegría de la
creación que despierta.
Nosotros, desde lo alto de la fortísima
muralla que ciñe y defiende la ciudad, y a cuyos pies se rompen las olas con un gemido,
contemplábamos con avidez el solemne espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos. Los
dos guardábamos un silencio profundo, y, no obstante, los dos pensábamos una misma cosa.
Tú formulaste mi pensamiento al decirme:
¿Qué es el sol?
En aquel momento, el astro, cuyo disco
comenzaba a chispear en el límite del horizonte, rompió el seno de los mares. Sus rayos
se tendieron rapidísimos sobre su inmensa llanura; el cielo, las aguas y la tierra se
inundaron de claridad, y todo resplandeció como si un océano de luz se hubiese volcado
sobre el mundo.
En las crestas de las olas, en los ribetes de
las nubes, en los muros de la ciudad, en el vapor de la mañana, sobre nuestras cabezas, a
nuestros pies, en todas partes, ardía la pura lumbre del astro y flotaba una atmósfera
luminosa y transparente, en la que nadaban encendidos los átomos del aire.
Tus palabras resonaban aún en mi oído.-
¿Qué es el sol? me habías preguntado.
-Eso -respondí, señalándote su disco, que
volteaba oscuro y franjado de fuego en mitad de aquella diáfana atmósfera de oro; y tu
pupila y tu alma se llenaron de luz, y en la indescriptible expresión de tu rostro
conocí que lo habías comprendido.
Yo ignoraba la definición científica con que
pude responder a tu pregunta; pero, de todos modos, en aquel instante solemne estoy seguro
de que no te hubiera satisfecho.
¡Definiciones! Sobre nada se han
dado tantas como sobre las cosas indefinibles. La razón es muy sencilla: ninguna de ellas
satisface, ninguna es exacta, por lo cual cada cual se cree con derecho para formular la
suya.
¿Qué es el amor? Con esa frase concluí mi
carta de ayer, y con ella he comenzado la de hoy. Nada me sería más fácil que resolver,
con el apoyo de una autoridad esta cuestión que yo mismo me propuse al decirte que es la
fuente del sentimiento. Llenos están los libros de definiciones sobre este punto. Las hay
en griego y en árabe, en chino y en latín, en copto y en ruso... ¿qué sé yo?, en
todas las lenguas, muertas o vivas, sabias o ignorantes, que se conocen. Yo he leído
algunas y me he hecho traducir otras. Después de conocerlas casi todas, he puesto la mano
sobre mi corazón, he consultado mis sentimientos y no he podido menos de repetir con
Hamlet: ¡Palabras, palabras, palabras!
Por eso he creído más oportuno recordarte una
escena pasada que tiene alguna analogía con nuestra situación presente, y decirte ahora
como entonces:
-¿Quieres saber lo que es el amor? Recógete
dentro de ti misma, y si es verdad lo que abrigas en tu alma, siéntelo y lo
comprenderás, pero no me lo preguntes.
Yo sólo te podré decir que él es la suprema
ley del universo; ley misteriosa por la que todo se gobierna y rige, desde el átomo
inanimado hasta la criatura racional; que de él parte y a él convergen, como a un centro
de irresistible atracción, todas nuestras ideas y acciones; que está, aunque oculto, en
el fondo de toda cosa y efecto de una primera causa: Dios es, a su vez, origen de esos mil
pensamientos desconocidos, que todos ellos son poesía verdadera y espontánea que la
mujer no sabe formular, pero que siente y comprende mejor que nosotros.
Sí. Que poesía es, y no otra cosa, esa
aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una perfección
imposible.
Poesía, esas lágrimas involuntarias que
tiemblan un instante en tus párpados, se desprenden en silencio, ruedan y se evaporan
como un perfume.
Poesía, el gozo improviso que ilumina tus
facciones con una sonrisa suave, y cuya oculta causa ignoras dónde está.
Poesía son, por último, todos esos fenómenos
inexplicables que modifican el alma de la mujer cuando despierta al sentimiento y la
pasión.
¡Dulces palabras que brotáis del corazón,
asomáis al labio y morís sin resonar apenas, mientras que el rubor enciende las
mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que imitáis los pasos del amante que se
espera! ¡Gemidos del viento, que fingís una voz querida que nos llama entre las sombras!
¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una canción sin ritmo ni palabras, que sólo
percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles exaltaciones de la pasión, que dais colores y
formas a las ideas más abstractas! ¡Presentimientos incomprensibles, que ilumináis como
un relámpago nuestro porvenir! ¡Espacios sin límites, que os abrís ante los ojos del
alma, ávida de inmensidad, y la arrastráis a vuestro seno, y la saciáis de infinito!
¡Sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos, que formáis el misterioso cortejo del amor!
¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una
sensación o despertar una idea!
Y todo este tesoro inagotable de sentimiento,
todo este animado poema de esperanzas y de abnegaciones, de sueños y de tristezas, de
alegrías y lágrimas, donde cada sensación es una estrofa, y cada pasión, un canto,
todo está contenido en vuestro corazón de mujer.
Un escritor francés ha dicho, juzgando a un
músico ya célebre, el autor de Tannhauser: Es un hombre de talento, que hace todo lo
posible por disimularlo, pero que a veces no lo puede conseguir y, a su pesar, lo
demuestra.
Respecto a la poesía de vuestras almas, puede
decirse lo mismo.
Pero, ¡qué!, ¿frunces el ceño y arrojas la
carta?... ¡Bah! No te incomodes... Sabes de una vez y para siempre que, tal como os
manifestáis, yo creo, y conmigo lo creen todos, que las mujeres son la poesía del mundo.
CARTA IV
El amor es poesía; la religión es amor. Dos
cosas semejantes a una tercera son iguales entre sí.
He aquí un axioma que debía ahorrarme el
trabajo de escribir una nueva carta. Sin embargo, yo mismo conozco que esta conclusión
matemática, que en efecto lo parece, así puede ser una verdad como un sofisma.
La lógica sabe fraguar razonamientos
inatacables que, a pesar de todo, no convencen. ¡Con tanta facilidad se sacan deducciones
precisas de una base falsa!
En cambio, la convicción íntima suele
persuadir, aunque en el método del raciocinio reine el mayor desorden. ¡Tan irresistible
es el acento de la fe!
La religión es amor y, porque es amor, es
poesía.
He aquí el tema que me he propuesto
desenvolver hoy.
Al tratar un asunto tan grande en tan corto
espacio y con tan escasa ciencia como la de que yo dispongo, sólo me anima una esperanza.
Si para persuadir basta creer, yo siento lo que escribo.
Hace ya mucho tiempo -yo no te conocía y con
esto excuso el decir que aún no había amado-, sentí en mi interior un fenómeno
inexplicable. Sentí, no diré un vacío, porque sobre ser vulgar, no es ésta la frase
propia; sentí en mi alma y en todo mi ser como una plenitud de vida, como un
desbordamiento de actividad moral que, no encontrando objeto en qué emplearse, se elevaba
en forma de ensueños y fantasías, ensueños y fantasías en los cuales buscaba en vano
la expansión, estando como estaban dentro de mí mismo.
Tapa y coloca al fuego un vaso con un líquido
cualquiera. El vapor, con un ronco hervidero, se desprende del fondo, y sube, y pugna por
salir, y vuelve a caer deshecho en menudas gotas, y torna a elevarse, y torna a
deshacerse, hasta que al cabo estalla comprimido y quiebra la cárcel que lo detiene.
Éste es el secreto de la muerte prematura y misteriosa de algunas mujeres y de algunos
poetas, arpas que se rompen sin que nadie haya arrancado una melodía de sus cuerdas de
oro. Ésta es la verdad de la situación de mi espíritu, cuando aconteció lo que voy a
referirte.
Estaba en Toledo, la ciudad sombría y
melancólica por excelencia. Allí cada lugar recuerda una historia, cada piedra un siglo,
cada monumento una civilización; historias, siglos y civilizaciones que han pasado y
cuyos actores tal vez son ahora el polvo oscuro que arrastra el viento en remolinos, al
silbar en sus estrechas y tortuosas calles. Sin embargo, por un contraste maravilloso,
allí donde todo parece muerto, donde no se ven más que ruinas, donde sólo se tropieza
con rotas columnas y destrozados capiteles, mudos sarcasmos de la loca aspiración del
hombre a perpetuarse, diríase que el alma, sobrecogida de terror y sedienta de
inmortalidad, busca algo eterno en donde refugiarse, y como el náufrago que se ase de una
tabla, se tranquiliza al recordar su origen.
Un día entré en el antiguo convento de San
Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse a
dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares
que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas
caladas, como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de
yedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales; ligeras creaciones
del cincel que parecen han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos
paños que flotan, como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipogrifos, dragones y
reptiles sin número que ya asoman por cima de un capitel, ya corren por las cornisas, se
enroscan en las columnas, o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol;
galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una
fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y
las calladas naves, y por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá
de las crestas de pizarra de los miradores a través de los calados de un rosetón.
En tu álbum tienes mi dibujo; una
reproducción pálida, imperfecta, ligerísima, de aquel lugar, pero que no obstante puede
darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con
palabras, inútiles tantas veces.
Sentado, como te dije, en una de las rotas
piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde, y
permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando
a un lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias
galerías y me abandoné a mis pensamientos.
El sol había desaparecido. Sólo turbaban el
alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de la fuente, el trémulo
murmullo del viento que suspiraba en los claustros, y el temeroso y confuso rumor de las
hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.
Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse
en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis
sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad que había leído en no sé
qué autor: «La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto a alguien a quien
decírselo».
No había aún concluido de repetir esta frase
célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura
ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de
las estatuas del claustro derruido, una escultura que, arrancada de su pedestal y arrimada
al muro en que me había recostado, yacía allí, cubierta de polvo y medio escondida
entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. Más
allá, a lo lejos y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se
distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos,
monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires
con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil,
pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de
beatitud y serenidad inefables.
He aquí, exclamé, un mundo de piedra:
fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas
venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas,
mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo,
arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente
corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro. Volví a fijarme en
aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas,
altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: «¿Es posible que hayáis vivido sin
pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor
que, como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de
ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios sin límites se
abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al
sentimiento...?» La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del
crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un
instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo
plateado los pilares de la desierta galería.
Entonces reparé que todas aquellas figuras,
cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas
parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión de
indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como
si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a
Dios.
A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al
que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento de la tierra.
El Contemporáneo
23 de abril. 1861 [A]
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