XI
- Yo soy
ardiente, yo soy morena,
yo soy el
símbolo de la pasión;
de ansia de
goces mi alma está llena;
¿a mí me
buscas? -No es a ti; no
- Mi frente
es pálida; mis trenzas de oro
puedo
brindarte dichas sin fin;
yo de
ternura guardo un tesoro;
¿a mí me
llamas? -No; no es a ti.
- Yo soy un
sueño, un imposible,
vano
fantasma de niebla y luz;
soy
incorpórea, soy intangible;
no puedo
amarte. -¡Oh, ven; ven tú!
XII
Porque son
niña, tus ojos
verdes como
el mar, te quejas;
verdes los
tienen las náyades,
verdes los
tuvo Minerva,
y verdes son
las pupilas
de las huris
del profeta.
El verde es
gala y ornato
del bosque
en la primavera;
entre sus
siete colores
brillante el
Iris lo ostenta.
Las
esmeraldas son verdes,
verde el
color del que espera,
y las ondas
del océano,
y el laurel
de los poetas.
Es tu
mejilla temprana
rosa de
escarcha cubierta
en que el
carmín de los pétalos
se ve a
través de las perlas
Y, sin
embargo,
sé que te
quejas,
porque tus
ojos
crees que la
afean:
pues no lo
creas;
que parecen
tus pupilas,
húmedas,
verdes e inquietas,
tempranas
hojas de almendro,
que al soplo
del aire tiemblan.
Es tu boca
de rubíes
purpúrea
granada abierta,
que en el
estío convida
a apagar la
sed en ella.
Y, sin
embargo,
sé que te
quejas,
porque tus
ojos
crees que la
afean:
pues, no lo
creas
que parecen,
si enojada
tus pupilas
centellean,
las olas del
mar que rompen
en las
cantábricas peñas.
Es tu frente
que corona
crespo el
oro en ancha trenza,
nevada
cumbre en que el día
su postrera
luz refleja.
Y, sin
embargo,
sé que te
quejas,
porque tus
ojos
crees que la
afean:
pues, no lo
creas
Que, entre
las rubias pestañas,
junto a las
sienes, semejan
broches de
esmeralda y oro,
que un
blanco armiño sujetan.
XIII
Tu pupila es
azul, y cuando ríes,
su claridad
suave me recuerda
el trémulo
fulgor de la mañana
que en el
mar se refleja.
Tu pupila es
azul, y cuando lloras,
las
transparentes lágrimas en ella
se me
figuran gotas de rocío
sobre una
violeta.
Tu pupila es
azul, y si en su fondo
como un
punto de luz radia una idea
me parece,
en el cielo de la tarde,
¡una
perdida estrella!
XIV
Te vi un
punto, y, flotando ante mis ojos,
la imagen de
tus ojos se quedó,
como la
mancha obscura, orlada en el fuego,
que flota y
ciega si se mira al sol.
Adondequiera
que la vista fijo,
torno a ver
tus pupilas llamear;
mas no te
encuentro a ti; que es tu mirada:
unos ojos,
los tuyos, nada más.
De mi alcoba
en el ángulo los miro
desasidos
fantásticos lucir;
cuando
duermo los siento que se ciernen
de par en
par abiertos sobre mí.
Yo sé que
hay fuegos faustos que en la noche
llevan al
caminante a perecer:
yo me siento
arrastrado por mis ojos
pero a donde
me arrastran, no lo sé.
XV
Cendal
flotante de leve bruma,
rizada cinta
de blanca espuma,
rumor sonoro
de arpa de
oro,
beso del
aura, onda de luz,
eso eres
tú.
Tú, sombra
aérea que cuantas veces
voy a
tocarte, te desvaneces
como la
llama, como el sonido,
como la
niebla, como un gemido
del lago
azul.
En mar sin
playas onda sonante,
en el vacío
cometa errante,
largo
lamento.
Del ronco
viento,
ansia
perpetua de algo mejor,
Eso soy yo.
¡Yo, que a
tus ojos, en mi agonía
los ojos
vuelvo de noche y día
yo, que
incansable como demente
tras una
sombra, tras la hija ardiente
de una
visión!
XVI
Si al mecer
las azules campanillas
de tu
balcón,
crees que
suspirando pasa el viento
murmurador,
sabe que,
oculto entre las verdes hojas,
suspiro yo.
Si al
resonar confuso a tus espaldas
vago rumor,
crees que
por tu nombre te ha llamado
lejana voz,
sabe que,
entre las sombras que te cercan
te llamo yo.
Si se turba
medroso en la alta noche
tu corazón,
al sentir en
tus labios un aliento
abrasador,
sabe que,
aunque invisible, al lado tuyo
respiro yo.
XVII
Hoy
la tierra y los cielos me sonríen;
hoy
llega al fondo de mi alma el sol;
hoy
la he visto...,
la he visto
y me ha mirado...
¡Hoy
creo en Dios!
XVIII
Fatigada del
baile,
encendido el
color, breve el aliento,
apoyada en
mi brazo,
del salón
se detuvo en un extremo
Entre la
leve gasa
que
levantaba el palpitante seno,
una flor se
mecía
en compasado
y dulce movimiento.
Como cuna de
nácar
que empuja
al mar y que acaricia el céfiro
tal vez
allí dormía
al soplo de
sus labios entreabiertos.
¡Oh!
¡Quién así, pensaba,
dejar
pudiera deslizarse el tiempo!
¡Oh, si las
flores duermen,
qué
dulcísimo sueño!
XIX
Cuando sobre
el pecho inclinas
la
melancólica frente,
una azucena
tronchada
me pareces.
Porque al
darte la pureza,
de que es
símbolo celeste,
como a ella
te hizo Dios
de oro y de
nieve.
XX
Sabe, si
alguna vez tus labios rojos
quema
invisible atmósfera abrasada,
que al alma
que hablar puede con los ojos,
también
puede besar con la mirada.
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