LXI

 

Este armazón de huesos y pellejo

de pasear una cabeza loca

cansado se halla al fin, y no lo extraño;

pues, aunque es la verdad que no soy viejo,

 

de la parte de vida que me toca

en la vida del mundo, por mi daño

he hecho un uso tal, que juraría

que he condensado un siglo en cada día.

 

Así, aunque ahora muriera,

no podría decir que no he vivido;

que el sayo, al parecer nuevo por fuera,

conozco que por dentro ha envejecido.

 

Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella!,

harto lo dice ya mi afán doliente;

que hay dolor que al pasar su horrible huella

graba en el corazón, si no en la frente.

atrás...

 

LXII

 

Primero es un albor trémulo y vago,

raya de inquieta luz que corta el mar;

luego chispea y crece y se difunde

en ardiente explosión de claridad.

 

La brilladora lumbre es la alegría;

la temerosa sombra es el pesar;

¡Ay!, en la oscura noche de mi alma,

¿cuándo amanecerá?

atrás...

 

LXIII

 

Como enjambre de abejas irritadas,

de un obscuro rincón de la memoria

salen a perseguirnos los recuerdos

de las pasadas horas.

 

Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo tan inútil!

Me rodean, me acosan,

y unos tras otros a clavarme vienen

el agudo aguijón que el alma encona.

atrás...

 

LXIV

 

Como guarda el avaro su tesoro,

guardaba mi dolor;

le quería probar que hay algo eterno

a la que eterno me juró su amor.

 

Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo

que le agotó, decir:

"¡Ah, barro miserable, eternamente

no podrás ni aun sufrir!

atrás...

 

LXV

 

Llegó la noche y no encontré un asilo,

¡y tuve sed...!, mis lágrimas bebí;

¡y tuve hambre! ¡Los hinchados ojos

cerré para morir!

¡Estaba en un desierto! Aunque a mi oído

de las turbas llegaba el ronco hervir,

yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba

desierto... para mí!

atrás...

 

LXVI

 

¿De dónde vengo...? El más horrible y áspero

de los senderos busca:

Las huellas de unos pies ensangrentados

sobre la roca dura,

los despojos de un alma hecha jirones

en las zarzas agudas,

te dirán el camino

que conduce a mi cuna.

 

¿A donde voy? El más sombrío y triste

de los páramos cruza,

valle de eternas nieves y de eternas

melancólicas brumas.

 

En donde esté una piedra solitaria

sin inscripción alguna,

donde habite el olvido,

allí estará mi tumba.

atrás...

 

LXVII

 

¡Qué hermoso es ver el día

coronado de fuego levantarse,

y a su beso de lumbre

brillar las olas y encenderse el aire!

 

¡Qué hermoso es tras la lluvia

del triste otoño en la azulada tarde,

de las húmedas flores

el perfume beber hasta saciarse!

 

¡Qué hermoso es cuando en copos

la blanca nieve silenciosa cae,

de las inquietas llamas

ver las rojizas lenguas agitarse!

 

¡Qué hermoso es cuando hay sueño

dormir bien... y roncar como un sochantre...

y comer... y engordar... y qué desgracia

que esto solo no baste!

atrás...

 

LXVIII

 

No sé lo que he soñado

en la noche pasada;

triste muy triste debió ser el sueño,

pues despierto la angustia me duraba.

 

Noté al incorporarme

húmeda la almohada,

y por primera vez sentí al notarlo

de un amargo placer henchirse el alma.

 

Triste cosa es el sueño

que llanto nos arranca,

mas tengo en mi tristeza una alegría...

sé que aún me quedan lágrimas.

atrás...

 

LXIX

 

Al brillar un relámpago nacemos

y aún dura su fulgor cuando morimos;

tan corto es el vivir.

 

La gloria y el amor tras que corremos

sombras de un sueño son que perseguimos:

¡Despertar es morir!

atrás...

 

LXX

 

¡Cuántas veces al pie de las musgosas

paredes que la guardan,

oí la esquila que al mediar la noche

a los maitines llama!

 

¡Cuántas veces trazo mi silueta

la luna plateada,

junto a la del ciprés que de su huerto

se asoma por las tapias!

 

Cuando en sombras la iglesia se envolvía,

de su ojiva calada,

¡cuántas veces temblar sobre los vidrios

vi el fulgor de la lámpara!

 

Aunque el viento en los ángulos oscuros

de la torre silbara,

del coro entre las voces percibía

su voz vibrante y clara.

 

En las noches de invierno, si un medroso

por la desierta plaza

se atrevía a cruzar, al divisarme,

el paso aceleraba.

 

Y no faltó una vieja que en el torno

dijese a la mañana

que de algún sacristán muerto en pecado

era yo el alma.

 

A oscuras conocía los rincones

del atrio y la portada;

de mis pies las ortigas que allí crecen

las huellas tal vez guardan.

 

Los búhos, que espantados me seguían

con sus ojos de llamas,

llegaron a mirarme con el tiempo

como a un buen camarada.

 

A mi lado sin miedo los reptiles

se movían a rastras;

¡hasta los mudos santos de granito

creo que me saludaban!

 

atrás...