|
|
Estoy
cumpliendo diez años de servir como sacerdote y quisiera aprovechar la
ocasión para compartir con quienes me han acompañado durante de estos
años algunas reflexiones que nos ayuden a valorar el sacerdocio y
agradecerlo a Dios.
Desde muy pequeño recuerdo la presencia de sacerdotes en mi familia.
Verlos siempre me impresionó por su sabiduría, su espiritualidad y su
alegría. Nunca pensé de pequeño en ser sacerdote, sin embargo, no
cabe la menor duda que Dios me fue poniendo en los lugares indicados,
con las personas adecuadas y con las inquietudes necesarias. Mi familia,
siempre cristiana y con un amor por la Iglesia muy especial fue
definitivamente el lugar de cultivo de mi vocación; los testimonios de
hombres como mi padre, el P. Juan José Hinojosa, el P. Víctor
Chaveznava, y grandes mujeres como mi madre, me ayudaron a ir
comprendiendo la importancia de estar atento a Dios, a su presencia y su
Palabra, especialmente en la Eucaristía y a través del Rosario.
Esto me preparó para reconocer en mis inquietudes un llamado de Dios a
seguirlo con radicalidad. Soñaba con ser santo, “salvar al mundo”,
ser perfecto para Dios. Debo confesar que yo pensaba que con ingresar al
Seminario esto se cumpliría; cuál fue mi sorpresa, que pasaban los años
en el Seminario y yo veía que me faltaba mucha virtud para ser santo, más
generosidad para vivir por los otros y muchísima voluntad para ser
perfecto. Así avancé por mis años en el Seminario, más acogido a la
misericordia de Dios y su paciencia que a mis virtudes.
Llegó la Ordenación y se reforzó en mí el anhelo de ser santo, todavía
pensaba que ya siendo sacerdote las tentaciones las derrotaría con
mayor facilidad y que mi voluntad ser fortalecería en automático.
Fueron momentos de mucho gozo, esperanza y luz esos primeros meses. Me
tocó a los tres meses entregar a Dios a mi padre justo al estar
celebrando la Eucaristía con él en familia; esto me unió a Cristo
Eucaristía de una manera singular. No hemos dejado de encontrarnos casi
cada mañana de mis diez años para fortalecernos en nuestro amor y
gozarme de su Palabra siempre
viva.
Sin embargo, esta transformación mágica y automática que yo esperaba
que sucediera al Ordenarme sacerdote no sucedió. En estos diez años he
experimentado la fuerza de las limitaciones en mi naturaleza y la
terquedad de los vicios que mi historia personal carga. No siempre he
podido superar estas batallas y por ello sé que he ofendido a gente,
dejado de servir a otras e incluso me he dañado a mi mismo. Sin
embargo, me consuela la Misericordia del Padre que acoge al pecador y
fortalece a los débiles con su Espíritu; pongo mi esperanza en la
piedad de quienes he ofendido y sinceramente les pido perdón.
Hoy he aprendido que esta santidad sólo la realiza Dios y que Él ha
decidido manifestar su Gloria a través de este hijo suyo, a pesar de
mis limitaciones. De esto doy testimonio con enorme gozo una y otra vez
al ver las maravillas que Dios ha hecho a través de mi persona. Jamás
hubiera imaginado la Vida que se derrama a través de las palabras, los
gestos e inclusive la sencilla presencia de un sacerdote. He visto
enfermos sanar, ciegos ver, incrédulos creer, muertos revivir,
rencorosos perdonar, sufridos consolarse, hambrientos ser colmados; en
fin, de mil y un maneras Dios se ha manifestado grande con su Pueblo y
lo ha consolado como Buen Pastor que protege y da Vida a sus ovejas a
través de la debilidad de este sacerdote. Esta Gracia
que purifica y da vida es el sentido de mi vida hoy, ser testigo de
su Amor para su Pueblo, para que su Nombre sea Glorificado es el mayor
gozo que cabe hoy en mi corazón.
GRACIAS a todos los que han caminado estos diez años conmigo, por ser
parte de esta historia de salvación
en la que Dios ha manifestado su Amor y nosotros hemos contemplado su
Gloria. Por
tu Pueblo, Para tu Gloria, Siempre tuyo Señor. Héctor
M. Pérez Villarreal, Pbro. Enero
9, 2009.
|