Capitulo 11

Un invierno para dos

 

 

Una historia termina aquí, así que cierro el cuaderno, me quito los anteojos y me restriego los ojos. Están cansados e irritados, pero hasta el momento no me han fallado. Aunque estoy seguro de que pronto lo harán. Ni ellos ni yo somos eternos. Ahora que he acabado, la miro, pero ella no me devuelve la mirada. Tiene la vista fija en la ventana que da al patio.

Sigo la dirección de sus ojos, y miramos juntos. En todos estos años, la rutina cotidiana no ha variado. Cada mañana, una hora después del desayuno, empiezan a llegar los chicos. A veces solos, a veces con los  niños, vienen a visitarnos. Traen fotografías y regalos, y se sientan en los bancos ó pasean por los senderos flanqueados de árboles. Algunas veces pasan todo el día aquí, pero la mayoría se marcha al cabo de pocas horas, y cuando lo hacen, siempre siento pena por ellos. Yo nunca los interrogo al respecto, pues he aprendido que tenemos derecho a guardar algunos secretos. Aunque pronto les revelaré los míos.

Dejo el cuaderno y la lupa sobre la mesa que está a mi lado, sintiendo un dolor en los huesos, y una vez más reparo en lo frío que está mi cuerpo. Ni siquiera el sol de la mañana puede calentarlo. Aunque eso ya no me sorprende, pues últimamente mi cuerpo impone sus propias reglas.

Sin embargo, no soy tan desafortunado. Las enfermeras que me cuidan,  me conocen, conocen mis limitaciones, y hace todo lo posible para hacerme sentir cómodo. Me han dejado una tetera caliente sobre la mesa, y la levanto con las dos manos. Tengo que hacer un gran esfuerzo para servirme una taza, pero lo hago, porque sé que el té me calentará y el ejercicio ayudará a evitar que termine de oxidarme. Aunque ya estoy bastante oxidado; oxidado como un coche después de veinte años a la intemperie.

Esta mañana le he leído, como todas las mañanas, porque sé que debo hacerlo. No lo hago por obligación —aunque supongo que llegado el caso, podría calificarse de tal—, sino por un motivo más romántico. Me gustaría poder explicarlo mejor ahora, pero todavía es pronto, y hablar de romanticismo antes de comer es una tarea ímproba, al menos para mí. Además, ignoro cómo acabará esto, y prefiero no hacerme ilusiones.

Pasamos todo el día juntos, pero dormimos separados. Los médicos me han prohibido verla después de anochecer. Entiendo perfectamente sus razones, y aunque estoy de acuerdo con ellos, de vez en cuando rompo las reglas. Cuando estoy de humor, me escapo de mi habitación a última hora de la noche y vengo a verla dormir. Ella no lo sabe. Entro, observo cómo respira, y pienso que si no hubiera sido por ella, jamás me habría casado. Y cuando miro su cara, una cara que conozco mejor que la mía, sé que yo he sido igual de importante para ella. Y eso significa mucho más de lo que puedo explicar con palabras.

A veces, mientras la contemplo, pienso que haber estado casado cuarenta y nueve años con ella me convierte en el hombre más afortunado del mundo. Celebraremos nuestro aniversario el mes que viene. Me oyó roncar durante los primeros cuarenta y cinco años, pero a partir de entonces hemos dormido en habitaciones separadas. Yo no duermo bien sin ella a mi lado. Doy vueltas y más vueltas, añorando su calor, y paso la mayor parte de la noche en vela, con los ojos como platos, mirando cómo las sombras danzan en el techo como plantas rodadoras en el desierto. Con un poco de suerte, duermo un par de horas, y aun así me despierto antes del amanecer. Esto no tiene sentido para mí.

Todo terminará pronto. Yo lo sé, pero ella no. Las anotaciones en mi diario se han vuelto más breves y tardo poco tiempo en escribirlas. Son muy simples, pues casi todos mis días son iguales. Sin embargo, esta noche copiaré un poema que me pasó una de las enfermeras, pensando que me gustaría. Dice así:

 

Jamás, hasta aquel día, me había asaltado un amor tan dulce y repentino, Su cara hizo eclosión como una tierna flor, robándome entero el corazón.

 

Aunque por las noches somos libres de hacer lo que nos plazca.

 

Mis hijos me sonríen al verme entrar y me dicen lo alegres que están de verme de nuevo, me preguntan por su madre. A veces les respondo. Les hablo de su dulzura y de su encanto, les cuento que ella me enseñó a descubrir la belleza del mundo. O les describo nuestros primeros años de casados, cuando lo único que necesitábamos para ser felices era abrazarnos debajo del estrellado cielo del sur. En ocasiones especiales, les hablo de nuestras aventuras juntos, las exposiciones en Nueva York y en París, o de las innumerables críticas elogiosas escritas en lenguas desconocidas. Sin embargo, casi siempre me limito a sonreír y a decirles que sigue igual. Entonces miran hacia otro lado, porque no quieren que les vea la cara. Les recuerdo su propia mortalidad. Así que me siento a su lado y les leo para ahuyentar sus miedos.

 

Serénate —ten confianza en mí...

Mientras el sol no te rechace, no te rechazaré,

Mientras las aguas no se nieguen a brillar por ti, y las hojas a estremecerte para ti, no se me negarán mis palabras a brillar ni a estremecerse por ti.

 

Les leo para que sepan quién soy.

 

Yo vago toda la noche en mi visión... inclinándome, con los ojos abiertos sobre los ojos cerrados de los durmientes. Errante y aturdido, abstraído, fuera de lugar, contradictorio,

Vagando, contemplando, inclinándome y deteniéndome.

 

Si pudiera, mi esposa me acompañaría en mis excursiones nocturnas, pues la poesía siempre ha sido una de sus múltiples aficiones. Thomas, Whitman, Eliot, Shakespeare. Amantes de las palabras, artífices del lenguaje. Cuando miro hacia atrás, mi pasión por el teatro me sorprende, y a veces hasta me arrepiento de ella. El teatro embellece la vida, pero también la entristece, y no estoy seguro de que sea un intercambio justo para alguien de mi edad. Uno debería disfrutar de otras cosas cuando todavía tiene la oportunidad de hacerlo; debería pasar los últimos días al sol. Yo los pasaré junto a la luz de una lámpara.

Camino achacosamente hacia ella y me siento en el sillón que está junto a su cama. Al sentarme me duele la espalda, y por milésima vez me recuerdo que debo conseguir otro almohadón. Le tomo la mano huesuda y frágil. Su contacto es agradable. Responde con un débil apretón y me acaricia suavemente un dedo con el pulgar. Tal como he aprendido, no hablo hasta que lo hace ella. Casi todos los días permanezco sentado a su lado, en silencio, hasta que se pone el Sol, y en esos días no sé nada de ella.

Pasan varios minutos hasta que se vuelve hacia mí. Está llorando. Sonrío, le suelto la mano, saco un pañuelo del bolsillo y le seco las lágrimas. Ella no deja de mirarme y me pregunto qué piensa.

—Es una historia preciosa.

Comienza a lloviznar. Las gotas tamborilean en las ventanas. Vuelvo a tomarle la mano. Será un buen día, un día espléndido. Un día mágico. No puedo evitar sonreír.

—Sí —digo.

— ¿La escribiste tú? —pregunta. Su voz es un susurro, una brisa ligera soplando entre las hojas.

—Sí —respondo.

Se vuelve hacia la mesa de noche, donde hay un pequeño vaso de cartón con su remedio. El mío también está allí. Las píldoras diminutas tienen los colores del arco iris para que no nos olvidemos de tomarlas. Últimamente, las enfermeras me dejan las mías en su habitación.

—La había oído antes, ¿verdad?

—Sí —repito, como lo hago en todas las ocasiones como esta. He aprendido a ser paciente.

Estudia mi cara con sus ojos verdes como las olas del mar.

—Me quita el miedo —dice.

—Lo sé —asiento, moviendo suavemente la cabeza. Se vuelve y yo espero. Me suelta la mano y busca el vaso de agua. Está en la mesa de noche, al lado del remedio.

— ¿Es una historia verdadera? —Se incorpora un poco en la cama y bebe otro sorbo de agua. Su cuerpo se mantiene fuerte. — ¿Conociste a esas personas?

—Sí —digo. Podría añadir algo más, pero rara vez lo hago.

Ella sigue siendo hermosa. Hace la pregunta previsible:

— ¿Y bien? ¿Con cuál de los dos se casó?

—Con el que era mejor para ella —respondo.

— ¿Y cuál era?

Sonrío.

—Ya te enterarás —digo en voz baja—. Antes que acabe el día lo sabrás.

No me entiende, pero tampoco insiste. Comienza a inquietarse. Se esfuerza por formular otra pregunta, pero no sabe cómo. Decide posponerla un momento y toma uno de los vasos de cartón.

— ¿Es el mío?

—No, es éste. —Estiro el brazo y le empujo el vaso. No puedo sujetarlo con la mano. Lo toma ella y mira las píldoras. Por su forma de mirarlas, sé que no entiende para qué son. Levanto mi vaso con las dos manos y me echo las píldoras en la boca. Ella me imita. Hoy no habrá peleas, y eso facilita las cosas. Levanto el vaso simulando un brindis, y me quito el sabor amargo de la boca con un sorbo de té. Se está enfriando. Ella traga sus píldoras y las baja con agua.

Un pájaro comienza a cantar al otro lado de la ventana, y los dos volvemos la cabeza. Guardamos silencio durante unos instantes, disfrutando juntos de esa maravilla. Cuando el canto cesa, ella suspira.

—Tengo que preguntarte otra cosa —dice.

—Sea lo que fuere, intentaré responder.

—Pero es difícil.

No me mira, y no puedo ver sus ojos. Así es como esconde sus pensamientos. Algunas cosas no cambian nunca.

—Tómate tu tiempo —digo, aunque sé lo que va a preguntarme.

Finalmente se vuelve y me mira a los ojos. Esboza una sonrisa tierna, la clase de sonrisa que uno dedica a un niño, no a un amante.

—No quiero herir tus sentimientos, porque has sido muy bueno conmigo, pero...

Espero. Sus palabras me dolerán. Arrancarán un trozo de mi corazón y dejarán una cicatriz.

— ¿Quién eres?

Estamos desde hace tres años acompañados por enfermeras. Fue ella quien lo decidió, pensó que de esa manera se nos facilitarían las cosas.

Ella tenía razón, desde luego. No podría habérmelas arreglado solo, pues la enfermedad se ha adueñado de ambos. Estamos en los últimos minutos del día de nuestra vida, y las agujas del reloj avanzan ruidosamente. ¿Acaso soy el único que oye su tictac?

Un dolor palpitante se extiende por mis dedos y me recuerda que no nos hemos tomado de las manos con los dedos entrelazados desde hace mucho tiempo. La idea me entristece, pero es culpa mía, no de ella. Padezco la peor clase de artritis, reumatoide y en estado avanzado. Mis manos deformes tienen un aspecto grotesco y me duelen durante casi todo el día. Las miro y fantaseo con que me las quitan, me las amputan, aunque sé que entonces no podría hacer las cosas que debo hacer. Así que uso mis garras, como las llamo a veces, y todos los días le tomo las manos a pesar del dolor, y hago lo imposible por acariciárselas, porque sé que ella lo desea.

Aunque la Biblia dice que un hombre puede vivir ciento veinte años, yo no quiero hacerlo, y dudo de que mi cuerpo pudiera lograrlo. Se está viniendo abajo; la erosión constante en mis entrañas y mis articulaciones está matando mis miembros uno a uno. Mis manos son completamente inútiles, mis riñones empiezan a fallar y mi ritmo cardíaco disminuye mes a mes. Y lo que es peor, tengo cáncer otra vez; ahora de próstata. Es mi tercer combate con este enemigo invisible que tarde o temprano me vencerá, aunque no antes que yo decida que ha llegado mi hora. Los médicos están preocupados por mí, pero yo no. En el crepúsculo de mi vida no hay tiempo para la preocupación.

Cuatro de nuestros cinco hijos siguen vivos, y aunque a veces les resulta difícil visitarnos, vienen a vernos a menudo. Doy gracias por ello. Pero incluso cuando no están aquí, los tengo presentes diariamente, a todos y a cada uno de ellos, y recuerdo las sonrisas y las lágrimas que acompañan la vida en familia. Una docena de fotos decoran las paredes de mi habitación. Son mi herencia, mi contribución al mundo. A veces me pregunto cómo los verá mi esposa en sus sueños, o si los verá, o incluso si sueña. Hay tantas cosas que ya no sé de ella.

¿Qué pensaría mi padre de mi vida? ¿Qué haría él en mi lugar? Hace cincuenta años que no lo veo, y ahora es sólo una sombra en mi memoria. Ya no puedo imaginarlo con claridad; su cara se ha oscurecido, como si una luz brillara a su espalda. Ignoro si esto se debe a la decadencia de mi memoria o simplemente al paso del tiempo. Sólo conservo una foto de él, y también se ha desteñido. Dentro de un par de años su imagen se habrá desvanecido por completo y yo ya no estaré, de modo que su recuerdo desaparecerá como un mensaje escrito en la arena. Si no fuera por mis diarios, juraría que he vivido sólo la mitad de los años que tengo. Largos períodos de tiempo se han borrado de mi mente. A veces, cuando leo algunos párrafos de mi diario, me pregunto quién era yo cuando los escribí, pues soy incapaz de recordar los acontecimientos de mi vida. En más de una ocasión me pregunto adonde se ha ido la vida.

—Me llamo Anthony —digo.

—Anthony —musita ella—. Anthony. —Reflexiona un momento con la frente arrugada y los ojos serios.

—Sí —prosigo—, y estoy aquí por ti. —Y siempre lo estaré, pienso.

Se ruboriza. Sus ojos enrojecen, se humedecen, y las lágrimas empiezan a brotar. Me rompe el corazón, y como tantas otras veces, desearía poder hacer algo para ayudarla.

—Lo siento —dice—. No entiendo nada de lo que me pasa. No sé quién eres. Cuando te escucho hablar, pienso que debería reconocerte, pero no es así. Ni siquiera sé mi nombre. —Se seca las lágrimas y prosigue: —Ayúdame, Anthony. Ayúdame a recordar quién soy. O por lo menos quién era. Me siento perdida.

Respondo con el corazón, pero miento sobre su identidad. Como he mentido sobre la mía. Tengo motivos para hacerlo.

—Eres Rose, una amante de la vida, una mujer que infundió fuerza a todos los que gozaron de su amistad. Eres un sueño, una creadora de dicha, una artista que ha conmovido a centenares de almas. Tuviste una vida plena y no deseaste nada, porque tus necesidades eran espirituales y te bastaba con buscar en tu interior. Eres buena y leal, capaz de ver belleza donde otros no la ven. Eres una maestra de cosas maravillosas, una soñadora de cosas mejores. —Me detengo un instante para recuperar el aliento y añado: —Rose, no debes sentirte perdida, pues:

 

Nada se pierde realmente jamás ni puede perderse,

Ningún nacimiento, identidad, forma... ningún objeto del mundo

Ninguna vida, ninguna fuerza, ninguna cosa visible...

El cuerpo, lento, anciano, frío —las cenizas que quedaron de los primeros fuegos ...a su debido tiempo volverán a arder.

 

Medita un momento sobre lo que acabo de decir. En el silencio, miro hacia la ventana y veo que ha dejado de llover. La luz del Sol comienza a colarse en la habitación.

— ¿Lo has escrito tú? —pregunta.

—No. Es de Walt Whitman.

— ¿De quién?

—De un amante de las palabras, un artesano de las ideas.

No responde directamente. En cambio, me mira fijamente durante largo rato, hasta que nuestra respiración se acompasa. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera. Respiraciones profundas. ¿Sabrá que la veo hermosa?

— ¿Te quedarás un rato conmigo? —pregunta por fin.

Sonrío y asiento con la cabeza. Me devuelve la sonrisa. Busca mi mano, la toma con dulzura y la apoya en su regazo. Mira los duros nudos que deforman mis dedos y los acaricia suavemente. Ella aún tiene manos de ángel.

—Ven —digo, haciendo un gran esfuerzo para ponerme de pie—. Salgamos a dar un paseo. El aire está fresco. —La miro fijamente al decir las últimas palabras.

Ella se ruboriza y me hace sentir joven otra vez.

Naturalmente, se hizo famosa. Algunos decían que era una de las mejores artistas del siglo XX, y yo estaba —y estoy— orgulloso de ella. A diferencia de mí, que tengo que esforzarme para escribir hasta el más vulgar de los versos, mi esposa creaba belleza con la misma facilidad con que nuestro Señor creó la tierra.

Sus cuadros están en los mejores museos del mundo, pero me he guardado solo uno para mí. El primero que me regaló. Esta colgado en mi habitación, donde cada noche me siento a contemplarlo y, a veces, lloro. No sé por qué.

Han pasado los años. Vivimos nuestra vida, trabajando, pintando, criando a nuestros hijos, amándonos. Veo fotografías de fiestas navideñas, viajes familiares y bodas. Veo nietos y caras felices. Veo fotos de nosotros, con el pelo cada vez más blanco y las arrugas más profundas. Una vida aparentemente vulgar, y sin embargo extraordinaria.

No podíamos prever el futuro, pero, ¿quién puede hacerlo? Ya no vivo como vivía, pero, ¿qué esperaba? La jubilación. Visitas de los hijos, puede que algún viaje más. A ella siempre le gustó viajar. Pensé que quizás encontraría una afición tardía, no sabía cuál, probablemente construir barcos. Dentro de botellas, naturalmente. Una labor minuciosa, con objetos pequeños, inconcebible en el estado actual de mis manos.

Estoy seguro de que nuestras vidas no pueden medirse por los últimos años, y supongo que debí imaginar lo que nos esperaba. Al mirar atrás, me parece obvio, pero al principio pensé que su confusión era normal y comprensible. No recordaba dónde había dejado las llaves, pero, ¿a quién no le ocurre alguna vez? Olvidaba el nombre de un vecino, pero nunca de alguien que conociéramos bien o a quien viéramos con frecuencia. A veces, cuando extendía un cheque, equivocaba el año, pero, nuevamente, a mí me parecía la clase de error que uno comete cuando tiene la cabeza en otra parte.

No empecé a sospechar lo peor hasta que los incidentes se hicieron inequívocos. Una plancha en la heladera, ropa en el lavavajillas, libros en el horno. Y muchas otras cosas. Pero el día que la encontré en el coche, a tres cuadras de casa, llorando sobre el volante porque estaba perdida, me asusté de veras. Y ella también se asustó porque, cuando golpeé la ventanilla, se volvió y me dijo: "¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Por favor, ayúdame". Sentí un nudo en el estómago, pero ni siquiera entonces me atreví a sospechar lo peor.

 

Seis días después, acudió al médico y se sometió a una serie de pruebas. No las entendí entonces ni las entiendo ahora, quizá porque nunca he aceptado la verdad. Pasó casi una hora en el consultorio del doctor Barnwell y regresó al día siguiente. Aquel fue el día más largo de mi vida. Hojeé un montón de revistas, incapaz de leerlas, e hice crucigramas sin concentrarme en ellos. Finalmente, el médico nos invitó a pasar a su despacho y nos pidió que nos sentáramos. Ella me tomó del brazo, confiada, pero recuerdo claramente que a mí me temblaban las manos.

—Lamento tener que comunicarle esta noticia —comenzó el doctor Barnwell—, pero, al parecer, usted está en la primera etapa del mal de Alzheimer.

Mi mente se quedó en blanco. Sólo podía pensar en la lámpara que brillaba sobre nuestras cabezas. Las palabras se repetían en mi cabeza: "la primera etapa del mal de Alzheimer..."

La cabeza me daba vueltas, y su mano me apretó el brazo. Murmuró, casi para sí:

—Ay, Terry... Terry...

Y mientras las lágrimas empezaban a brotar, el nombre de la enfermedad volvió a mi mente: el mal de Alzheimer.

Es una enfermedad estéril, vacía e inerte como un desierto. Ladrona de corazones, almas y memorias. No supe qué decirle mientras lloraba sobre mi pecho, así que me limité a abrazarla y a acunarla.

El médico estaba muy serio. Era un buen hombre, y aquello era un mal trago para él. Era más joven que el menor de mis hijos, y me hizo tomar conciencia de mi edad. Mi mente estaba confusa, mi amor se tambaleaba, y lo único que se me ocurrió pensar fue:

 

Un hombre que se ahoga no puede saber cuál fue la gota de agua que detuvo con su último aliento.

 

Eran las palabras de un poeta sabio, y sin embargo, no me dieron consuelo. No sé qué significan, ni por qué pensé en ellas en aquel momento.

Seguimos meciéndonos hasta que Candy, la mujer de mis sueños, la de la eterna belleza, me pidió perdón en un susurro. Yo sabía que no había nada que perdonar y le dije al oído: "Tranquila, todo saldrá bien". Pero por dentro estaba muerto de miedo. Era un hombre hueco, sin nada que ofrecer, vacío como una cañería vieja.

Sólo recordaba frases inconexas de la explicación del doctor Barnwell:

"Es una enfermedad degenerativa cerebral que afecta la memoria y la personalidad... No existe cura o tratamiento... Es imposible predecir con qué rapidez avanzará... El pronóstico varía de una persona a otra... Ojala tuviera más información... Habrá días mejores que otros... Empeorará con el tiempo... Siento tener que decírselo..."

Lo siento...

Lo siento...

Lo siento...

Todo el mundo lo sentía. Mis hijos estaban destrozados, mis amigos asustados por sí mismos. No recuerdo el momento en que salí del consultorio del médico ni cómo conduje hasta casa. Mis recuerdos de aquel día se han borrado y, en ese aspecto, estoy en las mismas condiciones que mi esposa.

Han pasado cuatro años. Desde entonces nos hemos arreglado lo mejor que hemos podido, dentro de lo posible. Candy, fiel a su  temperamento, organizó todo. Hizo arreglos para  la casa. Rectificó su testamento y lo mandó legalizar. Dejó instrucciones precisas para su entierro y las guardó en el último cajón de mi escritorio. Yo no las he visto. Cuando terminó, comenzó a escribir cartas. Cartas a sus amigos y a nuestros hijos. Cartas a sus vecinos. Y una para mí.

Cuando estoy de humor la releo, y entonces recuerdo a Candy en las frías noches de invierno, sentada junto al fuego ardiente con un vaso de vino a su lado, leyendo las cartas que yo le había escrito durante varios años. Ella las conservó, y ahora las conservo yo, porque me hizo prometérselo. Dijo que yo sabría qué hacer con ellas. Y tenía razón; he descubierto que disfruto leyendo párrafos sueltos, como solía hacer ella. Estas cartas me asombran, pues al examinarlas compruebo que el romance y la pasión son posibles a cualquier edad. Cuando miro a Candy ahora, tengo la sensación de que nunca la he querido tanto, pero si releo las cartas, llego a la conclusión de que siempre he sentido lo mismo.

Las leí por última vez hace tres noches, pasada mi hora de dormir. Eran casi las dos de la madrugada cuando me acerqué al escritorio y encontré el atado de cartas, grueso, alto y amarillento. Desaté la cinta de medio siglo de antigüedad, y separé las cartas que su Tía escondió hace tantos años de las siguientes. Toda una vida en cartas, cartas escritas con el corazón. Las miré con una sonrisa, las examiné y finalmente elegí la de nuestro primer aniversario.

Leí un párrafo:

 

Ahora, cuando te veo moverte lentamente con una nueva vida creciendo en tu interior, espero que sepas cuánto significas para mí, y lo especial que ha sido este último año. No existe hombre más afortunado que yo, y te quiero con toda el alma.

 

La dejé, eché otro vistazo al paquete, y seleccioné otra, escrita en una fría noche de invierno, hace treinta y nueve años:

 

Sentado a tu lado, mientras nuestra hija menor desafinaba una canción en la función de Navidad del colegio, te miré y vi en tu cara un orgullo que sólo puede sentir una persona capaz de amar con todo el corazón. Entonces comprendí que no hay en el mundo un hombre más afortunado que yo.

 

Elijo otra carta, escrita después de la muerte de nuestro hijo, que tanto se parecía a su madre... Fue el peor momento de nuestra vida en común, y las palabras que escribí entonces siguen plenamente vigentes:

 

En tiempos de desdicha y sufrimiento, te abrazaré, te acunaré y haré de tu dolor el mío. Cuando tú lloras, yo lloro, cuando tú sufres, yo sufro. Juntos intentaremos contener el torrente de lágrimas y desesperación, y superar los misteriosos baches de la vida.

 

Hago una breve pausa para recordar a mi hijo. Tenía cuatro años, prácticamente un bebé. He vivido veinte veces más que él, pero si me hubieran dado la oportunidad, habría cambiado mi vida por la suya. Es muy doloroso sobrevivir a un hijo, una tragedia que no deseo a nadie.

Me esfuerzo por reprimir las lágrimas, busco otra carta que me distraiga del dolor, y encuentro la de nuestro vigésimo aniversario, una ocasión mucho más fácil de recordar:

 

Cuando te veo, querida mía, por la mañana antes de la ducha, o en tu estudio cubierta de pintura, con el pelo sin brillo y los ojos cansados, pienso que eres la mujer más hermosa del mundo.

 

Esta correspondencia de vida y amor continuaba, y leí muchas cartas más, algunas dolorosas, la mayoría conmovedoras. A las tres de la mañana estaba agotado, pero casi había terminado. Quedaba una carta, la última que le escribí, y supe que debía leerla.

Abrí el sobre y saqué las dos hojas. Separé la segunda, acerqué la primera a la luz y comencé a leer:

 

Mi queridísima Candy:

 

En el porche reina un silencio absoluto, roto sólo por los sonidos que flotan entre las sombras, y por primera vez no encuentro palabras. Es una sensación extraña, pues cuando pienso en ti y en la vida que hemos compartido, hay tanto que recordar. Toda una vida de recuerdos. Pero, ¿cómo traducirla en palabras? No sé si seré capaz. No soy poeta, y se necesitaría un poema para expresar cabalmente lo que siento por ti.

Mi mente vaga, y recuerdo lo que pensé esta mañana, mientras preparaba el café, sobre nuestra vida juntos. Kate y Jane estaban allí, y las dos callaron cuando entré en la cocina. Noté que habían estado llorando y, sin decir una palabra, me senté a su lado y les tomé las manos. ¿Y sabes lo que vi cuando las miré? Te vi a ti hace mucho tiempo, el día que nos despedimos. Se parecen a ti, a la mujer que eras entonces, hermosa, sensible y afligida por un dolor que sólo se siente cuando nos roban algo especial. Y por una razón que no alcanzo a comprender, les conté una historia.

Llamé a Jeff  y a David, que también estaban en casa, y cuando los reuní a todos, les hablé de nosotros, les conté cómo volviste a mí hace muchos años.

Les describí nuestro paseo, la cena de langostas en la cocina, y sonrieron al enterarse de nuestra excursión en el parque y nuestra velada junto al fuego, mientras fuera rugía la tormenta. Les conté que al día siguiente tu Tía había venido a advertirnos de la llegada de Charles —se sorprendieron tanto como nosotros entonces—y sí, les confesé incluso lo que ocurrió más tarde, ese mismo día, cuando regresaste a tu hotel.

A pesar del tiempo transcurrido, esa parte de la historia sigue obsesionándome. Aunque yo no estaba allí, tú me describiste lo ocurrido sólo una vez, y recuerdo que me maravillé de tu entereza. Aún no puedo imaginar qué pasó por tu cabeza cuando entraste en el vestíbulo del hotel y viste  a Charles, o cómo te sentiste al hablar con él. Me contaste que salieron del hotel y se sentaron en un banco, frente a la iglesia, y que él te tomó la mano mientras tú le explicabas tus razones para quedarte aquí.

Sé que lo querías. Y su reacción demostró que él también te quería a ti. No; no entendió que lo abandonaras, ¿cómo iba a hacerlo? No te soltó la mano ni siquiera cuando le dijiste que nunca habías dejado de quererme y que no le harías ningún bien casándote con él. Sé que se sintió herido y furioso, y que durante una hora intentó hacerte cambiar de idea, pero cuando tú te pusiste firme y dijiste: "Lo siento, pero no puedo volver contigo", supo que tu decisión era irrevocable. Me contaste que asintió con un gesto, y que los dos siguieron sentados en silencio durante un largo rato. Siempre me he preguntado qué pensaría él en ese momento, aunque estoy seguro de que sentía lo mismo que yo unas horas antes. Y cuando finalmente te acompañó al coche, te dijo que yo era un hombre afortunado. Se comportó como un caballero, y entonces comprendí por qué te había costado tanto tomar una decisión.

Recuerdo que cuando terminé de hablar, todos guardaron silencio, hasta que Kate se levantó y me abrazó. "¡Ay, papá!", dijo con los ojos llenos de lágrimas. Y aunque yo estaba dispuesto a contestar a sus preguntas, no me hicieron ninguna. En cambio, me hicieron un regalo muy especial.

Durante las cuatro horas siguientes, cada uno de ellos me dijo cuánto habíamos significado en sus vidas. Uno a uno, contaron anécdotas que yo había olvidado hacía tiempo. Cuando terminaron, no pude contener las lágrimas, pues comprendí que los habíamos educado de la mejor manera posible. Me sentí orgulloso de ellos y de ti, y feliz por la vida que hemos tenido. Y nada ni nadie podrá robarme esos sentimientos. Nunca. Sólo hubiera deseado que tú estuvieras allí para disfrutar conmigo de ese momento.

Cuando se marcharon, me senté en la mecedora y pensé en nuestra vida en común. Siempre estás conmigo cuando lo hago, en mi corazón, y me resulta imposible recordar un momento en que no hayas formado parte de mí. Ignoro qué habría sido de mí si no hubieras regresado aquel día, pero estoy convencido de que hubiera vivido y muerto con una pena que, afortunadamente, nunca conoceré.

Te quiero, Candy. Te debo todo lo que soy. Tú eres la razón de mi existencia, mi única esperanza, todo lo que siempre he soñado, y pase lo que pasare en el futuro, cada día a tu lado será el día más importante de mi vida. Siempre seré tuyo. Y tú, querida, siempre serás mía.

Terry

 

Dejé la carta y recordé el momento en que Candy se sentó en el porche, a mi lado, a leerla. Atardecía, el cielo estival estaba cubierto de franjas rojas, y la luz del día se desvanecía. El cielo cambiaba gradualmente de color, y mientras contemplaba la puesta del Sol, pensé en ese breve, fugaz instante, en que el día se convierte en noche.

Me dije entonces que la oscuridad es sólo una ilusión, porque el Sol está siempre encima o debajo del horizonte. Eso significa que la noche y el día están vinculados como pocas otras cosas; no puede existir el uno sin el otro, y sin embargo, tampoco pueden coexistir. ¿Cómo estar siempre juntos, y al mismo tiempo siempre separados?

Al mirar atrás, me parece paradójico que ella leyera mi carta precisamente en el mismo momento en que yo me formulaba esa pregunta. Es paradójico, naturalmente, porque ahora conozco la respuesta. Sé lo que significa vivir como la noche y el día, siempre juntos y eternamente separados.

El sitio donde Candy y yo nos sentamos hoy es hermoso. Este es el pináculo de mi vida.

—Me gusta hablar contigo. Extraño nuestras charlas, incluso cuando no pasa mucho tiempo entre una y otra.

Soy sincero, y Candy lo sabe, pero aun así se muestra recelosa. Después de todo, soy un extraño para ella.

— ¿Charlamos a menudo? —Pregunta—. ¿Venimos a mirar los pájaros con frecuencia? Quiero decir, ¿nos conocemos bien?

—Sí y no. Supongo que todo el mundo tiene secretos, pero hace muchos años que nos conocemos.

Observa sus manos, luego las mías. Piensa unos instantes, con la cara en un ángulo que la hace parecer joven otra vez. Ya no llevamos el anillo de boda. También hay una razón para esto.

— ¿Has estado casado alguna vez? —pregunta.

—Sí —asiento.

— ¿Y cómo era tu mujer?

Le digo la verdad:

—Era todo lo que siempre soñé. Le debo todo lo que soy. Estrecharla entre mis brazos era para mí más natural que oír los latidos de mi corazón. Pienso en ella constantemente. Ahora mismo, mientras estoy aquí sentado, estoy pensando en ella. No hubo otra igual.

Piensa en lo que acabo de decir. No sé qué siente, pero finalmente habla con una voz sensual y angelical. ¿Sospecha acaso que me inspira esos pensamientos?

— ¿Ha muerto?

¿Qué es la muerte?, me pregunto, pero no lo digo.

—Mi esposa está viva en mi corazón —respondo—. Y siempre lo estará.

—Todavía la amas, ¿verdad?

—Por supuesto. Pero amo muchas cosas. Amo estar sentado aquí contigo. Amo compartir la belleza de este lugar con alguien por quien siento afecto.

Calla durante unos instantes. Vuelve la cabeza para que no pueda verle la cara. Es un hábito muy antiguo.

— ¿Por que haces esto?

No habla con miedo, sino con curiosidad. Sé lo que quiere decir, pero de todos modos le pregunto:

-¿Qué?

— ¿Por qué pasas el día conmigo?

Sonrío.

—Estoy aquí porque es donde debo estar. Es muy sencillo. Tú y yo estamos pasando un buen rato juntos. No creas que pierdo el tiempo contigo. Estoy aquí porque quiero. Me siento a tu lado, conversamos, y yo pienso: "¿Hay algo mejor que lo que estoy haciendo en este momento?"

Me mira a los ojos, y por un fugaz instante, los suyos brillan. Esboza una sonrisa.

—Me gusta estar contigo, pero estoy intrigada. Si era eso lo que querías, lo has conseguido. Debo admitir que disfruto de tu compañía, pero no sé nada sobre ti. No espero que me cuentes la historia de tu vida pero, ¿por qué eres tan misterioso?

—Una vez leí que a las mujeres las fascinan los hombres misteriosos.

— ¿Lo ves? No has respondido a mi pregunta. No respondes a la mayoría de mis preguntas. Ni siquiera me has contado el final de la historia de esta mañana.

Me encojo de hombros. Permanecemos en silencio unos minutos, y finalmente pregunto:

— ¿Es verdad?

— ¿Si es verdad qué?

—Que a las mujeres las fascinan los hombres misteriosos.

Reflexiona un momento y luego dice lo mismo que diría yo:

—Supongo que a algunas sí.

— ¿Y a ti?

—No me pongas en un aprieto. No te conozco lo suficiente para estas cosas. —Me está provocando, y me encanta.

Contemplamos el mundo que nos rodea en silencio. Hemos tardado toda una vida para aprender a hacerlo. Al parecer, sólo los viejos son capaces de estar juntos sin decir nada y sentirse bien. Los jóvenes, impulsivos e impacientes, siempre rompen el silencio. Es una lástima, pues el silencio es puro. El silencio es sagrado. Une a las personas, porque sólo aquellos que se sienten cómodos con la compañía de otro pueden estar juntos sin hablar. Es una gran paradoja.

Pasa el tiempo, y poco a poco nuestra respiración comienza a acompasarse, como ocurrió esta mañana. Respiraciones profundas, respiraciones serenas, y en un momento dado, ella se adormece, como sucede a menudo cuando uno se encuentra en grata compañía. Me pregunto si los jóvenes podrán apreciar estos momentos. Por fin se despierta y se produce un pequeño milagro.

— ¿Has visto ese pájaro? —Lo señala y aguzo la vista. Es un milagro que pueda verlo, pero el sol brilla, y lo consigo. Yo también lo señalo.

—Una pagaza piquirroja —digo en voz baja mientras la miramos planear. Entonces, como si redescubriera un viejo hábito, cuando bajo la mano la apoyo sobre su rodilla y ella no me pide que la retire.

No se equivoca cuando dice que soy evasivo. En días como hoy, cuando sólo le falla la memoria, respondo con vaguedad porque en los últimos años se me ha ido la lengua en más de una ocasión y la he herido involuntariamente. He decidido que no volverá a ocurrir. De modo que me limito a responder sólo lo que pregunta, a veces no muy bien, y nunca hablo en primer lugar.

Es una decisión difícil, positiva y negativa al mismo tiempo, pero necesaria, porque saber le causa dolor.

 

Para limitar el dolor, limito mis respuestas. Hay días en que no llega a enterarse de que tiene hijos o de que estamos casados. Lo lamento, pero no cambiaré de actitud.

¿Esto me convierte en una persona falsa? Quizá, pero la he visto destrozada por el torrente de información que es su vida. ¿Podría mirarme en el espejo sin llorar y sin que me temblara la mandíbula, sabiendo que he lastimado a la persona más importante de mi vida? No podría soportarlo, y tampoco ella. Lo sé porque así fue como me comporté al principio de esta ordalía. Le hacía un recuento constante de su vida, su matrimonio, sus hijos. Sus amigos y su trabajo. Preguntas y respuestas, al estilo de Esta es su vida.

 

Fueron tiempos difíciles para los dos. Yo era una enciclopedia, un compendio sin sentimientos de los qués, cuáles y dóndes de su vida, cuando, en realidad, lo único importante eran los porqués, las cosas que yo no sabía y no podía responder. Miraba las fotografías de los hijos que había olvidado, tomaba pinceles que no le inspiraban nada y leía cartas de amor que no le recordaban dicha alguna. Se debilitaba rápidamente, empalidecía, se amargaba, y al cabo del día estaba peor que por la mañana. Derrochábamos el tiempo, y ella se sentía perdida. Y yo, egoístamente, también.

Dé modo que cambié. Me convertí en Magallanes o en Colón, un explorador de los misterios de la mente, y aprendí, despacio y a tropezones, lo que debía hacer. Aprendí algo que hubiera resultado evidente incluso para un niño. Que la vida es sencillamente una colección de pequeñas vidas, y que cada una de ellas dura un día. Que debíamos dedicar cada día a buscar belleza en las flores y en la poesía, y a hablar con los animales. Que no hay nada como una jornada empleada en soñar, en disfrutar de la puesta de Sol o de la brisa fresca. Pero, sobre todo, aprendí que para mí vivir es sentarme en un banco,  con la mano en su rodilla, y a veces, en los días buenos, enamorarme.

— ¿En qué piensas? —pregunta.

Ya ha oscurecido. Hemos dejado el banco y caminamos con dificultad por el laberinto de senderos iluminados que rodean la casa. Me ha tomado del brazo; soy su escolta. Lo ha hecho por iniciativa propia. Puede que esté prendada de mí, aunque quizá sólo quiera evitar que me caiga. Sea como fuere, sonrío.

—Pienso en ti.

Responde con un ligero apretón en el brazo, y sé que se ha alegrado de oírme decir eso. Nuestra historia en común me permite reconocer las pistas, aunque ella no sea consciente de ellas.

—Sé que no puedes recordar quién eres —prosigo—, pero yo sí, y cuando te miro, me siento bien.

Me da una palmada en el brazo y sonríe.

—Eres un hombre bueno, con un corazón de oro. Espero que en el pasado yo haya disfrutado de tu compañía tanto como ahora.

Damos unos pasos más, y finalmente manifiesta:

—Tengo que decirte algo.

—Adelante.

—Sospecho que tengo un admirador.

— ¿Un admirador?

—Sí.

— ¡Caramba!

— ¿No me crees?

—Claro que te creo.

—Más te vale.

— ¿Por qué?

—Porque creo que eres tú.

Pienso en sus palabras mientras caminamos en silencio, tomados del brazo, dejando atrás las habitaciones y el patio. Llegamos al jardín, donde la mayoría de las flores son silvestres, y la detengo. Hago un ramo de florecillas rojas, rosadas, amarillas, violetas. Se lo entrego y ella se lo acerca a la nariz. Aspira con los ojos cerrados, y murmura:

—Son maravillosas.

Sigue andando, con las flores en una mano y la otra apoyada en mi brazo. La gente nos mira, porque, según dicen, somos un milagro andante. En cierto modo es cierto, aunque ya casi nunca me siento afortunado.

— ¿Crees que soy yo? —pregunto.

—Sí.

— ¿Por qué?

—Porque encontré algo que habías escondido.

-¿Qué?

—Esto —dice, entregándome un trozo de papel—. Lo encontré debajo de mi almohada.

Lo leo, y dice:

 

El cuerpo decae con un dolor mortal,

pero mi promesa sigue fiel al final de nuestros días,

Un roce tierno que culmina en beso

despertará la dicha del amor.

 

— ¿Hay más? —pregunto.

—Encontré éste en el bolsillo de mi abrigo.

 

Debes saber que nuestras almas eran una, y nunca se separarán;

Tu cara encendida a la radiante luz del amanecer, te busco a ti y encuentro mi corazón.

 

—Ya veo —me limito a decir.

Seguimos andando mientras el Sol se hunde en el horizonte. Poco después, la luz plateada del crepúsculo es el único recordatorio del día, pero seguimos hablando de los poemas. El romanticismo la subyuga.

Cuando llegamos a la puerta, estoy cansando. Ella lo sabe, así que me detiene con la mano y me obliga a mirarla. Lo hago y advierto cuánto he encogido. Ahora, Candy y yo somos de la misma estatura. A veces me alegro de que no se dé cuenta de cuánto he cambiado. Se vuelve hacia mí y me mira largamente.

— ¿Qué haces? —le pregunto.

—No quiero olvidarte ni olvidar este momento. Intento mantener vivo el recuerdo.

¿Funcionará esta vez? Sé que no. Es imposible. Pero me reservo mis pensamientos. Sonrío, porque sus palabras son conmovedoras.

—Gracias —respondo.

—Lo digo de veras. No quiero volver a olvidarte. Tú eres muy especial para mí. No sé qué habría hecho hoy sin ti.

Siento un nudo en la garganta. Sus palabras están cargadas de emoción, la misma emoción que siento yo cada vez que pienso en ella. Sé que eso es lo que me mantiene vivo, y en este momento la quiero más que nunca. Cómo me gustaría tener la fuerza necesaria para tomarla en brazos y llevarla al paraíso.

—No digas nada —dice—. Limitémonos a disfrutar de este momento.

Su enfermedad ha ido avanzando, aunque Candy es distinta de la mayoría. Es una enfermedad muy penosa, y por eso nuestros hijos a veces se resisten a venir a visitarla.

Candy también tiene problemas, naturalmente. Problemas que sin duda empeorarán con el tiempo. Por las mañanas tiene miedo y llora desconsolada. Cree que la vigilan unas personas diminutas —como gnomos, supongo— y grita para ahuyentarlas. Se baña de buena gana, pero no siempre quiere comer. Está delgada, en mi opinión, demasiado delgada, y en los días buenos hago lo posible para alimentarla.

Candy parece un milagro y eso es porque a veces, sólo a veces, después de leerle, su estado mejora. No hay ninguna explicación lógica para esta mejoría. "Es imposible" —dicen los médicos—. "No puede tener el mal de Alzheimer." Pero lo tiene. Todas las mañanas, y la mayoría de los días, no hay ninguna duda. En eso están de acuerdo.

Pero, ¿por qué, entonces, su estado es diferente? ¿Por qué a veces cambia después de mis lecturas? Yo les explico las razones, que conozco con el corazón, pero no me creen. Buscan las causas en la ciencia. Cuatro especialistas han viajado para tratar de hallar una respuesta. Los cuatro se han marchado sin comprender. Yo les digo que nunca podrán entenderlo si recurren sólo a sus conocimientos o a sus libros. Pero sacuden la cabeza y dicen:

—El mal de Alzheimer no evoluciona así. En su estado, es imposible mantener una conversación o mejorar a medida que avanza el día. Es imposible.

Pero ocurre. No todos los días, ni siquiera la mayoría, y cada vez con menor frecuencia. Pero a veces ocurre. Y entonces lo único que le falla es la memoria, como si tuviera amnesia. Se emociona y piensa como una persona normal. Y esos días sé que estoy haciendo lo que debo.

Cuando volvemos, nos han servido la cena en su habitación. Nos lo permiten siempre que Candy tiene un buen día, y nuevamente pienso que no puedo pedir más. Las enfermeras se ocupan de ello. Son buenas conmigo, y les estoy agradecido.

La luz es tenue, dos velas alumbran la habitación desde la mesa donde cenaremos, y suena una suave música de fondo. Los platos y los vasos son de plástico, y la jarra contiene jugo de manzana. Al ver la mesa, deja escapar una pequeña exclamación de asombro y abre los ojos como platos.

— ¿Lo has organizado tú? —Asiento con un gesto y ella entra en la habitación. —Es precioso.

Le ofrezco el brazo y la llevo hasta la ventana. Cuando llegamos, ella no me suelta. Su contacto es agradable, y nos quedamos muy juntos en esta cristalina noche de primavera. La ventana está entornada, y siento la brisa en mis mejillas. Ha salido la Luna, y los dos la contemplamos mientras el cielo de la noche se despliega.

—Estoy segura de que nunca he visto nada tan bonito —dice y estoy de acuerdo.

—Yo tampoco —respondo, pero la estoy mirando a ella. Entiende lo que quiero decir y sonríe. Un minuto después, susurra:

—Creo que sé con quién se queda Candy al final de la historia.

— ¿De veras?

—Sí.

— ¿Con quién?

—Con Terry.

— ¿Estás segura?

—Completamente.

Sonrío y asiento.

—Sí, es verdad —digo en voz baja, y ella me devuelve la sonrisa. Su cara está radiante.

Retiro su silla con dificultad. Candy se sienta y yo lo hago frente a ella. Extiende una mano por encima de la mesa, se la tomo, empieza a acariciarme con el pulgar, como tantos años antes. La miro largo rato sin hablar, viviendo y reviviendo los episodios de mi vida, recordando todo y haciéndolo realidad. Siento un nudo en la garganta, y una vez más tomo conciencia de cuánto la quiero. Cuando por fin hablo, mi voz suena temblorosa:

—Eres tan hermosa —digo. Sus ojos me dicen que sabe lo que siento por ella y lo que en realidad quiero decir con esas palabras.

No responde. Baja la mirada, y me pregunto qué piensa. Esta vez no me da ninguna pista, y le aprieto suavemente la mano. Espero. Conozco su corazón, lo he visitado en todos mis sueños, y sé que hoy casi he llegado allí.

Entonces, otro milagro prueba que tengo razón.

Mientras la música suena suavemente en la habitación alumbrada por las velas, veo cómo Candy se abandona gradualmente a sus sentimientos. Una sonrisa tierna comienza a dibujarse en sus labios, la clase de sonrisa que me hace sentir que todo ha valido la pena, y alza los ojos brumosos hacia mí. Tira de mi mano.

—Eres maravilloso... —susurra, y en ese momento se enamora de mí. Lo sé, estoy seguro, pues he visto las señales mil veces antes.

No sigue hablando, no es necesario, pero me regala una mirada procedente de otro tiempo que me hace sentir entero otra vez. Le sonrío, con toda la pasión que soy capaz de expresar, y nos miramos con los sentimientos creciendo en nuestro interior como olas del mar. Miro alrededor, al techo, por fin de nuevo a Candy, y la forma en que me mira me conmueve. Súbitamente, vuelvo a sentirme joven. Ya no tengo frío ni me duelen los huesos, no estoy encogido, deforme o casi ciego por las cataratas.

Soy fuerte, orgulloso, el hombre más afortunado del mundo, y continúo sintiéndome así durante un largo rato.

Sólo cuando la tercera parte de las velas se ha consumido, vuelvo a estar en condiciones de hablar y digo:

—Te quiero con toda el alma. Espero que lo sepas.

—Claro que lo sé —responde con un hilo de voz—. Yo siempre te he querido, Terry.

Terry, vuelvo a oírla. Terry. Mi nombre se repite en mi cabeza. Terry... Terry... Sabe quién soy, pienso, sabe quién soy...

Lo sabe...

Algo tan insignificante como recordar mí nombre, pero para mí es un regalo del cielo, y revivo nuestra vida en común, nuestros abrazos, mi amor por ella, su compañía durante los mejores años de mi vida.

—Terry... mi dulce Terry... —susurra.

Y yo, que no he querido aceptar las palabras de los médicos, he vuelto a triunfar, al menos por el momento. Dejo de hacerme el misterioso y le beso la mano, la arrimo a mi mejilla, y le susurro al oído:

—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

—Ay, Terry —responde ella con lágrimas en los ojos—. Yo también te quiero.

Si todo terminara así, yo sería feliz.

Pero no tendré esa suerte. Estoy seguro, porque a medida que pasa el tiempo, comienzo a ver indicios de preocupación en su cara.

— ¿Qué pasa? —le pregunto.

—Tengo miedo —responde en voz baja—. Tengo miedo de volver a olvidar esto. No es justo... No puedo soportarlo.

Su voz se quiebra al final de la frase, pero no sé qué contestar. La noche llega a su fin, y no puedo hacer nada para detener lo inevitable. En eso soy un fracaso. Por fin le digo:

—Nunca te dejaré. Nuestro amor es eterno.

Sabe que es lo único que puedo decir, pues ninguno de los dos desea promesas falsas. Aunque, por la forma en que me mira, intuyo que le gustaría oír algo más.

Comenzamos a cenar al son de la música. Ninguno de los dos tiene hambre, pero tomo la iniciativa para dar ejemplo, y ella me imita. Toma bocados pequeños y los mastica largamente, pero me alegro de verla comer. En los últimos tres meses ha adelgazado mucho.

Después de comer, muy a mi pesar, comienzo a inquietarme. Sé que debería sentirme feliz, pues esta reunión es la prueba de que aún tenemos derecho a amar, pero ya han doblado las campanas por esta noche. Hace tiempo que se ha puesto el Sol, la ladrona de sueños está al caer, y no puedo hacer nada para detenerla. Así que miro a Candy, aguardo y vivo una vida entera en estos últimos instantes de gracia.

 

Nada.

Las agujas del reloj avanzan.

Nada.

La atraigo hacia mí, y nos abrazamos.

Nada.

La siento temblar y le susurro palabras al oído.

Nada.

Le digo por última vez que la amo.

Y la ladrona llega.

 

Su rapidez siempre me sorprende; incluso ahora, después de tanto tiempo. Todavía abrazada a mí, Candy comienza a parpadear rápidamente y sacude la cabeza. Luego se vuelve hacia un rincón de la habitación y me mira largamente con una mueca de preocupación.

 

¡No!, grito mentalmente. ¡Todavía no! ¡Ahora no...!¡Estábamos tan cerca! ¡Esta noche no!¡Cualquier otra, pero no ésta! ¡Por favor! Las palabras resuenan en mi mente. ¡No puedo soportarlo! No es justo... no es justo...

Pero, como siempre, no sirve de nada. 

—Esa gente me mira —dice, señalando—. Por favor, haz que paren.

Los gnomos.

Siento un nudo en el estómago, grande y duro. Contengo el aliento durante un instante, y luego vuelvo a respirar, aunque más superficialmente. Tengo la boca seca y el corazón desbocado. Sé que todo ha terminado, y no me equivoco. Ha llegado la confusión nocturna, asociada con el mal que padece mi esposa, y esta es la peor parte. Pues cuando ella viene, Candy se va, y a veces me pregunto si volveremos a amarnos otra vez.

—No hay nadie, Candy —digo, tratando de posponer lo inevitable. Pero no me cree.

—Me vigilan.

—No —susurro sacudiendo la cabeza.

— ¿No los ves?

—No —contesto, y piensa durante unos instantes.

—Pues están ahí mismo —dice, apartándome—, y me están mirando.

Empieza a hablar sola, y segundos después, cuando intento consolarla, da un respingo y me mira con los ojos muy abiertos.

— ¿Quién eres? —grita con la voz cargada de pánico, y la cara cada vez más pálida—. ¿Qué haces aquí?

El miedo crece en su interior, y me duele verla así, pero no puedo hacer nada. Se aleja, retrocede, con las manos extendidas en posición defensiva, y me rompe el corazón con sus palabras:

— ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —grita.

Está aterrorizada, se ha olvidado de mí e intenta espantar a los gnomos.

Me levanto y me dirijo a su cama. Estoy débil, me duelen las piernas y siento una extraña punzada en el costado. Ni siquiera sé de dónde viene. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apretar el timbre y llamar a las enfermeras, pues los dedos me laten y parecen paralizados, pero finalmente lo consigo. Sé que llegarán pronto, y las espero. Entretanto, observo a mi esposa.

Pasan diez, veinte, treinta segundos y sigo mirándola, sin perder un detalle, recordando el momento que acabamos de compartir. Pero ella no me devuelve la mirada, y su lucha contra los enemigos invisibles me atormenta.

Me siento en el borde de la cama, con la espalda dolorida, y recojo el cuaderno, llorando. Candy no se da cuenta. Lo comprendo, pues está fuera de sí.

Un par de hojas caen al suelo y me agacho para recogerlas. Estoy cansado, así que permanezco sentado, lejos de mi esposa. Y cuando las enfermeras entran en la habitación, se encuentran con que deben consolar a dos personas: Una mujer temblorosa, acechada por los demonios de su mente, y un viejo que la ama más que a su propia vida, llorando silenciosamente en un rincón, con la cara entre las manos.

Paso el resto de la noche a solas en mi habitación. La puerta está entreabierta, y veo pasar a las enfermeras.

Me siento en el sillón de la ventana y pienso en el día de hoy. Fue dichoso y triste, maravilloso y desolador. Mis sentimientos encontrados me hacen guardar silencio durante horas. Finalmente, el silencio se posa sobre los pasillos de nuestra casa

Los días siguientes transcurrieron sin novedades. Candy no me reconocía, y debo confesar que yo le prestaba poca atención, pues seguía enfrascado en los recuerdos de ese otro día, cercano y maravilloso. Aunque todo había acabado demasiado pronto, no habíamos perdido nada. Por el contrario, habíamos ganado, y me sentía dichoso de haber recibido nuevamente esa bendición.

Una semana después, mi vida había vuelto a la normalidad. O, por lo menos, a la normalidad relativa de una existencia como la mía. Leía para Candy, me paseaba por la casa. Pasaba las noches en vela, y por las mañanas me sentaba junto al radiador. La rutina cotidiana me brinda un curioso solaz.

 

Una mañana fría y brumosa, ocho días después de aquel que habíamos pasado juntos, me desperté temprano y me senté ante el escritorio a mirar fotografías y a leer cartas escritas mucho tiempo atrás. Al menos lo intenté. No acababa de concentrarme, pues me dolía la cabeza, así que finalmente me senté junto a la ventana a ver salir el Sol. Sabía que Candy se despertaría en un par de horas, y quería estar fresco, pues una jornada de lectura no haría más que intensificar el dolor de cabeza.

 

Cerré los ojos unos minutos, mientras las punzadas en mi cabeza se aliviaban y recrudecían alternativamente. Cuando los abrí, vi a mi viejo amigo, el sol.

Ocurrió mientras estaba sentado en el sillón, en el preciso instante en que Sol se asomó sobre el horizonte. Sentí un hormigueo en la mano, algo que no había experimentado antes. Comencé a levantarla, pero me detuve al sentir una intensa punzada en la cabeza, como si me hubieran dado un martillazo. Cerré los ojos y apreté los párpados con fuerza. El hormigueo cesó, pero mi mano empezó a entumecerse rápidamente, como si me hubieran cortado los nervios del antebrazo. La muñeca se dobló mientras sentía un dolor desgarrador en la cabeza, que parecía extenderse al cuello y a cada célula de mi cuerpo, como una ola, aplastando y debilitando todo lo que encontraba a su paso.

Perdí la vista, oí algo parecido al ruido de un tren pasando a escasos centímetros de mi cabeza, y supe que sufría una apoplejía. El dolor atravesó mi cuerpo como un rayo, y en los últimos instantes de conciencia, imaginé a Candy en su cama, esperando la historia que nunca le leería, perdida y desorientada, incapaz de valerse por sí misma. Igual que yo.

¡Dios mío!, ¿qué he hecho?, pensé mientras mis ojos se cerraban.

Durante dos días tuve períodos alternativos de conciencia y de inconsciencia, y cada vez que recobraba el conocimiento, me encontraba conectado a máquinas, con tubos en la nariz y en la garganta, y dos bolsas de suero colgadas junto a la cama. Oía las vibraciones de las máquinas, un zumbido intermitente y, ocasionalmente, ruidos que era incapaz de interpretar. El sonido de la máquina que medía mi ritmo cardíaco resultaba curiosamente relajante; me arrullaba, sumiéndome en un mundo de ensueño una y otra vez.

Los médicos estaban preocupados. A través de los párpados entornados, leía la inquietud en sus rostros cuando estudiaban los gráficos o controlaban las máquinas. Hablaban en voz baja, convencidos de que no podía oírlos. "Una apoplejía es grave, sobre todo para una persona de su edad. Podría tener secuelas importantes", decían. Las predicciones iban acompañadas de expresiones sombrías. "Pérdida del habla, pérdida de movilidad, parálisis." Otra anotación en un gráfico, otro "bip" de una máquina extraña, y se marchaban, ignorando que yo los había oído. Después, evitaba pensar en sus palabras y me concentraba en Candy, dibujando su retrato en mi mente siempre que podía. Hacía lo imposible para revivirla en mi interior, para fundirme nuevamente con ella. Trataba de sentir su piel, oír su voz, ver su cara, y mientras tanto lloraba, pues no sabía si podría volver a abrazarla, a susurrarle al oído, a pasar el día con ella, hablando, leyendo, paseando. No había imaginado, o deseado, ese final. Había dado por sentado que yo moriría después que ella. Las cosas no salían de acuerdo con lo previsto.

Durante vanos días perdí y recobré la conciencia alternativamente, hasta otra mañana encapotada, cuando mi promesa a Candy volvió a acicatear mi cuerpo. Abrí los ojos, vi la habitación llena de flores, y su aroma me animó aún más. Busqué el timbre, hice un esfuerzo sobrehumano para oprimirlo, y treinta segundo después llegó una enfermera, seguida por el doctor Barnwell, que me sonrió de inmediato.

—Tengo sed —dije con voz ronca, y la sonrisa del doctor Barnwell se ensanchó.

—Bienvenido de regreso a la vida —dijo—. Sabía que lo superaría.

Al cabo de dos semanas me han dado el alta en el hospital, aunque he quedado reducido a la mitad. Si fuera un Cadillac, me desplazaría en círculos, con una rueda girando en el aire, ya que la parte derecha de mi cuerpo es más débil que la izquierda. Dicen que debo considerarme afortunado, pues la parálisis podría haber sido total. A veces creo que estoy rodeado de optimistas.

La mala nueva es que mis manos me impiden usar un bastón o una silla de ruedas, de modo que debo marchar a mi único y particular estilo para mantenerme erguido. Nada de derecha-izquierda, derecha-izquierda, como en mi juventud, ni siquiera el arrastre-arrastre de los últimos tiempos, sino más bien un arrastre-lento, desliz-a-la-derecha, arrastre-lento. Soy todo un espectáculo caminando por los pasillos, de nuestra casa, incluso para mí, que hace dos semanas no habría podido ganarle una carrera a una tortuga.

Cuando llego a mi habitación es bastante tarde, pero sé que seré incapaz de conciliar el sueño. Respiro hondo y huelo la fragancia de la primavera que se ha colado en mi habitación. Han dejado la ventana abierta y el aire está fresco. El cambio de temperatura me reanima. Evelyn, una de las tantas enfermeras a quienes triplico en edad, me ayuda a sentarme en el sillón y hace ademán de cerrar la ventana. La detengo, y aunque arquea las cejas, respeta mi decisión. Abre un cajón, y unos segundos después, me cubre los hombros con un suéter. Me arropa como si fuera un niño, y cuando termina, me da una palmada suave en el hombro. No habla, y su silencio me indica que está mirando por la ventana. Permanece inmóvil largo rato, y me pregunto qué estará pensando, pero no la interrogo. Finalmente la oigo suspirar. Se vuelve para marcharse, pero de repente se detiene, se inclina, y me besa en la mejilla, con ternura, como suele hacerlo mi nieta. Su gesto me sorprende.

—Me alegro de que haya vuelto. Candy lo ha echado de menos, y nosotras también. Hemos rezado por usted, porque esta casa no es lo mismo sin su presencia.

Antes de marcharse, sonríe y me acaricia la cara. No le respondo. Más tarde, vuelvo a oírla paseando por la casa charlando con otra de las enfermeras.

Esta noche el cielo está estrellado y el mundo resplandece con un azul espectral. ¿Podrán verme desde fuera? ¿Verán a este prisionero de la carne? Busco alguna señal de vida entre los árboles, el patio, los bancos, pero no veo nada. Se avecina una tormenta, y en unos minutos el cielo se teñirá de plata, y volverá la oscuridad.

Un relámpago surca el ancho cielo, y mi mente vuelve al pasado. ¿Quiénes somos Candy y yo? ¿Somos una hiedra vieja en un ciprés, con los zarcillos entrelazados, tan unidos que nos matarían si intentaran separarnos? No lo sé. Otro relámpago, y la mesa que está junto a mí se ilumina lo suficiente para permitirme ver una fotografía de Candy, la mejor que tengo. La hice enmarcar hace años, con la esperanza de que el cristal la conservara intacta. La tomo y me la acerco a la cara. La  miro largamente; no puedo evitarlo. Cuando le hicieron esa fotografía tenía cuarenta y un años, y estaba más hermosa que nunca. Quisiera preguntarle tantas cosas, pero sé que la foto no me contestará, y la dejo nuevamente sobre la mesa.

Aunque Candy está al final del pasillo, esta noche me siento solo. Siempre estaré solo. Lo supe mientras estaba en el hospital, y acabo de convencerme mientras miro aparecer las nubes de tormenta. Muy a mi pesar, nuestra situación me entristece, pues recuerdo que el último día que pasamos juntos no la besé en la boca. Quizá no vuelva a hacerlo. Con esta enfermedad, nunca: se sabe. ¿Por qué pienso en estas cosas?

Finalmente me levanto, camino hasta el escritorio y enciendo la lámpara. Me cuesta más trabajo del que esperaba, y estoy agotado, así que no regreso al sillón de la ventana. Me siento y dedico unos minutos a mirar las fotografías que hay sobre mi escritorio. Fotos familiares, fotos de niños y vacaciones. Fotos de Candy y de mí. Pienso en los momentos que pasamos juntos, solos o en familia, y nuevamente, me siento muy viejo.

Abro el cajón y encuentro las flores que le di hace mucho tiempo, viejas, desteñidas, atadas con una cinta. Las flores están marchitas y descoloridas, igual que yo, y es difícil tocarlas sin deshojarlas. Pero Candy las guardó.

—No entiendo para qué las quieres —le decía, pero no me hacía caso.

A veces, por las noches, las sujetaba entre sus manos casi con reverencia, como si encerraran el secreto de la vida. Mujeres.

Puesto que esta es una noche de recuerdos, busco y encuentro mi anillo de boda. Está en el primer cajón, envuelto en papel de seda. No puedo usarlo porque mis nudillos están hinchados y la sangre ya no circula bien por mis dedos. Abro el papel de seda y encuentro el anillo intacto. Es una alianza, un símbolo poderoso, y tengo la certeza, la absoluta certeza, de que jamás existió otra mujer como Candy. Lo supe hace tiempo, y lo sé ahora. Y en ese momento, susurro:

—Todavía soy tuyo, Candy, mi reina, mi belleza eterna. Eres, y siempre has sido, lo mejor de mi vida.

Me pregunto si podrá oírme y espero una señal. Pero no llega.

Son las once y media, y busco la carta que me escribió, la que siempre leo cuando estoy de humor. La encuentro donde la dejé. Giro el sobre en mis manos antes de abrirlo, y cuando lo hago, me tiemblan las manos. Finalmente, leo:

 

Querido Terry,

 

Escribo estas líneas a la luz de las velas, mientras tú duermes en la habitación que hemos compartido desde el día de nuestra boda. Aunque no alcanzo a oír tu respiración, sé que estás ahí, y que pronto me acostaré a tu lado, como siempre. Sentiré tu calor, el bendito consuelo de tu proximidad, y tu respiración me guiará lentamente hasta el lugar donde sueño contigo, con lo maravilloso que eres.

La llama de la vela me recuerda a un fuego del pasado, que contemplé vestida con tu camisa y tus vaqueros. Entonces ya sabía que estaríamos juntos para siempre, aunque al día siguiente titubeara. Un actor ingles me había capturado, robándome el corazón, y en lo más profundo de mí ser, supe que siempre había sido tuya. ¿Quién era yo para cuestionar un amor que cabalgaba sobre las estrellas fugaces y rugía como las olas del mar? Así era entonces, y así es ahora.

Recuerdo que al día siguiente, el día de la visita de mi Tía, volví contigo. Estaba asustada, como nunca en mi vida, porque temía que no me perdonaras que te hubiera dejado. Cuando bajé del coche, temblaba, pero tú sonreíste y me tendiste los brazos, ahuyentando todos mis temores. "¿Quieres un café?", dijiste simplemente. Y nunca volviste a sacar el tema. Ni una sola vez en todos los años que hemos vivido juntos.

Tampoco protestabas cuando, en los días siguientes, salía a caminar sola. Y si regresaba con lágrimas en los ojos, siempre sabías cuándo debías abrazarme y cuándo dejarme sola. No sé cómo lo sabías, pero lo hacías, y con ello me facilitaste las cosas. Más adelante, cuando fuimos a la pequeña capilla e intercambiamos anillos y votos, te miré a los ojos y comprendí que había tomado la decisión correcta. Más aún, comprendí que era una tonta por haber dudado. Desde entonces, no me he arrepentido ni una sola vez.

Nuestra convivencia ha sido maravillosa, y ahora pienso mucho en ella. A veces cierro los ojos y te veo con hebras de plata en la cabeza, sentado en el porche, tocando la armónica, rodeado de niños que juegan y baten palmas al ritmo de la música que has creado. Tu ropa está sucia después de una jornada de trabajo, y estás agotado, pero aunque te sugiero que descanses un poco, sonríes y dices: "Es lo que estoy haciendo”. Tu amor por los niños me parece sensual y apasionante. "Eres mejor padre de lo que crees", te digo más tarde, cuando los niños duermen. Poco después, nos desnudamos, nos besamos y estamos a punto de perder la cabeza antes de meternos entre las sábanas de seda.

Te quiero por muchas razones, pero sobre todo por tus pasiones, que siempre han sido las cosas más maravillosas de la vida. El amor, la poesía, la paternidad, la amistad, la belleza y la naturaleza. Y me alegro de que hayas inculcado esos sentimientos a nuestros hijos, porque sin lugar a dudas enriquecerán sus vidas. Siempre hablan de cuánto significas para ellos, y entonces me siento la mujer más afortunada del mundo.

También a mí me has enseñado muchas cosas, me has inspirado, y nunca sabrás cuánto significó para mí que me animaras a pintar. Ahora mis obras están en museos y colecciones privadas de todo el mundo, y aunque muchas veces me he sentido cansada o aturdida por exposiciones y críticos, tú siempre me alentabas con palabras amables.

Comprendiste que necesitaba un estudio, un espacio propio, y no te preocupabas por las manchas de pintura en mi ropa, en mi pelo o incluso en los muebles. Sé que no fue fácil. Sólo un hombre de verdad puede soportar algo así. Y tú lo eres. Lo has sido durante cuarenta y cinco maravillosos años.

Además de mi amante, eres mi mejor amigo, y no sabría decir qué faceta de ti me gusta más. Adoro las dos, como he adorado nuestra vida en común. Tú tienes algo, Terry, algo maravilloso y poderoso. Cuando te miro veo bondad, lo mismo que todo el mundo ve en ti. Bondad. Eres el hombre más indulgente y sereno que he conocido. Dios está contigo. Tiene que estarlo, porque eres lo más parecido a un ángel que he visto en mi vida.

Sé que me tomaste por loca cuando te pedí que escribieras nuestra historia, pero tengo mis razones, y agradezco tu paciencia. Y aunque nunca respondía tus preguntas, creo que ya es hora de que sepas la verdad.

Hemos tenido una vida que la mayoría de las parejas no conocerá nunca, y sin embargo, cada vez que te miro, siento miedo porque sé que todo acabará muy pronto. Los dos conocemos el diagnóstico de mi enfermedad y sabemos lo que significa. Te veo llorar, y me preocupo más por ti que por mí, porque sé que compartirás mis sufrimientos. No encuentro palabras para expresar mi dolor.

Te quiero tanto, tan apasionadamente, que hallaré una forma de volver a ti a pesar de mi enfermedad. Te lo prometo. Y por eso te he pedido que escribieras nuestra historia. Cuando esté sola y perdida, léemela —tal como se la contaste a nuestros hijos— y sé que de algún modo comprenderé que habla de nosotros. Entonces, quizá, sólo quizá, encontremos la manera de estar juntos otra vez.

Por favor, no te enfades conmigo los días en que no te reconozca. Los dos sabemos que llegarán. Piensa que te quiero, que siempre te querré, y que pase lo que pasare, habré tenido la mejor vida posible. Una vida contigo.

Si has conservado esta carta y la relees, cree que lo que digo vale también ahora. Terry, dondequiera que estés y cuando quiera que leas esto, te quiero. Te quiero mientras escribo estas líneas, y te querré cuando las leas. Y lamentaré no poder decírtelo. Te quiero con toda el alma, marido mío. Eres, y has sido, lo que siempre he soñado.

 

Candy

 

Cuando termino de leer, dejo la carta. Me levanto del escritorio y busco mis zapatillas. Están junto a la cama, y tengo que sentarme para ponérmelas. Me pongo de pie, cruzo la habitación y abro la puerta. Me asomo al pasillo Para llegar debo recorrer un pequeño tramo que para mi es largo, se supone que no debo salir de mi cuarto a estas horas, más eso no me importa.

Me tomo mi tiempo y salgo de mi habitación rumbo a la de ella. Arrastre-lento, desliz-hacia-la-derecha, arrastre-lento. Tardo siglos en llegar a su lado. Soy una pantera silenciosa acechando en la jungla, invisible como una cría de paloma.

—Esta noche es nuestro aniversario — Y es verdad. Falta un año para nuestras bodas de oro. Hoy cumplimos cuarenta y nueve años de casados.

Por primera vez en años siento calor mientras inicio mi excursión hacia la habitación de Candy. Doy pasos de pajarito, pero incluso a ese ritmo siento que estoy corriendo un riesgo, pues mis piernas están agotadas. Tengo que apoyarme en la pared para no caerme. Apuro el paso, y el movimiento empuja la sangre por mis arterias secas. Mis fuerzas crecen con cada paso. Soy un bandido nocturno, enmascarado, huyendo a caballo de soñolientos pueblos fantasma, galopando bajo la luna amarilla con las alforjas llenas de oro en polvo. Soy joven, fuerte, apasionado. Derribaré la puerta, levantaré a mi amada en brazos y la llevaré al paraíso.

¿A quién pretendo engañar?

Llevo una vida sencilla. Soy un tonto, un viejo enamorado, un soñador que suspira por leer poemas a Candy y abrazarla siempre que se presente la oportunidad. Soy un pecador con muchos defectos, un hombre que cree en la magia, pero me siento demasiado viejo para cambiar o incluso para tomarme la molestia de intentarlo.

Cuando por fin llego a la habitación, mi cuerpo está débil. Se me nubla la vista, me tiemblan las piernas, y el corazón late con un ruido extraño en mi pecho. Lucho con el picaporte, y necesito las dos manos y tres toneladas de fuerza para vencerlo. Finalmente se abre la puerta, y la luz del pasillo se cuela en la habitación, iluminando la cama donde duerme Candy. Cuando la veo, pienso que no soy más que un transeúnte en una calle atestada, olvidado para siempre.

En la habitación reina una calma absoluta. Candy está acostada, cubierta con la colcha hasta la cintura. Un momento después, la veo volverse de costado, y su respiración me trae a la memoria momentos más felices. En la cama, parece muy pequeña, y mientras la contemplo pienso que todo ha terminado entre nosotros. Respiro el aire viciado y tiemblo. Este lugar se ha convertido en nuestra tumba.

No me muevo. Es nuestro aniversario, y por un instante quiero decirle cómo me siento, pero callo para no despertarla. Además, está escrito en el papelito que dejaré debajo de su almohada. Dice:

 

En estas últimas y tiernas horas,

el amor es sensible y puro

Ven, luz de la mañana, con tu luminoso poder

a despertar a mi amor eterno.

 

Me parece oír pasos, así que entro en la habitación y cierro la puerta a mi espalda. La oscuridad desciende sobre mí, y camino de memoria hasta la ventana. Descorro las cortinas, y la Luna me mira, grande y llena, guardiana de la noche. Me vuelvo hacia Candy y sueño centenares de sueños, y aunque sé que no debo, me siento en su cama para dejar la nota debajo de la almohada. Luego extiendo la mano y le acaricio la cara, suave como polvo de talco. Le toco el pelo, y me quedo sin aliento. Siento asombro, veneración, como un compositor que acaba de descubrir la obra de Mozart. Se vuelve, parpadea y entorna los ojos. Me arrepiento de mi estupidez, porque sé que comenzará a llorar y a gritar, como siempre. Soy impulsivo y débil, lo sé, pero me asalta la imperiosa necesidad de intentar lo imposible, y me inclino hacia ella, arrimando mi cara a la suya.

Y cuando sus labios rozan los míos, experimento un extraño hormigueo, un hormigueo que no he sentido nunca en tantos años de convivencia, pero no me aparto. Y, de repente, se produce un milagro: su boca se abre y descubro un paraíso perdido, intacto a pesar del tiempo transcurrido, eterno como las estrellas. Siento el calor de su cuerpo, y cuando nuestras lenguas se encuentran, me permito abandonarme, como tantos años atrás. Cierro los ojos y me transformo en un poderoso barco en aguas turbulentas, fuerte e intrépido, y Candy es mi timón. Acaricio con suavidad el contorno de su cara, y le tomo la mano. La beso en los labios, en las mejillas, y oigo su respiración.

— ¡Oh, Terry! —Susurra—, te he echado de menos.

Otro milagro — ¡el mayor de todos!— y soy incapaz de contener las lágrimas mientras nos elevamos juntos hacia el cielo. Porque el mundo me parece maravilloso mientras sus dedos buscan los botones de mi camisa y despacio, muy despacio, comienzan a desabrocharlos uno a uno.

 

Por la mañana un par de enfermeras se encuentra con un escena que no se esperaban ahí en la misma cama Terry y Candy se encontraban placidamente dormidos antes los ojos de ellas, lo que ellas desconocían es que hacia un par de horas que este par de amantes habían partido juntos rumbo a su ultima morada, en sus rostros se veía reflejada la felicidad, la felicidad que solo el amor puede producir.

 

Fin