Capitulo 3
El reencuentro
Ninguno de los dos se movió mientras se contemplaban.
Él no había dicho nada, sus músculos parecían paralizados, y por un momento ella pensó que no la había reconocido. Se sintió súbitamente culpable por aparecer de ese modo, sin avisar, y el sentimiento de culpa dificultó aún más las cosas. Había pensado que resultaría más sencillo, que sabría qué decir. Pero no fue así. Las únicas palabras que se le ocurrían parecían inapropiadas, insuficientes.
Evocó aquel invierno que habían pasado juntos, cuando ella fuera a visitarlo para el estreno de Romeo y Julieta, mientras lo miraba, reparó en lo poco que había cambiado desde su último encuentro. Pensó que tenía buen aspecto. La camisa holgada, metida en los pantalones, dejaba entrever los mismos hombros corpulentos que recordaba, un torso que se afilaba progresivamente hacia unas caderas estrechas y un vientre plano. Su cabello estaba más largo que la última vez que lo viera.
Cuando por fin se sintió en condiciones de hablar, respiró hondo y sonrió.
—Hola, Terry. Me alegro de volver a verte.
Sus palabras lo sobresaltaron y la miró con asombro. Luego, después de sacudir ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa lenta.
—Yo también me alegro... —balbuceó. Se llevó una mano a la barbilla y Candy notó que no se había afeitado—. Eres tú, ¿verdad? No puedo creerlo...
Candy oyó la emoción en su voz y, sorprendentemente, todo pareció encajar: su presencia allí, su necesidad de verlo. Sintió una extraña emoción, una emoción profunda y antigua, que le produjo un mareo momentáneo.
Se esforzó por mantener el control. No esperaba, no quería, sentirse de aquel modo. Estaba prometida. No había ido allí para revivir viejos sentimientos... aunque...
Aunque...
La emoción la embargó, a pesar de sí misma, y por un instante volvió a tener quince años. Sintió lo que no había sentido en mucho tiempo, como si sus sueños aún pudieran hacerse realidad.
Como si por fin hubiera vuelto a casa.
Sin mediar otra palabra, se acercaron, y Terry la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su cuerpo como si eso fuera lo más natural del mundo. Se abrazaron con fuerza, dando visos de realidad a la situación, dejando que los catorce años de separación se disolvieran en la luz mortecina del crepúsculo.
Permanecieron largo rato así, hasta que ella retrocedió para mirarlo. A tan corta distancia, vio los cambios que no había notado anteriormente. Ahora era todo un
hombre, y su rostro había perdido la tersura de la juventud. Tenía una cicatriz en la barbilla que antes no estaba allí. Tenía un aire distinto; parecía menos inocente, más suspicaz, y sin embargo, la forma en que la abrazaba demostraba cuánto la había echado de menos desde la última vez que se habían visto.
Los ojos de Candy se llenaron de lágrimas, y por fin ella y Terry se separaron. Ella dejó escapar una risita queda y nerviosa mientras se secaba las lágrimas.
— ¿Estás bien? —preguntó él, con otras mil preguntas en la cara.
—Lo siento. No quería llorar...
—No te preocupes —respondió Terry con una sonrisa—. Todavía no puedo creer que estés aquí. ¿Cómo me has encontrado?
Candy retrocedió, esforzándose por recuperar la compostura y secándose las últimas lágrimas.
—Hace dos semanas leí un artículo sobre la casa en el Informativo de Lakewood y supe que debía venir a verte.
La sonrisa de Terry se ensanchó.
—Me alegro de que lo hicieras. —Retrocedió unos pasos—. ¡Bueno! Tienes un aspecto fantástico. Estás incluso más hermosa que hace años.
Candy se ruborizó. Igual que catorce años antes.
—Gracias. Tú también estás muy bien. —Y era verdad, no cabía duda. Los años habían sido bondadosos con él.
— ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Qué haces aquí?
Sus preguntas la devolvieron al presente, le hicieron tomar conciencia de lo que podría suceder si no tuviera cuidado. No dejes que la situación se te escape de las manos, se dijo, y cuando por fin habló, lo hizo en voz baja:
—Terry, antes que te hagas una idea equivocada, quiero que sepas que quería verte otra vez, pero que también hay algo más. —Hizo una breve pausa. —Tenía otra razón para venir aquí. Debo decirte algo.
-¿Qué?
Ella apartó la vista y tardó en responder, sorprendida de su incapacidad para contestar de inmediato. En el silencio, Terry sintió un nudo de miedo en el estómago. Lo que fuera que tuviera que decirle era malo.
—No sé cómo decirlo. Pensé que podría hacerlo, pero ahora no estoy segura...
De repente, el aleteo de un ave se escucho, y Blakke salió del porche, ladrando con furia. Los dos se volvieron y Candy se alegró de la distracción.
— ¿Es tuyo? —preguntó.
Terry asintió, sintiendo la tensión en el estómago.
—Se llama Blakke. Y sí, es mío. —Los dos miraron cómo Blakke sacudía la cabeza, se estiraba y caminaba en dirección al ruido. Los ojos de Candy se agrandaron ligeramente al verlo cojear.
— ¿Qué le pasó en la pata? —preguntó haciendo tiempo.
—Hace unos meses lo atropello un coche. El doctor Harrison, amigo mió y veterinario, me llamó para ofrecérmelo porque su dueño ya no la quería. Cuando vi lo que le había pasado, no pude dejarlo librado a su suerte.
Hizo una pausa y miró más allá de él, hacia la casa. —Has hecho un excelente trabajo de restauración. Ha quedado perfecta.
Terry volvió la cabeza en la misma dirección mientras especulaba sobre el motivo de aquellos comentarios triviales, sobre la noticia que Candy se resistía a darle.
—Gracias, eres muy amable. Sin embargo, ha sido difícil. No sé si volvería a hacerlo.
—Claro que volverías a hacerlo —repuso Candy. Conocía muy bien sus sentimientos hacia todo... o al menos así había sido mucho tiempo atrás.
Con ese pensamiento tomó conciencia de cuántas cosas habían cambiado desde entonces. Ahora eran extraños; bastaba con mirarlo para convencerse de ello. Bastaba con mirarlo para comprender que catorce años eran mucho tiempo. Demasiado.
— ¿Qué pasa, Candy? —Se volvió hacia ella, obligándola a sostener su mirada, pero Candy siguió mirando fijamente la casa.
—Me comporto como una tonta, ¿verdad? —preguntó, esforzándose por sonreír.
— ¿A qué te refieres?
—A todo esto. Al hecho de aparecer de la nada, sin saber siquiera qué decir. Debes de creer que estoy loca.
—No estás loca —repuso él con ternura. Le buscó la mano y Candy permitió que la estrechara mientras seguían de pie, uno junto al otro. Finalmente, Terry añadió: —Aunque ignoro la razón, veo que ésta es una situación difícil para ti. ¿Por qué no damos un paseo?
— ¿Como en los viejos tiempos?
— ¿Por qué no? Creo que nos hará bien a los dos.
Candy vaciló un momento y miró hacia la puerta principal de la casa.
— ¿Tienes que avisar a alguien?
Terry negó con la cabeza.
—No, no hay nadie más. Sólo Blakke y yo.
A pesar de su pregunta, Candy ya sospechaba que no había nadie más, y en el fondo no sabía qué sentir al respecto. Sin embargo, la certeza hizo que lo que tenía que decir resultara aún más difícil. La existencia de otra persona le habría facilitado las cosas.
Caminaron hacia un parque que se encontraba cerca de la casa del actor. Candy le soltó la mano, sorprendiéndolo, y caminó a una distancia prudencial, como si quisiera evitar cualquier roce accidental.
Terry la miró. Seguía siendo preciosa, con su abundante cabellera y sus ojos tiernos, y se movía con tanta gracia que casi parecía que flotara. Había visto mujeres hermosas, mujeres que llamaban la atención, pero en su opinión siempre carecían de los atributos que él encontraba más deseables. Atributos como inteligencia, seguridad, fortaleza de espíritu, pasión; atributos que habían inspirado la grandeza de otros hombres, atributos que él deseaba para sí.
Candy tenía esos atributos, Terry lo sabía, y ahora, mientras caminaban lado a lado, los adivinó una vez más, ocultos bajo la superficie. "Un poema viviente" eran las palabras que siempre acudían a su mente cuando intentaba describir a Candy.
— ¿Cuánto hace que la compraste? —preguntó ella mientras caminaban por el parque.
—Desde diciembre del año pasado.
— ¿Sigues en el teatro verdad? —Terry asintió y Candy prosiguió: — Me alegra mucho saber que has conseguido tu sueño.
Yo también —respondió Terry. —Pero, ¿qué me dices de ti? preguntó en voz baja, sospechando lo peor.
Ella tardó en responder.
—Estoy prometida para casarme.
Al oírla, Terry bajó la vista y se sintió súbitamente débil. Conque era eso. Eso era lo que tenía que decirle.
—Enhorabuena —dijo, preguntándose si sonaría convincente—. ¿Cuándo es el gran día?
—En tres semanas a partir del sábado. Charles quería que la boda se celebrara en noviembre.
— ¿Charles?
—Charles Dawson júnior, mi prometido.
Terry asintió sin sorpresa. Los Dawson era una de las familias más poderosas e influyentes del País. Habían amasado una fortuna cultivando algodón. La muerte de su padre había pasado inadvertida, pero la del viejo Charles Dawson había acaparado los titulares de los periódicos.
—He oído hablar de ellos. Su padre tenía una empresa importante. ¿Charles ha tomado el relevo?
Candy negó con la cabeza.
—No. Es abogado. Tiene su estudio en el centro de la ciudad.
—Con ese apellido, debe de tener mucha clientela.
—Sí. Trabaja mucho.
Le pareció oír algo raro en su tono, y la siguiente pregunta surgió espontáneamente:
— ¿Te trata bien?
Candy no respondió de inmediato, como si fuera la primera vez que pensaba en ello. Por fin dijo:
—Sí. Es un buen hombre, Terry. Te caería bien.
Su voz sonaba distante, o al menos eso le pareció a Terry. Se preguntó si sería realmente así, o si su imaginación le estaría jugando una mala pasada.
— ¿Cómo está tu padre? —preguntó Candy.
Terry dio un par de pasos más antes de responder.
—Murió a principios de este año, poco después de que fui a visitarlo.
—Lo lamento —dijo ella en voz baja.
El asintió y los dos caminaron en silencio durante unos instantes.
Al llegar a cierto punto en el parque, se detuvieron. El roble había quedado lejos y el Sol brillaba detrás de él con un resplandor naranja.
Mientras miraba en esa dirección, Candy sintió los ojos de Terry fijos en ella.
—Ese roble guarda muchos recuerdos, Candy.
Ella sonrió.
— ¿Por qué lo dices?
—Por que es a el al que le vengo a platicar cuando me siento solo —respondió él sin añadir nada más.
— ¿Piensas en lo ocurrido alguna vez?
—A veces.
— ¿Todavía lees a Shakespeare?
Terry asintió con un gesto.
—Sí. Nunca dejé de hacerlo, por algo soy actor Candy. Supongo que lo llevo en la sangre.
La rubia se retaba mentalmente por haber realizado una pregunta tan tonta.
— ¿Sabes que eres el único actor que he conocido?
—Yo no me considero aun un actor. Actuó, pero aun me falta mucho por aprender.
—Aun así eres un actor, Terrence G. Granchester. —Su voz se suavizó. —Muchas veces pienso en eso. Fue la primera vez que alguien me leyó a Shakespeare. En realidad, fue la única vez.
Ese comentario les hizo recordar, volver atrás en el tiempo, mientras regresaban lentamente a la casa. Mientras el Sol seguía su curso descendente, tiñendo el cielo de naranja, Terry preguntó:
— ¿Cuánto tiempo te quedas?
—No lo sé. No mucho. Quizás hasta mañana o pasado mañana.
— ¿Tu novio está en el pueblo por cuestiones de trabajo?
Candy sacudió la cabeza.
—No. Está en Chicago.
Terry arqueó las cejas.
— ¿Sabe que estás aquí?
Ella volvió a sacudir la cabeza y respondió despacio.
—No. Le dije que iba a comprar antigüedades. No entendería mi presencia aquí.
La respuesta sorprendió ligeramente a Terry. Una cosa era que fuera a visitarlo, y otra muy distinta que ocultara la verdad a su novio.
—No necesitabas venir hasta aquí para decirme que estabas prometida. Podrías haber escrito o telefoneado.
—Lo sé. Pero tenía que decírtelo personalmente.
— ¿Por qué?
Candy titubeó.
—No lo sé... —dijo arrastrando las palabras, y su forma de decirlo hizo que él le creyera.
Dieron varios pasos en silencio. Por fin Terry preguntó:
— ¿Lo amas, Candy?
Ella respondió mecánicamente:
—Sí, lo amo.
La confirmación le dolió, pero una vez más Terry creyó notar algo extraño en su tono, como si estuviera intentando convencerse a sí misma. Se detuvo y le apoyó las manos en los hombros, obligándola a mirarlo. Mientras Terry hablaba, la luz mortecina del Sol se reflejó en los ojos de Candy.
—Candy, si eres feliz y lo amas, no voy a impedirte que vuelvas con él. Pero si no estás totalmente segura, no lo hagas. En esta clase de asuntos, no se puede ir con medias tintas.
Ella se apresuró, quizá demasiado, a responder.
—He tomado la mejor decisión, Terry.
Él la miró fijamente durante un segundo, sin saber si creerle o no. Luego asintió y los dos comenzaron a andar otra vez. Después de un momento, Terry dijo:
—No te estoy facilitando las cosas, ¿verdad?
Candy esbozó una sonrisa.
—No te preocupes. No te culpo.
—De todos modos lo lamento.
—No lo hagas. No hay razón para lamentarse. Soy yo quien debería disculparse. Tal vez debí escribirte.
Terry sacudió la cabeza.
—Si quieres que te sea franco, me alegro de que hayas venido. A pesar de todo. Es maravilloso volver a verte.
—Gracias, Terry.
— ¿Crees que sería posible volver a empezar?
Candy lo miró con curiosidad.
—Eres la mejor amiga que he tenido. Me gustaría que continuáramos siendo amigos, aunque estés prometida y aunque sólo vayas a quedarte un par de días. ¿Qué te parece si volvemos a conocernos?
Candy pensó, pensó en la conveniencia de quedarse o marcharse, y decidió que, puesto que Terry estaba al tanto de su compromiso, todo iría bien. O por lo menos no iría mal. Sonrió vagamente y asintió.
—Me gusta la idea.
—Muy bien. ¿Qué tal si cenamos juntos? Conozco un restaurante aquí cerca, es el mejor de la ciudad.
—Suena bien. ¿Dónde está?
—En mi casa. He comprado hace un par de días unas langostas. ¿Te importa?
—No. Me parece muy bien.
Terry sonrió como hacia mucho no lo hacia.
—Genial.
Candy iba del brazo de él y notó que el nerviosismo que la había invadido al hablar de su compromiso comenzaba a desvanecerse. Cerró los ojos, se pasó las manos por el pelo y dejó que la brisa le refrescara las mejillas. Respiró hondo y contuvo el aire un momento, relajando los músculos de los hombros mientras exhalaba. Finalmente abrió los ojos y admiró la belleza que la rodeaba.
Siempre había amado los atardeceres como aquel, cuando los vientos se llevaban consigo el tenue aroma de las hojas de otoño. Le fascinaban los árboles, el susurro de sus hojas en la brisa. Oírlo la ayudó a relajarse aún más. Un momento después, se volvió hacia Terry y lo miró como si no lo conociera.
¡Cielos, tenía un aspecto excelente!, incluso después de tantos años. Candy reparó en los músculos de su brazo.
Candy iba feliz a su lado.
Mientras caminaba, miró alrededor y pensó que casi había olvidado el frescor y la belleza de esos parajes. Por encima de su hombro vio la casa a lo lejos. Terry había dejado un par de luces encendidas.
Terry se volteo a mirarla, habían llegado finamente a la casa. Candy se acercó a la mecedora que había en la entrada y la tocó, pasando la mano por el respaldo. Imaginó a Terry sentado allí, leyendo, pensando. La silla estaba vieja, castigada por la intemperie, con la madera áspera. Se preguntó cuánto tiempo pasaría allí solo y especuló sobre lo que pensaría en esos momentos.
Se detuvo en el umbral de la casa con la sensación de que una etapa de su vida llegaba a su fin. Un impulso irresistible la había llevado hasta allí y, por primera vez en tres semanas, la ansiedad había desaparecido. Necesitaba que Terry supiera lo de su compromiso, que lo comprendiera y lo aceptara —ahora estaba segura de ello—, y pensando en él, recordó algo que habían compartido en su verano juntos. Ese beso robado.
Una brisa suave rompió la quietud y le hizo sentir frío, obligándola a cruzar los brazos. Permaneció allí de pie, mirando el horizonte, hasta que oyó que Terry se acercaba. Le habló, consciente de su proximidad, de su calor.
—Esto es tan tranquilo... —dijo con voz soñadora.
—Lo sé.
—Bueno, entremos. Estoy muerto de hambre.
Al estar en la casa de Terry, su mente comenzó a vagar, y se sintió confusa. Se preguntó qué pensaría él de su presencia allí, aunque no estaba muy segura de lo que pensaba ella misma.
Terry la guió hacia la cocina. Estaba inmediatamente a la derecha, una habitación amplia con olor a madera. Los armarios y el piso eran de roble, y las grandes ventanas daban al este, para que entrara la luz del amanecer. La casa estaba finamente decorada.
— ¿Puedo echar un vistazo?
—Sí; adelante. Hice las compras hace un rato y todavía tengo que poner las cosas en su sitio.
Sus ojos se encontraron durante un segundo, y aunque Candy se dio vuelta, supo que él la seguía con la mirada mientras salía de la habitación. Volvió a embargarla una extraña emoción.
Dedicó los minutos siguientes a recorrer la casa, a pasearse por las habitaciones y admirar su belleza.
Cuando terminó, bajó la escalera, giró hacia la cocina y vio el perfil de Terry. Por un fugaz instante, volvió a verlo como si tuviera diecisiete años, y se detuvo un momento antes de entrar. Maldita sea, contrólate, se dijo. Recuerda que ahora estás prometida.
Terry estaba de pie junto al mármol de la cocina, silbando con aire despreocupado. Las puertas de dos armarios estaban abiertas de par en par y había unas cuantas bolsas de compras vacías en el suelo. Le sonrió y guardó varias latas en un armario. Candy se detuvo a unos metros de él y se apoyó en el mármol, cruzando las piernas. Sacudió la cabeza, maravillada por la magnitud del trabajo realizado en la casa.
—Es increíble, Terry. ¿Cuánto tiempo te ha llevado restaurarla?
El levantó la vista de la última bolsa que quedaba por vaciar.
—Casi un año.
Contraté a algunas personas... en realidad, a un montón de personas.
— ¿Por qué te esforzaste tanto?
Por los fantasmas, hubiera querido decir, pero no lo hizo.
—No lo sé. Supongo que quería terminar de una vez. ¿Quieres beber algo antes de que empiece a preparar la cena?
— ¿Qué tienes?
—No gran cosa. Vino, té, café.
—Un té me parece bien.
Terry recogió las bolsas de las compras y las guardó, luego entró en una pequeña habitación trasera pegada a la cocina y regresó con una caja de té. Sacó un par de saquitos, los dejó junto a la cocina, y llenó la tetera. Después de ponerla sobre la hornilla, encendió un fósforo, y Candy oyó el sonido de las llamas al cobrar vida.
—Estará listo en un minuto —aseguró él—. Esta cocina es bastante rápida.
—Muy bien.
Cuando la tetera silbó, Terry sirvió un par de tazas y le pasó una a Candy.
Ella sonrió y bebió un sorbo, luego señaló la ventana con la barbilla.
—Apuesto a que la cocina queda preciosa a la luz de la mañana.
—Así es. Precisamente por eso hice instalar ventanas más grandes de este lado de la casa. También en las habitaciones del primer piso.
—Estoy segura de que tus invitados te lo agradecerán. A menos que les guste dormir hasta tarde, desde luego.
—En realidad, todavía no he invitado a nadie a pasar la noche. Mi madre ha estado muy ocupada últimamente.
—Voy a dejar las langostas unos minutos en adobo antes de cocinarlos al vapor —dijo, dejando la taza sobre la mesa. Abrió un armario y sacó una cacerola grande con tapa y una rejilla para cocinar al vapor. La llevó a la pileta, la llenó hasta la mitad de agua y la puso sobre la cocina.
— ¿Te doy una mano?
Terry volvió la cabeza y respondió por encima del hombro.
—Bueno. ¿Por qué no cortas algunas verduras para freír? Hay muchas en la heladera. Allí encontrarás un bol.
Señaló el armario más cercano a la pileta. Candy bebió otro sorbo de té, dejó la taza en la mesa y sacó el bol. Lo llevó a la heladera, en cuyo estante inferior encontró quingombó, cebollas y zanahorias. Terry se puso a su lado frente a la puerta abierta y ella se movió para hacerle sitio. Aspiró su olor —característico, agradable, familiar— y sintió el roce de su brazo contra el suyo mientras se inclinaba para sacar algo del interior de la heladera. Terry sacó una botella de vino y un frasco de salsa picante y regresó junto a la cocina.
Abrió la botella y la vertió en el agua de la olla, añadió un poco de salsa picante y algunas especias. Después de remover el líquido para asegurarse de que las especias se disolvieran, fue a buscar las langostas de la heladera.
Se detuvo un momento y observó a Candy, que estaba cortando las zanahorias. Entonces volvió a preguntarse por qué habría ido a verlo, sobre todo ahora que estaba prometida. Su visita no parecía tener sentido.
Pero, por otra parte, Candy siempre había sido imprevisible.
Sonrió para sí, recordando cómo era en el pasado. Vehemente, espontánea, apasionada.
Un perro ladró a lo lejos y Terry se dio cuenta de que hacía largo rato que tenía la puerta abierta. La cerró rápidamente y volvió a la cocina. Mientras entraba, se preguntó si Candy habría reparado en su larga ausencia.
— ¿Qué tal? —preguntó al ver que casi había terminado.
—Bien. Esto está casi listo. ¿Hay algo más para cenar?
—Había pensado en acompañar la comida con un poco de pan casero.
— ¿Casero?
—Sí, hecho por una vecina —respondió mientras ponía las langostas en la pileta de la cocina. Abrió la llave y comenzó a lavarlas. Las sujetaba debajo del chorro de agua. Candy tomó su taza de té y se acercó a mirar.
—New York es una gran ciudad, pero aquí aprendes cosas que valen la pena. Candy se apoyó contra la mesa, muy cerca de él, y terminó la taza de té. Cuando las langostas estuvieron listas, Terry las echó en la cacerola. Mientras se lavaba las manos, se volvió y le preguntó:
— ¿Quieres que nos sentemos un rato en el porche? Voy a dejarlas media hora en remojo.
—Muy bien —respondió ella.
Se secó las manos y salieron juntos al porche trasero. Terry encendió la luz y se sentó en la mecedora más vieja, ofreciendo la más nueva a Candy. Cuando vio que su taza estaba vacía, volvió dentro y reapareció poco después con otra taza de té para Candy y copa de vino para él. Extendió la taza, ella la tomó y bebió un par de sorbos antes de dejarla sobre la mesita, a un lado de las sillas.
—Cuando llegué estabas sentado aquí, ¿verdad?
Terry respondió mientras se acomodaba en la mecedora:
—Sí. Me siento aquí todas las noches. Se ha convertido en un hábito.
—Ya veo por qué —comentó Candy mirando alrededor—. ¿Y a qué te dedicas ahora?
—En realidad, ahora no hago nada más que ocuparme del teatro y la casa. Este trabajo satisface todas mis necesidades creativas.
Los dos guardaron silencio unos minutos, recordando otra vez. Candy bebió un sorbo de té.
Miró las estrellas y se pasó una mano por el pelo, apartando los mechones que habían caído sobre su cara.
—Nunca contestaste a mis cartas, después de que nos dejamos de ver.
— ¿Me escribiste?
—Docenas de cartas. Te escribí durante dos años y nunca recibí contestación.
Ella sacudió la cabeza y bajó la vista.
—No lo sabía... —dijo por fin en voz baja, y Terry supo que tal vez la Tía Abuela había interceptado la correspondencia, haciendo desaparecer las cartas sin que su ella lo supiera. Siempre lo había sospechado, y ahora notó que Candy acababa de llegar a la misma conclusión.
—La Tía no debió hacer eso, Terry, y lo lamento. Pero procura entenderla. Cuando me alejé de ti, seguramente creyó que me resultaría más fácil olvidar. Nunca comprendió lo que sentía por ti y, francamente, dudo de que alguna vez lo haya hecho. Yo te quise a ti. A su manera, sólo intentaba protegerme, y probablemente pensó que esconder tus cartas era la mejor forma de hacerlo.
—No tenía derecho a tomar esa decisión —señaló en voz baja.
—Lo sé.
— ¿Crees que si hubieras recibido mis cartas habría cambiado algo?
—Desde luego. Siempre tuve interés por saber qué había sido de tu vida.
—Me refería a nosotros. ¿Crees que habríamos seguido adelante con nuestra relación?
—No lo sé, Terry, y tú tampoco puedes saberlo. Ya no somos los mismos. Hemos madurado, hemos cambiado. Los dos. —Hizo una pausa y miró hacia el cielo lleno de estrellas. Luego prosiguió: —Pero sí, creo que habríamos seguido. Al menos, me gusta pensar que sí.
Terry asintió, bajó la vista, y por fin preguntó sin mirarla:
— ¿Cómo es Charles?
Candy vaciló; no esperaba esa pregunta. La alusión a su prometido le produjo un ligero sentimiento de culpa, y por un momento no supo qué responder. Tomó la taza, bebió otro sorbo de té, y oyó el lejano golpeteo de un pájaro carpintero. Finalmente respondió en voz baja:
—Charles es atractivo, encantador y próspero. La mayoría de mis amigas están muertas de envidia. Creen que es perfecto, y en cierto modo lo es. Es amable conmigo, me hace reír, y a su manera, me quiere. —Hizo una pequeña pausa para ordenar sus pensamientos. —Sin embargo, creo que en nuestra relación siempre habrá una carencia.
Ella misma se sorprendió de su respuesta, aunque supo que decía la verdad. También supo por la expresión de Terry que había confirmado sus sospechas.
— ¿Por qué?
Candy esbozó una sonrisa y se encogió de hombros. Cuando respondió, su voz fue apenas un susurro:
—Supongo que todavía añoro la clase de amor que sentimos aquel verano.
Terry pensó largo rato en esa respuesta, repasando mentalmente las relaciones que había tenido desde que se habían separado.
— ¿Y qué me dices de ti? —Preguntó Candy—. ¿Alguna vez has pensado en nosotros?
—Todo el tiempo. Todavía lo hago.
— ¿Sales con alguien?
—No —respondió sacudiendo la cabeza.
Los dos parecieron pensar en ello, esforzándose en vano por apartar ese tema de su mente. Terry apuró el resto del vino y se sorprendió de haberlo acabado tan rápidamente.
—Voy a calentar el agua. ¿Te traigo algo?
Candy negó con la cabeza. Terry entró en la cocina, puso las langostas en la rejilla de la cacerola y el pan en el horno. Mezcló un poco de harina y maicena, rebozó las verduras y echó un poco de aceite en la sartén. Antes de regresar al porche, bajó el fuego, programó un reloj de cocina y se sirvió mas vino. Mientras hacía todo eso, pensó en Candy, en el amor que faltaba en la vida de ambos.
Candy también pensaba. En Terry, en sí misma, en un montón de cosas. Por un momento deseó no estar prometida, pero enseguida se reprendió a sí misma. No era a Terry a quien amaba, sino al recuerdo de lo que habían sido. Además, era normal que se sintiera así. Su primer amor verdadero, el único hombre al que había besado... ¿cómo iba a olvidarlo?
Sin embargo, ¿era normal que sintiera un hormigueo cada vez que él se le acercaba? ¿Era normal que le confesara cosas que jamás le diría a nadie más? ¿Era normal que hubiera ido a visitarlo tres semanas antes de su boda?
—No —susurró para sí mientras contemplaba el cielo de la noche—. Nada de esto es normal.
En ese momento reapareció Terry, y Candy le sonrió, contenta de que hubiera vuelto a rescatarla de sus pensamientos.
—Tardará unos minutos —dijo él mientras volvía a sentarse.
—Está bien. Todavía no tengo hambre.
Entonces la miró, y Candy reparó en la ternura de sus ojos.
—Me alegro de que hayas venido, Candy —declaró.
—Yo también me alegro. Aunque estuve a punto de cambiar de idea.
— ¿Por qué viniste?
Por una necesidad irresistible, hubiera querido decir, pero no lo hizo.
—Para verte, para averiguar qué había sido de ti. Para saber cómo estabas.
Terry se preguntó si eso era todo, pero no insistió. Cambió de tema.
— ¿Todavía trabajas de enfermera? Hace rato que quería preguntártelo.
Candy negó con la cabeza.
—Ya no.
Terry pareció muy sorprendido.
— ¿Por qué no? Eres tan buena enfermera...
—No lo sé...
—Claro que lo sabes. Si has abandonado, seguro que tienes algún motivo.
Estaba en lo cierto. Tenía un motivo.
—Es una larga historia.
—Tengo toda la noche —repuso Terry.
— ¿De verdad pensabas que era buena en ello? —preguntó Candy en voz baja.
—Ven —dijo él extendiendo la mano—. Quiero enseñarte algo.
Candy se levantó y lo siguió a la puerta del living-room. Terry se detuvo frente a la chimenea y señaló una pintura de ella usando un uniforme blanco por encima de la repisa. Candy dejó escapar una pequeña exclamación de asombro, sorprendida de no haber reparado antes en el cuadro.
— ¿Y ese cuadro?
—Lo mande pintar poco después de nuestra separación.
Candy lo miró con escepticismo y Terry se explicó: —Cuando lo miro me siento vivo. A veces tengo que levantarme para tocarlo. Es tan real... las formas, las sombras, los colores. Es increíble, Candy... puedo pasarme horas contemplándolo.
—Hablas en serio —dijo ella, asombrada.
—Nunca he hablado tan en serio.
—Sabes después de separarnos comencé a pintar.
"Recuerdo que después de separarnos, Albert intento animarme y me inscribió en clases de pintura, cuando regrese de mi primera clase, no podía parar de pintar. Creo que era una forma de aliviar el dolor que sentía. Pasaba horas a solas en mi habitación y disfrutaba de cada minuto. Me encantaba la sensación de libertad que experimentaba al pintar, la satisfacción de producir algo hermoso. Poco antes de terminar el curso, mi profesor, me dijo que tenía mucho talento. Sugirió que debía probar suerte en el mundo del arte. Pero no le hice caso. —Hizo una pequeña pausa para ordenar sus pensamientos. —A la Tía Abuela no le pareció bien. Después de un tiempo, dejé de hacerlo. Hace años que no toco un pincel.
— ¿Crees que volverás a pintar?
—No sé si podría hacerlo. Ha pasado mucho tiempo.
—Todavía puedes, Candy. Estoy seguro. El talento de un pintor viene de su interior, del corazón, no de los dedos. El don que tienes no desaparecerá nunca. Mucha gente sueña con poseerlo.
Las palabras de Terry sonaban tan sinceras que Candy supo que no las había pronunciado por simple cortesía. Era evidente que creía en su capacidad, y eso significaba mucho para ella, más de lo que esperaba. Pero entonces sucedió otra cosa, algo aún más conmovedor.
Por qué sucedió, nunca lo sabría, pero en ese preciso momento Candy sintió que comenzaba a cerrarse el abismo que ella misma había creado en su interior para separar el dolor del placer. Y entonces sospechó, aunque sólo vagamente, que esa sensación era mucho más trascendente de lo que se habría atrevido a admitir.
Sin embargo, en aquel momento no era totalmente consciente de lo que pasaba y se volvió a mirar a Terry. Extendió una mano y acarició la de él, temerosa, dulcemente, asombrada de que después de tantos años él todavía supiera exactamente lo que necesitaba oír. Cuando sus ojos se encontraron, Candy volvió a pensar que estaba ante un hombre muy especial.
Y por un fugaz instante, por una levísima pizca de tiempo que flotó en el aire como las luciérnagas en un cielo de verano, se preguntó si había vuelto a enamorarse de él.
Sonó la alarma del reloj de cocina, un pequeño ring, y Terry se marchó, rompiendo el encanto del momento, curiosamente afectado por lo que acababa de ocurrir entre ellos. Los ojos de Candy le habían hablado, susurrándole algo que ansiaba desesperadamente oír, y sin embargo, no podía acallar la voz que sonaba dentro de su cabeza, la voz de esa misma mujer hablándole de su amor por otro hombre. Mientras entraba en la cocina y sacaba el pan del horno, maldijo mentalmente al reloj. Se quemó los dedos, dejó caer el pan sobre la mesa y vio que la sartén estaba lista. Echó las verduras y oyó el chisporroteo. Luego, murmurando para sí, sacó la manteca de la heladera, untó un poco en el pan y derritió otro poco para las langostas.
Candy, que lo había seguido a la cocina, se aclaró la garganta.
— ¿Pongo la mesa?
Terry usó el cuchillo de la manteca para señalar.
—Muy bien. Los platos están allí. Los cubiertos y las servilletas, allí. Saca muchas servilletas. Las necesitaremos para no ensuciarnos. —No podía mirarla mientras hablaba. Temía comprender que su impresión sobre lo que acababa de ocurrir era equivocada. No quería que se tratara de un error.
Candy pensaba en lo mismo, y la emoción la embargó. Mientras juntaba todo lo necesario para la mesa —platos, manteles individuales, sal y pimienta— se repetía mentalmente las palabras de Terry. Cuando terminó de poner la mesa, él le pasó el pan y sus dedos se rozaron fugazmente.
Terry concentró su atención en la sartén y removió las verduras. Levantó la tapa de la cacerola, comprobó que a las langostas les faltaba un minuto y las dejó un poco más. Ya más dueño de sí, inició una conversación trivial, despreocupada.
— ¿Alguna vez comiste langosta?
—Un par de veces. Pero sólo en ensalada.
Terry rió.
—Entonces prepárate para la aventura. Discúlpame un momento.
Subió la escalera y regresó un minuto después con una camisa de color azul marino.
—Póntela. No quiero que te ensucies el vestido.
Candy se puso la camisa y aspiró su fragancia... Era el olor de Terry, natural, perfectamente identificable.
—No te preocupes —dijo él al ver su expresión—. Está limpia.
Candy rió.
Las verduras y las langostas estuvieron listos prácticamente al mismo tiempo.
—Ten cuidado, queman —dijo Terry mientras le pasaba las fuentes y se sentaban a la pequeña mesa de madera, frente a frente.
Candy se dio cuenta de que había dejado la taza de té sobre la mesa y se levantó a buscarla. Terry sirvió el pan y la verdura en los platos y añadió una langosta para cada uno. Ella se quedó mirando la suya fijamente durante unos instantes.
—Parece un bicho.
—Pero un bicho bueno —señaló Terry—. Deja que te enseñe cómo se come.
Hizo una rápida demostración, separando la carne y poniéndola en el plato de Candy, como si fuera algo muy sencillo.
En el primer y el segundo intento, Candy apretó demasiado las patas y en consecuencia tuvo que separar el caparazón con las manos para sacar la carne. Al principio se sintió torpe, preocupada de que él se fijara en sus errores, pero luego se reprendió a sí misma por su inseguridad. A Terry esas cosas lo tenían sin cuidado. Siempre había sido así.
—Cuéntame todo lo que has hecho desde la última vez que nos vimos.
Comenzaron a intercambiar experiencias, a recuperar el tiempo perdido. Terry le habló de logros en el teatro, recordó el viaje que había realizado a Escocia para hacer las pases con su padre y también su repentina muerte. Candy habló de sus clases de pintura, de su trabajo en el hospital, aunque ya no ejercía. Lo puso al día en todo lo referente a su familia y a las asociaciones benéficas para las que trabajaba. Ninguno de los dos dijo nada de sus relaciones sentimentales en esos años. Ni siquiera hablaron de Charles, y aunque ambos repararon en la omisión, no hicieron ningún comentario al respecto.
Más tarde, Candy intentó recordar la última vez que ella y Charles habían hablado de esa manera. Aunque él sabía escuchar, y rara vez discutía, no era particularmente locuaz. Candy hacía todo lo posible para explicarle que necesitaba que el fuera mas abierto, pero no conseguía cambiar las cosas.
Ahora se daba cuenta de lo que había perdido.
A medida que anochecía, el cielo se oscurecía y la Luna se elevaba. Entonces, casi sin darse cuenta, comenzaron a recuperar la intimidad, la familiaridad que habían compartido en el pasado.
Terminaron de cenar, satisfechos del festín, pero menos locuaces que antes. Terry miró el reloj y comprobó que se hacía tarde. Ahora todas las estrellas eran visibles. Había disfrutado de la conversación y se preguntó si habría hablado demasiado, qué pensaría ella de su vida y si habría alguna posibilidad de que ese reencuentro cambiara las cosas.
Se levantó y volvió a llenar la tetera. Los dos llevaron los platos a la pileta y levantaron la mesa. Terry llenó dos tazas de agua caliente y puso un saquito de té en cada una.
— ¿Qué te parece si volvemos al porche? —preguntó mientras le pasaba una taza. Candy aceptó y se dirigió hacia allí. Terry tomó una manta por si ella tuviera frío, y pronto volvieron a sus sitios; las mecedoras balanceándose, la manta sobre las piernas de Candy. Terry la miró por el rabillo del ojo. ¡Dios santo, es preciosa!, pensó. Y sufrió en silencio.
Sufrió porque durante la cena había sucedido algo.
Sencillamente, se había vuelto a enamorar. Lo supo en cuanto se sentó a su lado en el porche. Ya no estaba enamorado de un recuerdo, sino de una nueva Candy.
Aunque, en realidad, nunca había dejado de quererla. Estaba destinado a amarla.
—Ha sido una noche muy especial —dijo ella, con voz suave.
—Sí —convino Terry—. Una noche maravillosa.
Miró las estrellas; las luces parpadeantes le recordaron que Candy se marcharía pronto, y se sintió vacío. No quería que esa noche terminara nunca. Pero, ¿cómo decírselo? ¿Qué podía decirle para convencerla de que se quedara?
No lo sabía. Sin embargo, ya había decidido que no diría nada. Y entonces comprendió que había fracasado.
Las mecedoras se movían tranquila y rítmicamente. Polillas besando la luz del porche. Terry sabía que en ese mismo momento, en distintos sitios, muchas parejas hacían el amor.
—Háblame —pidió Candy con voz sensual. ¿O era un truco de su imaginación?
— ¿Qué puedo decir?
—Háblame como lo hacías en el parque aquella vez.
Terry obedeció; recitó antiguos versos de Shakespeare.
Candy apoyó la cabeza sobre el respaldo de la mecedora, cerró los ojos, y cuando él hubo acabado, sintió que su emoción se había intensificado. No era sólo su voz o los fragmentos de las obras. Era todo; un todo mayor a la suma de las partes. No intentó dividirlo, no quería hacerlo, porque no debía escuchar de ese modo. El teatro no debía ser objeto de análisis, pensó; debía inspirar sin motivo, emocionar sin intervención del entendimiento.
Gracias a Terry, había asistido al teatro. Había visto diferentes obras con diferentes actores, pero de pronto dejo de acudir por que nadie parecía trasmitir o poseer la inspiración que ella atribuía a los verdaderos amantes del teatro.
Se hamacaron durante un rato, bebiendo té, callados, absortos en sus pensamientos. La ansiedad que la había empujado allí había desaparecido, y se alegraba de ello, pero la preocupaban los sentimientos que la reemplazaban, la excitación que se filtraba por sus poros, arremolinándose como el polvo de oro en un cedazo. Podría haberse esforzado para negarla, para huir de ella, pero en el fondo sabía que no quería que parara. Hacía muchos años que no se sentía así.
Charles era incapaz de despertar esos sentimientos. Nunca lo había hecho y, probablemente, nunca lo haría. Quizá fuera por eso que nunca se habían besado. Charles intentó convencerla muchas veces, recurriendo a todas las tácticas posibles, desde las flores hasta la culpa, pero ella respondía siempre con la misma excusa: que quería esperar a estar casada. Por lo general se lo tomaba bien, y Candy se preguntaba cómo se sentiría si se enterara de lo de Terry.
Pero había algo más que la impulsaba a esperar, y tenía que ver con el propio Charles. Era un hombre enteramente dedicado a su profesión. El trabajo era lo primero; él no tenía tiempo para el teatro, noches ociosas, veladas meciéndose en el porche. Candy sabía que debía su éxito a esa actitud, y hasta cierto punto lo respetaba por ello. Pero también sentía que no le daba lo suficiente. Quería algo más, algo distinto, otra cosa. Pasión y romance, quizá, tranquilas charlas a la luz de las velas, o algo tan sencillo como no sentirse constantemente desplazada a un segundo lugar.
La atención de Terry también saltaba de un pensamiento a otro. El recordaría aquella velada antes del estreno de Romeo y Julieta como uno de los momentos más especiales de su vida. Mientras se mecía, rememoraba cada detalle una y otra vez. Todo lo que ella había hecho le parecía excitante, apasionado.
Ahora, sentado junto a ella, se preguntó si durante los años de separación ella habría tenido los mismos sueños que él. ¿Habría soñado que se abrazaban y se besaban bajo la tenue luz de la Luna? ¿O acaso habría llegado más lejos y soñado con sus cuerpos desnudos, amándose, conociéndose?
Miró las estrellas y recordó las miles de noches vacías pasadas desde la última vez que se habían visto. Ese reencuentro hacía que los sentimientos emergieran a la superficie, y le resultaba imposible volver a enterrarlos. Supo que quería volver a besarla, hacerle el amor y que ella le correspondiera. Era lo que más deseaba en el mundo.
Pero también era consciente de que no podía ser. Ahora estaba prometida.
Para Candy, el silencio de Terry era un indicio de que estaba pensando en ella, y eso la hizo feliz. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus pensamientos y, en realidad, tampoco le importaba; le bastaba con saber que pensaba en ella.
Recordó la conversación mantenida durante la cena y pensó en la soledad. Por alguna razón, no podía imaginar a Terry leyendo piezas de teatro a otra persona, ni siquiera compartiendo sus sueños con otra mujer. No era de esa clase de hombres. O, si lo era, ella se negaba a creerlo.
Dejó la taza de té sobre la mesa, se alisó el pelo con las manos y cerró los ojos.
— ¿Estás cansada? —preguntó Terry, saliendo por fin de su abstracción.
—Un poco. Debería irme dentro de unos minutos.
—Lo sé —dijo él con un gesto de asentimiento y voz inexpresiva.
Candy no se levantó de inmediato. Tomó la taza y bebió el último sorbo de té, sintiendo cómo le calentaba la garganta. Observó la noche: la Luna estaba más alta, el viento soplaba entre los árboles, la temperatura había bajado.
Luego miró a Terry. De perfil, su cicatriz era más notable. Se preguntó si se la habría hecho en alguno de sus ensayos.
—Tengo que irme —dijo por fin, devolviéndole la manta.
Terry asintió y se puso en pie sin decir una palabra. Tomó la manta y los dos caminaron hacia el coche, haciendo crujir las hojas secas bajo sus pies. Cuando él abrió la puerta, Candy comenzó a quitarse la camisa, pero él la detuvo.
—Quédatela —dijo—. Quiero que la guardes.
Candy no preguntó por qué, pues ella también quería quedársela. La acomodó y se cruzó de brazos para protegerse del frío. En ese momento la asaltó el recuerdo de esa tarde en Escocia, y de ese primer beso.
—Ha sido una noche maravillosa —manifestó Terry—. Gracias por venir a verme.
—Yo también lo he pasado bien —respondió Candy.
Terry reunió coraje.
— ¿Te veré mañana?
Una simple pregunta. Candy sabía cuál debía ser la respuesta, sobre todo si no quería complicarse la vida. Sólo tenía que decir "Creo que no sería conveniente", y todo acabaría allí y en ese momento. Pero guardó silencio durante unos segundos.
El demonio de la indecisión se enfrentaba a ella, la provocaba, la desafiaba. ¿Por qué no responder? No lo sabía. Pero cuando lo miró a los ojos, buscando la respuesta que necesitaba, vio al hombre del que una vez se había enamorado, y de repente todo se aclaró.
—Me gustaría.
Terry se sorprendió. No esperaba que contestara que sí. Hubiera querido tocarla, estrecharla en sus brazos, pero no lo hizo.
— ¿Estarás aquí a mediodía?
—Seguro. ¿Qué planes tienes?
—Ya lo verás —respondió—. Te llevaré al sitio perfecto.
— ¿Estuve allí antes?
—Sí, pero antes no era igual.
— ¿Dónde está?
—Es una sorpresa.
— ¿Me gustará?
—Te encantará.
Candy se volvió antes que él la besara. No sabía si lo intentaría, pero sabía que si lo hacía, le costaría detenerlo. No podía afrontar esa situación en ese momento, con tantas cosas en la cabeza. Se sentó al volante y respiró aliviada. Terry cerró la puerta y ella puso el coche en marcha. Mientras el motor se calentaba, bajó un poco la ventanilla.
—Hasta mañana —dijo con la luz de la Luna reflejada en los ojos.
Mientras daba marcha atrás, él la saludó con la mano. Candy giró en redondo y tomó el camino que conducía a su hotel. Terry se quedó mirando el coche hasta que el ruido del motor se apagó y las luces se desvanecieron. Cuando Blakke se acercó, se acuclilló para acariciarlo, concentrándose en su cuello, rascándole los puntos de su anatomía que el perro ya no podía alcanzar. Después de un último vistazo al camino, regresaron al porche.
Volvió a sentarse en la mecedora, esta vez solo, y rememoró la velada reciente. Pensó en ella. La revivió. Vio y oyó nuevamente todo lo ocurrido. Pasó las escenas en cámara lenta. No tenía ganas de tocar la armónica ni de leer. No sabía qué sentía.
—Está prometida —murmuró por fin y se sumió en un silencio roto sólo por el ruido de la mecedora. La noche estaba tranquila, nada se movía, salvo Blakke, que de vez en cuando se acercaba y lo miraba como si preguntara "¿Te encuentras bien?".
Pasadas las doce, en algún momento de esa clara noche de octubre, los sentimientos se agolparon en el corazón de Terry y lo embargó la nostalgia. Cualquiera que lo hubiera visto entonces, habría observado que parecía un anciano, un hombre que había envejecido años en apenas un par de horas. Un hombre doblado sobre sí mismo en la mecedora, con la cara oculta en las manos y lágrimas en los ojos.
No podía detenerlas.