Capitulo 7
Cisnes y tormentas
Estaban en medio de un pequeño lago, alimentado por las aguas del Río Senior. No era grande —quizá cien metros de ancho—, pero a Candy la sorprendió que, apenas unos segundos antes, estuviera completamente oculto a la vista.
Era espectacular. Estaban literalmente rodeados por cisnes y patos salvajes. Miles de aves. Algunos nadaban tan apiñados que no dejaban ver el agua. Desde lejos, los grupos de cisnes parecían témpanos de hielo.
— ¡Oh, Terry! —Dijo finalmente en voz baja—, ¡es precioso!
Contemplaron la escena en silencio durante largo rato. Terry señaló un grupo de crías recién salidas del cascarón que seguían a una bandada de gansos junto a la orilla, esforzándose por alcanzarla.
El aire se llenó de graznidos y gorjeos. La mayoría de las aves se mostraba totalmente indiferente a su presencia. Candy extendió una mano y tocó a los cisnes más cercanos, sintiendo cómo las plumas se erizaban bajo sus dedos.
Terry le pasó la bolsa de pan. Ella arrojó las migas al agua, favoreciendo a las crías, y rió al verlas nadar en círculos, buscando la comida.
Siguieron en el mismo sitio hasta que oyeron el primer trueno —lejano pero potente—, y entonces los dos comprendieron que era hora de regresar.
Terry la tomo de la mano y la guió al automóvil.
Candy seguía fascinada por la escena que acababa de contemplar.
— ¿Qué hacen aquí, Terry?
—No tengo la menor idea. Sé que los cisnes migran todos los inviernos, pero parece que esta vez han venido hacia aquí. Ignoro por qué. Puede que tenga que ver con las nevadas tempranas. O quizá equivocaron el rumbo. De cualquier modo, sabrán volver.
— ¿No se quedarán?
—Lo dudo. Actúan por instinto, y este no es su sitio. Es posible que algunos gansos pasen el invierno aquí, pero los cisnes volverán a su hogar.
Terry manejaba lo más rápido posible, mientras los nubarrones se cernían sobre sus cabezas. Comenzó a llover, una llovizna fina al principio, luego más fuerte. Un relámpago... una pausa... y otro y un trueno. Esta vez más cercano, quizá a nueve o diez kilómetros de distancia. A medida que la lluvia arreciaba, Terry comenzó manejar más deprisa
Las gotas eran más gruesas. Caían...
Caían empujadas por el viento... gruesas y punzantes. Terry manejaba... jugando una carrera con las nubes... y sin embargo mojándose... maldiciéndose a sí mismo... perdiendo la batalla contra la madre naturaleza.
Ahora la lluvia era constante, y Candy la contempló caer en diagonal desde el cielo, intentando desafiar a la fuerza de gravedad mientras avanzaba con los vientos del oeste y silbaba entre los árboles. El cielo se oscureció un poco más, y las nubes descargaron grandes gotas. Gotas de tempestad.
Candy disfrutaba con la lluvia, y echó la cabeza hacia atrás para que le mojara la cara. Sabía que en un par de minutos la pechera de su vestido estaría empapada, pero no le importó. ¿Lo habría notado Terry? Suponía que sí.
Se pasó las manos por el cabello húmedo. Era una sensación maravillosa; ella se sentía de maravilla, el mundo era una maravilla. A pesar del ruido de la lluvia, oyó la respiración agitada de Terry y aquel sonido la excitó sexualmente, como no se había excitado nunca.
Una nube se descargó directamente encima de ellos y la lluvia arreció. Nunca había visto llover con tanta fuerza. Candy miró hacia arriba y rió, abandonando cualquier intento por protegerse, tranquilizando a Terry. Hasta ese momento, él no sabía cómo se sentía. Aunque habían ido allí por decisión de ella, dudaba de que Candy sospechase que iba a desatarse una tormenta tan fuerte.
Al cabo de un par de minutos llegaron a su casa, Terry acercó el automóvil lo suficiente para que Candy pudiera bajar. La ayudó a salir del coche.
Mientras estacionaba el automóvil, miró a Candy y contuvo la respiración. Estaba increíblemente hermosa, mirándolo con serenidad bajo la lluvia. No intentaba protegerse ni taparse, y vio el contorno de sus pechos a través de la tela del vestido ceñido a su cuerpo. El agua de lluvia no era fría, pero de todos modos notó sus pezones erectos y protuberantes, duros como pedruscos. Sintió un hormigueo en la entrepierna y se apresuró a volverse de espaldas, avergonzado, murmurando para sí, agradecido de que la lluvia ahogara cualquier sonido. Cuando terminó y se levantó, Candy lo sorprendió tomándole la mano. A pesar del aguacero, no corrieron hacia la casa, y Terry fantaseó con pasar la noche con ella.
Candy pensaba en lo mismo. Sintió la calidez de sus manos y las imaginó tocando su cuerpo, acariciándola entera, recreándose en su piel. La sola idea la hizo respirar hondo; sintió un hormigueo en los pezones y un calor nuevo entre las piernas.
Entonces comprendió que algo había cambiado desde su llegada. Aunque no podía precisar el momento en que había comenzado —el día anterior después de la cena, aquella misma tarde en el auto, acaso cuando vieron los cisnes o ahora, mientras caminaban tomados de la mano— supo que había vuelto a enamorarse de Terrence Greum Granchester, o que quizá, sólo quizá, nunca había dejado de quererlo.
Ninguno de los dos parecía incómodo cuando llegaron a la puerta de la casa, entraron y se detuvieron un momento en el vestíbulo, con la ropa chorreando.
— ¿Trajiste otra muda? —Candy negó con la cabeza, sumida aún en un torbellino de emociones, y preguntándose si su cara delataría sus sentimientos. —Supongo que podré encontrar algo para que te cambies. Quizá te quede grande, pero te hará entrar en calor.
—Cualquier cosa servirá —respondió Candy.
—Vuelvo en un segundo.
Terry se quitó los zapatos, corrió escaleras arriba y regresó un minuto después. Llevaba dos pares de pantalones de algodón, una camisa de manga larga bajo un brazo, y una camisa azul en el otro.
—Toma —dijo, entregándole los pantalones de algodón y la camisa—. Puedes cambiarte arriba, en el dormitorio. Allí hay un baño, y te he dejado una toalla, por si quieres ducharte.
Candy le dio las gracias con una sonrisa y subió la escalera, sintiendo los ojos de Terry fijos en su espalda. Entró en la habitación, cerró la puerta, dejó el pantalón y la camisa sobre la cama y se desvistió. Una vez desnuda, sacó una percha del armario, colgó el vestido, el corpiño y la bombacha, y llevó la percha al baño para que la ropa no goteara sobre el suelo de madera. La idea de estar desnuda en la misma habitación donde dormía Terry le produjo una inconfesable excitación.
No quería ducharse después de haber estado bajo la lluvia. Sentía la piel suave, y esa sensación le recordó la forma en que vivía la gente en otros tiempos. Naturalmente, como Terry. Se vistió con la ropa que él le había dado y se miró al espejo. Los pantalones eran grandes, pero metiendo la camisa dentro conseguiría mantenerlos en su sitio, y dobló los bajos para que no rozaran el suelo. El cuello de la camisa estaba descosido y prácticamente colgaba sobre un hombro, pero de todos modos le pareció que la favorecía. Se arremangó la camisa casi hasta los codos, abrió un cajón de la cómoda, se puso unas medias, y volvió a entrar en el baño para buscar un cepillo.
Se cepilló el cabello sólo lo indispensable para desenredarlo, dejándolo caer sobre sus hombros. Se miró al espejo y deseó haber llevado consigo una hebilla o unas horquillas.
También le hubiera venido bien un poco más de rimel, pero, ¿qué podía hacer al respecto? Sus pestañas todavía tenían restos del que se había puesto antes, y lo extendió como pudo con una manopla de ducha húmeda.
Cuando terminó, volvió a mirarse al espejo, se vio bonita a pesar de todo, y regresó a la planta baja.
Terry estaba en el living-room, de cuclillas frente a la chimenea, avivando el fuego. No la oyó entrar y Candy lo miró en silencio. Él también se había cambiado de ropa y tenía buen aspecto con sus hombros anchos, el pelo rozando el cuello, los pantalones ceñidos. Atizaba el fuego, moviendo los leños más grandes y añadiendo ramitas pequeñas. Candy se apoyó sobre el marco de la puerta y siguió mirándolo. En pocos minutos, el fuego ardió con llamas grandes y constantes. Terry se volvió para acomodar los leños que quedaban y la vio por el rabillo del ojo. Se volvió rápidamente hacia ella.
Candy estaba hermosa incluso con su ropa. Tras mirarla un segundo, desvió la vista con timidez, y volvió a acomodar los troncos.
—No te oí entrar —dijo, tratando de imprimir naturalidad a su voz.
—Lo sé. No esperaba que lo hicieras.
Candy supo cómo se había sentido al mirarla, y su aire de colegial le causó cierta gracia.
— ¿Cuánto hace que estás ahí?
—Un par de minutos.
Terry se limpió las manos en los pantalones y señaló hacia la cocina.
— ¿Por qué no haces un poco de té? Puse el agua a calentar mientras estabas arriba.
Quería hablar de trivialidades, de cualquier cosa que le permitiera mantener la mente clara. Demonios, estaba tan bonita...
Candy reflexionó un momento, reparó en la forma en que la miraba, y sus instintos más primitivos volvieron a apoderarse de ella.
— ¿Tienes algo más fuerte, o es demasiado pronto para una copa?
Terry sonrió.
—Tengo vino en la alacena. ¿Te parece bien?
—Espléndido.
Caminó hacia la puerta, se pasó una mano por el pelo húmedo y desapareció en la cocina.
Se oyó un trueno ensordecedor y cayó otro chaparrón. Candy oyó la lluvia en el tejado, el chisporroteo de la leña mientras las llamas temblorosas iluminaban la habitación. Miró por la ventana y vio cómo el cielo gris se aclaraba apenas por un segundo. Al cabo de un instante, oyó otro trueno. Esta vez más cercano.
Tomó una manta del sofá y se sentó sobre la alfombra, frente al fuego. Cruzó las piernas, se envolvió con la manta en la posición más cómoda posible, y contempló las llamas danzarinas. Terry volvió, la miró y se sentó junto a ella. Apoyó dos copas en el suelo y sirvió el vino. Afuera, el cielo se oscureció aún más.
Otro trueno, esta vez más fuerte. La tormenta rugía con furia, los vientos formaban torbellinos con el agua.
—Es una señora tormenta —comentó Terry mirando las hileras de gotas que caían verticalmente sobre los vidrios de las ventanas.
Candy y él estaban muy cerca, aunque no se tocaban. Terry vio cómo el pecho de la joven se levantaba ligeramente con cada inspiración y volvió a fantasear con el contacto de su cuerpo, pero luchó contra aquellos pensamientos.
—Me gusta —aseguró ella bebiendo un sorbo vino—. Siempre me han gustado las tormentas eléctricas. Incluso cuando era pequeña.
— ¿Por qué? —preguntó él por decir algo, por mantener la calma.
—No sé. Siempre me han parecido románticas.
Guardó silencio un momento, y Terry miró el reflejo de las llamas en sus ojos esmeralda. Luego Candy dijo:
— ¿Recuerdas que pocas noches antes que nos marcháramos a Londres, nos sentamos juntos a mirar una tormenta?
—Claro que lo recuerdo.
—Cuando volví a la escuela de verano, no podía dejar de pensar en ese día. Me obsesionaba el aspecto que tenías aquella noche. Siempre te recordé así.
— ¿He cambiado mucho?
Candy bebió otro sorbo de vino y sintió el calor del líquido en la garganta. Cuando respondió, le rozó las manos.
—En realidad, no. Al menos en las cosas que yo recuerdo. Has madurado, desde luego, y se nota que has vivido, pero aún conservas el mismo brillo en los ojos. Todavía lees a Shakespeare, olvidando que un día antes le había realizado la misma pregunta.
Terry pensó en sus palabras y sintió el contacto de su mano en la suya, su pulgar trazando círculos lentamente.
—Candy, antes me preguntaste qué era lo que recordaba mejor de aquel verano. ¿Qué recuerdas tú?
Ella tardó unos minutos en contestar. Cuando lo hizo, su voz pareció llegar desde un lugar muy lejano.
—Recuerdo que nos besamos. Es el recuerdo más vivo. Tú fuiste el primero, y fue mucho más hermoso de lo que nunca hubiera llegado a soñar, aunque yo misma me lo negara en ese momento.
Terry bebió un trago de vino, recordando, reviviendo los viejos sentimientos, pero de repente sacudió la cabeza. Las cosas ya eran demasiado difíciles tal como estaban. Candy prosiguió:
—Recuerdo que tenía tanto miedo que temblaba, pero al mismo tiempo estaba muy excitada. Me alegro de que fueras el primero. Me alegro de que compartiéramos aquella experiencia.
—Yo también.
— ¿Estabas tan asustada como yo? —Terry asintió en silencio, y ella premió su sinceridad con una sonrisa. —Lo suponía.
Le apretó la mano, la soltó, y se acercó más. Enlazó un brazo en el de él y apoyó la cabeza en su hombro. Terry aspiró su aroma, suave como el de la lluvia, cálido. Candy prosiguió:
— ¿Recuerdas que después de eso nos tendieron una trampa?
— Como olvidarlo, por culpa de ella nos tuvimos que separar.
—Nunca había conocido a nadie como tú. No sabía qué decir. No sabía como actuar frente a ti.
—Lo sé. No sabías ocultar tus sentimientos. Los ojos te delataban. Tenías los ojos más bonitos que había visto en mi vida. —Hizo una pausa, levantó la cabeza del hombro de Terry y lo miró directamente a los ojos. Cuando continuó, su voz era sólo un susurro: —Creo que aquel verano te quise más de lo que he querido nunca a nadie.
Hubo otro relámpago, y en el silencio que precedió al trueno, sus ojos se encontraron, intentando borrar los catorce años pasados. Los dos eran conscientes del cambio que habían experimentado desde el día anterior. Cuando por fin resonó el trueno, Terry suspiró y apartó la vista, mirando hacia las ventanas.
—Ojala hubieras leído las cartas que te mandé —dijo.
Candy permaneció callada un rato largo.
—No dependía sólo de ti, Terry. No te lo he dicho, pero yo también te escribí al menos una docena de cartas cuando llegué a casa. Sin embargo, nunca las envié.
— ¿Por qué? —preguntó Terry, sorprendido.
—Supongo que tenía miedo.
— ¿De qué?
—De que nuestro amor no fuera tan auténtico como yo creía. De que me hubieras olvidado.
—Yo nunca hubiera hecho algo así. Es inconcebible.
—Ahora lo sé. Lo veo cuando te miro. Pero entonces era diferente. Había tantas cosas que no entendía, cosas que mi mente de adolescente era incapaz de desentrañar.
— ¿A qué te refieres?
Candy hizo una pausa para ordenar sus ideas.
—Cuando vi que no me escribías, después de la separación, no supe qué pensar. Recuerdo que hablé con Annie de lo ocurrido durante ese viaje y me dijo que luchara por ti, pero como hacerlo si tu tenias una deuda de honor.
—Terry apartó la vista sin responder y ella prosiguió: —No lo entendía, y con el tiempo el dolor comenzó a aliviarse y pensé que me resultaría más fácil olvidarte. Eso creía entonces, pero después, cada vez que conocía a un chico, no podía evitar compararlo contigo. Entonces, cuando los sentimientos se intensificaban, te escribía otra carta. Pero nunca las envié por temor a lo que podría descubrir. Para entonces, tú ya habrías rehecho tu vida. Quería recordarnos tal como éramos. No quería renunciar a ese recuerdo.
Pronunció esas palabras con tanta dulzura e inocencia, que Terry hubiera querido besarla en cuanto terminó. Pero no lo hizo. Luchó con su deseo y lo reprimió, consciente de que era lo último que necesitaba Candy. Sin embargo, era tan maravilloso tenerla a su lado, tocándolo...
—La última carta la escribí hace un par de años. Cuando conocí a Charles, escribí a tu madre para preguntarle como estabas. Pero había pasado tanto tiempo, que ni siquiera sabía si ella seguiría en el mismo sitio.
Se interrumpió y permanecieron un momento callados, absortos en sus pensamientos. Otro relámpago iluminó el cielo, y finalmente Terry rompió el silencio.
—Ojala la hubieras enviado.
— ¿Por qué?
—Porque me habría gustado saber de ti. Enterarme de qué había sido de tu vida.
—Te habría decepcionado. Mi vida no es muy emocionante. Además, ya no soy como me recordabas.
—Eres mejor de como te recordaba, Candy.
—Y tú eres un encanto, Terry.
Él estuvo a punto de dejar las cosas así, sabiendo que si se reservaba sus pensamientos, le resultaría más fácil mantener el control, el mismo control que había mantenido en los últimos catorce años. Pero otra emoción se había apoderado de él en los últimos minutos, y se rindió a ella con la esperanza de que, de alguna manera, les permitiera recuperar lo vivido tanto tiempo atrás.
—No lo digo porque sea un encanto. Lo digo porque siempre te he querido y te sigo queriendo. Mucho más de lo que imaginas.
Un leño se partió, despidiendo chispas en la chimenea, y ambos advirtieron que las brasas se habían consumido casi por completo. El fuego necesitaba más leña, pero ninguno de los dos se movió.
Candy bebió otro sorbo de vino y empezó a notar sus efectos. Pero no fue sólo el alcohol lo que la hizo estrecharse más contra el cuerpo de Terry y buscar su calor. Miró por la ventana y vio que las nubes estaban prácticamente negras.
—Deja que avive el fuego —dijo Terry, consciente de que necesitaba apartarse para pensar, y Candy lo soltó. Se acercó a la chimenea, retiró la pantalla protectora y añadió un par de leños. Acomodó la madera con el atizador, asegurándose de que los nuevos leños se encendieran con facilidad.
Las llamas comenzaron a extenderse otra vez, y Terry regresó junto a Candy. Ella volvió a acurrucarse junto a él, apoyó nuevamente la cabeza sobre su hombro y le acarició el pecho en silencio. Terry se acercó más y le habló al oído.
—Esto me recuerda un tiempo lejano. Cuando éramos adolescentes.
Candy sonrió, pensando en lo mismo, y miraron el humo y el fuego, abrazados.
—Terry, aunque no me lo has preguntado, quiero que sepas una cosa.
-¿Qué?
—Nunca hubo otro hombre —respondió con voz tierna—. No sólo fuiste el primero, sino el único. Nunca nadie me ha besado. No espero que me digas nada semejante, pero quería que lo supieras.
Terry apartó la vista en silencio. Candy siguió mirando e1 fuego, sintiendo que su pasión crecía. Acarició los músculos duros y firmes del pecho de Terry por debajo de la camisa.
¿Era posible? ¿Tendría razón? Candy nunca lo había descartado por completo. Su presencia allí parecía poner en entredicho la teoría de que estaban predestinados a vivir separados. A menos que los astros hubieran cambiado desde su último encuentro.
Quizá lo hubieran hecho, pero Candy no quiso mirar. En cambio, se arrimó más a Terry y sintió su calor, el contacto de su piel, de su brazo rodeándole los hombros. Y su cuerpo comenzó a temblar de expectación, como aquel día en que él la besara.
¡Se sentía tan a gusto! Todo le parecía bien: el fuego, las copas, la tormenta... no había una situación más perfecta. Como por arte de magia, los años de separación perdieron importancia.
Fuera, un relámpago surcó el cielo. Las llamas danzaban sobre los leños al rojo blanco. La lluvia de octubre caía torrencialmente sobre las ventanas, sofocando cualquier otro sonido.
Por fin se rindieron a los sentimientos que habían reprimido durante los últimos catorce años. Candy levantó la cabeza del hombro de Terry, lo miró con ojos brumosos, y él le besó los labios con ternura. Ella alzó la mano y le acarició la mejilla con los dedos. Terry se inclinó despacio y volvió a besarla, siempre con suavidad y dulzura, pero ella devolvió el beso, sintiendo que los años de separación se desvanecían para trocarse en pasión.
Candy cerró los ojos y entreabrió los labios, mientras el acariciaba sus brazos de arriba abajo, despacio, suavemente. Le besó el cuello, la mejilla, los párpados, y ella sintió la humedad de su boca en cada sitio que tocaban los labios. Le tomó la mano y la guió a sus pechos, y cuando él los acarició por encima de la fina tela de la camisa, dejó escapar un gemido.
Se separó de él con la sensación de estar soñando y la cara encendida por el calor del fuego. Comenzó a desabrocharle la camisa en silencio. Terry la miró y oyó su respiración entrecortada mientras sus dedos descendían por la camisa. Con cada nuevo botón, él sentía el roce de sus dedos sobre su piel. Cuando por fin terminó, Candy le sonrió con ternura. Luego deslizó las manos por debajo de la tela, tocándolo con toda la suavidad posible, explorando su cuerpo. Terry se excitó al sentir sus dedos sobre el pecho ligeramente húmedo, enredándose en el vello. Candy se inclinó y le besó el cuello con ternura mientras le pasaba la camisa por encima de los hombros y le rodeaba el torso con los brazos. Levantó la cabeza y dejó que él la besara mientras rotaba los hombros y se liberaba de las mangas.
Entonces él extendió los brazos, le levantó la camisa, y acarició lentamente su vientre con un dedo antes de quitarle la prenda. Bajó la cabeza para besarla entre los pechos y luego ascendió despacio con la lengua hasta el cuello, dejándola sin respiración. Sus manos le acariciaron suavemente la espalda, los brazos, los hombros, hasta que sus cuerpos ardientes se unieron, piel con piel. Terry le besó el cuello y lo mordisqueó suavemente mientras ella levantaba las caderas para permitirle que le quitara los pantalones. Candy buscó a tientas el cierre de los pantalones de Terry, lo descorrió, y miró a Terry mientras se los quitaba. Por fin sus cuerpos desnudos se unieron como en cámara lenta, y los dos se estremecieron con la idea de lo que estaba a punto de suceder.
Terry le lamió el cuello mientras sus manos acariciaban la piel tersa y caliente de sus pechos, descendían hasta el vientre y la entrepierna y volvían a subir. Estaba fascinado por su belleza. Su cabello sedoso reflejaba la luz y la hacía brillar. Su piel tersa y hermosa resplandecía a la luz del fuego. Sentía las manos de Candy en su espalda, atrayéndolo hacía ella.
Se tendieron junto a la chimenea; el aire estaba denso por el calor del fuego. La espalda de Candy estaba ligeramente arqueada cuando él rodó encima de ella con un movimiento suave y fluido. Él quedó a gatas encima de ella, con las rodillas abiertas sobre sus caderas. Candy levantó la cabeza para besarle el cuello y la barbilla, y con la respiración entrecortada, le lamió los hombros, saboreando el sudor de su cuerpo. Le pasó las manos por el pelo mientras él se encaramaba sobre ella, con los brazos de los músculos contraídos por el esfuerzo. Candy hizo un pequeño gesto de invitación y tiró de él, pero Terry se resistió. En cambio, descendió y rozó su pecho ligeramente contra el de ella, y Candy sintió que su cuerpo se estremecía de expectación.
Terry repitió el movimiento una y otra vez, despacio, besando cada parte de su cuerpo, escuchando los pequeños gemidos de Candy mientras se movía encima de ella.
Siguió así hasta que ella no pudo resistir más, y cuando por fin se unieron en un solo ser, Candy gritó y hundió los dedos en su espalda. Escondió la cara en su cuello, sintiéndolo en su interior, gozando de su fuerza y su ternura, sus músculos y su alma. Se movió rítmicamente contra su cuerpo, dejando que la llevara donde quisiera, al lugar donde debía estar.
Abrió los ojos y lo miró a la luz del fuego, maravillándose de su belleza mientras se movía encima de ella. El cuerpo de Terry brillaba, perlado de sudor, y las gotas cristalinas caían sobre su cuerpo como la lluvia. Todas sus responsabilidades, todas las facetas de su vida, su propia conciencia, escapaban con cada gota, con cada exhalación.
Sus cuerpos reflejaban todo lo que daban y tomaban, y Candy se sintió recompensada por una sensación cuya existencia desconocía. La sensación continuó y continuó, hormigueando en cada poro de su cuerpo, haciendo hervir su piel, hasta que se desvaneció. Entonces se estremeció debajo de Terry, conteniendo el aliento. Pero en cuanto la primera sensación se diluyó, otra comenzó a apoderarse de ella, y empezó a experimentarlas una tras otra, en largas secuencias. Cuando la lluvia amainó y el Sol se puso en el horizonte, su cuerpo, aunque rendido, se resistía a abandonar el placer.
Pasaron el día uno en brazos del otro; cuando no estaban haciendo el amor junto a la chimenea, contemplaban abrazados las llamas que devoraban los leños.
De vez en cuando, Terry le recitaba una pieza de teatro, y ella lo escuchaba tendida a su lado, con los ojos cerrados, sintiendo cada palabra. Luego, en cuanto recuperaban las fuerzas, sus cuerpos volvían a unirse, y Terry le murmuraba palabras de amor al oído, entre beso y beso.
Continuaron así hasta el anochecer, resarciéndose de los años de separación, y esa noche durmieron abrazados. Terry se despertó varias veces, y al contemplar el cuerpo agotado y radiante de Candy, pensó que su vida se había compuesto súbitamente.
En una de esas ocasiones, poco antes del amanecer, Candy abrió los ojos, sonrió y alzó la mano para acariciarle la cara. Terry le cubrió la boca con una mano, suavemente, para impedirle hablar, y durante un largo instante simplemente se miraron el uno al otro.
Cuando el nudo en su garganta se disipó, Terry susurró:
—Eres la respuesta a todas mis plegarias. Eres una canción, un sueño, un murmullo, y no sé cómo he podido vivir tanto tiempo sin ti. Te quiero, Candy, te quiero mucho más de lo que imaginas.
—Ay, Terry —respondió ella atrayéndolo hacia sí. Ahora, más que nunca, lo deseaba, lo necesitaba más que a nada en el mundo.
En los tribunales
Esa misma mañana, un poco más tarde, tres hombres —dos abogados y un juez— se reunían en un despacho de los tribunales. Charles terminó de hablar, pero el juez reflexionó unos instantes antes de responder.
—Es una solicitud extraña —dijo, sopesando la situación—. Creo que el juicio podría terminar hoy. ¿Dice que este asunto es tan urgente que no puede esperar a esta noche, o a mañana?
—No, Su Señoría, no puede —respondió Charles, quizá demasiado rápidamente. Tranquilo, relájate, se dijo. Respira hondo.
— ¿Y no tiene nada que ver con el caso?
—No, Su Señoría. Es un asunto personal. Sé que es una solicitud fuera de lo común, pero debo ocuparme de esta cuestión de inmediato. —Eso estaba mejor.
El juez se apoyó en el respaldo de su silla y lo miró con ojo crítico durante un momento.
— ¿Qué opina usted, señor Bates?
El aludido se aclaró la garganta.
—El señor Dawson me telefoneó esta mañana, y ya he hablado con mis clientes. Están dispuestos a aceptar un aplazamiento hasta el lunes.
—Ya veo —dijo el juez—. ¿Y cree que este aplazamiento podría beneficiar a sus clientes?
—Así es —respondió—. El señor Dawson ha aceptado reanudar las discusiones sobre un asunto no contemplado en el procedimiento.
El juez miró fijamente a los dos abogados y pensó unos segundos.
—Esto no me gusta —declaró por fin—; no me gusta nada. Pero el señor Dawson nunca había hecho una solicitud semejante, por lo que supongo que el asunto es de vital importancia para él. —Hizo una pausa, como para crear expectación, y echó un vistazo a los papeles que había sobre su escritorio. —Acepto un aplazamiento hasta el lunes a las nueve en punto.
—Gracias, Su Señoría —dijo Charles.
Dos minutos después, salió de los tribunales. Echó a andar hacia el coche que había estacionado al otro lado de la calle, subió y condujo en dirección a New York con manos temblorosas.