Los derechos de autor y los impuestos (I)
Un accidente preparado
Aprimera vista se puede creer que la ley de los derechos de autor es importante solamente para una categoría limitada de personas.
La legislación anticultural que se aprobó a las dos de la manana del primer día del ano (como para evocar las palabras albazo y madruguete) no es simple resultado de las prisas legislativas. Fue un accidente preparado por la Secretaria de Hacienda, con todas las de la ley: con todas las astucias, disimulaciones y piedras bien situadas para descarrilar a los legisladores en el camino de la ley. Se trata de cambios no anunciados ni discutidos ante la opinión pública, ni en el pleno de las cámaras legislativas, ni siquiera en sus comisiones de cultura. Se aprobó una Caja de Pandora cerrada, sin ver lo que iba a salir de ahí, no sólo para la cultura, sino para la imagen de la democracia y del sexenio.
Las cosas empezaron mal, después del 2 de julio del 2000. Hacienda les vendió a los posibles funcionarios entrantes todos sus recalentados, todos los remanentes de proyectos que no habían logrado la aprobación política suprema, en los tiempos de la economía presidencial; como si la democracia consistiera en que, por fin, la tecnocracia realizara sus sueńos. Y la venta parecía tan perfecta que hasta circuló el rumor de que no habría funcionarios entrantes: que los mismos continuarían (cosa que de otra forma sucedió) en el feudo intocado por las elecciones, en esa especie de Estado absoluto hacendario dentro del Estado, donde nadie puede entrar. A los posibles funcionarios entrantes no se les ocurrió que un feudo hermético, del que no se tiene más información que la que el feudo quiera dar, cuando la quiera dar, como la quiera dar, se presta a todas las maravillas imaginables de arbitrariedad, ineptitud y corrupción.
Una de las peores consecuencias de comprar los recalentados de Hacienda, fue que el régimen entrante ya no podía decir: Nos equivocamos al creer que era posible no aumentar los impuestos. El desastre bancario (por el lado del gasto) y la mala administración de la cobranza (por el lado de la recaudación, especialmente la tolerancia del contrabando), desastres ambos responsabilidad de Hacienda, suman varios puntos del PIB. Reconocerlo hubiera puesto el costo político donde debería estar. Más aún si, intencionadamente, se creara un Impuesto Especial para Reparar los Danos que Dejó la Mala Administración Hacendaria de los Últimos Sexenios (IERDDMAHUS). Pero Hacienda maniobró astutamente para que su feudo siguiera intocado y todo el costo político recayera primero sobre el presidente y luego sobre los legisladores.
A principios del 2001, circulaban borradores contradictorios de la supuesta gran reforma fiscal, de los que nadie se responsabilizaba. En uno de éstos se suprimía la exención autoral y la reducción del impuesto a la edición de libros, en otros no. Sembraron confusión, y de eso se trataba. Nadie sabía lo que iba en serio. Nadie tenía bases para discutir públicamente un proyecto que no daba la cara. Para aumentar la confusión, había una campana de propaganda según la cual no aumentarían los impuestos.
Para reducir al mínimo la oportunidad de discutir públicamente la reforma, Hacienda dejó correr cuatro meses antes de darla a conocer oficialmente, después de varias fechas prometidas y no cumplidas. En la última, el 3 de abril del 2001, después de las ocho de la noche y sin copias para nadie, aunque la prensa estaba en ascuas y apostada para ver si llegaba o no llegaba, se entregó un ejemplar a la Cámara de Diputados. Al día siguiente, para simular que se atendía el derecho a la información, Hacienda hizo como que difundía el proyecto en la internet, con toda clase de obstáculos. En primer lugar, usó un archivo PDF, sin avisar del obstáculo ni dar la llave para abrirlo, como es común en estos casos. (Este documento está en PDF. Para abrirlo, necesita el programa Acrobat. Si no lo tiene, obténgalo gratuitamente haciendo clic en este botón.) Y los que llegaron a maliciar cómo abrir el texto, se encontraron con otros obstáculos. No bastaba leerlo, porque los cambios estaban escondidos. Hacía falta el estudio de expertos durante semanas enteras para hacer la comparación con el texto anterior y descubrir los cambios.
Para informar a la sociedad con transparencia, el proyecto debió desmenuzar cambio por cambio: La ley actual dice tal cosa, con estos inconvenientes. Proponemos que diga tal otra, con estas ventajas. En este punto específico, se recauda actualmente tanto y efectuar la recaudación tiene un costo administrativo de tanto para el fisco y tanto para el causante. Con el cambio propuesto, la recaudación y los costos administrativos quedarían como sigue. Todo con números desglosados por tipo de causante y situación, por tamano de la operación, por zonas del país.
Pero Hacienda no quería informar con transparencia, sino confundir a los legisladores, a los medios de comunicación social, a los ciudadanos, para que no se enteraran y, sobre todo, para que no se metieran. Los artículos y fracciones que desaparecían, se modificaban, o eran completamente nuevos, tenían otra numeración, estaban en otro lugar, cambiaban de redacción: hacían complicadísimo localizar las diferencias, ya no se diga evaluarlas. Ni siquiera verbalmente era posible obtener explicaciones, porque el secretario estuvo en una posición olímpica, de la cual no iba a descender para tratar con meros legisladores. Como si fuera poco, se anunció, también olímpicamente, que no había proyecto B. Si los legisladores no aprueban lo que va, que venga el caos.
La barbaridad que se aprobó contradice las promesas de campana del presidente Fox. Contradice la Ley de Fomento a la Lectura y el Libro creada el ano 2000 por iniciativa de los propios legisladores. Contradice la existencia del Conaculta y muchos otros organismos de fomento cultural (en la SEP, las universidades, los estados, etcétera). Contradice preceptos constitucionales, como sentenció la Suprema Corte en 1992. No sólo eso: lo que se aprobó no estaba en la propuesta presidencial del 3 de abril, ni es algo que la nueva legislatura se hubiera propuesto legislar. Tampoco es algo que vaya producir ingresos al erario: se trata de una miseria frente al presupuesto de fomento cultural, ya no se diga frente al presupuesto. Objetivamente es una tontería. Sólo se entiende subjetivamente: muchos sexenios de autocracia fiscal han creado un tipo de funcionario para el cual la pequenez desde el poder da grandes satisfacciones.
Francisco Gil Díaz (ahora secretario de Hacienda, pero entonces subsecretario de Ingresos) invitó a una comida el 22 de enero de 1993 a varios escritores que peleábamos la exención autoral, supuestamente para escucharnos. Olímpicamente, nos plantó. Estuvo en su lugar Rubén Aguirre Pangburn (entonces Director General Técnico de Ingresos y ahora subsecretario de lo mismo), que nos puso en antecedentes de su experiencia en la cuestión, contándonos que tenía veinte anos, o algo así, de luchar contra la exención autoral. De buen humor, hasta nos contó los episodios. Cómo, la segunda o tercera vez que casi ya lo había logrado, fueron los músicos (y, en particular, Venus Rey) los que movilizaron con éxito todos los apoyos del PRI. Etcétera. Hasta que por fin metió el gol en 1990, con el apoyo de Francisco Gil y Pedro Aspe.
Quizá, con ánimo literario, debimos aprovechar sus confesiones para indagar los orígenes de una pasión tan extrana. Preferimos limitarnos a lo objetivo: Con tantos anos de perseverancia, usted debe tener una documentación amplísima sobre el tema y la respuesta a una pregunta que nadie en Hacienda ha podido (o querido) responder. ¿Cuánto le cuesta la exención al erario?
No lo sabía, después de veinte anos, y en esa ignorancia está dicho todo. Detrás del gol metido nuevamente, once anos después, no hay nada racional. No hay recaudación (sí costos administrativos). No hay ventajas políticas (sí costos políticos). No hay ventajas (sí danos) para la cultura. No hay una gran visión de hombres de Estado, y ni siquiera un cálculo inteligente. No hay más que la pequena satisfacción de aprovechar el caos, para meter un gol largamente sonado, en el último minuto ■
El espejo de los impuestos
No obstante, también nosotros como simple consumidores de obras y ideas y somos influidos de esta ley - ella determina una cierta relación (no siempre afortunada) entre la producción de obras artísticas, la cultura y el arte y por un lado el mercado de consumo, por otro lado.
No puede sorprendernos que la polémica continúe. Ahí está la médula del Estado. Ahí también el corazón de la ciudadanía. Si Burke dijo alguna vez que en los ingresos del Estado estaba el Estado, también puede decirse que el ciudadano –individuo que pertenece y participa, recipiente de derechos y sujeto de obligaciones– existe en tanto que recibe la protección del poder público y colabora en su sostenimiento. Uno va de la mano del otro. Los derechos cuestan. Sin un Estado económicamente solvente no hay garantía que impere. Por eso el Estado democrático enlaza en la representación el derecho ciudadano de participar (así sea indirectamente) en la determinación de los impuestos y el deber ciudadano de contribuir al mantenimiento del poder. Sin representación el Estado es tiránico, sin recaudación la democracia es impotente. Por eso la decisión de los impuestos y las reacciones frente a ellos nos retratan. No hay mejor espejo del México presente que lo que ha sucedido en las semanas recientes alrededor de los impuestos.
El viejo dicho norteamericano ha cobrado sentido. En efecto, la política produce extranísimos companeros de cama. (Salvador Pániker, el pensador indocatalán, sugiere en su Cuaderno amarillo una leve modificación del dicho: no es la política sino el matrimonio lo que produce raros companeros de cama). México ha tenido desde hace ya varios anos un vergonzante eje político. PRI y PAN han coincidido para darle al país las principales decisiones. Ambos lo negarían, pero su alianza ha sido el motor de los cambios más importantes para México. Frente a ese enlace, el PRD ha sido el observador que denuncia, el testigo que se aparta del atentado para evitar complicidad. Ahora fue el gran definidor, el auténtico artífice de la reforma fiscal. Una reducida representación congresional fue suficiente para convertirse en la carga que inclina la balanza. El PRI, con quien la administración pensaba prender el acuerdo, fue incapaz de aprovechar el peso de su representación para determinar el sentido del cambio. Sin liderazgo y sin ideas, el PRI supo rechazar pero fue nulo para coordinar una propuesta. En cambio, el Partido de la Revolución Democrática fue capaz de complementar su rechazo con iniciativas. Y esas ideas marcaron el color de la reforma.
Confirmación: la democracia es la institucionalización de la sorpresa.
La suerte política de México estará en la calidad de sus partidos y el vínculo entre los poderes. En el puente que une al Ejecutivo con el Legislativo está la clave de la nueva gobernación. Lo primero que hay que resaltar es que hubo acuerdo. Después de muchos meses hubo decisión y eso, en el contexto en el que viven las democracias latinoamericanas no es nada desdenable. El Congreso no es un obstinado frente para el bloqueo de la Presidencia. Es un espacio que tiene voluntad de acuerdo. Así lo demuestra la actividad legislativa reciente. Nuestro Congreso no es una institución paralítica. Esa no es una crítica que merezca. Hay diálogo y puede haber acuerdo.
Lo que hay que analizar adicionalmente es la calidad de ese acuerdo. La conjunción no es muy alentadora. Ejecutivo ineficaz y Legislativo incompetente. Esa es la marca fundamental de los poderes. Por un lado, tenemos una Presidencia ingenua (no soy yo el que aplico el calificativo, el propio Ejecutivo ha confesado su inocencia recientemente), un poder incapaz de entender las exigencias del pluralismo y un equipo ostensiblemente descoordinado que facilita enormemente la tarea de las oposiciones. Hemos visto, pues, una Presidencia carente de una estrategia clara para llevar a puerto sus iniciativas y sin una conducción política sensata. Por el otro lado, encontramos un Poder Legislativo incompetente. No hay mejor muestra que la reforma aprobada. Habrá muchos que cuestionen la orientación general de la reforma, hay otros que defienden su sentido de justicia. Que opinen los que saben. Lo que es innegable es la improvisación de la reforma, la torpeza con la que redactaron las nuevas disposiciones, la incoherencia entre los objetivos y los resultados probables. La reforma aprobada en la madrugada del primer día de este ano es a todas luces deforme. No se necesita ser un experto fiscalista para advertir sus errores de ortografía, la infinidad de vicios jurídicos que la perforan, el candor de algunas de sus disposiciones. El esperpento fiscal con el que el Legislativo dio la bienvenida al ano es un grito por la profesionalización de la legislatura. Del amateurismo legislativo no pueden nacer piezas admirables de legislación.
En las reacciones sociales frente a la decisión del Congreso hay también un cuadro en el que podemos vernos. La desmesura es la nota sobresaliente. También se ha reflejado la convicción extendida de que, como dijo alguna vez Felipe Calderón, se haga la reforma fiscal en los bueyes de mi compadre. La reacción de la "comunidad" de autores ha sido la más elocuente, la más conmovedora. Es posible que sea también la pataleta más eficaz. La tarea de los novelistas es tan valiosa para la patria que el fisco no podrá tocarlos con un solo gravamen. Los impuestos a los autores, dice Gabriel Zaid son nada menos que un atentado contra la cultura. Homero Aridjis gritó de inmediato: "nos tratan como albaniles". Horror, injusticia, oprobio, ultraje: un magnífico prosista tratado como un vulgar obrero. Un fragante versificador considerado como un apestoso asalariado. Por supuesto, a los creadores como Homero Aridjis el fisco no debe mirarlos como ordinarios albaniles sino como arcángeles. El Estado debe olvidar el principio de la igualdad ciudadana para instaurar una aristocracia creativa. Eso es justamente lo que hay detrás de la defensa del privilegio fiscal de los autores. A pesar de los intentos de Carlos Monsiváis para deslindarse del aristocratismo de Aridjis y de sus malabares racionales para rechazar que la exención es un privilegio, se trata de eso: de un privilegio. Cuando se predica que los poetas no pueden ser tratados como contribuyentes se sugiere que no son ciudadanos. La Constitución mexicana así lo define: ser ciudadano es ser contribuyente. Aridjis reveló involuntariamente el aristocratismo de los escritores: no somos iguales a los albaniles, no somos iguales a los ingenieros, no somos iguales a los comerciantes, no somos iguales a los médicos, los profesores, los músicos a los abogados: somos mucho más, somos poetas, dramaturgos, novelistas, ensayistas. Nuestra inspiración sublime sostiene el edificio de la cultura nacional. Cuando nos golpean con la grosería de sus impuestos atentan contra la inteligencia, contra la memoria, contra la imaginación. Son técnicos que sólo entienden de fórmulas económicas, rancheros que no conocen a Borges, legisladores que no aman como nosotros al libro. Es interesante saber que en estos tiempos democráticos subsisten en México aristócratas orgullosos. Lo simpático es que muchos de ellos se digan de izquierda ■