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      Para Alejandro, Andrea y Nicole, que me pidieron esta historia    
      
        
      
      Alexander Coid despertó al 
      amanecer sobresaltado por una pesadilla. Soñaba que un enorme pájaro negro 
      se estrellaba contra la ventana con un fragor de vidrios destrozados, se 
      introducía a la casa y se llevaba a su madre. En el sueño él observaba 
      impotente cómo el gigantesco buitre cogía a Lisa Coid por la ropa con sus 
      garras amarillas, salía por la misma ventana rota y se perdía en un cielo 
      cargado de densos nubarrones. Lo despertó el ruido de la tormenta, el 
      viento azotando los árboles, la lluvia sobre el techo, los relámpagos y 
      truenos. Encendió la luz con la sensación de ir en un barco a la deriva y 
      se apretó contra el bulto del gran perro que dormía a su lado. Calculó que 
      a pocas cuadras de su casa el océano Pacífico rugía, desbordándose en olas 
      furiosas contra la cornisa. Se quedó escuchando la tormenta y pensando en 
      el pájaro negro y en su madre, esperando que se calmaran los golpes de 
      tambor que sentía en el pecho. Todavía estaba enredado en las imágenes del 
      mal sueño. 
      
               El muchacho miró el 
      reloj: seis y media, hora de levantarse. Afuera apenas empezaba a aclarar. 
      Decidió que ése sería un día fatal, uno de esos días en que más valía 
      quedarse en cama porque todo salía mal. Había muchos días así desde que su 
      madre se enfermó; a veces el aire de la casa era pesado, como estar en el 
      fondo del mar. En esos días el único alivio era escapar, salir a correr 
      por la playa con Poncho hasta quedar sin aliento. Pero llovía y llovía 
      desde hacía una semana, un verdadero diluvio, y además a Poncho lo había 
      mordido un venado y no quería moverse. Alex estaba convencido de que tenía 
      el perro más bobalicón de la historia, el único labrador de cuarenta kilos 
      mordido por un venado. En sus cuatro años de vida, a Poncho lo habían 
      atacado mapaches, el gato del vecino y ahora un venado, sin contar las 
      ocasiones en que lo rociaron los zorrillos y hubo que bañarlo en salsa de 
      tomate para amortiguar el olor. Alex salió de la cama sin perturbar a 
      Poncho y se vistió tiritando; la calefacción se encendía a las seis, pero 
      todavía no alcanzaba a entibiar su pieza, la última del pasillo. 
      
               A la hora del 
      desayuno Alex estaba de mal humor y no tuvo ánimo para celebrar el 
      esfuerzo de su padre por hacer panqueques. John Coid no era exactamente 
      buen cocinero: sólo sabía hacer panqueques y le quedaban como tortillas 
      mexicanas de caucho. Para no ofenderlo, sus hijos se los echaban a la 
      boca, pero aprovechaban cualquier descuido para escupirlos en la basura. 
      Habían tratado en vano de entrenar a Poncho para que se los comiera: el 
      perro era tonto, pero no tanto. 
      
               —¿Cuándo se va a 
      mejorar la mamá? —preguntó Nicole, procurando pinchar el gomoso panqueque 
      con su tenedor. 
      
               —¡Cállate, tonta! 
      —replicó Alex, harto de oír la misma pregunta de su hermana menor varias 
      veces por semana. 
      
               —La mamá se va a 
      morir —comentó Andrea. 
      
               —¡Mentirosa! ¡No se 
      va a morir! —chilló Nicole. 
      
               —¡Ustedes son unas 
      mocosas, no saben lo que dicen! —exclamó Alex. 
      
               —Vamos, niños, 
      cálmense. La mamá se pondrá bien... —interrumpió John Coid, sin 
      convicción. 
      
               Alex sintió ira 
      contra su padre, sus hermanas, Poncho, la vida en general y hasta contra 
      su madre por haberse enfermado. Salió de la cocina a grandes trancos, 
      dispuesto a partir sin desayuno, pero tropezó con el perro en el pasillo y 
      se cayó de bruces. 
      
               —¡Quítate de mi 
      camino, tarado —le gritó y Poncho, alegre, le dio un sonoro lengüetazo en 
      la cara, que le dejó los lentes llenos de saliva. 
      
               
      Si, definitivamente era uno de esos días nefastos. Minutos después su 
      padre descubrió que tenía una rueda de la camioneta pinchada y debió 
      ayudar a cambiarla, pero de todos modos perdieron minutos preciosos y los 
      tres niños llegaron tarde a clase. En la precipitación de la salida a Alex 
      se le quedó la tarea de matemáticas, lo cual terminó por deteriorar su 
      relación con el profesor. Lo consideraba un hombrecito patético que se 
      había propuesto arruinarle la existencia. Para colmo también se le quedó 
      la flauta y esa tarde tenía ensayo con la orquesta de la escuela; él era 
      el solista y no podía faltar. La flauta fue la razón por la cual Alex 
      debió salir durante el recreo del mediodía para ir a su casa. La tormenta 
      había pasado, pero el mar todavía estaba agitado y no pudo acortar camino 
      por la playa, porque las olas reventaban por encima de la cornisa, 
      inundando la calle. Tomó la ruta larga corriendo, porque sólo disponía de 
      cuarenta minutos. 
      
               En las últimas 
      semanas, desde que su madre se enfermó, venía una mujer a limpiar, pero 
      ese día había avisado que no llegaría a causa de la tormenta. De todos 
      modos, no servía de mucho, porque la casa estaba sucia. Aun desde afuera 
      se notaba el deterioro, como si la propiedad estuviera triste. El aire de 
      abandono empezaba en el jardín y se extendía por las habitaciones hasta el 
      último rincón. 
      
               Alex presentía que 
      su familia se estaba desintegrando. Su hermana Andrea, quien siempre fue 
      algo diferente a las otras niñas, ahora andaba disfrazada y se perdía 
      durante horas en su mundo de fantasía, donde había brujas acechando en los 
      espejos y extraterrestres nadando en la sopa. Ya no tenía edad para eso, a 
      los doce años debiera estar interesada en los chicos o en perforarse las 
      orejas, suponía él. Por su parte Nicole, la menor de la familia, estaba 
      juntando un zoológico, como si quisiera compensar la atención que su madre 
      no podía darle. Alimentaba varios mapaches y zorrillos que rondaban la 
      casa; había adoptado seis gatitos huérfanos y los mantenía escondidos en 
      el garaje; le salvó la vida a un pajarraco con un ala rota y guardaba una 
      culebra de un metro de largo dentro de una caja. Si su madre encontraba la 
      culebra se moría allí mismo del susto, aunque no era probable que eso 
      sucediera, porque, cuando no estaba en el hospital, Lisa Coid pasaba el 
      día en la cama. 
      
               Salvo los 
      panqueques de su padre y unos emparedados de atún con mayonesa, 
      especialidad de Andrea, nadie cocinaba en la familia desde hacía meses. En 
      la nevera sólo había jugo de naranja, leche y helados; en la tarde pedían 
      por teléfono pizza o comida china. Al principio fue casi una fiesta, 
      porque cada cual comía a cualquier hora lo que le daba la gana, más que 
      nada azúcar, pero ya todos echaban de menos la dieta sana de los tiempos 
      normales. Alex pudo medir en esos meses cuán enorme había sido la 
      presencia de su madre y cuánto pesaba ahora su ausencia. Echaba de menos 
      su risa fácil y su cariño, tanto como su severidad. Ella era más estricta 
      que su padre y más astuta: resultaba imposible engañarla porque tenía un 
      tercer ojo para ver lo invisible. Ya no se oía su voz canturreando en 
      italiano, no había música, ni flores, ni ese olor característico de 
      galletas recién horneadas y pintura. Antes su madre se las arreglaba para 
      trabajar varias horas en su taller, mantener la casa impecable y esperar a 
      sus hijos con galletas; ahora apenas se levantaba por un rato y daba 
      vueltas por las habitaciones con un aire desconcertado, como si no 
      reconociera su entorno, demacrada, con los ojos hundidos y rodeados de 
      sombras. Sus telas, que antes parecían verdaderas explosiones de color, 
      ahora permanecían olvidadas en los atriles y el óleo se secaba en los 
      tubos. Lisa Coid parecía haberse achicado, era apenas un fantasma 
      silencioso. 
      
               Alex ya no tenía a 
      quien pedirle que le rascara la espalda o le levantara el ánimo cuando 
      amanecía sintiéndose como un bicho. Su padre no era hombre de mimos. 
      Salían juntos a escalar montañas, pero hablaban poco; además, John Coid 
      había cambiado, como todos en la familia. Ya no era la persona serena de 
      antes, se irritaba con frecuencia, no sólo con los hijos, sino también con 
      su mujer. A veces le reprochaba a gritos a Lisa que no comía suficiente o 
      no se tomaba sus medicamentos, pero enseguida se arrepentía de su arrebato 
      y le pedía perdón, angustiado. Esas escenas dejaban a Alex temblando: no 
      soportaba ver a su madre sin fuerzas y a su padre con los ojos llenos de 
      lágrimas. 
      
               Al llegar ese 
      mediodía a su casa le extrañó ver la camioneta de su padre, quien a esa 
      hora siempre estaba trabajando en la clínica. Entro por la puerta de la 
      cocina, siempre sin llave, con la intención de comer algo, recoger su 
      flauta y salir disparado de vuelta a la escuela. Echó una mirada a su 
      alrededor y sólo vio los restos fosilizados de la pizza de la noche 
      anterior. Resignado a pasar hambre, se dirigió a la nevera en busca de un 
      vaso de leche. En ese instante escuchó el llanto. Al principio pensó que 
      eran los gatitos de Nicole en el garaje, pero enseguida se dio cuenta que 
      el ruido provenía de la habitación de sus padres. Sin ánimo de espiar, en 
      forma casi automática, se aproximó y empujó suavemente la puerta 
      entreabierta Lo que vio lo dejó paralizado. 
      
               Al centro de la 
      pieza estaba su madre en camisa de dormir y descalza, sentada en un 
      taburete, con la cara entre las manos, llorando. Su padre, de pie detrás 
      de ella, empuñaba una antigua navaja de afeitar, que había pertenecido al 
      abuelo. Largos mechones de cabello negro cubrían el suelo y los hombros 
      frágiles de su madre, mientras su cráneo pelado brillaba como mármol en la 
      luz pálida que se filtraba por la ventana. 
      
               Por unos segundos 
      el muchacho permaneció helado de estupor, sin comprender la escena, sin 
      saber qué significaba el cabello por el suelo, la cabeza afeitada o esa 
      navaja en la mano de su padre brillando a milímetros del cuello inclinado 
      de su madre. Cuando logró volver a sus sentidos, un grito terrible le 
      subió desde los pies y una oleada de locura lo sacudió por completo. Se 
      abalanzó contra John Coid, lanzándolo al suelo de un empujón. La navaja 
      hizo un arco en el aire, pasó rozando su frente y se clavó de punta en el 
      suelo. Su madre comenzó a llamarlo, tironeándolo de la ropa para 
      separarlo, mientras él repartía golpes a ciegas, sin ver dónde caían. 
      
               —Está bien, hijo, 
      cálmate, no pasa nada —suplicaba Lisa Coid sujetándolo con sus escasas 
      fuerzas, mientras su padre se protegía la cabeza con los brazos. Por fin 
      la voz de su madre penetró en su mente y se desinfló su ira en un 
      instante, dando paso al desconcierto y el horror por lo que había hecho. 
      Se puso de pie y retrocedió tambaleándose; luego echó a correr y se 
      encerró en su pieza. Arrastró su escritorio y trancó la puerta, tapándose 
      los oídos para no escuchar a sus padres llamándolo. Por largo rato 
      permaneció apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, tratando de 
      controlar el huracán de sentimientos que lo sacudía hasta los huesos. 
      Enseguida procedió a destrozar sistemáticamente todo lo que había en la 
      habitación. Sacó los afiches de los muros y los desgarró uno por uno; 
      cogió su bate de béisbol y arremetió contra los cuadros y videos; molió su 
      colección de autos antiguos y aviones de la Primera Guerra Mundial; 
      arrancó las páginas de sus libros; destripó con su navaja del ejército 
      suizo el colchón y las almohadas; cortó a tijeretazos su ropa y las 
      cobijas y por último pateó la lámpara hasta hacerla añicos. Llevó a cabo 
      la destrucción sin prisa, con método, en silencio, como quien realiza una 
      tarea fundamental, y sólo se detuvo cuando se le acabaron las fuerzas y no 
      había nada más por romper. El suelo quedó cubierto de plumas y relleno de 
      colchón, de vidrios, papeles, trapos y pedazos de juguetes. Aniquilado por 
      las emociones y el esfuerzo, se echó en medio de aquel naufragio encogido 
      como un caracol, con la cabeza en las rodillas, y lloró hasta quedarse 
      dormido. Alexander Coid despertó horas más tarde con las voces de sus 
      hermanas y tardó unos minutos en acordarse de lo sucedido. Quiso encender 
      la luz, pero la lámpara estaba destrozada. Se aproximó a tientas a la 
      puerta, tropezó y lanzó una maldición al sentir que su mano caía sobre un 
      trozo de vidrio. No recordaba haber movido el escritorio y tuvo que 
      empujarlo con todo el cuerpo para abrir la puerta. La luz del pasillo 
      alumbró el campo de batalla en que estaba convertida su habitación y las 
      caras asombradas de sus hermanas en el umbral. 
      
               —¿Estás redecorando 
      tu pieza, Alex? —se burló Andrea, mientras Nicole se tapaba la cara para 
      ahogar la risa. 
      
               Alex les cerró la 
      puerta en las narices y se sentó en el suelo a pensar, apretándose el 
      corte de la mano con los dedos. La idea de morir desangrado le pareció 
      tentadora, al menos se libraría de enfrentar a sus padres después de lo 
      que había hecho, pero enseguida cambió de parecer. Debía lavarse la herida 
      antes que se le infectara, decidió. Además ya empezaba a dolerle, debía 
      ser un corte profundo, podía darle tétano... Salió con paso vacilante, a 
      tientas porque apenas veía; sus lentes se perdieron en el desastre y tenía 
      los ojos hinchados de llorar. Se asomó en la cocina, donde estaba el resto 
      de la familia, incluso su madre, con un pañuelo de algodón atado en la 
      cabeza, que le daba el aspecto de una refugiada. 
      
               —Lo lamento... 
      —balbuceó Alex con la vista clavada en el suelo. 
      
               Lisa ahogó una 
      exclamación al ver la camiseta manchada con sangre de su hijo, pero cuando 
      su marido le hizo una seña cogió a las dos niñas por los brazos y se las 
      llevó sin decir palabra. John Coid se aproximó a Alex para atender la mano 
      herida. 
      
               —No sé lo que me 
      pasó, papá... —murmuró el chico, sin atreverse a levantar la vista. 
      
               —Yo también tengo 
      miedo, hijo. 
      
               —¿Se va a morir la 
      mamá? —preguntó Alex con un hilo de voz. 
      
               —No lo sé, 
      Alexander. Pon la mano bajo el chorro de agua fría —le ordenó su padre. 
      
               John Coid lavó la 
      sangre, examinó el corte y decidió inyectar un anestésico para quitar los 
      vidrios y ponerle unos puntos. Alex, a quien la vista de sangre solía dar 
      fatiga, esta vez soportó la curación sin un solo gesto, agradecido de 
      tener un médico en la familia. Su padre le aplicó una crema desinfectante 
      y le vendó la mano. 
      
               —De todos modos se 
      le iba a caer el pelo a la mamá, ¿verdad? —preguntó el muchacho. 
      
               —Si, por la 
      quimioterapia. Es preferible cortarlo de una vez que verlo caerse a 
      puñados. Es lo de menos, hijo, volverá a crecerle. Siéntate, debemos 
      hablar. 
      
               —Perdóname, papá... 
      Voy a trabajar para reponer todo lo que rompí. 
      
               —Está bien, supongo 
      que necesitabas desahogarte. No hablemos más de eso, hay otras cosas más 
      importantes que debo decirte. Tendré que llevar a Lisa a un hospital en 
      Texas, donde le harán un tratamiento largo y complicado. Es el único sitio 
      donde pueden hacerlo. 
      
               —¿Y con eso sanará? 
      —preguntó ansioso el muchacho. 
      
               —Así lo espero, 
      Alexander. Iré con ella, por supuesto. Habrá que cerrar esta casa por un 
      tiempo. 
      
               —¿Qué pasará con 
      mis hermanas y conmigo? 
      
               —Andrea y Nicole 
      irán a vivir con la abuela Carla. Tú irás donde mi madre —le explicó su 
      padre. 
      
               —¿Kate? ¡No quiero 
      ir donde ella, papá! ¿Por qué no puedo ir con mis hermanas? Al menos la 
      abuela Carla sabe cocinar... 
      
               —Tres niños son 
      mucho trabajo para mi suegra. 
      
               —Tengo quince años, 
      papá, edad de sobra para que al menos me preguntes mi opinión. No es justo 
      que me mandes donde Kate como si yo fuera un paquete. Siempre es lo mismo, 
      tú tomas las decisiones y yo tengo que aceptarlas. ¡Ya no soy un niño! 
      —alegó Alex, furioso. 
      
               —A veces actúas 
      como uno —replicó John Coid señalando el corte de la mano. 
      
               —Fue un accidente, 
      a cualquiera le puede pasar. Me portaré bien donde Carla, te lo prometo. 
      
               —Sé que tus 
      intenciones son buenas, hijo, pero a veces pierdes la cabeza. 
      
               —¡Te dije que iba a 
      pagar lo que rompí! —gritó Alexander, dando un puñetazo sobre la mesa. 
      
               —¿Ves como pierdes 
      el control? En todo caso, Alexander, esto nada tiene que ver con el 
      destrozo de tu pieza. Estaba arreglado desde antes con mi suegra y mi 
      madre. Ustedes tres tendrán que ir donde las abuelas, no hay otra 
      solución. Tú viajarás a Nueva York dentro de un par de días —dijo su 
      padre. 
      
               —¿Solo? 
      
               —Solo. Me temo que 
      de ahora en adelante deberás hacer muchas cosas solo. Llevarás tu 
      pasaporte, porque creo que vas a iniciar una aventura con mi madre. 
      
               —¿Dónde? 
      
               —Al Amazonas... 
      
               —¡El Amazonas! 
      —exclamó Alex, espantado—. Vi un documental sobre el Amazonas, ese lugar 
      está lleno de mosquitos, caimanes y bandidos. ¡Hay toda clase de 
      enfermedades, hasta lepra! 
      
               —Supongo que mi 
      madre sabe lo que hace, no te llevaría a un sitio donde peligre tu vida, 
      Alexander. 
      
               —Kate es capaz de 
      empujarme a un río infectado de pirañas, papá. Con una abuela como la mía 
      no necesito enemigos —farfulló el muchacho. 
      
               —Lo siento, pero 
      deberás ir de todos modos, hijo. 
      
               —¿Y la escuela? 
      Estamos en época de exámenes. Además no puedo abandonar la orquesta de un 
      día para otro... 
      
               —Hay que ser 
      flexible, Alexander. Nuestra familia está pasando por una crisis. ¿Sabes 
      cuáles son los caracteres chinos para escribir crisis? Peligro + 
      oportunidad. Tal vez el peligro de la enfermedad de Lisa te ofrece una 
      oportunidad extraordinaria. Ve a empacar tus cosas. 
      
               —¿Qué voy a 
      empacar? No es mucho lo que tengo —masculló Alex, todavía enojado con su 
      padre. 
      
               —Entonces tendrás 
      que llevar poco. Ahora anda a darle un beso a tu madre, que está muy 
      sacudida por lo que está pasando. Para Lisa es mucho más duro que para 
      cualquiera de nosotros, Alexander. Debemos ser fuertes, como lo es ella 
      —dijo John Coid tristemente. 
      
               Hasta hacía un par 
      de meses, Alex había sido feliz. Nunca tuvo gran curiosidad por explorar 
      más allá de los límites seguros de su existencia; creía que si no hacía 
      tonterías todo le saldría bien. Tenía planes simples para el futuro, 
      pensaba ser un músico famoso, como su abuelo Joseph Coid, casarse con 
      Cecilia Burns, en caso que ella lo aceptara, tener dos hijos y vivir cerca 
      de las montañas. Estaba satisfecho de su vida, como estudiante y 
      deportista era bueno, aunque no excelente, era amistoso y no se metía en 
      problemas graves. Se consideraba una persona bastante normal, al menos en 
      comparación con los monstruos de la naturaleza que había en este mundo, 
      como esos chicos que entraron con metralletas a un colegio en Colorado y 
      masacraron a sus compañeros. No había que ir tan lejos, en su propia 
      escuela había algunos tipos repelentes. No, él no era de ésos. La verdad 
      es que lo Único que deseaba era volver a la vida de unos meses antes, 
      cuando su madre estaba sana. No quería ir al Amazonas con Kate Coid. Esa 
      abuela le daba un poco de miedo. 
      
               Dos días más tarde 
      Alex se despidió del lugar donde habían transcurrido los quince años de su 
      existencia. Se llevó consigo la imagen de su madre en la puerta de la 
      casa, con un gorro cubriendo su cabeza afeitada, sonriendo y diciéndole 
      adiós con la mano, mientras le corrían lágrimas por las mejillas. Se veía 
      diminuta, vulnerable y hermosa, a pesar de todo. El muchacho subió al 
      avión pensando en ella y en la aterradora posibilidad de perderla. ¡No! No 
      puedo ponerme en ese caso, debo tener pensamientos positivos, mi mamá 
      sanará, murmuró una y otra vez durante el largo viaje.  
      
 
      CAPITULO 2 - La 
      excéntrica abuela  
      
       Alexander Coid se encontraba en el 
      aeropuerto de Nueva York en medio de una muchedumbre apurada que pasaba 
      por su lado arrastrando maletas y bultos, empujando, atropellando. 
      Parecían autómatas, la mitad de ellos con un teléfono celular pegado en la 
      oreja y hablando al aire, como dementes. Estaba solo, con su mochila en la 
      espalda y un billete arrugado en la mano. Llevaba otros tres doblados y 
      metidos en sus botas. Su padre le había aconsejado cautela, porque en esa 
      enorme ciudad las cosas no eran como en el pueblito de la costa 
      californiana donde ellos vivían, donde nunca pasaba nada. Los tres chicos 
      Coid se habían criado jugando en la calle con otros niños, conocían a todo 
      el mundo y entraban a las casas de sus vecinos como a la propia. 
      
               El muchacho había viajado seis 
      horas, cruzando el continente de un extremo a otro, sentado junto a un 
      gordo sudoroso, cuya grasa desbordaba el asiento, reduciendo su espacio a 
      la mitad. A cada rato el hombre se agachaba con dificultad, echaba mano a 
      una bolsa de provisiones y procedía a masticar alguna golosina, sin 
      permitirle dormir o ver la película en paz. Alex iba muy cansado, contando 
      las horas que faltaban para terminar aquel suplicio, hasta que por fin 
      aterrizaron y pudo estirar las piernas. Descendió del avión aliviado, 
      buscando a su abuela con la vista, pero no la vio en la puerta, como 
      esperaba. 
      
               Una hora más tarde Kate Coid 
      todavía no llegaba y Alex comenzaba a angustiarse en serio. La había hecho 
      llamar por el altoparlante dos veces, sin obtener respuesta, y ahora 
      tendría que cambiar su billete por monedas para usar el teléfono. Se 
      felicitó por su buena memoria: podía recordar el número sin vacilar, tal 
      como recordaba su dirección sin haber estado nunca allí, sólo por las 
      tarjetas que le escribía de vez en cuando. El teléfono de su abuela repicó 
      en vano, mientras él hacia fuerza mental para que alguien lo levantara. 
      ¿Qué hago ahora?, musitó, desconcertado. Se le ocurrió llamar a larga 
      distancia a su padre para pedirle instrucciones, pero eso podía costarle 
      todas sus monedas. Por otra parte, no quiso portarse como un mocoso. ¿Qué 
      podía hacer su padre desde tan lejos? No, decidió, no podía perder la 
      cabeza sólo porque su abuela se atrasara un poco; tal vez estaba atrapada 
      en el tráfico, o andaba dando vueltas en el aeropuerto buscándolo y se 
      habían cruzado sin verse. 
      
               Pasó otra media hora y para 
      entonces sentía tanta rabia contra Kate Coid, que si la hubiera tenido por 
      delante seguro la habría insultado. Recordó las bromas pesadas que ella le 
      había hecho durante años, como la caja de chocolates rellenos con salsa 
      picante que le mandó para un cumpleaños. Ninguna abuela normal se daría el 
      trabajo de quitar el contenido de cada bombón con una jeringa, 
      reemplazarlo con tabasco, envolver los chocolates en papel plateado y 
      colocarlos de vuelta en la caja, sólo para burlarse de sus nietos. 
      
               También recordó los cuentos 
      terroríficos con que los atemorizaba cuando iba a visitarlos y cómo 
      insistía en hacerlo con la luz apagada. Ahora esas historias ya no eran 
      tan efectivas, pero en la infancia casi lo habían matado de miedo. Sus 
      hermanas todavía sufrían pesadillas con los vampiros y zombies escapados 
      de sus tumbas que aquella abuela malvada invocaba en la oscuridad. Sin 
      embargo, no podía negar que eran adictos a esas truculentas historias. 
      Tampoco se cansaban de escucharla contar los peligros, reales o 
      imaginarios, que ella había enfrentado en sus viajes por el mundo. El 
      favorito era de una pitón de ocho metros de largo en Malasia, que se tragó 
      su cámara fotográfica. «Lástima que no te tragó a ti, abuela», comentó 
      Alex la primera vez que oyó la anécdota, pero ella no se ofendió. Esa 
      misma mujer le enseñó a nadar en menos de cinco minutos, empujándolo a una 
      piscina cuando tenía cuatro años. Salió nadando por el otro lado de pura 
      desesperación, pero podría haberse ahogado. Con razón Lisa Coid se ponía 
      muy nerviosa cuando su suegra llegaba de visita: debía doblar la 
      vigilancia para preservar la salud de sus niños. 
      
               A la hora y media de espera en el 
      aeropuerto, Alex no sabia ya qué hacer. Imaginó cuánto gozaría Kate Coid 
      al verlo tan angustiado y decidió no darle esa satisfacción; debía actuar 
      como un hombre. Se colocó el chaquetón, se acomodó la mochila en los 
      hombros y salió a la calle. El contraste entre la calefacción, el bullicio 
      y la luz blanca dentro del edificio con el frío, el silencio y la 
      oscuridad de la noche afuera, casi lo voltea. No tenía idea que el 
      invierno en Nueva York fuera tan desagradable. Había olor a gasolina, 
      nieve sucia sobre la acera y una ventisca helada que golpeaba la cara como 
      agujas. Se dio cuenta que con la emoción de despedirse de su familia, 
      había olvidado los guantes y el gorro, que nunca tenía ocasión de usar en 
      California y guardaba en un baúl en el garaje, con el resto de su equipo 
      de esquí. Sintió latir la herida en su mano izquierda, que hasta entonces 
      no le había molestado, y calculó que debería cambiar el vendaje apenas 
      llegara donde su abuela. No sospechaba a qué distancia estaba su 
      apartamento ni cuánto costaría la carrera en taxi. Necesitaba un mapa, 
      pero no supo dónde conseguirlo. Con las orejas heladas y las manos metidas 
      en los bolsillos caminó hacia la parada de los buses. 
      
               —Hola, ¿andas solo? —se le acercó 
      una muchacha. 
      
               La chica llevaba una bolsa de lona 
      al hombro, un sombrero metido hasta las cejas, las uñas pintadas de azul y 
      una argolla de plata atravesada en la nariz. Alex se quedó mirándola 
      maravillado, era casi tan bonita como su amor secreto, Cecilia Burns, a 
      pesar de sus pantalones rotosos, sus botas de soldado y su aspecto más 
      bien sucio y famélico. Como único abrigo usaba un chaquetón corto de piel 
      artificial color naranja, que apenas le cubría la cintura. No llevaba 
      guantes. Alex farfulló una respuesta vaga. Su padre le había advertido que 
      no hablara con extraños, pero esa chica no podía representar peligro 
      alguno, era apenas un par de años mayor, casi tan delgada y baja como su 
      madre. En realidad, a su lado Alex se sintió fuerte. 
      
       —¿Dónde vas? —insistió la desconocida 
      encendiendo un cigarrillo. 
      
               —A casa de mi abuela, vive en la 
      calle Catorce con la Segunda Avenida. ¿Sabes cómo puedo llegar allá? 
      —inquirió Alex. 
      
               —Claro, yo voy para el mismo lado. 
      Podemos tomar el bus. Soy Morgana —se presentó la joven. 
      
               —Nunca había oído ese nombre 
      —comentó Alex. 
      
               —Yo misma lo escogí. La tonta de 
      mi madre me puso un nombre tan vulgar como ella. Y tú, ¿cómo te llamas? 
      —preguntó echando humo por las narices. 
      
               —Alexander Coid. Me dicen Alex 
      —replicó, algo escandalizado al oírla hablar de su familia en tales 
      términos. 
      
               Aguardaron en la calle, pataleando 
      en la nieve para calentarse los pies, durante unos diez minutos, que 
      Morgana aprovechó para ofrecer un apretado resumen de su vida: hacía años 
      que no iba a la escuela —eso era para estúpidos— y se había escapado de su 
      casa porque no aguantaba a su padrastro, que era un cerdo repugnante. —Voy 
      a pertenecer a una banda de rock, ése es mi sueño —agregó—. Lo único que 
      necesito es una guitarra eléctrica. ¿Qué es esa caja que llevas atada a la 
      mochila? 
      
               —Una flauta. 
      
               —¿Eléctrica? 
      
               —No, de pilas —se burló Alex. 
      Justo cuando sus orejas se estaban transformando en cubitos de hielo, 
      apareció el bus y ambos subieron. El chico pagó su pasaje y recibió el 
      vuelto, mientras Morgana buscaba en un bolsillo de su chaqueta naranja, 
      luego en otro. 
      
               —¡Mi cartera! Creo que me la 
      robaron... —tartamudeó. 
      
               —Lo siento, niña. Tendrás que 
      bajarte —le ordenó el chofer. 
      
               —¡No es mi culpa si me robaron! 
      —exclamó ella casi a gritos, ante el desconcierto de Alex, quien sentía 
      horror de llamar la atención. 
      
               —Tampoco es culpa mía. Acude a la 
      policía —replicó secamente el chofer. 
      
       La joven abrió su bolsa de lona y yació 
      todo el contenido en el pasillo del vehículo: ropa, cosméticos, papas 
      fritas, varias cajas y paquetes de diferentes tamaños y unos zapatos de 
      taco alto que parecían pertenecer a otra persona, porque era difícil 
      imaginarla en ellos. Revisó cada prenda de ropa con pasmosa lentitud, 
      dando vueltas a la ropa, abriendo cada caja y cada envoltorio, sacudiendo 
      la ropa interior a la vista de todo el mundo. Alex desvió la mirada, cada 
      vez más turbado. No quería que la gente pensara que esa chica y él andaban 
      juntos. 
      
               —No puedo esperar toda la noche, 
      niña. Tienes que bajarte —repitió el chofer, esta vez con un tono 
      amenazante. Morgana lo ignoro. Para entonces se había quitado el chaquetón 
      naranja y estaba revisando el forro, mientras los otros pasajeros del bus 
      empezaban a reclamar por el atraso en partir. 
      
               —¡Préstame algo! —exigió 
      finalmente, dirigiéndose a Alex. 
      
               El muchacho sintió derretirse el 
      hielo de sus orejas y supuso que se le estaban poniendo coloradas, como le 
      ocurría en los momentos culminantes. Eran su cruz: esas orejas lo 
      traicionaban siempre, sobre todo cuando estaba frente a Cecilia Burns, la 
      chica de la cual estaba enamorado desde el jardín de infancia sin la menor 
      esperanza de ser correspondido. Alex había concluido que no existía razón 
      alguna para que Cecilia se fijara en él, pudiendo elegir entre los mejores 
      atletas del colegio. En nada se distinguía él, sus únicos talentos eran 
      escalar montañas y tocar la flauta, pero ninguna chica con dos dedos de 
      frente se interesaba en cerros o flautas. Estaba condenado a amarla en 
      silencio por el resto de su vida, a menos que ocurriera un milagro. 
      
               —Préstame para el pasaje —repitió 
      Morgana. 
      
               En circunstancias normales a Alex 
      no le importaba perder su plata, pero en ese momento no estaba en 
      condición de portarse generoso. Por otra parte, decidió, ningún hombre 
      podía abandonar a una mujer en esa situación. Le alcanzaba justo para 
      ayudarla sin recurrir a los billetes doblados en sus botas. Pagó el 
      segundo pasaje. Morgana le lanzó un beso burlón con la punta de los dedos, 
      le sacó la lengua al chofer, que la miraba indignado, recogió sus cosas 
      rápidamente y siguió a Alex a la última fila del vehículo, donde se 
      sentaron juntos. 
      
               —Me salvaste el pellejo. Apenas 
      pueda, te pago —le aseguró. 
      
               Alex no respondió. Tenía un 
      principio: si le prestas dinero a una persona y no vuelves a verla, es 
      dinero bien gastado. Morgana le producía una mezcla de fascinación y 
      rechazo, era totalmente diferente a cualquiera de las chicas de su pueblo, 
      incluso las más atrevidas. Para evitar mirarla con la boca abierta, como 
      un bobo, hizo la mayor parte del largo viaje en silencio, con la vista 
      fija en el vidrio oscuro de la ventana, donde se reflejaban Morgana y 
      también su propio rostro delgado, con lentes redondos y el cabello oscuro, 
      como el de su madre. ¿Cuándo podría afeitarse? No se había desarrollado 
      como varios de sus amigos; todavía era un chiquillo imberbe, uno de los 
      más bajos de su clase. Hasta Cecilia Burns era más alta que él. Su única 
      ventaja era que, a diferencia de otros adolescentes de su colegio, tenía 
      la piel sana, porque apenas le aparecía un grano su padre se lo inyectaba 
      con cortisona. Su madre le aseguraba que no debía preocuparse, unos 
      estiran antes y otros después, en la familia Coid todos los hombres eran 
      altos; pero él sabía que la herencia genética es caprichosa y bien podía 
      salir a la familia de su madre. Lisa Coid era baja incluso para una mujer; 
      vista por detrás parecía una chiquilla de catorce años, sobre todo desde 
      que la enfermedad la había reducido a un esqueleto. Al pensar en ella 
      sintió que se le cerraba el pecho y se le cortaba el aire, como si un puño 
      gigantesco lo tuviera cogido por el cuello. 
      
               Morgana se había quitado la 
      chaqueta de piel naranja. Debajo llevaba una blusa corta de encaje negro 
      que le dejaba la barriga al aire y un collar de cuero con puntas 
      metálicas, como de perro bravo. 
      
               —Me muero por un pito —dijo. 
      
               Alex le señaló el aviso que 
      prohibía fumar en el bus. Ella echó una mirada a su entorno. Nadie les 
      prestaba atención; había varios asientos vacíos a su alrededor y los otros 
      pasajeros leían o dormitaban. Al comprobar que nadie se fijaba en ellos, 
      se metió la mano en la blusa y extrajo del pecho una bolsita mugrienta. Le 
      dio un breve codazo sacudiendo la bolsa delante de sus narices. 
      
               —Hierba —murmuró. 
      
               Alexander Coid negó con la cabeza. 
      No se consideraba un puritano, ni mucho menos, había probado marihuana y 
      alcohol algunas veces, como casi todos sus compañeros en la secundaria, 
      pero no lograba comprender su atractivo, excepto el hecho de que estaban 
      prohibidos. No le gustaba perder el control. Escalando montañas le había 
      tomado el gusto a la exaltación de tener el control del cuerpo y de la 
      mente. Volvía de esas excursiones con su padre agotado, adolorido y 
      hambriento, pero absolutamente feliz, lleno de energía, orgulloso de haber 
      vencido una vez más sus temores y los obstáculos de la montaña. Se sentía 
      electrizado, poderoso, casi invencible. En esas ocasiones su padre le daba 
      una palmada amistosa en la espalda, a modo de premio por la proeza, pero 
      nada decía para no alimentar su vanidad. John Coid no era amigo de 
      lisonjas, costaba mucho ganarse una palabra de elogio de su parte, pero su 
      hijo no esperaba oírla, le bastaba esa palmada viril. 
      
               Imitando a su padre, Alex había 
      aprendido a cumplir con sus obligaciones lo mejor posible, sin presumir de 
      nada, pero secretamente se jactaba de tres virtudes que consideraba suyas: 
      valor para escalar montañas, talento para tocar la flauta y claridad para 
      pensar. Era más difícil reconocer sus defectos, aunque se daba cuenta de 
      que había por lo menos dos que debía tratar de mejorar, tal como le había 
      hecho notar su madre en más de una ocasión: su escepticismo, que lo hacía 
      dudar de casi todo, y su mal carácter, que lo hacía explotar en el momento 
      menos pensado. Esto era algo nuevo, porque tan sólo unos meses antes era 
      confiado y andaba siempre de buen humor. Su madre aseguraba que eran cosas 
      de la edad y que se le pasarían, pero él no estaba tan seguro como ella. 
      En todo caso, no le atraía el ofrecimiento de Morgana. En las 
      oportunidades en que había probado drogas no había sentido que volaba al 
      paraíso, como decían algunos de sus amigos, sino que se le llenaba la 
      cabeza de humo y se le ponían las piernas como lana. Para él no había 
      ningún estímulo mayor que balancearse de una cuerda en el aire a cien 
      metros de altura, sabiendo exactamente cuál era el paso siguiente que 
      debía dar. No, las drogas no eran para él. Tampoco el cigarrillo, porque 
      necesitaba pulmones sanos para escalar y tocar la flauta. No pudo evitar 
      una breve sonrisa al acordarse del método empleado por su abuela Kate para 
      cortarle de raíz la tentación del tabaco. Entonces él tenía once años y, a 
      pesar de que su padre le había dado el sermón sobre el cáncer al pulmón y 
      otras consecuencias de la nicotina, solía fumar a escondidas con sus 
      amigos detrás del gimnasio. Kate Coid llegó a pasar con ellos la Navidad y 
      con su nariz de sabueso no tardó en descubrir el olor, a pesar de la goma 
      de mascar y el agua de colonia con que él procuraba disimularlo. 
      
               —¿Fumando tan joven, Alexander? 
      —le preguntó de muy buen humor. Él intentó negarlo, pero ella no le dio 
      tiempo—. Acompáñame, vamos a dar un paseo —dijo. 
      
               El chico subió al coche, se colocó 
      el cinturón de seguridad bien apretado y murmuró entre dientes un conjuro 
      de buena suerte, porque su abuela era una terrorista del volante. Con la 
      disculpa de que en Nueva York nadie tenía auto, manejaba como si la 
      persiguieran. Lo condujo a trompicones y frenazos hasta el supermercado, 
      donde adquirió cuatro grandes cigarros de tabaco negro; luego se lo llevó 
      a una calle tranquila, estacionó lejos de miradas indiscretas y procedió a 
      encender un puro para cada uno. Fumaron y fumaron con las puertas y 
      ventanas cerradas hasta que el humo les impedía ver a través de las 
      ventanillas. Alex sentía que la cabeza le daba vueltas y el estómago le 
      subía y le bajaba. Pronto ya no pudo más, abrió la portezuela y se dejó 
      caer como una bolsa en la calle, enfermo hasta el alma. Su abuela esperó 
      sonriendo a que acabara de vaciar el estómago, sin ofrecerse para 
      sostenerle la frente y consolarlo, como hubiera hecho su madre, y luego 
      encendió otro cigarro y se lo pasó. 
      
               —Vamos, Alexander, pruébame que 
      eres un hombre y fúmate otro —lo desafió, de lo más divertida. 
      
               Durante los dos días siguientes el 
      muchacho debió quedarse en la cama, verde como una lagartija y convencido 
      de que las náuseas y el dolor de cabeza iban a matarlo. Su padre creyó que 
      era un virus y su madre sospechó al punto de su suegra, pero no se atrevió 
      a acusarla directamente de envenenar al nieto. Desde entonces el hábito de 
      fumar, que tanto éxito tenía entre algunos de sus amigos, a Alex le 
      revolvía las tripas. 
      
               —Esta hierba es de la mejor 
      —insistió Morgana señalando el contenido de su bolsita—. También tengo 
      esto, si prefieres —agregó mostrándole dos pastillas blancas en la palma 
      de la mano. 
      
               Alex volvió a fijar la vista en la 
      ventanilla del bus, sin responder. Sabía por experiencia que era mejor 
      callarse o cambiar el tema. Cualquier cosa que dijera iba a sonar estúpida 
      y la chica iba a pensar que era un mocoso o que tenía ideas religiosas 
      fundamentalistas. Morgana se encogió de hombros y guardó sus tesoros en 
      espera de una ocasión más apropiada. Estaban llegando a la estación de 
      buses, en pleno centro de la ciudad, y debían bajarse. A esa hora todavía 
      no había disminuido el tráfico ni la gente en las calles y aunque las 
      oficinas y comercios estaban cerrados, había bares, teatros, cafeterías y 
      restaurantes abiertos. Alex se cruzaba con la gente sin distinguir sus 
      rostros, sólo sus figuras encorvadas envueltas en abrigos oscuros, 
      caminando deprisa. Vio unos bultos tirados por el suelo junto a unas 
      rejillas en las aceras, por donde surgían columnas de vapor. Comprendió 
      que eran vagabundos durmiendo acurrucados junto a los huecos de 
      calefacción de los edificios, única fuente de calor en la noche invernal. 
      
               Las duras luces de neón y los 
      focos de los vehículos daban a las calles mojadas y sucias un aspecto 
      irreal. Por las esquinas había cerros de bolsas negras, algunas rotas y 
      con la basura desparramada. Una mendiga envuelta en un harapiento abrigo 
      escarbaba en las bolsas con un palo, mientras recitaba una letanía eterna 
      en un idioma inventado. Alex debió saltar a un lado para esquivar a una 
      rata con la cola mordida y sangrante, que estaba en el medio de la acera y 
      no se movió cuando pasaron. Los bocinazos del tráfico, las sirenas de la 
      policía y de vez en cuando el ulular de una ambulancia cortaban el aire. 
      Un hombre joven, muy alto y desgarbado, pasó gritando que el mundo se iba 
      a acabar y le puso en la mano una hoja de papel arrugada, en la cual 
      aparecía una rubia de labios gruesos y medio desnuda ofreciendo masajes. 
      Alguien en patines con audífonos en las orejas lo atropelló, lanzándolo 
      contra la pared. «¡Mira por dónde vas, imbécil!», gritó el agresor. 
      
               Alexander sintió que la herida de 
      la mano comenzaba a latir de nuevo. Pensó que se encontraba sumido en una 
      pesadilla de ciencia ficción, en una pavorosa megápolis de cemento, acero, 
      vidrio, polución y soledad. Lo invadió una oleada de nostalgia por el 
      lugar junto al mar donde había pasado su vida. Ese pueblo tranquilo y 
      aburrido, de donde tan a menudo había querido escapar, ahora le parecía 
      maravilloso Morgana interrumpió sus lúgubres pensamientos 
      
               —Estoy muerta de hambre. 
      ¿Podríamos comer algo? —sugirió. 
      
               —Ya es tarde, debo llegar donde mi 
      abuela —se disculpó él, 
      
               —Tranquilo, hombre, te voy a 
      llevar donde tu abuela. Estamos cerca, pero nos vendría bien echarnos algo 
      a la panza —insistió ella. 
      
               Sin darle ocasión de negarse, lo 
      arrastró de un brazo al interior de un ruidoso local que olía a cerveza, 
      café rancio y fritanga. Detrás de un largo mesón de formica había un par 
      de empleados asiáticos sirviendo unos platos grasientos Morgana se instaló 
      en un taburete frente al mesón y procedió a estudiar el menú, escrito con 
      tiza en una pizarra en la pared. Alex comprendió que le tocaría pagar la 
      comida y se dirigió al baño para rescatar los billetes que llevaba 
      escondidos en las botas. 
      
               Las paredes del servicio estaban 
      cubiertas de palabrotas y dibujos obscenos, por el suelo había papeles 
      arrugados y charcos de agua, que goteaba de las cañerías oxidadas. Entró 
      en un cubículo, cerró la puerta con pestillo, dejó la mochila en el suelo 
      y, a pesar del asco, tuvo que sentarse en el excusado para quitarse las 
      botas, tarea nada fácil en ese espacio reducido y con una mano vendada. 
      Pensó en los gérmenes y en las innumerables enfermedades que se pueden 
      contraer en un baño público, como decía su padre. Debía cuidar su reducido 
      capital. 
      
               Contó su dinero con un suspiro; él 
      no comería y esperaba que Morgana se conformara con un plato barato, no 
      parecía ser de las que comen mucho. Mientras no estuviera a salvo en el 
      apartamento de Kate Coid, esos tres billetes doblados y vueltos a doblar 
      eran todo lo que poseía en este mundo; ellos representaban la diferencia 
      entre la salvación y morirse de hambre y frío tirado en la calle, como los 
      mendigos que había visto momentos antes. Si no daba con la dirección de su 
      abuela, siempre podía volver al aeropuerto a pasar la noche en algún 
      rincón y volar de vuelta a su casa al día siguiente, para eso contaba con 
      el pasaje de regreso. Se colocó nuevamente las botas, guardó el dinero en 
      un compartimiento de su mochila y salió del cubículo. No había nadie más 
      en el baño. Al pasar frente al lavatorio puso su mochila en el suelo, se 
      acomodó el vendaje de la mano izquierda, se lavó meticulosamente la mano 
      derecha con jabón, se echó bastante agua en la cara para despejar el 
      cansancio y luego se secó con papel. Al inclinarse para recoger la mochila 
      se dio cuenta, horrorizado, que había desaparecido. Salió disparado del 
      baño, con el corazón al galope. El robo había ocurrido en menos de un 
      minuto, el ladrón no podía estar lejos, si se apuraba podría alcanzarlo 
      antes que se perdiera entre la multitud de la calle. En el local todo 
      seguía igual, los mismos empleados sudorosos detrás del mostrador, los 
      mismos parroquianos indiferentes, la misma comida grasienta el mismo ruido 
      de platos y de música rock a todo volumen. Nadie notó su agitación, nadie 
      se volvió a mirarlo cuando gritó que le habían robado. La única diferencia 
      era que Morgana ya no estaba sentada ante al mesón, donde la había dejado. 
      No había rastro de ella. 
      
               Alex adivinó en un instante quién 
      lo había seguido discretamente quién había aguardado al otro lado de la 
      puerta del baño calculando su oportunidad, quién se había llevado su 
      mochila en un abrir y cerrar de ojos. Se dio una palmada en la frente. 
      ¡Cómo podía haber sido tan inocente! Morgana lo había engañado como a una 
      criatura despojándolo de todo salvo la ropa que llevaba puesta. Había 
      perdido su dinero, el pasaje de regreso en avión y hasta su preciosa 
      flauta. Lo único que le quedaba era su pasaporte, que por casualidad 
      llevaba en el bolsillo de la chaqueta Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo 
      por combatir las ganas de echarse a llorar como un chiquillo. 
        
        
         
      
      CAPITULO 3 - El abominable hombre 
      de la selva 
      
      “Quien boca tiene, a Roma 
      llega”, era uno de los axiomas de Kate Coid. Su trabajo la obligaba a 
      viajar por lugares remotos, donde seguramente había puesto en práctica ese 
      dicho muchas veces. Alex era más bien tímido, le costaba abordar a un 
      desconocido para averiguar algo, pero no había otra solución. Apenas logró 
      tranquilizarse y recuperar el habla, se acercó a un hombre que masticaba 
      una hamburguesa y le preguntó cómo podía llegar a la calle Catorce con la 
      Segunda Avenida. El tipo se encogió de hombros y no le contestó. 
      Sintiéndose insultado, el muchacho se puso rojo. Vaciló durante unos 
      minutos y por último abordó a uno de los empleados detrás del mostrador. 
      El hombre señaló con el cuchillo que tenía en la mano una dirección vaga y 
      le dio unas instrucciones a gritos por encima del bullicio del 
      restaurante, con un acento tan cerrado, que no entendió ni una palabra. 
      Decidió que era cosa de lógica: debía averiguar para qué lado quedaba la 
      Segunda Avenida y contar las calles, muy sencillo; pero no le pareció tan 
      sencillo cuando averiguó que se encontraba en la calle Cuarenta y dos con 
      la Octava Avenida y calculó cuánto debía recorrer en ese frío glacial. 
      Agradeció su entrenamiento en escalar montañas: si podía pasar seis horas 
      trepando como una mosca por las rocas, bien podía caminar unas pocas 
      cuadras por terreno plano. Subió el cierre de su chaquetón, metió la 
      cabeza entre los hombros, puso las manos en los bolsillos y echó a andar. 
      
               Había pasado la 
      medianoche y empezaba a nevar cuando el muchacho llegó a la calle de su 
      abuela. El barrio le pareció decrépito, sucio y feo, no había un árbol por 
      ninguna parte y desde hacía un buen rato no se veía gente. Pensó que sólo 
      un desesperado como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de 
      Nueva York, sólo se había librado de ser víctima de un atraco porque 
      ningún bandido tenía ánimo para salir en ese frío. El edificio era una 
      torre gris en medio de muchas otras torres idénticas, rodeada de rejas de 
      seguridad. Tocó el timbre y de inmediato la voz ronca y áspera de Kate 
      Coid preguntó quién se atrevía a molestar a esa hora de la noche. Alex 
      adivinó que ella lo estaba esperando, aunque por supuesto jamás lo 
      admitiría. Estaba helado hasta los huesos y nunca en su vida había 
      necesitado tanto echarse en los brazos de alguien, pero cuando por fin se 
      abrió la puerta del ascensor en el piso once y se encontró ante su abuela, 
      estaba determinado a no permitir que ella lo viera flaquear. 
      
               —Hola, abuela 
      —saludó lo más claramente que pudo, dado lo mucho que le castañeaban los 
      dientes. 
      
               —¡Te he dicho que 
      no me llames abuela! —lo increpó ella. 
      
               —Hola, Kate. 
      
               —Llegas bastante 
      tarde, Alexander. 
      
               —¿No quedamos en 
      que me ibas a recoger en el aeropuerto? —replicó él procurando que no le 
      saltaran las lágrimas. 
      
               —No quedamos en 
      nada. Si no eres capaz de llegar del aeropuerto a mi casa, menos serás 
      capaz de ir conmigo a la selva —dijo Kate Coid—. Quítate la chaqueta y las 
      botas, voy a darte una taza de chocolate y prepararte un baño caliente, 
      pero conste que lo hago sólo para evitarte una pulmonía. Tienes que estar 
      sano para el viaje. No esperes que te mime en el futuro, ¿entendido? 
      
               —Nunca he esperado 
      que me mimaras —replicó Alex. 
      
               —¿Qué te pasó en la 
      mano? —preguntó ella al ver el vendaje, empapado. 
      
               —Muy largo de 
      contar. 
      
               El pequeño 
      apartamento de Kate Coid era oscuro, atiborrado y caótico. Dos de las 
      ventanas —con los vidrios inmundos— daban a un patio de luz y la tercera a 
      un muro de ladrillo con una escalera de incendio. Vio maletas, mochilas, 
      bultos y cajas tirados por los rincones, libros, periódicos y revistas 
      amontonados sobre las mesas. Había un par de cráneos humanos traídos del 
      Tíbet, arcos y flechas de los pigmeos del África, cántaros funerarios del 
      desierto de Atacama, escarabajos petrificados de Egipto y mil objetos más. 
      Una larga piel de culebra se extendía a lo largo de toda una pared. Había 
      pertenecido a la famosa pitón que se tragó la cámara fotográfica en 
      Malasia. Hasta entonces Alex no había visto a su abuela en su ambiente y 
      debió admitir que ahora, al verla rodeada de sus cosas, resultaba mucho 
      más interesante. Kate Coid tenía sesenta y cuatro años, era flaca y 
      musculosa, pura fibra y piel curtida por la intemperie; sus ojos azules, 
      que habían visto mucho mundo, eran agudos como puñales. El cabello gris, 
      que ella misma se cortaba a tijeretazos sin mirarse al espejo, se paraba 
      en todas direcciones, como si jamás se lo hubiera peinado. Se jactaba de 
      sus dientes, grandes y fuertes, capaces de partir nueces y destapar 
      botellas; también estaba orgullosa de no haberse quebrado nunca un hueso, 
      no haber consultado jamás a un médico y haber sobrevivido desde a ataques 
      de malaria hasta picaduras de escorpión. Bebía vodka al seco y fumaba 
      tabaco negro en una pipa de marinero. Invierno y verano se vestía con los 
      mismos pantalones bolsudos y un chaleco sin mangas, con bolsillos por 
      todos lados, donde llevaba lo indispensable para sobrevivir en caso de 
      cataclismo. En algunas ocasiones, cuando era necesario vestirse elegante, 
      se quitaba el chaleco y se ponía un collar de colmillos de oso, regalo de 
      un jefe apache. 
      
               Lisa, la madre de 
      Alex, tenía terror de Kate, pero los niños esperaban sus visitas con 
      ansias. Esa abuela estrafalaria, protagonista de increíbles aventuras, les 
      traía noticias de lugares tan exóticos que costaba imaginarlos. Los tres 
      nietos coleccionaban sus relatos de viajes, que aparecían en diversas 
      revistas y periódicos, y las tarjetas postales y fotografías que ella les 
      enviaba desde los cuatro puntos cardinales. Aunque a veces les daba 
      vergüenza presentarla a sus amigos, en el fondo se sentían orgullosos de 
      que un miembro de su familia fuera casi una celebridad. 
      
               Media hora más 
      tarde Alex había entrado en calor con el baño y estaba envuelto en una 
      bata, con calcetines de lana, devorando albóndigas de carne con puré de 
      patatas, una de las pocas cosas que él comía con agrado y lo único que 
      Kate sabía cocinar. 
      
               —Son las sobras de 
      ayer —dijo ella, pero Alex calculó que lo había preparado especialmente 
      para él. No quiso contarle su aventura con Morgana, para no quedar como 
      una babieca, pero debió admitir que le habían robado todo lo que traía. 
      
               —Supongo que me vas 
      a decir que aprenda a no confiar en nadie —masculló el muchacho 
      sonrojándose. 
      
               —Al contrario, iba 
      a decirte que aprendas a confiar en ti. Ya ves, Alexander, a pesar de todo 
      pudiste llegar hasta mi apartamento sin problemas. 
      
               —¿Sin problemas? 
      Casi muero congelado por el camino. Habrían descubierto mi cadáver en el 
      deshielo de la primavera —replicó él. 
      
               —Un viaje de miles 
      de millas siempre comienza a tropezones. ¿Y el pasaporte? —inquirió Kate. 
      
               —Se salvó porque lo 
      llevaba en el bolsillo. 
      
               —Pégatelo con cinta 
      adhesiva al pecho, porque si lo pierdes estás frito. 
      
               —Lo que más lamento 
      es mi flauta —comentó Alex. 
      
               —Tendré que darte 
      la flauta de tu abuelo. Pensaba guardarla hasta que demostraras algún 
      talento, pero supongo que está mejor en tus manos que tirada por allí 
      —ofreció Kate. 
      
               Buscó en las 
      estanterías que cubrían las paredes de su apartamento desde el suelo hasta 
      el techo y le entregó un estuche empolvado de cuero negro. 
      
               —Toma, Alexander. 
      La usó tu abuelo durante cuarenta años, cuídala. 
      
               El estuche contenía 
      la flauta de Joseph Coid, el más célebre flautista del siglo, como habían 
      dicho los críticos cuando murió. «Habría sido mejor que lo dijeran cuando 
      el pobre Joseph estaba vivo», fue el comentario de Kate cuando lo leyó en 
      la prensa. Habían estado divorciados por treinta años, pero en su 
      testamento Joseph Coid dejó la mitad de sus bienes a su ex esposa, 
      incluyendo su mejor flauta, que ahora su nieto tenía en las manos. Alex 
      abrió con reverencia la gastada caja de cuero y acarició la flauta: era 
      preciosa. La tomó delicadamente y se la llevó a los labios. Al soplar, las 
      notas escaparon del instrumento con tal belleza, que él mismo se 
      sorprendió. Sonaba muy distinta a la flauta que Morgana le había robado. 
      Kate Coid dio tiempo a su nieto de inspeccionar el instrumento y de 
      agradecerle profusamente, como ella esperaba; enseguida le pasó un libraco 
      amarillento con las tapas sueltas: Guía de salud del viajero audaz. El 
      muchacho lo abrió al azar y leyó los síntomas de una enfermedad mortal que 
      se adquiere por comer el cerebro de los antepasados. 
      
               —No como órganos 
      —dijo. 
      
               —Nunca se sabe lo 
      que le ponen a las albóndigas —replicó su abuela.  
       Sobresaltado, 
      Alex observó con desconfianza los restos de su plato. Con Kate Coid era 
      necesario ejercer mucha cautela. Era peligroso tener un antepasado como 
      ella. 
      
               —Mañana tendrás que 
      vacunarte contra medía docena de enfermedades tropicales. Déjame ver esa 
      mano, no puedes viajar con una infección —le ordenó Kate. 
      
               Lo examinó con 
      brusquedad, decidió que su hijo John había hecho un buen trabajo, le vació 
      medio frasco de desinfectante en la herida, por si acaso, y le anunció que 
      al día siguiente ella misma le quitaría los puntos. Era muy fácil, dijo, 
      cualquiera podía hacerlo. Alex se estremeció. Su abuela tenía mala vista y 
      usaba unos lentes rayados que había comprado de segunda mano en un mercado 
      de Guatemala. Mientras le ponía un nuevo vendaje, Kate le explicó que la 
      revista International Geographic había financiado una expedición al 
      corazón de la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela, en busca de una 
      criatura gigantesca, posiblemente humanoide, que había sido vista en 
      varias ocasiones. Se habían encontrado huellas enormes. Quienes habían 
      estado en su proximidad decían que ese animal —o ese primitivo ser humano— 
      era más alto que un oso, tenía brazos muy largos y estaba todo cubierto de 
      pelos negros. Era el equivalente del yeti del Himalaya, en plena selva. 
      
               —Puede ser un 
      mono... —sugirió Alex. 
      
               —¿No crees que más 
      de alguien habrá pensado en esa posibilidad? —lo cortó su abuela. 
      
               —Pero no hay 
      pruebas de que en verdad exista... —aventuró Alex. 
      
               —No tenemos un 
      certificado de nacimiento de la Bestia, Alexander. ¡Ah! Un detalle 
      importante: dicen que despide un olor tan penetrante, que los animales y 
      las personas se desmayan o se paralizan en su proximidad. 
       
      
               —Si la gente se 
      desmaya, entonces nadie lo ha visto. 
      
               —Exactamente, pero 
      por las huellas se sabe que camina en dos patas. Y no usa zapatos, en caso 
      que ésa sea tu próxima pregunta. 
      
               —¡No, Kate, mi 
      próxima pregunta es si usa sombrero! —explotó su nieto. 
      
               —No creo. 
      
               —¿Es peligroso? 
      
               —No, Alexander. Es 
      de lo más amable. No roba, no rapta niños y no destruye la propiedad 
      privada. Sólo mata. Lo hace con limpieza, sin ruido, quebrando los huesos 
      y destripando a sus víctimas con verdadera elegancia, como un profesional 
      —se burló su abuela. 
      
               —¿Cuánta gente ha 
      matado? —inquirió Alex cada vez más inquieto. 
      
               —No mucha, si 
      consideramos el exceso de población en el mundo. 
      
               —¡Cuánta, Kate! 
      
       —Varios buscadores de oro, 
      un par de soldados, unos comerciantes... En fin, no se conoce el número 
      exacto. 
      
               —¿Ha matado indios? 
      ¿Cuántos? —preguntó Alex. 
      
               —No se sabe, en 
      realidad. Los indios sólo saben contar hasta dos. Además, para ellos la 
      muerte es relativa. Si creen que alguien les ha robado el alma, o ha 
      caminado sobre sus huellas, o se ha apoderado de sus sueños, por ejemplo, 
      eso es peor que estar muerto. En cambio, alguien que ha muerto puede 
      seguir vivo en espíritu. 
      
               —Es complicado 
      —dijo Alex, que no creía en espíritus. 
      
               —¿Quién te dijo que 
      la vida es simple? 
      
       Kate Coid le explicó que la 
      expedición iba al mando de un famoso antropólogo, el profesor Ludovic 
      Leblanc, quien había pasado años investigando las huellas del llamado yeti, 
      o abominable hombre de las nieves en las fronteras entre China y Tíbet, 
      sin encontrarlo. También había estado con cierta tribu de indios del 
      Amazonas y sostenía que eran los más salvajes del planeta: al primer 
      descuido se comían a sus prisioneros. Esta información no era 
      tranquilizadora, admitió Kate. Serviría de guía un brasileño de nombre 
      César Santos, quien había pasado la vida en esa región y tenía buenos 
      contactos con los indios. El hombre poseía una avioneta algo destartalada, 
      pero todavía en buen estado, con la cual podrían internarse hasta el 
      territorio de las tribus indígenas. 
      
               —En el colegio 
      estudiamos el Amazonas en una clase de ecología —comentó Alex, a quien ya 
      se le cerraban los ojos. 
      
               —Con esa clase 
      basta, ya no necesitas saber nada más —apunto Kate. Y agregó—: Supongo que 
      estás cansado. Puedes dormir en el sofá y mañana temprano empiezas a 
      trabajar para mi. 
      
       —¿Qué debo hacer? 
      
               —Lo que yo te 
      mande. Por el momento te mando que duermas. 
      
               —Buenas noches, 
      Kate... —murmuró Alex enroscándose sobre los cojines del sofá. 
      
       —¡Bah! —gruñó su abuela. 
      Esperó que se durmiera y lo tapó con un par de mantas.  
        
      
        
          
      
              Kate y Alexander 
      Coid iban en un avión comercial sobrevolando el norte del Brasil. Durante 
      horas y horas habían visto desde el aire una interminable extensión de 
      bosque, todo del mismo verde intenso, atravesada por ríos que se 
      deslizaban como luminosas serpientes. El más formidable de todos era color 
      café con leche. 
      
               «El río Amazonas es 
      el más ancho y largo de la tierra, cinco veces más que ningún otro. Sólo 
      los astronautas en viaje a la luna han podido verlo entero desde la 
      distancia», leyó Alex en la guía turística que le había comprado su abuela 
      en Río de Janeiro. No decía que esa inmensa región, último paraíso del 
      planeta, era destruida sistemáticamente por la codicia de empresarios y 
      aventureros, como había aprendido él en la escuela. Estaban construyendo 
      una carretera, un tajo abierto en plena selva, por donde llegaban en masa 
      los colonos y salían por toneladas las maderas y los minerales. 
      
               Kate informó a su 
      nieto que subirían por el río Negro hasta el Alto Orinoco, un triángulo 
      casi inexplorado donde se concentraba la mayor parte de las tribus. De 
      allí se suponía que provenía la Bestia. 
      
               —En este libro dice 
      que esos indios viven como en la Edad de Piedra. Todavía no han inventado 
      la rueda —comentó Alex. 
      
               —No la necesitan. 
      No sirve en ese terreno, no tienen nada que transportar y no van apurados 
      a ninguna parte —replicó Kate Coid, a quien no le gustaba que la 
      interrumpieran cuando estaba escribiendo. Había pasado buena parte del 
      viaje tomando notas en sus cuadernos con una letra diminuta y enmarañada, 
      como huellas de moscas. 
      
               —No conocen la 
      escritura —agregó Alex. 
      
               —Seguro que tienen 
      buena memoria —dijo Kate. 
      
               —No hay 
      manifestaciones de arte entre ellos, sólo se pintan el cuerpo y se decoran 
      con plumas —explicó Alex. 
      
               —Les importa poco 
      la posteridad o destacarse entre los demás. La mayoría de nuestros 
      llamados «artistas» debería seguir su ejemplo —contestó su abuela. 
      
               Iban a Manaos, la 
      ciudad más poblada de la región amazónica, que había prosperado en tiempos 
      del caucho, a finales del siglo XIX. 
      
               —Vas a conocer la 
      selva más misteriosa del mundo, Alexander. Allí hay lugares donde los 
      espíritus se aparecen a plena luz del día —explicó Kate. 
      
               —Claro, como el 
      «abominable hombre de la selva» que andamos buscando —sonrió su nieto, 
      sarcástico. 
      
               —Lo llaman la 
      Bestia. Tal vez no sea sólo un ejemplar, sino varios, una familia o una 
      tribu de bestias. 
      
               —Eres muy crédula 
      para la edad que tienes, Kate —comentó el muchacho, sin poder evitar el 
      tono sarcástico al ver que su abuela creía esas historias. 
      
               —Con la edad se 
      adquiere cierta humildad, Alexander. Mientras más años cumplo, más 
      ignorante me siento. Sólo los jóvenes tienen explicación para todo. A tu 
      edad se puede ser arrogante y no importa mucho hacer el ridículo —replicó 
      ella secamente. Al bajar del avión en Manaos, sintieron el clima sobre la 
      piel como una toalla empapada en agua caliente. Allí se reunieron con los 
      otros miembros de la expedición del International Geographic. Además de 
      Kate Coid y su nieto Alexander, iban Timothy Bruce, un fotógrafo inglés 
      con una larga cara de caballo y dientes amarillos de nicotina, con su 
      ayudante mexicano, Joel González, y el famoso antropólogo Ludovic Leblanc. 
      Alex imaginaba a Leblanc como un sabio de barbas blancas y figura 
      imponente, pero resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, bajo, 
      flaco, nervioso, con un gesto permanente de desprecio o de crueldad en los 
      labios y unos ojos hundidos de ratón. Iba disfrazado de cazador de fieras 
      al estilo de las películas, desde las armas que llevaba al cinto hasta sus 
      pesadas botas y un sombrero australiano decorado con plumitas de colores. 
      Kate comentó entre dientes que a Leblanc sólo le faltaba un tigre muerto 
      para apoyar el pie. Durante su juventud Leblanc había pasado una breve 
      temporada en el Amazonas y había escrito un voluminoso tratado sobre los 
      indios, que causó sensación en los círculos académicos. El guía brasileño, 
      César Santos, quien debía irlos a buscar a Manaos, no pudo llegar porque 
      su avioneta estaba descompuesta, así es que los esperaría en Santa María 
      de la Lluvia, donde el grupo tendría que trasladarse en barco. 
      
               Alex comprobó que 
      Manaos, ubicada en la confluencia entre el río Amazonas y el río Negro, 
      era una ciudad grande y moderna, con edificios altos y un tráfico 
      agobiante, pero su abuela le aclaró que allí la naturaleza era indómita y 
      en tiempos de inundaciones aparecían caimanes y serpientes en los patios 
      de las casas y en los huecos de los ascensores. Esa era también una ciudad 
      de traficantes donde la ley era frágil y se quebraba fácilmente: drogas, 
      diamantes, oro, maderas preciosas, armas. No hacía ni dos semanas que 
      habían descubierto un barco cargado de pescado... y cada pez iba relleno 
      con cocaína. 
      
               Para el muchacho 
      americano, quien sólo había salido de su país para conocer Italia, la 
      tierra de los antepasados de su madre, fue una sorpresa ver el contraste 
      entre la riqueza de unos y la extrema pobreza de otros, todo mezclado. Los 
      campesinos sin tierra y los trabajadores sin empleo llegaban en masa 
      buscando nuevos horizontes, pero muchos acababan viviendo en chozas, sin 
      recursos y sin esperanza. Ese día se celebraba una fiesta y la población 
      andaba alegre, como en carnaval: pasaban bandas de músicos por las calles, 
      la gente bailaba y bebía, muchos iban disfrazados. Se hospedaron en un 
      moderno hotel, pero no pudieron dormir por el estruendo de la música, los 
      petardos y los cohetes. Al día siguiente el profesor Leblanc amaneció de 
      muy mal humor por la mala noche y exigió que se embarcaran lo antes 
      posible, porque no quería pasar ni un minuto más de lo indispensable en 
      esa ciudad desvergonzada, como la calificó. 
      
               El grupo del 
      International Geographic remontó el río Negro, que era de ese color debido 
      al sedimento que arrastraban sus aguas, para dirigirse a Santa María de la 
      Lluvia, una aldea en pleno territorio indígena. La embarcación era 
      bastante grande, con un motor antiguo, ruidoso y humeante, y un 
      improvisado techo de plástico para protegerse del sol y la lluvia, que 
      caía caliente como una ducha varías veces al día. El barco iba atestado de 
      gente, bultos, sacos, racimos de plátanos y algunos animales domésticos en 
      jaulas o simplemente amarrados de las patas. Contaban con unos mesones, 
      unas banquetas largas para sentarse y una serie de hamacas colgadas de los 
      palos, unas encima de otras. 
      
               La tripulación y la 
      mayoría de los pasajeros eran caboclos, como se llamaba a la gente del 
      Amazonas, mezcla de varias razas: blanco, indio y negro. Iban también 
      algunos soldados, un par de jóvenes americanos —misioneros mormones— y una 
      doctora venezolana, Omayra Torres, quien llevaba el propósito de vacunar 
      indios. Era una bella mulata de unos treinta y cinco años, con cabello 
      negro, piel color ámbar y ojos verdes almendrados de gato. Se movía con 
      gracia, como si bailara al son de un ritmo secreto Los hombres la seguían 
      con la vista, pero ella parecía no darse cuenta de la impresión que su 
      hermosura provocaba 
      
               —Debemos ir bien 
      preparados —dijo Leblanc señalando sus armas. Hablaba en general, pero era 
      evidente que se dirigía sólo a la doctora Torres—. Encontrar a la Bestia 
      es lo de menos. Lo peor serán los indios. Son guerreros brutales, crueles 
      y traicioneros Tal como describo en mi libro, matan para probar su valor y 
      mientras más asesinatos cometen, más alto se colocan en la jerarquía de la 
      tribu. 
      
               —¿Puede explicar 
      eso, profesor? —preguntó Kate Coid, sin disimular su tono de ironía. 
      
               —Es muy sencillo, 
      señora... ¿cómo me dijo que era su nombre? 
      
               —Kate Coid —aclaró 
      ella por tercera o cuarta vez; aparentemente el profesor Leblanc tenía 
      mala memoria para los nombres femeninos. 
      
               —Repito: muy 
      sencillo. Se trata de la competencia mortal que existe en la naturaleza. 
      Los hombres más violentos dominan en las sociedades primitivas. Supongo 
      que ha oído el término «macho alfa». Entre los lobos, por ejemplo, el 
      macho más agresivo controla a todos los demás y se queda con las mejores 
      hembras. Entre los humanos es lo mismo: los hombres más violentos mandan, 
      obtienen más mujeres y pasan sus genes a más hijos. Los otros deben 
      conformarse con lo que sobra, ¿entiende? Es la supervivencia del más 
      fuerte —explicó Leblanc 
      
               —¿Quiere decir que 
      lo natural es la brutalidad? 
      
               —Exactamente La 
      compasión es un invento moderno Nuestra civilización protege a los 
      débiles, a los pobres, a los enfermos. Desde el punto de vista de la 
      genética eso es un terrible error. Por eso la raza humana está 
      degenerando. 
      
               —¿Qué haría usted 
      con los débiles en la sociedad, profesor? —preguntó ella. 
      
               —Lo que hace la 
      naturaleza: dejar que perezcan. En ese sentido los indios son más sabios 
      que nosotros —replicó Leblanc. 
      
               La doctora Omayra 
      Torres, quien había escuchado atentamente la conversación, no pudo menos 
      que dar su opinión. 
      
       —Con todo respeto, 
      profesor, no me parece que los indios sean tan feroces como usted los 
      describe, por el contrario, para ellos la guerra es más bien ceremonial: 
      es un rito para probar el valor. Se pintan el cuerpo, preparan sus armas, 
      cantan, bailan y parten a hacer una incursión en el shabono de otra tribu. 
      Se amenazan y se dan unos cuantos garrotazos, pero rara vez hay más de uno 
      o dos muertos. En nuestra civilización es al revés: no hay ceremonia, sólo 
      masacre —dijo. 
      
               —Voy a regalarle un 
      ejemplar de mi libro, señorita. Cualquier científico serio le dirá que 
      Ludovic Leblanc es una autoridad en este tema... —la interrumpió el 
      profesor. 
      
               —No soy tan sabia 
      como usted —sonrió la doctora Torres—. Soy solamente una médica rural que 
      ha trabajado más de diez años por estos lados. 
      
               —Créame, mi 
      estimada doctora. Esos indios son la prueba de que el hombre no es más que 
      un mono asesino —replicó Leblanc. 
      
               —¿Y la mujer? 
      —interrumpió Kate Coid. 
      
               —Lamento decirle 
      que las mujeres no cuentan para nada en las sociedades primitivas. Son 
      sólo botín de guerra. 
      
               
      La doctora Torres y Kate Coid intercambiaron una mirada y ambas sonrieron, 
      divertidas. La parte inicial del viaje por el río Negro resultó ser más 
      que nada un ejercicio de paciencia. Avanzaban a paso de tortuga y apenas 
      se ponía el sol debían detenerse, para evitar ser golpeados por los 
      troncos que arrastraba la corriente. El calor era intenso, pero al 
      anochecer refrescaba y para dormir había que cubrirse con una manta. A 
      veces, donde el río se presentaba limpio y calmo, aprovechaban para pescar 
      o nadar un rato. Los dos primeros días se cruzaron con embarcaciones de 
      diversas clases, desde lanchas a motor y casas flotantes hasta sencillas 
      canoas talladas en troncos de árbol, pero después quedaron solos en la 
      inmensidad de aquel paisaje. Ése era un planeta de agua: la vida 
      transcurría navegando lentamente, al ritmo del río, de las mareas, de las 
      lluvias, de las inundaciones. Agua, agua por todas partes. Existían 
      centenares de familias, que nacían y morían en sus embarcaciones, sin 
      haber pasado una noche en tierra firme; otras vivían en casas sobre 
      pilotes a las orillas del río. El transporte se hacía por el río y la 
      única forma de enviar o recibir un mensaje era por radio. Al muchacho 
      americano le parecía increíble que se pudiera vivir sin teléfono. Una 
      estación de Manaos transmitía mensajes personales sin interrupciones, así 
      se enteraba la gente de las noticias, sus negocios y sus familias. Río 
      arriba circulaba poco el dinero, había una economía de trueque, cambiaban 
      pescado por azúcar, o gasolina por gallinas, o servicios por una caja de 
      cerveza. 
      
               En ambas orillas 
      del río la selva se alzaba amenazante. Las órdenes del capitán fueron 
      claras: no alejarse por ningún motivo, porque bosque adentro se pierde el 
      sentido de la orientación. Se sabía de extranjeros que, estando a pocos 
      metros del río, habían muerto desesperados sin encontrarlo. Al amanecer 
      veían delfines rosados saltando entre las aguas y centenares de pájaros 
      cruzando el aire. También vieron manatíes, unos grandes mamíferos 
      acuáticos cuyas hembras dieron origen a la leyenda de las sirenas. Por la 
      noche aparecían entre los matorrales puntos colorados: eran los ojos de 
      los caimanes espiando en la oscuridad. Un caboclo enseñó a Alex a calcular 
      el tamaño del animal por la separación de los ojos. Cuando se trataba de 
      un ejemplar pequeño, el caboclo lo encandilaba con una linterna, luego 
      saltaba al agua y lo atrapaba, sujetándole las mandíbulas con una mano y 
      la cola con otra. Si la separación de los ojos era considerable, lo 
      evitaba como a la peste. 
      
               El tiempo 
      transcurría lento, las horas se arrastraban eternas, sin embargo Alex no 
      se aburría. Se sentaba en la proa del bote a observar la naturaleza, leer 
      y tocar la flauta de su abuelo. La selva parecía animarse y responder al 
      sonido del instrumento, hasta los ruidosos tripulantes y pasajeros del 
      barco se callaban para escucharlo; ésas eran las únicas ocasiones en que 
      Kate Coid le prestaba atención. La escritora era de pocas palabras, pasaba 
      el día leyendo o escribiendo en sus cuadernos y en general lo ignoraba o 
      lo trataba como a cualquier otro miembro de la expedición. Era inútil 
      acudir a ella para plantearle un problema de mera supervivencia, como la 
      comida, la salud o la seguridad, por ejemplo. Lo miraba de arriba abajo 
      con evidente desdén y le contestaba que hay dos clases de problemas, los 
      que se arreglan solos y los que no tienen solución, así es que no la 
      molestara con tonterías. Menos mal que su mano había sanado rápidamente, 
      si no ella sería capaz de resolver el asunto sugiriendo que se la 
      amputara. Era mujer de medidas extremas. Le había prestado mapas y libros 
      sobre el Amazonas, para que él mismo buscara la información que le 
      interesaba. Si Alex le comentaba sus lecturas sobre los indios o le 
      planteaba sus teorías sobre la Bestia, ella replicaba sin levantar la 
      vista de la página que tenía por delante: «Nunca pierdas una buena ocasión 
      de callarte la boca, Alexander». 
      
               Todo en ese viaje 
      resultaba tan diferente al mundo en que el muchacho se había criado, que 
      se sentía como un visitante de otra galaxia. Ya no contaba con las 
      comodidades que antes usaba sin pensar, como una cama, baño, agua 
      corriente, electricidad. Se dedicó a tomar fotografías con la cámara de su 
      abuela para llevar pruebas de vuelta a California. ¡Sus amigos jamás le 
      creerían que había tenido en las manos un caimán de casi un metro de 
      largo! 
      
               Su problema más 
      grave era alimentarse. Siempre había sido quisquilloso para comer y ahora 
      le servían cosas que ni siquiera sabia nombrar. Lo único que podía 
      identificar a bordo eran frijoles en lata, carne seca salada y café, nada 
      de lo cual le apetecía. Los tripulantes cazaron a tiros un par de monos y 
      esa noche, cuando el bote atracó en la orilla, los asaron. Tenían un 
      aspecto tan humano, que se sintió enfermo al verlos: parecían dos niños 
      quemados. A la mañana siguiente pescaron una pirarucú, un enorme pez cuya 
      carne resultó deliciosa para todos menos para él, porque se negó a 
      probarla. Había decidido a los tres años que no le gustaba el pescado. Su 
      madre, cansada de batallar para obligarlo a comer, se había resignado 
      desde entonces a servirle los alimentos que le gustaban. No eran muchos. 
      Esa limitación lo mantenía hambriento durante el viaje; sólo disponía de 
      bananas, un tarro de leche condensada y varios paquetes de galletas. A su 
      abuela no pareció importarle que él tuviera hambre, tampoco a los demás. 
      Nadie le hizo caso. 
      
               Varias veces al día 
      caía una breve y torrencial lluvia; debió acostumbrarse a la permanente 
      humedad, al hecho de que la ropa nunca se secaba del todo. Al ponerse el 
      sol atacaban nubes de mosquitos. Los extranjeros se defendían empapándose 
      en insecticida, sobre todo Ludovic Leblanc, quien no perdía ocasión de 
      recitar la lista de enfermedades transmitidas por insectos, desde el tifus 
      hasta la malaria. Había amarrado un tupido velo en tomo a su sombrero 
      australiano para protegerse la cara y pasaba buena parte del día refugiado 
      bajo un mosquitero, que hizo colgar en la popa del barco. Los caboclos, en 
      cambio, parecían inmunes a las picaduras. Al tercer día, durante una 
      mañana radiante, la embarcación se detuvo porque había un problema con el 
      motor. Mientras el capitán procuraba arreglar el desperfecto, el resto de 
      la gente se echó bajo techo a descansar. Hacía demasiado calor para 
      moverse, pero Alex decidió que era el lugar perfecto para refrescarse. 
      Saltó al agua, que parecía baja y calma como un plato de sopa, y se hundió 
      como una piedra. 
      
               —Sólo un tonto 
      prueba la profundidad con los dos pies —comentó su abuela cuando él asomó 
      la cabeza en la superficie, echando agua & hasta por las orejas. 
      
               El muchacho se 
      alejó nadando del bote —le habían dicho que los caimanes prefieren las 
      orillas— y flotó de espaldas en el agua tibia por largo rato, abierto de 
      brazos y piernas, mirando el cielo y pensando en los astronautas, que 
      conocían su inmensidad. Se sintió tan seguro, que cuando algo pasó veloz 
      rozando su mano tardó un instante en reaccionar. Sin tener idea de qué 
      clase de peligro acechaba —tal vez los caimanes no se quedaban sólo en las 
      orillas, después de todo —empezó a bracear con todas sus fuerzas de vuelta 
      a la embarcación, pero lo detuvo en seco la voz de su abuela gritándole 
      que no se moviera. Le obedeció por hábito, a pesar de que su instinto le 
      advertía lo contrario. Se mantuvo a flote lo más quieto posible y entonces 
      vio a su lado un pez enorme. Creyó que era un tiburón y el corazón se le 
      detuvo, pero el pez dio una corta vuelta y regresó curioso, colocándose 
      tan cerca, que pudo ver su sonrisa. Esta vez su corazón dio un salto y 
      debió contenerse para no gritar de alegría. ¡Estaba nadando con un delfín! 
      
               Los veinte minutos 
      siguientes, jugando con él como lo hacia con su perro Poncho, fueron los 
      más felices de su vida. El magnífico animal circulaba a su alrededor a 
      gran velocidad, saltaba por encima de él, se detenía a pocos centímetros 
      de su cara, observándolo con una expresión simpática. A veces pasaba muy 
      cerca y podía tocar su piel, que no era suave como había imaginado, sino 
      áspera. Alex deseaba que ese momento no terminara nunca, estaba dispuesto 
      a quedarse para siempre en el río, pero de pronto el delfín dio un 
      coletazo de despedida y desapareció. 
      
               —¿Viste, abuela? 
      ¡Nadie me va a creer esto! —gritó de vuelta en el bote, tan excitado que 
      apenas podía hablar. 
      
               —Aquí están las 
      pruebas —sonrió ella, señalándole la cámara. También los fotógrafos de la 
      expedición, Bruce y González, habían captado la escena. A medida que se 
      internaban por el río Negro, la vegetación se volvía más voluptuosa, el 
      aire más espeso y fragante, el tiempo más lento y las distancias más 
      incalculables. Avanzaban como en sueños por un territorio alucinante. De 
      trecho en trecho la embarcación se iba desocupando, los pasajeros 
      descendían con sus bultos y sus animales en las chozas o pequeños 
      villorrios de la orilla. Las radios a bordo ya no recibían los mensajes 
      personales de Manaos ni atronaban con los ritmos populares, los hombres se 
      callaban mientras la naturaleza vibraba con una orquesta de pájaros y 
      monos. Sólo el ruido del motor delataba la presencia humana en la inmensa 
      soledad de la selva. Por último, cuando llegaron a Santa María de la 
      Lluvia, sólo quedaban a bordo la tripulación, el grupo del International 
      Geographic, la doctora Omayra Torres y dos soldados. También estaban los 
      dos jóvenes mormones, atacados por alguna bacteria intestinal. A pesar de 
      los antibióticos administrados por la doctora iban tan enfermos, que 
      apenas podían abrir los ojos y a ratos confundían la selva ardiente con 
      sus nevadas montañas de Utah. 
      
               —Santa María de la 
      Lluvia es el último enclave de la civilización —dijo el capitán de bote, 
      cuando en un recodo del río apareció el villorrio 
      
               —De aquí para 
      adelante es territorio mágico, Alexander —advirtió Kate Coid a su nieto. 
      
               —¿Quedan indios que 
      no han tenido contacto alguno con la civilización? —preguntó él. 
      
               —Se calcula que 
      existen unos dos o tres mil, pero en realidad nadie lo sabe con certeza 
      —contestó la doctora Omayra Torres. 
      
               Santa María de la 
      Lluvia se levantaba como un error humano en medio de una naturaleza 
      abrumadora, que amenazaba con tragársela en cualquier momento. Consistía 
      en una veintena de casas, un galpón que hacia las veces de hotel, otro más 
      pequeño donde funcionaba un hospital atendido por dos monjas, un par de 
      pequeños almacenes, una iglesia católica y un cuartel del ejército. Los 
      soldados controlaban la frontera y el tráfico entre Venezuela y Brasil. De 
      acuerdo a la ley, también debían proteger a los indígenas de los abusos de 
      colonos y aventureros, pero en la práctica no lo hacían. Los forasteros 
      iban ocupando la región sin que nadie se los impidiera, empujando a los 
      indios más y más hacia las zonas inexpugnables o matándolos con impunidad. 
      En el embarcadero de Santa María de la Lluvia los esperaba un hombre alto, 
      con un perfil afilado de pájaro, facciones viriles y expresión abierta, la 
      piel curtida por la intemperie y una melena oscura amarrada en una cola en 
      la nuca. 
      
               —Bienvenidos. Soy 
      César Santos y ésta es mi hija Nadia —se presentó. 
      
               Alex calculó que la 
      chica tenía la edad de su hermana Andrea, unos doce o trece años. Tenía el 
      cabello crespo y alborotado, desteñido por el sol, los ojos y la piel 
      color miel; vestía shorts, camiseta y unas chancletas de plástico. Llevaba 
      varias tiras de colores atadas en las muñecas, una flor amarilla sobre una 
      oreja y una larga pluma verde atravesada en el lóbulo de la otra. Alex 
      pensó que, si Andrea viera esos adornos, los copiaría de inmediato, y que 
      si Nicole, su hermana menor, viera el monito negro que la chica llevaba 
      sentado sobre un hombro, se moriría de envidia. Mientras la doctora 
      Torres, ayudada por dos monjas que fueron a recibirla, se llevaba a los 
      misioneros mormones al diminuto hospital, César Santos dirigió el 
      desembarco de los numerosos bultos de la expedición. Se disculpó por no 
      haberlos esperado en Manaos, como habían acordado. Explicó que su avioneta 
      había sobrevolado todo el Amazonas, pero era muy antigua y en las últimas 
      semanas se le caían piezas del motor. En vista de que había estado a punto 
      de estrellarse, decidió encargar otro motor, que debía llegar en esos 
      días, y agregó con una sonrisa que no podía dejar huérfana a su hija 
      Nadia. Luego los llevó al hotel, que resultó ser una construcción de 
      madera sobre pilotes a orillas del río, similar a las otras destartaladas 
      casuchas de la aldea. Cajas de cerveza se amontonaban por todos lados y 
      sobre el mesón se alineaban botellas de licor. Alex había notado durante 
      el viaje que, a pesar del calor, los hombres bebían litros y litros de 
      alcohol a toda hora. Ese primitivo edificio serviría de base de 
      operaciones, alojamiento, restaurante y bar para los visitantes. A Kate 
      Coid y al profesor Ludovic Leblanc les asignaron unos cubículos separados 
      del resto por sábanas colgadas de cuerdas. Los demás dormirían en hamacas 
      protegidas por mosquiteros. 
      
               Santa María de la 
      Lluvia era un villorrio somnoliento y tan remoto, que apenas figuraba en 
      los mapas. Unos cuantos colonos criaban vacas de cuernos muy largos; otros 
      explotaban el oro del fondo del río o la madera y el caucho de los 
      bosques; unos pocos atrevidos partían solos a la selva en busca de 
      diamantes; pero la mayoría vegetaba a la espera de que alguna oportunidad 
      cayera milagrosamente del cielo. Ésas eran las actividades visibles. Las 
      secretas consistían en tráfico de pájaros exóticos, drogas y armas. Grupos 
      de soldados, con sus rifles al hombro y las camisas empapadas de sudor, 
      jugaban a los naipes o fumaban sentados a la sombra. La escasa población 
      languidecía, medio atontada por el calor y el aburrimiento. Alex vio 
      varios individuos sin pelo ni dientes, medio ciegos, con erupciones en la 
      piel, gesticulando y hablando solos; eran mineros a quienes el mercurio 
      había trastornado y estaban muriendo de a poco. Buceaban en el fondo del 
      río para aspirar con poderosos tubos la arena saturada de oro en polvo. 
      Algunos morían ahogados; otros morían porque sus competidores les cortaban 
      las mangueras de oxigeno; los mas morían lentamente envenenados por el 
      mercurio que usaban para separar la arena del oro. 
      
               Los niños de la 
      aldea, en cambio, jugaban felices en el lodo, acompañados por unos cuantos 
      monos domésticos y perros flacos. Había algunos indios, varios cubiertos 
      con una camiseta o un pantalón corto, otros tan desnudos como los niños. 
      Al comienzo Alex, turbado, no se atrevía a mirar los senos de las mujeres, 
      pero rápidamente se le acostumbró la vista y a los cinco minutos dejaron 
      de llamarle la atención. Esos indios llevaban varios años en contacto con 
      la civilización y habían perdido muchas de sus tradiciones y costumbres, 
      como explicó César Santos. La hija del guía, Nadia, les hablaba en su 
      lengua y en respuesta ellos la trataban como si fuera de la misma tribu. 
      
               Si ésos eran los 
      feroces indígenas descritos por Leblanc, no resultaban muy impresionantes: 
      eran pequeños, los hombres median menos de un metro cincuenta y los niños 
      parecían miniaturas humanas. Por primera vez en su vida Alex se sintió 
      alto. Tenían la piel color bronce y pómulos altos; los hombres llevaban el 
      cabello cortado redondo como un plato a la altura de las orejas, lo cual 
      acentuaba su aspecto asiático. Descendían de habitantes del norte de 
      China, que llegaron por Alaska entre diez y veinte mil años atrás. Se 
      salvaron de ser esclavizados durante la conquista en el siglo XVI porque 
      permanecieron aislados. Los soldados españoles y portugueses no pudieron 
      vencer los pantanos, los mosquitos, la vegetación, los inmensos ríos y las 
      cataratas de la región amazónica. 
      
               Una vez instalados 
      en el hotel, César Santos procedió a organizar el equipaje de la 
      expedición y planear el resto del viaje con la escritora Kate Coid y los 
      fotógrafos, porque el profesor Leblanc decidió descansar hasta que 
      refrescara un poco el clima. No soportaba bien el calor. Entretanto Nadia, 
      la hija del guía, invitó a Alex a recorrer los alrededores. 
      
               —Después de la 
      puesta de sol no se aventuren fuera de los limites de la aldea, es 
      peligroso —les advirtió César Santos. Siguiendo los consejos de Leblanc, 
      quien hablaba como un experto en peligros de la selva, Alex se metió los 
      pantalones dentro de los calcetines y las botas, para evitar que las 
      voraces sanguijuelas le chuparan la sangre. Nadia, que andaba casi 
      descalza, se rió. 
      
               —Ya te 
      acostumbrarás a los bichos y el calor —le dijo. Hablaba muy buen inglés 
      porque su madre era canadiense—. Mi mamá se fue hace tres años —aclaró la 
      niña. 
      
               —¿Por qué se fue? 
      
               —No pudo habituarse 
      aquí, tenía mala salud y empeoró cuando la Bestia empezó a rondar. Sentía 
      su olor, quería irse lejos, no podía estar sola, gritaba... Al final la 
      doctora Torres se la llevó en un helicóptero. Ahora está en Canadá —dijo 
      Nadia. 
      
               —¿Tu padre no fue 
      con ella? 
      
               —¿Qué haría mi papá 
      en Canadá? 
      
               —¿Y por qué no te 
      llevó con ella? —insistió Alex, quien nunca había oído de una madre que 
      abandonara a los hijos. 
      
               —Porque está en un 
      sanatorio. Además no quiero separarme de mi papá. 
      
               —¿No tienes miedo 
      de la Bestia? 
      
               —Todo el mundo le 
      tiene miedo. Pero si viene, Borobá me advertiría a tiempo —replicó la 
      niña, acariciando al monito negro, que nunca se separaba de ella. 
      
               Nadia llevó a su 
      nuevo amigo a conocer el pueblo, lo cual les tomó apenas media hora, pues 
      no había mucho que ver. Súbitamente estalló una tormenta de relámpagos, 
      que cruzaban el cielo en todas direcciones, y empezó a llover a raudales. 
      Era una lluvia caliente como sopa, que convirtió las angostas callejuelas 
      en un humeante lodazal. La gente en general buscaba amparo bajo algún 
      techo, pero los niños y los indios continuaban en sus actividades, 
      indiferentes por completo al aguacero. Alex comprendió que su abuela tuvo 
      razón al sugerirle que reemplazara sus vaqueros por ropa ligera de 
      algodón, más fresca y fácil de secar. Para escapar de la lluvia, los dos 
      chicos se metieron en la iglesia, donde encontraron a un hombre alto y 
      fornido, con unas tremendas espaldas de leñador y el cabello blanco, a 
      quien Nadia presentó como el padre Valdomero. Carecía por completo de la 
      solemnidad que se espera de un sacerdote: estaba en calzoncillos, con el 
      torso desnudo, encaramado a una escalera pintando las paredes con cal. 
      Tenía una botella de ron en el suelo. 
      
               —El padre Valdomero 
      ha vivido aquí desde antes de la invasión de las hormigas —lo presentó 
      Nadia. 
      
               —Llegué cuando se 
      fundó este pueblo, hace casi cuarenta años, y estaba aquí cuando vinieron 
      las hormigas. Tuvimos que abandonar todo y salir escapando río abajo. 
      Llegaron como una enorme mancha oscura, avanzando implacables, destruyendo 
      todo a su paso —contó el sacerdote.  
      
               —¿Qué pasó 
      entonces? —preguntó Alex, quien no podía imaginar un pueblo víctima de 
      insectos. 
      
               —Prendimos fuego a 
      las casas antes de irnos. El incendio desvió a las hormigas y unos meses 
      más tarde pudimos regresar. Ninguna de las casas que ves aquí tiene más de 
      quince años —explicó. 
      
               El sacerdote tenía 
      una extraña mascota, un perro anfibio que, según dijo, era nativo del 
      Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba buena parte de su 
      vida en el río y podía permanecer varios minutos con la cabeza dentro de 
      un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente distancia, 
      desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que estaba 
      cantando. 
      
               —Al padre Valdomero 
      lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa suerte! —exclamó Nadia 
      admirada. 
      
               —No me raptaron, 
      niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida. Viví con ellos 
      varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es más 
      importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es 
      un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se 
      muere —contó el padre Valdomero. 
      
               —Unas versiones 
      dicen que son pacíficos y otras que son completamente salvajes y violentos 
      —dijo Alex. 
      
               —Los hombres más 
      peligrosos que he visto por estos lados no son indios, sino traficantes de 
      armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro, soldados, y 
      madereros, que infectan y explotan esta región —rebatió el sacerdote y 
      agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy avanzados 
      en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como un hijo a 
      su madre. 
      
               —Cuéntenos de la 
      Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios ojos, padre? —preguntó 
      Nadia.  
       —Creo 
      que la vi, pero era de   noche y mis ojos ya no son tan buenos como antes 
      —contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al gaznate. 
      
               —¿Cuándo fue eso? 
      —preguntó Alex, pensando que su abuela agradecería esa información. 
      
               —Hace un par de 
      años... 
      
               —¿Qué vio 
      exactamente? 
      
               —Lo he contado 
      muchas veces: un gigante de más de tres metros de altura, que se movía muy 
      lentamente y despedía un olor terrible. Quedé paralizado de espanto. 
      
               —¿No lo atacó, 
      padre? 
      
               —No. Dijo algo, 
      después dio media vuelta y desapareció en el bosque. 
      
               —¿Dijo algo? 
      Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como gruñidos, ¿verdad? 
      —insistió Alex. 
      
               —No, hijo. 
      Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero sin duda era 
      un lenguaje articulado. Me desmayé... Cuando desperté no estaba seguro de 
      lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado en la ropa, en 
      el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.  
           
       
      
      CAPITULO 5 - El chamán   
      
              La tormenta cesó tan 
      súbitamente como había comenzado, y la noche apareció clara. Alex y Nadia 
      regresaron al hotel, donde los miembros de la expedición estaban reunidos 
      en torno a César Santos y la doctora Omayra Torres estudiando un mapa de 
      la región y discutiendo los preparativos del viaje. El profesor Leblanc, 
      algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se había pintado de 
      insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio llamado 
      Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc exigió que 
      la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día siguiente, 
      porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante. Disponía 
      sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva, dijo. 
      
              —Nadie lo ha logrado 
      en varios años, profesor... —apuntó César Santos. 
      
              —Tendrá que aparecer 
      pronto, porque yo debo dar una serie de conferencias en Europa —replicó 
      él. 
      
              —Espero que la 
      Bestia entienda sus razones —dijo el guía, pero el profesor no dio 
      muestras de captar la ironía. 
      
              Kate Coid le había 
      contado a su nieto que el Amazonas era un lugar peligroso para los 
      antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban teorías 
      contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros 
      tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos, 
      enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país. 
      
              —Supongo que está 
      enterado de que yo también formo parte de la expedición, profesor Leblanc 
      —dijo la doctora Omayra Torres, a quien el antropólogo miraba de reojo a 
      cada rato, impresionado por su opulenta belleza. 
      
              —Nada me gustaría 
      más, señorita, pero... 
      
              —Doctora Torres —lo 
      interrumpió la médica. 
      
              —Puede llamarme 
      Ludovic —aventuró Leblanc con coquetería. 
      
              —Llámeme doctora 
      Torres —replicó secamente ella. 
      
              —No podré llevarla, 
      mi estimada doctora. Apenas hay espacio para quienes hemos sido 
      contratados por el International Geographic. El presupuesto es generoso, 
      pero no ilimitado —replicó Leblanc. 
      
              —Entonces ustedes 
      tampoco irán, profesor. Pertenezco al Servicio Nacional de Salud. Estoy 
      aquí para proteger a los indios. Ningún forastero puede contactarlos sin 
      las medidas de prevención necesarias. Son muy vulnerables a las 
      enfermedades, sobre todo las de los blancos —dijo la doctora. 
      
              —Un resfrío común es 
      mortal para ellos. Una tribu completa murió de una infección respiratoria 
      hace tres años, cuando vinieron unos periodistas a filmar un documental. 
      Uno de ellos tenía tos, le dio una chupada de su cigarrillo a un indio y 
      así contagió a toda la tribu —agregó César Santos. 
      
              En ese momento 
      llegaron el capitán Ariosto, jefe del cuartel, y Mauro Carías, el 
      empresario más rico de los alrededores. En un susurro, Nadia le explicó a 
      Alex que Carías era muy poderoso, hacía negocios con los presidentes y 
      generales de varios países sudamericanos. Agregó que no tenía el corazón 
      en el cuerpo, sino que lo llevaba en una bolsa, y señaló el maletín de 
      cuero que Carías tenía en la mano. Por su parte Ludovic Leblanc estaba muy 
      impresionado con Mauro Carías, porque la expedición se había formado 
      gracias a los contactos internacionales de ese hombre. Fue él quien 
      interesó a la revista International Geographic en la leyenda de la Bestia. 
      
              —Esa extraña 
      criatura tiene atemorizados a las buenas gentes del Alto Orinoco. Nadie 
      quiere internarse en el triángulo donde se supone que habita —dijo Carías. 
      
              —Entiendo que esa 
      zona no ha sido explorada —dijo Kate Coid. 
      
              —Así es. 
      
              —Supongo que debe 
      ser muy rica en minerales y piedras preciosas —agregó la escritora. 
      
              —La riqueza del 
      Amazonas está sobre todo en la tierra y las maderas —respondió él. 
      
              —Y en las plantas 
      —intervino la doctora Omayra Torres—. No conocemos ni un diez por ciento 
      de las sustancias medicinales que hay aquí. A medida que desaparecen los 
      chamanes y curanderos indígenas, perdemos para siempre esos conocimientos. 
      
              —Imagino que la 
      Bestia también interfiere con sus negocios por esos lados, señor Carías, 
      tal como interfieren las tribus —continuó Kate Coid, quien cuando se 
      interesaba en algo no soltaba la presa. 
      
              —La Bestia es un 
      problema para todos. Hasta los soldados le tienen miedo —admitió Mauro 
      Carías. 
      
              —Si la Bestia 
      existe, la encontraré. Todavía no ha nacido el hombre y menos el animal 
      que pueda burlarse de Ludovic Leblanc —replicó el profesor, quien solía 
      referirse a sí mismo en tercera persona. 
      
              —Cuente con mis 
      soldados, profesor. Al contrario de lo que asegura mi buen amigo Carías, 
      son hombres valientes —ofreció el capitán Ariosto. 
      
              —Cuente también con 
      todos mis recursos, estimado profesor Leblanc. Dispongo de lanchas a motor 
      y un buen equipo de radio —agregó Mauro Carías. 
      
              —Y cuente conmigo 
      para los problemas de salud o los accidentes que puedan surgir —añadió 
      suavemente la doctora Omayra Torres, como si no recordara la negativa de 
      Leblanc de incluirla en la expedición. 
      
              —Tal como le dije, 
      señorita... 
      
              —Doctora —lo 
      corrigió ella de nuevo. 
      
              —Tal como le dije, 
      el presupuesto de esta expedición es limitado, no podemos llevar turistas 
      —dijo Leblanc, enfático. 
      
              —No soy turista. La 
      expedición no puede continuar sin un médico autorizado y sin las vacunas 
      necesarias. 
      
              —La doctora tiene 
      razón. El capitán Ariosto le explicará la ley —intervino César Santos, 
      quien conocía a la doctora y evidentemente se sentía atraído por ella. 
      
              —Ejem, bueno... es 
      cierto que... —farfulló el militar mirando a Mauro Carías, confundido. 
      
              —No habrá problema 
      en incluir a Omayra. Yo mismo financiaré sus gastos —sonrió el empresario 
      poniendo un brazo en torno a los hombros de la joven médica. 
      
              —Gracias, Mauro, 
      pero no será necesario, mis gastos los paga el Gobierno —dijo ella, 
      apartándose sin brusquedad. 
      
              —Bien. En ese caso 
      no hay más que hablar. Espero que encontremos a la Bestia, si no este 
      viaje será inútil —comentó Timothy Bruce, el fotógrafo. 
      
              —Confíe en mí, 
      joven. Tengo experiencia en este tipo de animales y yo mismo he diseñado 
      unas trampas infalibles. Puede ver los modelos de mis trampas en mi 
      tratado sobre el abominable hombre del Himalaya —aclaró el profesor con 
      una mueca de satisfacción, mientras indicaba a Karakawe que lo abanicara 
      con más bríos. 
      
              —¿Pudo atraparlo? 
      —preguntó Alex con fingida inocencia, pues conocía de sobra la respuesta. 
      
              —No existe, joven. 
      Esa supuesta criatura del Himalaya es una patraña. Tal vez esta famosa 
      Bestia también lo sea. 
      
              —Hay gente que la ha 
      visto —alegó Nadia. 
      
              —Gente ignorante, 
      sin duda, niña —determinó el profesor. 
      
              —El padre Valdomero 
      no es un ignorante —insistió Nadia. 
      
              —¿Quién es ése? 
      
              —Un misionero 
      católico, que fue raptado por los salvajes y desde entonces está loco 
      —intervino el capitán Ariosto. Hablaba inglés con un fuerte acento 
      venezolano y como mantenía siempre un cigarro entre los dientes, no era 
      mucho lo que se le entendía. 
      
              —¡No fue raptado y 
      tampoco está loco! —exclamó Nadia. 
      
      —Cálmate, bonita —sonrió 
      Mauro Carías acariciando el cabello de Nadia, quien de inmediato se puso 
      fuera de su alcance. 
      
              —En realidad el 
      padre Valdomero es un sabio. Habla varios idiomas de los indios, conoce la 
      flora y la fauna del Amazonas mejor que nadie; recompone fracturas de 
      huesos, saca muelas y en un par de ocasiones ha operado cataratas de los 
      ojos con un bisturí que él mismo fabricó —agregó César Santos. 
      
              —Si, pero no ha 
      tenido éxito en combatir los vicios en Santa María de la Lluvia o en 
      cristianizar a los indios, ya ven que todavía andan desnudos —se burló 
      Mauro Carías. 
      
              —Dudo que los indios 
      necesiten ser cristianizados —rebatió César Santos. 
      
              Explicó que eran muy 
      espirituales, creían que todo tenía alma: los árboles, los animales, los 
      ríos, las nubes. Para ellos el espíritu y la materia no estaban separados. 
      No entendían la simpleza de la religión de los forasteros, decían que era 
      una sola historia repetida, en cambio ellos tenían muchas historias de 
      dioses, demonios, espíritus del cielo y la tierra. El padre Valdomero 
      había renunciado a explicarles que Cristo murió en la cruz para salvar a 
      la humanidad del pecado, porque la idea de tal sacrificio dejaba a los 
      indios atónitos. No conocían la culpa. Tampoco comprendían la necesidad de 
      usar ropa en ese clima o de acumular bienes, si nada podían llevarse al 
      otro mundo cuando morían. 
      
              —Es una lástima que 
      estén condenados a desaparecer, son el sueño de cualquier antropólogo, 
      ¿verdad, profesor Leblanc? —apuntó Mauro Carías, burlón. 
      
              —Así es. Por suerte 
      pude escribir sobre ellos antes que sucumban ante el progreso. Gracias a 
      Ludovic Leblanc figurarán en la historia —replicó el profesor, 
      completamente impermeable al sarcasmo del otro. 
      
              Esa tarde la cena 
      consistió en trozos de tapir asado, frijoles y tortillas de mandioca, nada 
      de lo cual Alex quiso probar, a pesar de que lo atormentaba un hambre de 
      lobo. Después de la cena, mientras su abuela bebía vodka y fumaba su pipa 
      en compañía de los hombres del grupo, Alex salió con Nadia al embarcadero. 
      La luna brillaba como una lámpara amarilla en el cielo. Los rodeaba el 
      ruido de la selva, como música de fondo: gritos de pájaros, chillidos de 
      monos, croar de sapos y grillos. Miles de luciérnagas pasaban fugaces por 
      su lado, rozándoles la cara. Nadia atrapó una con la mano y se la enredó 
      entre los rizos del cabello, donde quedó titilando como una lucecita. La 
      muchacha estaba sentada en el muelle con los pies en el agua oscura del 
      río. Alex le preguntó por las pirañas, que había visto disecadas en las 
      tiendas para turistas en Manaos, como tiburones en miniatura: medían un 
      palmo y estaban provistas de formidables mandíbulas y dientes afilados 
      como cuchillos. 
      
              —Las pirañas son muy 
      útiles, limpian el agua de cadáveres y basura. Mi papá dice que sólo 
      atacan si huelen sangre y cuando están hambrientas —explicó ella. 
      
              Le contó que en una 
      ocasión había visto cómo un caimán, mal herido por un jaguar, se arrastró 
      hasta el agua, donde las pirañas se introdujeron por la herida y lo 
      devoraron por dentro en cuestión de minutos, dejando la piel intacta. 
      
              En ese momento la 
      chica se puso alerta y le hizo un gesto con la mano de que guardara 
      silencio. Borobá, el monito, empezó a dar saltos y emitir chillidos, muy 
      agitado, pero Nadia lo calmó en un instante susurrándole al oído. Alex 
      tuvo la impresión de que el animal entendía perfectamente las palabras de 
      su ama. Sólo veía las sombras de la vegetación y el espejo negro del agua, 
      pero era evidente que algo había llamado la atención de Nadia, porque se 
      había puesto de pie. De lejos le llegaba el sonido apagado de alguien 
      pulsando las cuerdas de una guitarra en la aldea. Si se volvía, podía ver 
      algunas luces de las casas a su espalda, pero allí estaban solos. 
      
              Nadia lanzó un grito 
      largo y agudo, que a los oídos del muchacho sonó idéntico al de una 
      lechuza, y un instante después otro grito similar respondió desde la otra 
      orilla. Ella repitió el llamado dos veces y en ambas ocasiones tuvo la 
      misma respuesta. Entonces tomó a Alex de un brazo y le indicó que la 
      siguiera. El muchacho recordó la advertencia de César Santos, de 
      permanecer dentro de los límites del pueblo después del atardecer, así 
      como las historias que había oído sobre víboras, fieras, bandidos y 
      borrachos armados. Y mejor no pensar en los indios feroces descritos por 
      Leblanc o en la Bestia... Pero no quiso quedar como cobarde ante los ojos 
      de la chica y la Siguió sin decir palabra, empuñando su cortaplumas del 
      ejército suizo abierto. 
      
              Dejaron atrás las 
      últimas casuchas de la aldea y siguieron adelante con cuidado, sin más luz 
      que la luna. La selva resultó menos tupida de lo que Alex creía; la 
      vegetación era densa en las orillas del río, pero luego se raleaba y era 
      posible avanzar sin gran dificultad. No fueron muy lejos antes que el 
      llamado de la lechuza se repitiera. Estaban en un claro del bosque, donde 
      la luna podía verse brillando en el firmamento. Nadia se detuvo y esperó 
      inmóvil; hasta Borobá estaba quieto, como si supiera lo que aguardaban. De 
      pronto Alex dio un salto, sorprendido: a menos de tres metros de distancia 
      se materializó una figura salida de la noche, súbita y sigilosa, como un 
      fantasma. El muchacho enarboló su navaja dispuesto a defenderse, pero la 
      actitud serena de Nadia detuvo su gesto en el aire. 
      
              —Aía —murmuró la 
      chica en voz baja. 
      
              —Aía, ...... 
      —replicó una voz que a Alex no le pareció humana, sonaba como soplido de 
      viento. 
      
              La figura se 
      aproximó un paso y quedó muy cerca de Nadia. Para entonces los ojos de 
      Alex se habían acostumbrado un poco a la penumbra y pudo ver a la luz de 
      la luna a un hombre increíblemente anciano. Parecía haber vivido siglos, a 
      pesar de su postura erguida y sus movimientos ágiles. Era muy pequeño, 
      Alex calculó que medía menos que su hermana Nicole, quien sólo tenía nueve 
      años. Usaba un breve delantal de fibra vegetal y una docena de collares de 
      conchas, semillas y dientes de jabalí cubriéndole el pecho. La piel, 
      arrugada como la de un milenario elefante, caía en pliegues sobre su 
      frágil esqueleto. Llevaba una corta lanza, un bastón del cual colgaban una 
      serie de bolsitas de piel y un cilindro de cuarzo que sonaba como un 
      cascabel de bebé. Nadia se llevó la mano al cabello, desprendió la 
      luciérnaga y se la ofreció; el anciano la aceptó, colocándola entre sus 
      collares. Ella se puso en cuclillas y señaló a Alex que hiciera otro 
      tanto, como signo de respeto. Enseguida el indio se agachó también y así 
      quedaron los tres a la misma altura.   
      
              Borobá dio un salto 
      y se encaramó a los hombros del viejo, tironeándole las orejas; su ama lo 
      separó de un manotazo y el anciano se echó a reír de buena gana. A Alex le 
      pareció que no tenía un solo diente en la boca, pero como no había mucha 
      luz, no podía estar seguro. El indio y Nadia se enfrascaron en una larga 
      conversación de gestos y sonidos en una lengua cuyas palabras sonaban 
      dulces, como brisa, agua y pájaros. Supuso que hablaban de él, porque lo 
      señalaban. En un momento el hombre se puso de pie y agitó su corta lanza 
      muy enojado, pero ella lo tranquilizó con largas explicaciones. Por último 
      el viejo se quitó un amuleto del cuello, un trozo de hueso tallado, y se 
      lo llevó a los labios para soplarlo. El sonido era el mismo canto de 
      lechuza escuchado antes, que Alex reconoció porque esas aves abundaban en 
      las cercanías de su casa en el norte de California. El singular anciano 
      colgó el amuleto en torno al cuello de Nadia, puso las manos en sus 
      hombros a modo de despedida y enseguida desapareció con el mismo sigilo de 
      su llegada. El muchacho podía jurar que no lo vio retroceder, simplemente 
      se esfumó. 
      
              —Ése era Walimaí —le 
      dijo Nadia al oído. 
      
              —¿Walimaí? —preguntó 
      él, impresionado por ese extraño encuentro. 
      
              —¡Chisss! ¡No lo 
      digas en voz alta! Jamás debes pronunciar el nombre verdadero de un indio 
      en su presencia, es tabú. Menos puedes nombrar a los muertos, eso es un 
      tabú mucho más fuerte, un terrible insulto —explicó Nadia. 
      
              —¿Quién es? 
      
              —Es un chamán, un 
      brujo muy poderoso. Habla a través de sueños y visiones. Puede viajar al 
      mundo de los espíritus cuando desea. Es el único que conoce el camino a El 
      Dorado. 
      
              —¿El Dorado? ¿La 
      ciudad de oro que inventaron los conquistadores? ¡Ésa es una leyenda 
      absurda! —replicó Alex.  
      
              —Walimaí ha estado 
      allí muchas veces con su mujer. Siempre anda con ella —rebatió la chica. 
      
              —A ella no la vi 
      —admitió Alex. 
      
              —Es un espíritu. No 
      todos pueden verla. 
      
              —¿Tú la viste? 
      
              —Sí. Es joven y muy 
      bonita. 
      
              —¿Qué te dio el 
      brujo? ¿Qué hablaron ustedes dos? —preguntó Alex. 
      
              —Me dio un talismán. 
      Con esto siempre estaré segura; nadie, ni las personas, ni los animales, 
      ni los fantasmas podrán hacerme daño. También sirve para llamarlo, basta 
      con soplarlo y él vendrá. Hasta ahora yo no podía llamarlo, debía esperar 
      que él viniera. Walimaí dice que voy a necesitarlo porque hay mucho 
      peligro, el Rahakanariwa, el temible espíritu del pájaro caníbal, anda 
      suelto. Cuando aparece hay muerte y destrucción, pero yo estaré protegida 
      por el talismán. 
      
              —Eres una niña 
      bastante rara... —suspiró Alex, sin creer ni la mitad de lo que ella 
      decía. 
      
              —Walimaí dice que 
      los extranjeros no deben ir a buscar a la Bestia. Dice que varios morirán. 
      Pero tú y yo debemos ir, porque hemos sido llamados, porque tenemos el 
      alma blanca. 
      
              —¿Quién nos llama? 
      
              —No sé, pero si 
      Walimaí lo dice, es cierto. 
      
              —¿De verdad tú crees 
      esas cosas, Nadia? ¿Crees en brujos, en pájaros caníbales, en El Dorado, 
      en esposas invisibles, en la Bestia? 
      
              Sin responder, la 
      chica dio media vuelta, echó a andar hacia la aldea y él la siguió de 
      cerca, para no perderse.      
        
      
      CAPITULO 6 - El plan 
      
        
      
              Esa noche Alexander 
      Coid durmió sobresaltado. Se sentía a la intemperie, como si las frágiles 
      paredes que lo separaban de la selva se hubieran disuelto y estuviera 
      expuesto a todos los peligros de aquel mundo desconocido. El hotel, 
      construido con tablas sobre pilotes, con techo de cinc y sin vidrios en 
      las ventanas, apenas servía para protegerse de la lluvia. El ruido 
      exterior de sapos y otros animales se sumaba a los ronquidos de sus 
      compañeros de habitación. Su hamaca se volteó un par de veces, lanzándolo 
      de bruces al suelo, antes que recordara la forma de usarla, colocándose en 
      diagonal para mantener el equilibrio. No hacía calor, pero él estaba 
      sudando. Permaneció desvelado en la oscuridad mucho rato, debajo de su 
      mosquitero empapado en insecticida, pensando en la Bestia, en tarántulas, 
      escorpiones, serpientes y otros peligros que acechaban en la oscuridad. 
      Repasó la extraña escena que había visto entre el indio y Nadia. El chamán 
      había profetizado que varios miembros de la expedición morirían. 
      
               A Alex le pareció 
      increíble que en pocos días su vida hubiera dado un vuelco tan 
      espectacular, que de repente se encontrara en un lugar fantástico donde, 
      tal como había anunciado su abuela, los espíritus se paseaban entre los 
      vivos. La realidad se había distorsionado, ya no sabía qué creer. Sintió 
      una gran nostalgia por su casa y su familia, incluso por su perro Poncho. 
      Estaba muy solo y muy lejos de todo lo conocido. ¡Si al menos pudiera 
      averiguar cómo seguía su madre! Pero llamar por teléfono desde esa aldea a 
      un hospital en Texas era como tratar de comunicarse con el planeta Marte. 
      Kate no era gran compañía ni consuelo. Como abuela dejaba mucho que 
      desear, ni siquiera se daba el trabajo de responder a sus preguntas, 
      porque opinaba que lo único que uno aprende es lo que uno averigua solo. 
      Sostenía que la experiencia es lo que se obtiene justo después que uno la 
      necesita. 
      
               Estaba dándose 
      vueltas en la hamaca, sin poder dormir, cuando le pareció escuchar un 
      murmullo de voces. Podía ser sólo el barullo de la selva, pero decidió 
      averiguarlo. Descalzo y en ropa interior, se acercó sigilosamente a la 
      hamaca donde dormía Nadia junto a su padre, en el otro extremo de la sala 
      común. Puso una mano en la boca de la chica y murmuró su nombre al oído, 
      procurando no despertar a los demás. Ella abrió los ojos asustada, pero al 
      reconocerlo se calmó y descendió de su hamaca ligera como un gato, 
      haciéndole un gesto perentorio a Borobá para que se quedara quieto. El 
      monito la obedeció de inmediato, enrollándose en la hamaca, y Alex lo 
      comparó con su perro Poncho, a quien él no había logrado jamás hacerle 
      comprender ni la orden más sencilla. Salieron sigilosos, deslizándose a lo 
      largo de la pared del hotel hacia la terraza, donde Alex había percibido 
      las voces. Se ocultaron en el ángulo de la puerta, aplastados contra la 
      pared, y desde allí vislumbraron al capitán Ariosto y a Mauro Carías 
      sentados en torno a una mesita, fumando, bebiendo y hablando en voz baja. 
      Sus rostros eran plenamente visibles a la luz de los cigarrillos y de una 
      espiral de insecticida que ardía sobre la mesa. Alex se felicitó por haber 
      llamado a Nadia, porque los hombres hablaban en español. 
      
               —Ya sabes lo que 
      debes hacer, Ariosto —dijo Carías. 
      
               —No será fácil. 
      
               —Si fuera fácil, no 
      te necesitaría y tampoco tendría que pagarte, hombre —anotó Mauro Carías. 
      
               —No me gustan los 
      fotógrafos, podemos meternos en un lío. Y en cuanto a la escritora, déjame 
      decirte que esa vieja me parece muy astuta —dijo el capitán. 
      
               —El antropólogo, la 
      escritora y los fotógrafos son indispensables para nuestro plan. Saldrán 
      de aquí contando exactamente el cuento que nos conviene, eso eliminará 
      cualquier sospecha contra nosotros. Así evitamos que el Congreso mande una 
      comisión para investigar los hechos, como ha ocurrido antes. Esta vez 
      habrá un grupo del International Geographic de testigo —replicó Carías. 
      
               —No entiendo por 
      qué el Gobierno protege a ese puñado de salvajes. Ocupan miles de 
      kilómetros cuadrados que debieran repartirse entre los colonos, así 
      llegaría el progreso a este infierno —comentó el capitán. 
      
               —Todo a su tiempo, 
      Ariosto. En ese territorio hay esmeraldas y diamantes. Antes que lleguen 
      los colonos a cortar árboles y criar vacas, tú y yo seremos ricos. No 
      quiero aventureros por estos lados todavía. 
               
      —Entonces no los habrá. Para eso está el ejército, amigo Carías, para 
      hacer valer la ley. ¿No hay que proteger a los indios acaso? —dijo el 
      capitán Ariosto y los dos se rieron de buena gana. 
      
               —Tengo todo 
      planeado, una persona de mi confianza irá con la expedición. 
      
               —¿Quién? 
       
               
      —Por el momento prefiero no difundir su nombre. La Bestia es el pretexto 
      para que el tonto de Leblanc y los periodistas vayan exactamente donde 
      nosotros queremos y cubran la noticia. Ellos contactarán a los indios, es 
      inevitable. No pueden internarse en el triángulo del Alto Orinoco a buscar 
      a la Bestia sin toparse con los indios —apuntó el empresario. 
      
               —Tu plan me parece 
      muy complicado. Tengo gente muy discreta, podemos hacer el trabajo sin que 
      nadie se entere —aseguró el capitán Ariosto, llevándose el vaso a los 
      labios. 
      
               —¡No, hombre! ¿No 
      te he explicado que debemos tener paciencia? —replicó Carías. 
      
               —Explícame de nuevo 
      el plan —exigió Ariosto. 
      
               —No te preocupes, 
      del plan me encargo yo. En menos de tres meses habremos desocupado la 
      zona. 
      
               En ese instante 
      Alex sintió algo sobre un pie y ahogó un grito: una serpiente se deslizaba 
      sobre su piel desnuda. Nadia se llevó un dedo a los labios, indicándole 
      que no se moviera. Carías y Ariosto se pusieron de pie, advertidos, y 
      ambos sacaron simultáneamente sus armas. El capitán encendió su linterna y 
      barrió los alrededores, pasando con el rayo de luz a pocos centímetros del 
      sitio donde se ocultaban los chicos. Era tanto el terror de Alex, que de 
      buena gana hubiera confrontado las pistolas con tal de sacudirse la 
      serpiente, que ahora se le enrollaba en el tobillo, pero la mano de Nadia 
      lo sujetaba por un brazo y comprendió que no podía arriesgar también la 
      vida de ella. 
      
               —¿Quién anda allí? 
      —murmuró el capitán, sin levantar la voz para no atraer a quienes dormían 
      dentro del hotel. 
      
               Silencio. 
      
               —Vámonos, Ariosto 
      —ordenó Carías. El militar volvió a barrer el sitio con su linterna, luego 
      ambos retrocedieron hasta las escaleras que iban a la calle, siempre con 
      las armas en las manos. Pasaron uno o dos minutos antes que los muchachos 
      sintieran que podían moverse sin llamar la atención. Para entonces la 
      culebra envolvía la pantorrilla, su cabeza estaba a la altura de la 
      rodilla y el sudor corría a raudales por el cuerpo del muchacho. Nadia se 
      quitó la camiseta, se envolvió la mano derecha y con mucho cuidado cogió 
      la serpiente cerca de la cabeza. De inmediato él sintió que el reptil lo 
      apretaba más, agitando la cola furiosamente, pero la chica lo sostuvo con 
      firmeza y luego lo fue separando sin brusquedad de la pierna de su nuevo 
      amigo, hasta que lo tuvo colgando de su mano. Movió el brazo como un 
      molinete, adquiriendo impulso, y luego lanzó la serpiente por encima de la 
      baranda de la terraza, hacia la oscuridad. Enseguida volvió a ponerse la 
      camiseta, con la mayor tranquilidad. 
      
               —¿Era venenosa? 
      —preguntó el tembloroso muchacho apenas pudo sacar la voz. 
      
               —Sí, creo que era 
      una surucucú, pero no era muy grande. Tenía la boca chica y no puede abrir 
      demasiado las mandíbulas, sólo podría morderte un dedo, no la pierna 
      —replicó Nadia. Luego procedió a traducirle la conversación de Carías y 
      Ariosto. 
      
               —¿Cuál es el plan 
      de esos malvados? ¿Qué podemos hacer? —preguntó Nadia. 
      
               —No lo sé. Lo único 
      que se me ocurre es contárselo a mi abuela, pero no sé si me creería; dice 
      que soy paranoico, que veo enemigos y peligros por todas partes —contestó 
      el muchacho. 
      
               —Por el momento 
      sólo podemos esperar y vigilar, —sugirió ella, Los muchachos volvieron a 
      sus hamacas. Alex se durmió al punto, extenuado, y despertó al amanecer 
      con los aullidos ensordecedores de los monos. Su hambre era tan voraz que 
      hubiera comido de buena gana los panqueques de su padre, pero no había 
      nada para echarse a la boca y tuvo que esperar dos horas hasta que sus 
      compañeros de viaje estuvieron listos para desayunar. Le ofrecieron café 
      negro, cerveza tibia y las sobras frías del tapir de la noche anterior. 
      Rechazó todo, asqueado. Nunca había visto un tapir, pero imaginaba que 
      sería algo así como una rata grande; se llevaría una sorpresa pocos días 
      más tarde al comprobar que se trataba de un animal de más de cien kilos, 
      parecido a un cerdo, cuya carne era muy apreciada. Echó mano de un 
      plátano, pero resultó amargo y le dejó la lengua áspera, después se enteró 
      que los de esa clase debían ser cocinados. Nadia, quien había salido 
      temprano a bañarse al río con otras chicas, regresó con una flor fresca en 
      una oreja y la misma pluma verde en la otra, trayendo a Borobá abrazado al 
      cuello y media piña en la mano. Alex había leído que la única fruta segura 
      en los climas tropicales es la que uno mismo pela, pero decidió que el 
      riesgo de contraer tifus era preferible a la desnutrición. Devoró la piña 
      que ella le ofrecía, agradecido. 
      
               César Santos, el 
      guía, apareció momentos después, tan bien lavado como su hija, invitando 
      al resto de los sudorosos miembros de la expedición a darse un chapuzón en 
      el río. Todos lo siguieron, menos el profesor Leblanc, quien mandó a 
      Karakawe a buscar varios baldes de agua para bañarse en la terraza, porque 
      la idea de nadar en compañía de una mantarraya no le atraía. Algunas eran 
      del tamaño de una alfombra grande y sus poderosas colas no sólo cortaban 
      como sierras, también inyectaban veneno. Alex consideró que, después de la 
      experiencia con la serpiente de la noche anterior, no pensaba retroceder 
      ante el riesgo de toparse con un pez, por mala fama que tuviera. Se tiró 
      al agua de cabeza. 
      
               —Si te ataca una 
      mantarraya, quiere decir que estas aguas no son para ti —fue el único 
      comentario de su abuela, quien partió con las mujeres a bañarse a otro 
      lado. 
      
               —Las mantarrayas 
      son tímidas y viven en el lecho del río. Por lo general escapan cuando 
      perciben movimiento en el agua, pero de todos modos conviene caminar 
      arrastrando los pies, para no pisarlas —lo instruyó César Santos. El baño 
      resultó delicioso y lo dejó fresco y limpio.  
        
        
        
        
      
      CAPITULO 7 - El jaguar negro 
      
        
      
      Antes de partir, los 
      miembros de la expedición fueron invitados al campamento de Mauro Carías. 
      La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que debía enviar a los jóvenes 
      mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del Ejército, porque habían 
      empeorado. El campamento se componía de varios remolques, transportados 
      mediante helicópteros y colocados en círculo en un claro del bosque, a un 
      par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus instalaciones eran 
      lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de la aldea. Contaba 
      con un generador de electricidad, antena de radio y paneles de energía 
      solar. 
      
               Carías tenía 
      recintos similares en varios puntos estratégicos del Amazonas para 
      controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de madera hasta las 
      minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas, Río de 
      Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una 
      mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también 
      usaba los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos 
      ponían a su disposición. En Santa María de la Lluvia no había un 
      aeropuerto donde pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su 
      avioneta bimotor, que comparada con el avioncito de César Santos, un 
      decrépito pájaro de latas oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid 
      le llamó la atención que el campamento estuviera rodeado de alambres 
      electrificados y custodiado por guardias. 
      
               —¿Qué puede tener 
      este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? —le comentó a su nieto. 
      
               Mauro Carías era de 
      los pocos aventureros que se habían hecho ricos en el Amazonas. Miles y 
      miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por la selva y los 
      ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes, abriéndose paso a 
      machetazos en la vegetación, comidos de hormigas, sanguijuelas y 
      mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de hambre y 
      soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los comían los 
      animales. 
      
               Decían que Carías 
      había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba en la selva y después 
      les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las pepitas de oro que 
      las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes sobre el 
      pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el oro no 
      estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso, Carías 
      nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros, porque 
      tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y hacerse 
      respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza. 
      Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se 
      atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las 
      manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre 
      simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes 
      blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz 
      melodiosa y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su 
      franqueza en cada frase. 
      
               El empresario 
      recibió a los miembros de la expedición del International Geographic en 
      uno de los remolques acondicionado como salón, con todas las comodidades 
      que no existían en el pueblo. Lo acompañaban dos mujeres jóvenes y 
      atractivas, quienes servían los tragos y encendían los cigarros, pero no 
      decían ni media palabra. Alex pensó que no hablaban inglés. Las comparó 
      con Morgana, la chica que le robó la mochila en Nueva York, porque tenían 
      la misma actitud insolente. Se sonrojó al pensar en Morgana y volvió a 
      preguntarse cómo pudo ser tan inocente y dejarse engañar de esa manera. 
      Ellas eran las únicas mujeres a la vista en el campamento, el resto eran 
      hombres armados hasta los dientes. El anfitrión les ofreció un delicioso 
      almuerzo de quesos, carnes frías, mariscos, frutas, helados y otros lujos 
      traídos de Caracas. Por primera vez desde que salió de su país, el 
      muchacho americano pudo comer a gusto. 
      
               —Parece que conoces 
      muy bien esta región, Santos. ¿Cuánto hace que vives aquí? —preguntó Mauro 
      Carías al guía. 
      
               —Toda la vida. No 
      podría vivir en otra parte —replicó éste. 
      
               —Me han dicho que 
      tu mujer se enfermó aquí. Lo lamento mucho... No me extraña, muy pocos 
      extranjeros sobreviven en este aislamiento y este clima. ¿Y esta niña, no 
      va a la escuela? —Y Carías estiró la mano para tocar a Nadia, pero Borobá 
      le mostró los dientes. 
      
               —No tengo que ir a 
      la escuela. Sé leer y escribir —dijo Nadia enfática. 
      
               —Con eso ya no 
      necesitas más, bonita —sonrió Carías. 
      
               —Nadia también 
      conoce la naturaleza, habla inglés, español, portugués y varias lenguas de 
      los indios —añadió el padre. 
      
               —¿Qué es eso que 
      llevas al cuello, bonita? —preguntó Carías con su entonación cariñosa. 
      
               —Soy Nadia —dijo 
      ella. 
      
               —Muéstrame tu 
      collar, Nadia —sonrió el empresario, luciendo su perfecta dentadura. 
      
               —Es mágico, no me 
      lo puedo quitar. 
      
               —¿Quieres venderlo? 
      Te lo compro —se burló Mauro Carías. 
      
               —¡No! —gritó ella 
      apartándose. 
      
               César Santos 
      interrumpió para disculpar los modales ariscos de su hija. Estaba 
      extrañado de que ese hombre tan importante perdiera el tiempo embromando a 
      una criatura. Antes nadie se fijaba en Nadia, pero en los últimos meses su 
      hija empezaba a llamar la atención y eso no le gustaba nada. Mauro Carías 
      comentó que si la chica había vivido siempre en el Amazonas, no estaba 
      preparada para la sociedad. ¿Qué futuro la esperaba? Parecía muy lista y 
      con una buena educación podría llegar lejos, dijo. Incluso se ofreció para 
      llevársela con él a la ciudad, donde podría mandarla a la escuela y 
      convertirla en una señorita, como era debido. 
      
               —No puedo separarme 
      de mi hija, pero se lo agradezco de todos modos —replicó Santos. 
      
               —Piénsalo, hombre. 
      Yo sería como su padrino... —agregó el empresario. 
      
               —También puedo 
      hablar con los animales —lo interrumpió Nadia.  
       Una 
      carcajada general recibió las palabras de Nadia. Los únicos que no se 
      rieron fueron su padre, Alex y Kate Coid. 
      
               —Si puedes hablar 
      con los animales, tal vez puedas servirme de intérprete con una de mis 
      mascotas. Vengan conmigo —los invitó el empresario con su suave 
      entonación. Siguieron a Mauro Carías hasta un patio formado por los 
      remolques colocados en círculo, en cuyo centro había una improvisada jaula 
      hecha con palos y alambrado de gallinero. Adentro se paseaba un gran 
      felino con la actitud enloquecida de las fieras en cautiverio. Era un 
      jaguar negro, uno de los más hermosos ejemplares que se había visto por 
      esos lados, con la piel lustrosa y ojos hipnóticos color topacio. Ante su 
      presencia, Borobá lanzó un chillido agudo, saltó del hombro de Nadia y 
      escapó a toda velocidad, seguido por la niña, quien lo llamaba en vano. 
      Alex se sorprendió, pues hasta entonces no había visto al mono separarse 
      voluntariamente de su ama. Los fotógrafos de inmediato enfocaron sus 
      lentes hacia la fiera y también Kate Coid sacó del bolso su pequeña cámara 
      automática. El profesor Leblanc se mantuvo a prudente distancia. 
      
               —Los jaguares 
      negros son los animales más temibles de Sudamérica. No retroceden ante 
      nada, son valientes —dijo Carías. 
      
               —Si lo admira, ¿por 
      qué no lo suelta? Este pobre gato estaría mejor muerto que prisionero 
      —apuntó César Santos. 
      
               
      —¿Soltarlo? ¡De ninguna manera, hombre! Tengo un pequeño zoológico en mi 
      casa de Río de Janeiro. Estoy esperando que llegue una jaula apropiada 
      para enviarlo allá. 
      
               Alex se había 
      aproximado como en trance, fascinado por la visión de ese enorme felino. 
      Su abuela le gritó una advertencia que él no oyó y avanzó hasta tocar con 
      ambas manos el alambrado que lo separaba del animal. El jaguar se detuvo, 
      lanzó un formidable gruñido y luego fijó su mirada amarilla en Alex; 
      estaba inmóvil, con los músculos tensos, la piel color azabache 
      palpitante. El muchacho se quitó los lentes, que había usado desde los 
      siete años, y los dejó caer al suelo. Se encontraban tan cerca, que pudo 
      distinguir cada manchita dorada en las pupilas de la fiera, mientras los 
      ojos de ambos se trababan en un silencioso diálogo. Todo desapareció: se 
      encontró solo frente al animal en una vasta planicie de oro, rodeado de 
      altísimas torres negras, bajo un cielo blanco donde flotaban seis lunas 
      transparentes, como medusas. Vio que el felino abría las fauces, donde 
      brillaban sus grandes dientes perlados, y con una voz humana, pero que 
      parecía provenir del fondo de una caverna, pronunciaba su nombre: 
      Alexander. Y él respondía con su propia voz, pero que también sonaba 
      cavernosa: Jaguar. El animal y el muchacho repitieron tres veces esas 
      palabras, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, Alexander, Jaguar, y 
      entonces la arena de la planicie se volvió fosforescente, el cielo se tomó 
      negro y las seis lunas empezaron a girar en sus órbitas y desplazarse como 
      lentos cometas. 
      
               Entretanto Mauro 
      Carías había impartido una orden y uno de sus empleados trajo un mono 
      arrastrándolo de una cuerda. Al ver al jaguar el mono tuvo una reacción 
      similar a la de Borobá, empezó a chillar y dar saltos y manotazos, pero no 
      pudo soltarse. Carías lo cogió por el cuello y antes que nadie alcanzara a 
      adivinar sus intenciones, abrió la jaula con un solo movimiento preciso y 
      lanzó el aterrorizado animalito adentro. 
      
               Los fotógrafos, 
      cogidos de sorpresa, debieron hacer un esfuerzo para recordar que tenían 
      una cámara en las manos. Leblanc seguía fascinado por cada movimiento del 
      infeliz simio, que trepaba por el alambrado buscando una salida, y de la 
      fiera, que lo seguía con los ojos, agazapado, preparándose para el salto. 
      Sin pensar lo que hacia, Alex se lanzó a la carrera, pisando y haciendo 
      añicos sus lentes, que estaban todavía en el suelo. Se abalanzó hacia la 
      puerta de la jaula dispuesto a rescatar a ambos animales, el mono de una 
      muerte segura y el jaguar de su prisión. Al ver a su nieto abriendo la 
      cerradura, Kate corrió también, pero antes que ella lo alcanzara dos de 
      los empleados de Carías ya habían cogido al muchacho por los brazos y 
      forcejeaban con él. Todo sucedió simultáneamente y tan rápido, que después 
      Alex no pudo recordar la secuencia de los hechos. De un zarpazo el jaguar 
      tumbó al mono y con un mordisco de sus temibles mandíbulas lo destrozó. La 
      sangre salpicó en todas direcciones. En el mismo momento César Santos sacó 
      su pistola del cinto y le disparó a la fiera un tiro preciso en la frente. 
      Alex sintió el impacto como si la bala le hubiera dado a él entre los ojos 
      y habría caído de espaldas si los guardias de Carías no lo hubieran tenido 
      por los brazos prácticamente en vilo. 
      
               —¡Qué hiciste, 
      desgraciado! —gritó el empresario, desenfundando también su arma y 
      volviéndose hacia César Santos. 
      
               Sus guardias 
      soltaron a Alex, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo, para 
      enfrentar al guía, pero no se atrevieron a ponerle las manos encima porque 
      éste aún empuñaba la pistola humeante. 
      
               —Lo puse en 
      libertad —replicó César Santos con pasmosa tranquilidad. 
      
               Mauro Carías hizo 
      un esfuerzo por controlarse. Comprendió que no podía batirse a tiros con 
      él delante de los periodistas y de Leblanc. 
      
               —¡Calma! —ordenó 
      Mauro Carías a los guardias. 
      
               —¡Lo mató! ¡Lo 
      mató! —repetía Leblanc, rojo de excitación. La muerte del mono y luego la 
      del felino lo habían puesto frenético, actuaba como ebrio. 
      
               —No se preocupe, 
      profesor Leblanc, puedo obtener cuantos animales quiera. Disculpen, me 
      temo que éste fue un espectáculo poco apropiado para corazones blandos 
      —dijo Carías. 
      
               Kate Coid ayudó a 
      su nieto a ponerse en pie, luego tomó a César Santos por un brazo y lo 
      condujo a la salida, sin dar tiempo a que la situación se pusiera más 
      violenta. El guía se dejó llevar por la escritora y salieron, seguidos por 
      Alex. Fuera encontraron a Nadia con el espantado Borobá enrollado en su 
      cintura. Alex intentó explicar a Nadia lo que había ocurrido entre el 
      jaguar y él antes que Mauro Carías introdujera al mono en la jaula, pero 
      todo se confundía en su mente. Había sido una experiencia tan real, que el 
      muchacho podía jurar que por unos minutos estuvo en otro mundo, en un 
      mundo de arenas radiantes y seis lunas girando en el firmamento, un mundo 
      donde el jaguar y él se fundieron en una sola voz. Aunque le fallaban las 
      palabras para contar a su amiga lo que había sentido, ella pareció 
      comprenderlo sin necesidad de oír los detalles. 
      
               —El jaguar te 
      reconoció, porque es tu animal totémico —dijo—. Todos tenemos el espíritu 
      de un animal, que nos acompaña. Es como nuestra alma. No todos encuentran 
      su animal, sólo los grandes guerreros y los chamanes, pero tú lo 
      descubriste sin buscarlo. Tu nombre es Jaguar —dijo Nadia. 
      
               —¿Jaguar? 
      
               —Alexander es el 
      nombre que te dieron tus padres. Jaguar es tu nombre verdadero, pero para 
      usarlo debes tener la naturaleza del jaguar. 
      
               —¿Y cómo es su 
      naturaleza? ¿Cruel y sanguinaria? —preguntó Alex, pensando en las fauces 
      de la fiera destrozando al mono en la jaula de Carías. 
      
               —Los animales no 
      son crueles, como la gente, sólo matan para defenderse o cuando tienen 
      hambre. 
      
               —¿Tú también tienes 
      un animal totémico, Nadia? 
      
               —Si, pero no se me 
      ha revelado todavía. Encontrar su animal es menos importante para una 
      mujer, porque nosotras recibimos nuestra fuerza de la tierra. Nosotras 
      somos la naturaleza —dijo ella. 
      
               —¿Cómo sabes todo 
      esto? —preguntó Alex, quien ya dudaba menos de las palabras de su nueva 
      amiga. 
      
               —Me lo enseñó 
      Walimaí. 
      
               —¿El chamán es tu 
      amigo? 
      
               —Si, Jaguar, pero 
      no le he dicho a nadie que hablo con Walimaí, ni siquiera a mi papá. 
      
               —¿Por qué? 
      
               —Porque Walimaí 
      prefiere la soledad. La única compañía que soporta es la del espíritu de 
      su esposa. Sólo a veces se aparece en algún shabono para curar una 
      enfermedad o participar en una ceremonia de los muertos, pero nunca se 
      aparece ante los nahab.  
      
       —¿Nahab? 
      
               —Forasteros. 
      
               —Tú eres forastera, 
      Nadia. 
      
               —Dice Walimaí que 
      yo no pertenezco a ninguna parte, que no soy ni india ni extranjera, ni 
      mujer ni espíritu. 
      
               —¿Qué eres 
      entonces? —preguntó jaguar. 
      
               —Yo soy, no más 
      —replicó ella.  
       César 
      Santos explicó a los miembros de la expedición que remontarían el río en 
      lanchas de motor, internándose en las tierras indígenas hasta el pie de 
      las cataratas del Alto Orinoco. Allí armarían el campamento y, de ser 
      posible, despejarían una franja de bosque para improvisar una pequeña 
      cancha de aterrizaje. El volvería a Santa María de la Lluvia para buscar 
      su avioneta, que serviría de rápido enlace con la aldea. Dijo que para 
      entonces el nuevo motor habría llegado y simplemente sería cuestión de 
      instalarlo. Con el avioncito podrían ir a la inexpugnable zona de las 
      montañas, donde según testimonio de algunos indios y aventureros, podría 
      tener su guarida la mitológica Bestia. 
      
               —¿Cómo sube y baja 
      una criatura gigantesca por ese terreno que supuestamente nosotros no 
      podemos escalar? —preguntó Kate Coid. 
      
               —Lo averiguaremos 
      —replicó César Santos. 
      
               —¿Cómo se movilizan 
      los indios por allí sin una avioneta? —insistió ella. 
      
               —Conocen el 
      terreno. Los indios pueden trepar una altísima palmera con el tronco 
      erizado de espinas. También pueden escalar las paredes de roca de las 
      cataratas, que son lisas como espejos —dijo el guía. 
      
               Pasaron buena parte 
      de la mañana cargando los botes. El profesor Leblanc llevaba más bultos 
      que los fotógrafos, incluyendo una provisión de cajones de agua 
      embotellada, que usaba hasta para afeitarse, porque temía las aguas 
      infectadas de mercurio. Fue inútil que César Santos le repitiera que 
      acamparían aguas arriba, lejos de las minas de oro. Por sugerencia del 
      guía, Leblanc había empleado como su asistente personal a Karakawe, el 
      indio que la noche anterior lo abanicaba, para que lo atendiera durante el 
      resto de la travesía. Explicó que sufría de la espalda y no podía cargar 
      ni el menor peso. 
      
               Desde el comienzo 
      de esa aventura, Alexander tuvo la responsabilidad de cuidar las cosas de 
      su abuela. Ese era un aspecto de su trabajo, por el cual ella le daba una 
      remuneración mínima, que sería pagada al regreso, siempre que cumpliera 
      bien. Cada día Kate Coid anotaba en su cuaderno las horas trabajadas por 
      su nieto y lo hacía firmar la página, así llevaban la cuenta. En un 
      momento de sinceridad, el le había contado cómo rompió todo en su pieza 
      antes de empezar el viaje. A ella no le pareció grave, porque era de la 
      opinión que se necesita muy poco en este mundo, pero le ofreció un sueldo 
      por si pensaba reponer los destrozos. La abuela viajaba con tres mudas de 
      ropa de algodón, vodka, tabaco, champú, jabón, repelente de insectos, 
      mosquitero, manta, papel y una caja de lápices, todo dentro de una bolsa 
      de lona. También llevaba una cámara automática, de las más ordinarias, que 
      había provocado desdeñosas carcajadas en los fotógrafos profesionales 
      Timothy Bruce y Joel González. Kate los dejó que se rieran sin hacer 
      comentarios. Alex llevaba aún menos ropa que su abuela, más un mapa y un 
      par de libros. Del cinturón se había colgado su cortaplumas del Ejército 
      suizo, su flauta y una brújula. Al ver el instrumento, César Santos le 
      explicó que de nada le servida en la selva, donde no se podía avanzar en 
      línea recta. 
      
               —Olvídate de la 
      brújula, muchacho. Lo mejor es que me sigas sin perderme nunca de vista 
      —le aconsejó. 
      
               Pero a Alex le 
      gustaba la idea de poder ubicar el norte dondequiera que se encontrara. Su 
      reloj, en cambio, de nada servía, porque el tiempo del Amazonas no era 
      como el del resto del planeta, no se medía en horas, sino en amaneceres, 
      mareas, estaciones, lluvias. 
      
               Los cinco soldados 
      facilitados por el capitán Ariosto, y Matuwe, el guía indio empleado por 
      César Santos, iban bien armados. Matuwe y Karakawe habían adoptado esos 
      nombres para entenderse con los forasteros; sólo sus familiares y amigos 
      íntimos podían llamarlos por sus nombres verdaderos. Ambos habían dejado 
      sus tribus muy jóvenes, para educarse en las escuelas de los misioneros, 
      donde fueron cristianizados, pero se mantenían en contacto con los indios. 
      Nadie podía ubicarse en la región mejor que Matuwe, quien jamás había 
      recurrido a un mapa para saber dónde estaba. Karakawe era considerado 
      «hombre de ciudad», porque viajaba a menudo a Manaos y Caracas y porque 
      tenía, como tanta gente de la ciudad, un temperamento desconfiado. 
      
               César Santos 
      llevaba lo indispensable para montar el campamento: carpas, comida, 
      utensilios de cocina, luces y radio de pilas, herramientas, redes para 
      fabricar trampas, machetes, cuchillos y algunas chucherías de vidrio y 
      plástico para intercambiar regalos con los indios. A última hora apareció 
      su hija con su monito negro colgado de una cadera, el amuleto de Walimaí 
      al cuello y sin más equipaje que un chaleco de algodón atado al cuello, 
      anunciando que estaba lista para embarcarse. Le había advertido a su padre 
      que no pensaba quedarse en Santa María de la Lluvia con las monjas del 
      hospital, como otras veces, porque Mauro Carías andaba por allí y no le 
      gustaba la forma en que la miraba y trataba de tocarla. Tenía miedo del 
      hombre que «llevaba el corazón en una bolsa». El profesor Leblanc montó en 
      cólera. Antes había objetado severamente la presencia del nieto de Kate 
      Coid, pero como era imposible mandarlo de vuelta a los Estados Unidos 
      debió tolerarlo; ahora, sin embargo, no estaba dispuesto a permitir por 
      ningún motivo que la hija del guía viniera también. 
      
               —Esto no es un 
      jardín de infancia, es una expedición científica de alto riesgo, los ojos 
      del mundo están puestos en Ludovic Leblanc —alegó, furioso. 
      
               Como nadie le hizo 
      caso, se negó a embarcarse. Sin él no podían partir; sólo el inmenso 
      prestigio de su nombre servía de garantía ante el International Geographic 
      dijo. César Santos procuró convencerlo de que su hija siempre andaba con 
      él y que no molestaría para nada, todo lo contrario, podía ser de gran 
      ayuda porque hablaba varios dialectos de los indios. Leblanc se mantuvo 
      inflexible. Media hora más tarde el calor subía de los cuarenta grados, la 
      humedad goteaba de todas las superficies y los ánimos de los 
      expedicionarios estaban tan caldeados como el clima. Entonces intervino 
      Kate Coid. 
      
               —A mi también me 
      duele la espalda, profesor. Necesito una asistente personal. He empleado a 
      Nadia Santos para que cargue mis cuadernos y me abanique con una hoja de 
      banano —dijo. 
      
               Todos soltaron una 
      carcajada. La chica subió dignamente al bote y se sentó junto a la 
      escritora. El mono se instaló en su falda y desde allí sacaba la lengua y 
      hacia morisquetas al profesor Leblanc, quien se había embarcado también, 
      rojo de indignación.    
      
         
        
      CAPITULO 8 - La expedición  
      
              Nuevamente el grupo 
      se encontró navegando río arriba. Esta vez iban trece adultos y dos niños 
      en un par de lanchones de motor, ambos pertenecientes a Mauro Carías, 
      quien los había puesto a disposición de Leblanc. 
      
               Alex esperó la 
      oportunidad para contarle en privado a su abuela el extraño diálogo entre 
      Mauro Carías y el capitán Ariosto, que Nadia le había traducido. Kate 
      escuchó con atención y no dio muestras de incredulidad, como su nieto 
      había temido; por el contrario, pareció muy interesada. 
      
               —No me gusta Carías. 
      ¿Cuál será su plan para exterminar a los indios? —preguntó. 
      
               —No lo sé. 
      
               —Lo único que 
      podemos hacer por el momento es esperar y vigilar —decidió la escritora. 
      
               —Lo mismo dijo 
      Nadia. 
      
               —Esa niña debiera 
      ser nieta mía, Alexander. 
      
               El viaje por el río 
      era similar al que habían hecho antes desde Manaos hasta Santa María de la 
      Lluvia, aunque el paisaje había cambiado. Para entonces el muchacho había 
      decidido hacer como Nadia y en vez de luchar contra los mosquitos 
      empapándose en insecticida, dejaba que lo atacaran, venciendo la tentación 
      de rascarse. También se quitó las botas cuando comprobó que estaban 
      siempre mojadas y que las sanguijuelas lo picaban igual que si no las 
      tuviera. La primera vez no se dio cuenta hasta que su abuela le señaló los 
      pies: tenía los calcetines ensangrentados. Se los quitó y vio a los 
      asquerosos bichos prendidos de su piel, hinchados de sangre. 
      
               —No duele porque 
      inyectan un anestésico antes de chupar la sangre —explicó César Santos. 
      
               Luego le enseñó a 
      soltar las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo, para evitar que los 
      dientes quedaran prendidos en la piel, con riesgo de provocar una 
      infección. Ese método resultaba algo complicado para Alex, porque no 
      fumaba, pero un poco del tabaco caliente de la pipa de su abuela tuvo el 
      mismo efecto. Era más fácil quitárselas de encima que vivir preocupado por 
      evitarlas. 
      
               Desde el comienzo 
      Alex tuvo la impresión de que había una palpable tensión entre los adultos 
      de la expedición: nadie confiaba en nadie. Tampoco podía sacudirse la 
      sensación de ser espiado, de que había miles de ojos observando cada 
      movimiento de las lanchas. A cada rato miraba por encima de su hombro, 
      pero nadie los seguía por el río. 
      
       Los cinco soldados eran 
      caboclos nacidos en la región; Matuwe, el guía empleado por César Santos, 
      era indígena y les serviría de intérprete con las tribus. El otro indio 
      puro era Karakawe, el asistente de Leblanc. Según la doctora Omayra 
      Torres, Karakawe no se comportaba como otros indios y posiblemente nunca 
      podría volver a vivir con su tribu. 
      
               Entre los indios 
      todo se compartía y las únicas posesiones eran las pocas armas o 
      primitivas herramientas que cada uno pudiera llevar consigo. Cada tribu 
      tenía un shabono, una gran choza común en forma circular, techada con paja 
      y abierta hacia un patio interior. Vivían todos juntos, compartiendo desde 
      la comida hasta la crianza de los niños. Sin embargo, el contacto con los 
      extranjeros estaba acabando con las tribus: no sólo les contagiaban 
      enfermedades del cuerpo, también otras del alma. Apenas los indios 
      probaban un machete, un cuchillo o cualquier otro artefacto metálico, sus 
      vidas cambiaban para siempre. Con un solo machete podían multiplicar por 
      mil la producción en los pequeños jardines, donde cultivaban mandioca y 
      maíz. Con un cuchillo cualquier guerrero se sentía como un dios. Los 
      indios sufrían la misma obsesión por el acero que los forasteros sentían 
      por el oro. Karakawe había superado la etapa del machete y estaba en la de 
      las armas de fuego: no se desprendía de su anticuada pistola. Alguien como 
      él, que pensaba más en sí mismo que en la comunidad, no tenía lugar en la 
      tribu. El individualismo se consideraba una forma de demencia, como ser 
      poseído por un demonio. 
      
               Karakawe era un 
      hombre hosco y lacónico, sólo contestaba con una o dos palabras cuando 
      alguien le hacía una pregunta ineludible; no se llevaba bien con los 
      extranjeros, con los caboclos ni con los indios. Servia a Ludovic Leblanc 
      de mala gana y en sus ojos brillaba el odio cuando debía dirigirse al 
      antropólogo. No comía con los demás, no bebía una gota de alcohol y se 
      separaba del grupo cuando acampaban por la noche. Nadia y Alex lo 
      sorprendieron una vez escarbando el equipaje de la doctora Omayra Torres. 
      
               —Tarántula —dijo a 
      modo de explicación. 
      
               Alexander y Nadia 
      se propusieron vigilarlo. A medida que avanzaban, la navegación se hacía 
      cada vez más dificultosa porque el río solía angostarse, precipitándose en 
      rápidos que amenazaban volcar los lanchones. En otras partes el agua 
      parecía estancada y flotaban cadáveres de animales, troncos podridos y 
      ramas que impedían avanzar. Debían apagar los motores y seguir a remo, 
      usando pértigas de bambú para apartar los escombros. Varias veces 
      resultaron ser grandes caimanes, que vistos desde arriba se confundían con 
      troncos. César Santos explicó que cuando el agua estaba baja aparecían los 
      jaguares y cuando estaba alta llegaban las serpientes. Vieron un par de 
      gigantescas tortugas y una anguila de metro y medio de largo que, según 
      César Santos, atacaba con una fuerte descarga eléctrica. La vegetación era 
      densa y desprendía un olor a materia orgánica en descomposición, pero a 
      veces al anochecer abrían unas grandes flores enredadas en los árboles y 
      entonces el aire se llenaba de un aroma dulce a vainilla y miel. Blancas 
      garzas los observaban inmóviles desde el pasto alto que crecía a orillas 
      del río y por todos lados había mariposas de brillantes colores. 
      
               César Santos solía 
      detener los botes ante árboles cuyas ramas se inclinaban sobre el agua y 
      bastaba estirar la mano para coger sus frutos. Alex nunca los había visto 
      y no quiso probarlos, pero los demás los saboreaban con placer. En una 
      oportunidad el guía desvió la embarcación para cosechar una planta que, 
      según dijo, era un estupendo cicatrizante. La doctora Omayra Torres estuvo 
      de acuerdo y recomendó al muchacho americano que frotara la cicatriz de su 
      mano con el jugo de la planta, aunque en realidad no era necesario, porque 
      había sanado bien. Apenas le quedaba una línea roja, que en nada le 
      molestaba. 
      
               Kate Coid contó que 
      muchos hombres buscaron en esa región la ciudad mítica de El Dorado, donde 
      según la leyenda las calles estaban pavimentadas de oro y los niños 
      jugaban con piedras preciosas. Muchos aventureros se internaron en la 
      selva y remontaron el Amazonas y el río Orinoco, sin alcanzar el corazón 
      de ese territorio encantado, donde el mundo permanecía inocente, como en 
      el despertar de la vida humana en el planeta. Murieron o retrocedieron, 
      derrotados por los indios, los mosquitos, las fieras, las enfermedades 
      tropicales, el clima y las dificultades del terreno. 
      
               Se encontraban ya 
      en territorio venezolano, pero allí las fronteras nada significaban, todo 
      era el mismo paraíso prehistórico. A diferencia del río Negro, las aguas 
      de esos ríos eran solitarias. No se cruzaron con otras embarcaciones, no 
      vieron canoas, ni casas en pilotes, ni un solo ser humano. En cambio la 
      flora y la fauna eran maravillosas, los fotógrafos estaban de fiesta, 
      nunca habían tenido al alcance de sus lentes tantas especies de árboles, 
      plantas, flores, insectos, aves y animales. Vieron loros verdes y rojos, 
      elegantes flamencos, tucanes con el pico tan grande y pesado, que apenas 
      podían sostenerlo en sus frágiles cráneos, centenares de canarios y 
      cotorras. Muchos de esos pájaros estaban amenazados con desaparecer, 
      porque los traficantes los cazaban sin piedad para venderlos de 
      contrabando en otros países. Los monos de diferentes clases, casi humanos 
      en sus expresiones y en sus juegos, parecían saludarlos desde los árboles. 
      Había venados, osos hormigueros, ardillas y otros pequeños mamíferos. 
      Varios espléndidos papagayos —o guacamayas, como las llamaban también— los 
      siguieron durante largos trechos. Esas grandes aves multicolores volaban 
      con increíble gracia sobre las lanchas, como si tuvieran curiosidad por 
      las extrañas criaturas que viajaban en ellas. Leblanc les disparó con su 
      pistola, pero César Santos alcanzó a darle un golpe seco en el brazo, 
      desviando el tiro. El balazo asustó a los monos y otros pájaros, el cielo 
      se llenó de alas, pero poco después los papagayos regresaron, impasibles. 
      
               —No se comen, 
      profesor, la carne es amarga. No hay razón para matarlos —reprochó César 
      Santos al antropólogo. 
      
               —Me gustan las 
      plumas —dijo Leblanc, molesto por la interferencia del guía. 
      
               —Cómprelas en 
      Manaos —dijo secamente César Santos. 
      
               —Las guacamayas se 
      pueden domesticar. Mi madre tiene una en nuestra casa de Boa Vista. La 
      acompaña a todas partes, volando siempre a dos metros por encima de su 
      cabeza. Cuando mi madre va al mercado, la guacamaya sigue al bus hasta que 
      ella se baja, la espera en un árbol mientras compra y luego vuelve con 
      ella, como un perrito faldero —contó la doctora Omayra Torres. 
      
               Alex comprobó una 
      vez más que la música de su flauta alborotaba a los monos y a los pájaros. 
      Borobá parecía particularmente atraído por la flauta. Cuando él tocaba, el 
      monito se quedaba inmóvil escuchando, con una expresión solemne y curiosa; 
      a veces le saltaba encima y tironeaba del instrumento, pidiendo música. 
      Alex lo complacía, encantado de contar por fin con una audiencia 
      interesada, después de haber peleado por años con sus hermanas para que lo 
      dejaran practicar la flauta en paz. Los miembros de la expedición se 
      sentían confortados por la música, que los acompañaba a medida que el 
      paisaje se volvía más hostil y misterioso. El muchacho tocaba sin 
      esfuerzo, las notas fluían solas, como si ese delicado instrumento tuviera 
      memoria y recordara la impecable maestría de su dueño anterior, el célebre 
      Joseph Coid. La sensación de que eran seguidos se había apoderado de 
      todos. Sin decirlo, porque lo que no se nombra es como si no existiera, 
      vigilaban la naturaleza. El profesor Leblanc pasaba el día con sus 
      binoculares en la mano examinando las orillas del río; la tensión lo había 
      vuelto aún más desagradable. Los únicos que no se habían contagiado por el 
      nerviosismo colectivo eran Kate Coid y el inglés Timothy Bruce. Ambos 
      habían trabajado juntos en muchas ocasiones, habían recorrido medio mundo 
      para sus artículos de viaje, habían estado en varias guerras y 
      revoluciones, trepado montañas y descendido al fondo del mar, de modo que 
      muy pocas cosas les quitaban el sueño. Además les gustaba alardear de 
      indiferencia. 
      
               —¿No te parece que 
      nos están vigilando, Kate? —le preguntó su nieto. 
      
               —Si. 
      
               —¿No te da miedo? 
      
               —Hay varias maneras 
      de superar el miedo, Alexander. Ninguna funciona —replicó ella. 
      
               Apenas había 
      pronunciado estas palabras cuando uno de los soldados que viajaba en su 
      embarcación cayó sin un grito a sus pies. Kate Coid se inclinó sobre él, 
      sin comprender al principio qué había sucedido, hasta que vio una especie 
      de espina larga clavada en el pecho del hombre. Comprobó que había muerto 
      instantáneamente: la espina había pasado limpiamente entre las costillas y 
      le había atravesado el corazón. Alex y Kate alertaron a los demás 
      tripulantes, que no se habían dado cuenta de lo ocurrido, tan silencioso 
      había sido el ataque. Un instante después media docena de armas de fuego 
      se descargaron contra la espesura. Cuando se disipó el fragor, la pólvora 
      y la estampida de los pájaros que cubrieron el cielo, vieron que nada más 
      se había movido en la selva. Quienes lanzaron el dardo mortal se 
      mantuvieron agazapados, inmóviles y silenciosos. De un tirón César Santos 
      lo arrancó del cadáver y vieron que medía aproximadamente un pie de largo 
      y era tan firme y flexible como el acero. El guía dio orden de continuar a 
      toda marcha, porque en esa parte el río era angosto y las embarcaciones 
      eran blanco fácil de las flechas de los atacantes. No se detuvieron hasta 
      dos horas más tarde, cuando consideró que estaban a salvo. Recién entonces 
      pudieron examinar el dardo, decorado con extrañas marcas de pintura roja y 
      negra, que nadie pudo descifrar. Karakawe y Matuwe aseguraron que nunca 
      las habían visto, no pertenecían a sus tribus ni a ninguna otra conocida, 
      pero aseguraron que todos los indios de la región usaban cerbatanas. La 
      doctora Omayra Torres explicó que si el dardo no hubiera dado en el 
      corazón con tal espectacular precisión, de todos modos habría matado al 
      hombre en pocos minutos, aunque en forma más dolorosa, porque la punta 
      estaba impregnada en curare, un veneno mortal, empleado por los indios 
      para cazar y para la guerra, contra el cual no se conocía antídoto. 
      
               —¡Esto es 
      inadmisible! ¡Esa flecha podría haberme dado a mí! —protestó Leblanc. 
      
               —Cierto —admitió 
      César Santos. 
      
               —¡Esto es culpa 
      suya! —agregó el profesor. 
      
               —¿Culpa mía? 
      —repitió César Santos, confundido por el giro inusitado que tomaba el 
      asunto. 
      
               —¡Usted es el guía! 
      ¡Es responsable por nuestra seguridad, para eso le pagamos! 
      
               —No estamos 
      exactamente en un viaje de turismo, profesor —replicó César Santos. 
      
               —Daremos media 
      vuelta y regresaremos de inmediato. ¿Se da cuenta de la pérdida que sería 
      para el mundo científico si algo le sucediera a Ludovic Leblanc? —exclamó 
      el profesor. 
      
               Asombrados, los 
      miembros de la expedición guardaron silencio. Nadie supo qué decir, hasta 
      que intervino Kate Coid. 
      
               —Me contrataron 
      para escribir un artículo sobre la Bestia y pienso hacerlo, con flechas 
      envenenadas o sin ellas, profesor. Si desea regresar, puede hacerlo a pie 
      o nadando, como prefiera. Nosotros continuaremos de acuerdo a lo planeado 
      —dijo. 
      
               —¡Vieja insolente, 
      cómo se atreve a...! —empezó a chillar el profesor. 
      
               —No me falte el 
      respeto, hombrecito —lo interrumpió calmadamente la escritora, cogiéndolo 
      con firmeza por la camisa y paralizándolo con la expresión de sus temibles 
      pupilas azules. 
      
               Alex pensó que el 
      antropólogo le plantaría una bofetada a su abuela y avanzó dispuesto a 
      interceptarla, pero no fue necesario. La mirada de Kate Coid tuvo el poder 
      de calmar los ánimos del irritable Leblanc como por obra de magia. 
      
               —¿Qué haremos con 
      el cuerpo de este pobre hombre? —preguntó la doctora, señalando el 
      cadáver. 
      
               —No podemos 
      llevarlo, en este clima, Omayra, ya sabes que la descomposición es muy 
      rápida. Supongo que debemos lanzarlo al río... —sugirió César Santos. 
      
               —Su espíritu se 
      enojaría y nos perseguiría para matarnos —intervino Matuwe, el guía indio, 
      aterrado. 
      
               —Entonces haremos 
      como los indios cuando deben postergar una cremación; lo dejaremos 
      expuesto para que los pájaros y los animales aprovechen sus restos 
      —decidió César Santos. 
      
               —¿No habrá 
      ceremonia, como debe ser? —insistió Matuwe. 
      
               —No tenemos tiempo. 
      Un funeral apropiado demoraría varios días. Además este hombre era 
      cristiano —explicó César Santos. 
      
               Finalmente 
      acordaron envolverlo en una lona y colocarlo sobre una pequeña plataforma 
      de cortezas que instalaron en la copa de un árbol. Kate Coid, quien no era 
      una mujer religiosa, pero tenía buena memoria y recordaba las oraciones de 
      su infancia, improvisó un breve rito cristiano. Timothy Bruce y Joel 
      González filmaron y fotografiaron el cuerpo y el funeral, como prueba de 
      lo ocurrido. César Santos talló cruces en los árboles de la orilla y marcó 
      el sitio lo mejor que pudo en el mapa para reconocerlo cuando volvieran 
      más tarde a buscar los huesos, que serían entregados a la familia del 
      difunto en Santa María de la Lluvia. A partir de ese momento el viaje fue 
      de mal en peor. La vegetación se hizo más densa y la luz del sol sólo los 
      alcanzaba cuando navegaban por el centro del río. Iban tan apretados e 
      incómodos, que no podían dormir en las embarcaciones; a pesar del peligro 
      que representaban los indios y los animales salvajes, era necesario 
      acampar en la orilla. César Santos repartía los alimentos, organizaba las 
      partidas de caza y pesca, y distribuía los turnos entre los hombres para 
      montar guardia por la noche. Excluyó al profesor Leblanc, porque era 
      evidente que al menor ruido le fallaban los nervios. Kate Coid y la 
      doctora Omayra Torres exigieron participar en la vigilancia, les pareció 
      un insulto que las eximieran por ser mujeres. Entonces los dos chicos 
      insistieron en ser aceptados también, en parte porque deseaban espiar a 
      Karakawe. Lo habían visto echarse puñados de balas en los bolsillos y 
      rondar el equipo de radio, con el cual de vez en cuando César Santos 
      lograba comunicarse con gran dificultad para indicar su posición en el 
      mapa al operador de Santa María de la Lluvia. La cúpula vegetal de la 
      selva actuaba como un paraguas, impidiendo el paso de las ondas de radio. 
      
               —¿Qué será peor, 
      los indios o la Bestia? —preguntó Alex en broma a Ludovic Leblanc. 
      
               —Los indios, joven. 
      Son caníbales, no sólo se comen a sus enemigos, también a los muertos de 
      su propia tribu —replicó enfático el profesor. 
      
               —¿Cierto? Nunca 
      había oído eso —anotó irónica la doctora Omayra Torres. 
      
               —Lea mi libro, 
      señorita. 
      
               —Doctora —lo 
      corrigió ella por milésima vez. 
      
               —Estos indios matan 
      para conseguir mujeres —aseguró Leblanc. 
      
               —Tal vez por eso 
      mataría usted, profesor, pero no los indios, porque no les faltan mujeres, 
      más bien les sobran —replicó la doctora. 
      
       —Lo he comprobado con mis 
      propios ojos: asaltan otros shabonos para robar a las muchachas. 
      
               —Que yo sepa, no 
      pueden obligar a las muchachas a quedarse con ellos contra su voluntad. Si 
      quieren, ellas se van. Cuando hay guerra entre dos shabonos es porque uno 
      ha empleado magia para hacer daño al otro, por venganza, o a veces son 
      guerras ceremoniales en las cuales se dan garrotazos, pero sin intención 
      de matar a nadie —interrumpió César Santos. 
      
               —Se equívoca, 
      Santos. Vea el documental de Ludovic Leblanc y entenderá mi teoría 
      —aseguró Leblanc. 
      
       —Entiendo que usted 
      repartió machetes y cuchillos en un shabono y prometió a los indios que 
      les daría más regalos si actuaban para las cámaras de acuerdo a sus 
      instrucciones... —sugirió el guía. 
      
               —¡Esa es una 
      calumnia! Según mi teoría... 
      
               —También otros 
      antropólogos y periodistas han venido al Amazonas con sus propias ideas 
      sobre los indios. Hubo uno que filmó un documental en que los muchachos 
      andaban vestidos de mujer, se maquillaban y usaban desodorante —añadió 
      César Santos. 
      
               —¡Ah! Ese colega 
      siempre tuvo ideas algo raras... —admitió el profesor. 
      
               El guía enseñó a 
      Alex y Nadia a cargar y usar las pistolas. La chica no demostró gran 
      habilidad ni interés; parecía incapaz de dar en el blanco a tres pasos de 
      distancia, Alex, en cambio, estaba fascinado. El peso de la pistola en la 
      mano le daba una sensación de invencible poder; por primera vez comprendía 
      la obsesión de tanta gente por las armas. 
      
               —Mis padres no 
      toleran las armas de fuego. Si me vieran con esto, creo que se desmayarían 
      —comentó. 
      
               —No te verán 
      —aseguró su abuela, mientras le tomaba una fotografía. 
      
       Alex se agachó e hizo 
      ademán de disparar, como hacia cuando jugaba de niño. 
      
               —La técnica segura 
      para errar el tiro es apuntar y disparar apurado —dijo Kate Coid—. Si nos 
      atacan, eso es exactamente lo que harás, Alexander, pero no te preocupes, 
      porque nadie estará mirándote. Lo más probable es que para entonces ya 
      estemos todos muertos. 
      
               —No confías en que 
      yo pueda defenderte, ¿verdad? 
      
               —No. Pero prefiero 
      morir asesinada por los indios en el Amazonas, que de vejez en Nueva York 
      —replicó su abuela. 
      
               —¡Eres única, Kate! 
      —sonrió el chico. 
      
               —Todos somos 
      únicos, Alexander —lo cortó ella.  
               
      Al tercer día de navegación vislumbraron una familia de venados en un 
      pequeño claro de la orilla. Los animales, acostumbrados a la seguridad del 
      bosque, no parecieron perturbados por la presencia de los botes. César 
      Santos ordenó detenerse y mató a uno con su rifle, mientras los demás 
      huían despavoridos. Esa noche los expedicionarios cenarían muy bien, la 
      carne de venado era muy apreciada, a pesar de su textura fibrosa, y sería 
      una fiesta después de tantos días con la misma dieta de pescado. Matuwe 
      llevaba un veneno que los indios de su tribu echaban en el río. Cuando el 
      veneno caía al agua, los peces se paralizaban y era posible ensartarlos 
      fácilmente con una lanza o una flecha atada a una liana. El veneno no 
      dejaba rastro en la carne del pescado ni en el agua, el resto de los peces 
      se recuperaba a los pocos instantes. 
      
               Se encontraban en 
      un lugar apacible donde el río formaba una pequeña laguna, perfecto para 
      detenerse por un par de horas a comer y reponer las fuerzas. César Santos 
      les advirtió que tuvieran cuidado porque el agua era turbia y habían visto 
      caimanes unas horas antes, pero todos estaban acalorados y sedientos. Con 
      las pértigas los guardias movieron el agua y como no vieron huellas de 
      caimanes, todos decidieron bañarse, menos el profesor Ludovic Leblanc, 
      quien no se metía al río por ningún motivo. Borobá, el mono, era enemigo 
      del baño, pero Nadia lo obligaba a remojarse de vez en cuando para 
      quitarle las pulgas. Montado en la cabeza de su ama, el animalito lanzaba 
      exclamaciones del más puro espanto cada vez que lo salpicaba una gota. Los 
      miembros de la expedición chapotearon por un rato, mientras César Santos y 
      dos de sus hombres destazaban el venado y encendían fuego para asarlo. 
      
               Alex vio a su 
      abuela quitarse los pantalones y la camisa para nadar en ropa interior, 
      sin muestra de pudor, a pesar de que al mojarse aparecía casi desnuda. 
      Trató de no mirarla, pero pronto comprendió que allí, en medio de la 
      naturaleza y tan lejos del mundo conocido, la vergüenza por el cuerpo no 
      tenía cabida. Se había criado en estrecho contacto con su madre y sus 
      hermanas y en la escuela se había acostumbrado a la compañía del sexo 
      opuesto, pero en los últimos tiempos todo lo femenino le atraía como un 
      misterio remoto y prohibido. Conocía la causa: sus hormonas, que andaban 
      muy alborotadas y no lo dejaban pensar en paz. La adolescencia era un lío, 
      lo peor de lo peor, decidió. Deberían inventar un aparato con rayos láser, 
      donde uno se metiera por un minuto y, ¡plaf!, saliera convertido en 
      adulto. Llevaba un huracán por dentro, a veces andaba eufórico, rey del 
      mundo, dispuesto a luchar a brazo partido con un león; otras era 
      simplemente un renacuajo. Desde que empezó ese viaje, sin embargo, no se 
      había acordado de las hormonas, tampoco le había alcanzado el tiempo para 
      preguntarse si valía la pena seguir viviendo, una duda que antes lo 
      asaltaba por lo menos una vez al día. Ahora comparaba el cuerpo de su 
      abuela —enjuto, lleno de nudos, la piel cuarteada— con las suaves curvas 
      doradas de la doctora Omayra Torres, quien usaba un discreto traje de baño 
      negro, y con la gracia todavía infantil de Nadia. Consideró cómo cambia el 
      cuerpo en las diferentes edades y decidió que las tres mujeres, a su 
      manera, eran igualmente hermosas. Se sonrojó ante esa idea. Jamás hubiera 
      pensado dos semanas antes que podía considerar atractiva a su propia 
      abuela. ¿Estarían las hormonas cocinándole el cerebro? 
      
               Un alarido 
      escalofriante sacó a Alex de tan importantes cavilaciones. El grito 
      provenía de Joel González, uno de los fotógrafos, quien se debatía 
      desesperadamente en el lodo de la orilla. Al principio nadie supo lo que 
      sucedía, sólo vieron los brazos del hombre agitándose en el aire y la 
      cabeza que se hundía y volvía a emerger. Alex, quien participaba en el 
      equipo de natación de su colegio, fue el primero en alcanzarlo de dos o 
      tres brazadas. Al acercarse vio con absoluto horror que una serpiente 
      gruesa como una hinchada manguera de bombero envolvía el cuerpo del 
      fotógrafo. Alex cogió a González por un brazo y trató de arrastrarlo hacia 
      tierra firme, pero el peso del hombre y el reptil era demasiado para él. 
      Con ambas manos intentó separar al animal, tirando con todas sus fuerzas, 
      pero los anillos del reptil apretaron más a su víctima. Recordó la 
      escalofriante experiencia de la surucucú que unas noches antes se le había 
      enrollado en una pierna. Esto era mil veces peor. El fotógrafo ya no se 
      debatía ni gritaba, estaba inconsciente. 
      
               —¡Papá, papá! ¡Una 
      anaconda! —llamó Nadia, sumándose a los gritos de Alex. 
      
               Para entonces Kate 
      Coid, Timothy Bruce y dos de los soldados se habían aproximado y entre 
      todos luchaban con la poderosa culebra para desprenderla del cuerpo del 
      infeliz González. El alboroto movió el barro del fondo de la laguna, 
      tornando el agua oscura y espesa como chocolate. En la confusión no se 
      veía lo que pasaba, cada uno halaba y gritaba instrucciones sin resultado 
      alguno. El esfuerzo parecía inútil hasta que llegó César Santos con el 
      cuchillo con que estaba destazando el venado. El guía no se atrevió a 
      usarlo a ciegas por temor a herir a Joel González o a cualquiera de los 
      otros que forcejeaban con el reptil; debió esperar el momento en que la 
      cabeza de la anaconda surgió brevemente del lodo para decapitarla de un 
      tajo certero. El agua se llenó de sangre, volviéndose color de óxido. 
      Necesitaron cinco minutos más para liberar al fotógrafo, porque los 
      anillos constrictores seguían oprimiéndolo por reflejo. 
      
               Arrastraron a Joel 
      González hasta la orilla, donde quedó tendido como muerto. El profesor 
      Leblanc se había puesto tan nervioso, que desde un lugar seguro disparaba 
      tiros al aire, contribuyendo a la confusión y el trastorno general, hasta 
      que Kate Coid le quitó la pistola y lo conminó a callarse. Mientras los 
      demás habían estado luchando en el agua con la anaconda, la doctora Omayra 
      Torres había trepado de vuelta a la lancha a buscar su maletín y ahora se 
      encontraba de rodillas junto al hombre inconsciente con una jeringa en la 
      mano. Actuaba en silencio y con calma, como si el ataque de una anaconda 
      fuera un acontecimiento perfectamente normal en su vida. Inyectó 
      adrenalina a González y una vez que estuvo segura de que respiraba, 
      procedió a examinarlo. 
      
               —Tiene varias 
      costillas rotas y está choqueado —dijo—. Esperemos que no tenga los 
      pulmones agujereados por un hueso o el cuello fracturado. Hay que 
      inmovilizarlo. 
      
               —¿Cómo lo haremos? 
      —preguntó César Santos. 
      
               —Los indios usan 
      cortezas de árbol, barro y lianas —dijo Nadia, todavía temblando por lo 
      que acababa de presenciar. 
      
               —Muy bien, Nadia 
      —aprobó la doctora. 
      
               El guía impartió 
      las instrucciones necesarias y muy pronto la doctora, ayudada por Kate y 
      Nadia, había envuelto al herido desde las caderas hasta el cuello en 
      trapos empapados en barro fresco, encima había puesto lonjas largas de 
      corteza y luego lo había amarrado. Al secarse el barro, ese paquete 
      primitivo tendría el mismo efecto de un moderno corsé ortopédico. Joel 
      González, atontado y adolorido, no sospechaba aún lo ocurrido, pero había 
      recuperado el conocimiento y podía articular algunas palabras. 
      
       —Debemos conducir a Joel de 
      inmediato a Santa María de la Lluvia. Allí podrán llevarlo en el avión de 
      Mauro Carías a un hospital —determinó la doctora. 
      
               —¡Éste es un 
      terrible inconveniente! Tenemos solamente dos botes. No podemos mandar uno 
      de vuelta —replicó el profesor Leblanc. 
      
               —¿Cómo? ¿Ayer usted 
      quería disponer de un bote para escapar y ahora no quiere enviar uno con 
      mi amigo mal herido? —preguntó Timothy Bruce haciendo un esfuerzo por 
      mantener la calma. 
      
               —Sin atención 
      adecuada, Joel puede morir —explicó la doctora. 
      
               —No exagere, mi 
      buena mujer. Este hombre no está grave, sólo asustado. Con un poco de 
      descanso se repondrá en un par de días —dijo Leblanc. 
      
               —Muy considerado de 
      su parte, profesor —masculló Timothy Bruce, cerrando los puños. 
      
               —¡Basta, señores! 
      Mañana tomaremos una decisión. Ya es demasiado tarde para navegar, pronto 
      oscurecerá. Debemos acampar aquí —determinó César Santos. La doctora 
      Omayra Torres ordenó que hicieran una fogata cerca del herido para 
      mantenerlo seco y caliente durante la noche, que siempre era fría. Para 
      ayudarlo a soportar el dolor le dio morfina y para prevenir infecciones 
      comenzó a administrarle antibióticos. Mezcló unas cucharadas de agua y un 
      poco de sal en una botella de agua y dio instrucciones a Timothy Bruce de 
      administrar el líquido a cucharaditas a su amigo, para evitar que se 
      deshidratara, puesto que resultaba evidente que no podría tragar alimento 
      sólido en los próximos días. El fotógrafo inglés, quien rara vez cambiaba 
      su expresión de caballo abúlico, estaba francamente preocupado y obedeció 
      las órdenes con solicitud de madre. Hasta el malhumorado profesor Leblanc 
      debió admitir para sus adentros que la presencia de la doctora era 
      indispensable en una aventura como ésa. 
      
               Entretanto tres de 
      los soldados y Karakawe habían arrastrado el cuerpo de la anaconda hasta 
      la orilla. Al medirla vieron que tenía casi seis metros de largo. El 
      profesor Leblanc insistió en ser fotografiado con la anaconda enrollada en 
      torno a su cuerpo de tal modo que no se viera que le faltaba la cabeza. 
      Después los soldados arrancaron la piel del reptil, que clavaron sobre un 
      tronco para secarla; con ese método podían aumentar el largo en un veinte 
      por ciento y los turistas pagarían buen precio por ella. No tendrían que 
      llevarla a la ciudad, sin embargo, porque el profesor Leblanc ofreció 
      comprarla allí mismo, una vez que estuvo seguro de que no se la darían 
      gratis. Kate Coid cuchicheó burlona al oído de su nieto que seguramente 
      dentro de algunas semanas, el antropólogo exhibiría la anaconda como un 
      trofeo en sus conferencias, contando cómo la cazó con sus propias manos. 
      Así había ganado su fama de héroe entre estudiantes de antropología en el 
      mundo entero, fascinados con la idea de que los homicidas tenían el doble 
      de mujeres y tres veces más hijos que los hombres pacíficos. La teoría de 
      Leblanc sobre la ventaja del macho dominante, capaz de cometer cualquier 
      brutalidad para transmitir sus genes, atraía mucho a esos aburridos 
      estudiantes condenados a vivir domesticados en plena civilización. 
      
               Los soldados 
      buscaron en la laguna la cabeza de la anaconda, pero no pudieron hallarla, 
      se había hundido en el lodo del fondo o la había arrastrado la corriente. 
      No se atrevieron a escarbar demasiado, porque se decía que esos reptiles 
      siempre andan en pareja y ninguno estaba dispuesto a toparse con otro de 
      aquellos ejemplares. La doctora Omayra Torres explicó que indios y 
      caboclos por igual atribuían a las serpientes poderes curativos y 
      proféticos. Las disecaban, las molían y usaban el polvo para tratar 
      tuberculosis, calvicie y enfermedades de los huesos, también como ayuda 
      para interpretar sueños. La cabeza de una de ese tamaño sería muy 
      apreciada, aseguró, era una lástima que se hubiera perdido. 
      
               Los hombres 
      cortaron la carne del reptil, la salaron y procedieron a asarla ensartada 
      en palos. Alex, quien hasta entonces se había negado a probar pirarucú, 
      oso hormiguero, tucán, mono o tapir, sintió una súbita curiosidad por 
      saber cómo era la carne de aquella enorme serpiente de agua. Tuvo en 
      consideración, sobre todo, cuánto aumentaría su prestigio ante Cecilia 
      Burns y sus amigos en California cuando supieran que había cenado anaconda 
      en medio de la selva amazónica. Posó frente a la piel de la serpiente, con 
      un pedazo de su carne en la mano, exigiendo que su abuela dejara 
      testimonio fotográfico. El animal, bastante carbonizado porque ninguno de 
      los expedicionarios era buen cocinero, resultó tener la textura del atún y 
      un vago sabor de pollo. Comparado con el venado, era desabrido, pero Alex 
      decidió que en todo caso era preferible a los gomosos panqueques que 
      preparaba su padre. El súbito recuerdo de su familia lo golpeó como una 
      bofetada. Se quedó con el trozo de anaconda ensartado en el palillo 
      mirando la noche, pensativo. 
      
               —¿Qué ves? —le 
      preguntó Nadia en un susurro. 
      
               —Veo a mi mamá 
      —respondió el chico y un sollozo se le escapó de los labios. 
      
               —¿Cómo está? 
       
                  
      
      —Enferma, muy enferma —respondió él. 
       
                  
      
      —La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma del 
      alma.  
               
      —¿Puedes verla? —inquirió Alex. 
      
               —A veces —dijo 
      ella.  
               
      —Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de esta manera —explicó 
      Alex—. Tuve una sensación muy extraña, como si viera a mi mamá con toda 
      claridad en una pantalla, sin poder tocarla o hablarle. 
      
               —Todo es cuestión 
      de práctica, Jaguar. Se puede aprender a ver con el corazón. Los chamanes 
      como Walimaí también pueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón 
      —dijo Nadia. 
       
 
        
      CAPITULO 9 - 
      La gente de la neblina
      
        
      
      Esa noche colgaron las 
      hamacas entre los árboles y César Santos asignó los turnos, de dos horas 
      cada uno, para montar guardia y mantener el fuego encendido. Después de la 
      muerte del hombre víctima de la flecha y del accidente de Joel González, 
      quedaban diez adultos y los dos chicos, porque Leblanc no contaba, para 
      cubrir las ocho horas de oscuridad. Ludovic Leblanc se consideraba jefe de 
      la expedición y como tal debía «mantenerse fresco»; sin una buena noche de 
      sueño no se sentiría lúcido para tomar decisiones, argumentó. Los demás se 
      alegraron, porque en realidad ninguno quería montar guardia con un hombre 
      que se ponía nervioso a la vista de una ardilla. El primer turno, que 
      normalmente era el más fácil, porque la gente aún estaba alerta y todavía 
      no hacía mucho frío, fue asignado a la doctora Omayra Torres, un caboclo y 
      Timothy Bruce, quien no se consolaba por lo ocurrido a su colega. Bruce y 
      González habían trabajado juntos durante varios años y se estimaban como 
      hermanos. El segundo turno correspondía a otro soldado, Alex y Kate Coid; 
      el tercero a Matuwe, César Santos y su hija Nadia. El turno del amanecer 
      fue entregado a dos soldados y Karakawe. Para todos fue difícil conciliar 
      el sueño, porque a los gemidos del infortunado Joel González se sumaba un 
      extraño y persistente olor, que parecía impregnar el bosque. Habían oído 
      hablar de la fetidez que, según se aseguraba, era característica de la 
      Bestia. César Santos explicó que probablemente estaban acampando cerca de 
      una familia de iracas, una especie de comadreja de rostro muy dulce, pero 
      con un olor parecido al de los zorrillos. Esa interpretación no 
      tranquilizó a nadie. 
      
              —Estoy mareado y con 
      náuseas —comentó Alex, pálido. 
      
              —Si el olor no te 
      mata, te hará fuerte —dijo Kate, que era la única impasible ante la 
      hediondez. 
      
              —¡Es espantoso! 
      
              —Digamos que es 
      diferente. Los sentidos son subjetivos, Alexander. Lo que a ti te repugna, 
      para otro puede ser atractivo. Tal vez la Bestia emite este olor como un 
      canto de amor, para llamar a su pareja —dijo sonriendo su abuela. 
      
              —¡Puaj! Huele a 
      cadáver de rata mezclado con orina de elefante, comida podrida y... 
      
              —Es decir, huele 
      como tus calcetines —lo cortó su abuela. 
      
              Persistía en los 
      expedicionarios la sensación de ser observados por cientos de ojos desde 
      la espesura. Se sentían expuestos, iluminados como estaban por la 
      tembleque claridad de la fogata y un par de lámparas de petróleo. La 
      primera parte de la noche transcurrió sin mayores sobresaltos, hasta el 
      turno de Alex, Kate y uno de los soldados. El chico pasó la primera hora 
      mirando la noche y el reflejo del agua, cuidando el sueño de los demás. 
      Pensaba en cuánto había cambiado en pocos días. Ahora podía pasar mucho 
      tiempo quieto y en silencio, entretenido con sus propias ideas, sin 
      necesidad de sus juegos de video, su bicicleta o la televisión, como 
      antes. Descubrió que podía trasladarse a ese lugar íntimo de quietud y 
      silencio que debía alcanzar cuando escalaba montañas. La primera lección 
      de montañismo de su padre había sido que mientras estuviera tenso, ansioso 
      o apurado, la mitad de su fuerza se dispersaba. Se requería calma para 
      vencer a la montaña. Podía aplicar esa lección cuando escalaba, pero hasta 
      ese momento de poco le había servido en otros aspectos de su vida. Se dio 
      cuenta de que tenía muchas cosas en las cuales meditar, pero la imagen más 
      recurrente era siempre su madre. Si ella moría... Siempre se detenía allí. 
      Había decidido no ponerse en ese caso, porque era como llamar a la 
      desgracia. Se concentraba, en cambio, en enviarle energía positiva; era su 
      forma de ayudarla. 
      
              De súbito un ruido 
      interrumpió sus pensamientos. Oyó con toda nitidez unos pasos de gigante 
      aplastando los arbustos cercanos. Sintió un espasmo en el pecho, como si 
      se ahogara. Por primera vez desde que perdiera los lentes en el recinto de 
      Mauro Carías, los echó de menos, porque su visión era mucho peor de noche. 
      Sosteniendo la pistola con ambas manos para dominar su temblor, tal como 
      había visto en las películas, esperó sin saber qué hacer. Cuando percibió 
      que la vegetación se movía muy cerca, como si hubiera un contingente de 
      enemigos agazapados, lanzó un largo grito estremecedor, que sonó como 
      sirena de naufragio y despertó a todo el mundo. En un instante su abuela 
      estaba a su lado empuñando su rifle. Los dos se encontraron frente a 
      frente con la cabezota de un animal que al principio no pudieron 
      identificar. Era un cerdo salvaje, un gran jabalí. No se movieron, 
      paralizados por la sorpresa, y eso los salvó, porque el animal, como Alex, 
      tampoco veía bien en la oscuridad. Por suerte la brisa corría en dirección 
      contraria, así es que no pudo olerlos. César Santos fue el primero en 
      deslizarse con cautela de su hamaca y evaluar la situación, a pesar de la 
      pésima visibilidad. 
      
              —Nadie se mueva... 
      —ordenó casi en un susurro, para no atraer al jabalí. 
      
              Su carne es muy 
      sabrosa y habría alcanzado para festejar durante varios días, pero no 
      había luz para disparar y nadie se atrevió a empuñar un machete y 
      arremeter contra tan peligroso animal. El cerdo se paseó tranquilo entre 
      las hamacas, olisqueó las provisiones que colgaban de cordeles para 
      salvarlas de ratas y hormigas y finalmente asomó la nariz en la carpa del 
      profesor Ludovic Leblanc, quien estuvo a punto de sufrir un infarto del 
      susto. No quedó más remedio que aguardar a que el pesado visitante se 
      aburriera de recorrer el campamento y se fuera, pasando tan cerca de Alex, 
      que éste hubiera podido estirar la mano y tocar su erizado pelaje. Después 
      que se disipó la tensión y pudieron bromear, el muchacho se sintió como un 
      histérico por haber gritado de esa manera, pero César Santos le aseguró 
      que había hecho lo correcto. El guía repitió sus instrucciones en caso de 
      alerta: agacharse y gritar primero, disparar después. No había terminado 
      de decirlo cuando sonó un tiro: era Ludovic Leblanc disparando al aire 
      diez minutos después que había pasado el peligro. Definitivamente el 
      profesor era de gatillo ligero, como dijo Kate Coid. 
      
              En el tercer turno, 
      cuando la noche estaba más fría y oscura, correspondió la vigilancia a 
      César Santos, Nadia y uno de los soldados. El guía vaciló en despertar a 
      su hija, quien dormía profundamente, abrazada a Borobá, pero adivinó que 
      ella no le perdonaría si dejaba de hacerlo. La niña se despabiló el sueño 
      con dos tragos de café negro bien azucarado y se abrigó lo mejor que pudo 
      con un par de camisetas, su chaleco y la chaqueta de su padre. Alex había 
      alcanzado a dormir sólo dos horas y estaba muy cansado, pero cuando 
      vislumbró en la tenue luz de la fogata que Nadia se aprontaba para hacer 
      su guardia, se levantó también, dispuesto a acompañarla. 
      
              —Yo estoy segura, no 
      te preocupes. Tengo el talismán que me protege —susurró ella para 
      tranquilizarlo. 
      
              —Vuelve a tu hamaca 
      —le ordenó César Santos—. Todos necesitamos dormir, para eso se establecen 
      los turnos. 
      
              Alex obedeció de 
      mala gana, decidido a mantenerse despierto, pero a los pocos minutos lo 
      venció el sueño. No pudo calcular cuánto había dormido, pero debió haber 
      sido más de dos horas, porque cuando despertó, sobresaltado por el ruido a 
      su alrededor, el turno de Nadia había terminado hacía rato. Apenas 
      empezaba a aclarar, la bruma era lechosa y el frío intenso, pero ya todos 
      estaban en pie. Flotaba en el aire un olor tan denso, que podía cortarse 
      con cuchillo. 
      
              —¿Qué pasó? 
      —preguntó rodando fuera de su hamaca, todavía aturdido de sueño. 
      
              —¡Nadie salga del 
      campamento por ningún motivo! ¡Echen más palos en el fuego! —ordenó César 
      Santos, quien se había atado un pañuelo en la cara y se encontraba con un 
      rifle en una mano y una linterna en otra, examinando la temblorosa niebla 
      gris que invadía el bosque al despuntar del alba. Kate, Nadia y Alex se 
      apresuraron a alimentar la fogata con más leña, y aumentó un poco la 
      claridad. Karakawe había dado la voz de alarma: uno de los caboclos que 
      vigilaba con él había desaparecido. César Santos disparó dos veces al 
      aire, llamándolo, pero como no hubo respuesta decidió ir con Timothy Bruce 
      y dos soldados a recorrer los alrededores, dejando a los demás armados de 
      pistolas en torno a la fogata. Todos debieron seguir el ejemplo del guía y 
      amordazarse con pañuelos para poder respirar. 
      
              Pasaron unos minutos 
      que se hicieron eternos, sin que nadie pronunciara ni una palabra. A esa 
      hora normalmente comenzaban a despertar los monos en las copas de los 
      árboles y sus gritos, que sonaban como ladridos de perros, anunciaban el 
      día, sin embargo esa madrugada reinaba un silencio espeluznante. Los 
      animales y hasta los pájaros habían escapado. De pronto sonó un balazo, 
      seguido por la voz de César Santos y luego las exclamaciones de los otros 
      hombres. Un minuto después llegó Timothy Bruce sin aliento: habían 
      encontrado al caboclo. 
      
              El hombre estaba 
      tirado de bruces entre unos helechos. La cabeza, sin embargo, estaba de 
      frente, como si una mano poderosa la hubiera girado en noventa grados 
      hacia la espalda, partiendo los huesos del cuello. Tenía los ojos abiertos 
      y una expresión de absoluto terror deformaba su rostro. Al volverlo vieron 
      que el torso y el vientre habían sido destrozados con tajos profundos. 
      Había centenares de extraños insectos, garrapatas y pequeños escarabajos 
      sobre el cuerpo. La doctora Omayra Torres confirmó lo evidente: estaba 
      muerto. Timothy Bruce corrió a buscar su cámara para dejar testimonio de 
      lo ocurrido, mientras César Santos recogió algunos de los insectos y los 
      puso en una bolsita de plástico para llevárselos al padre Valdomero en 
      Santa María de la Lluvia, quien sabía de entomología y coleccionaba 
      especies de la región. En ese lugar la fetidez era mucho peor y 
      necesitaron un gran esfuerzo de voluntad para no salir escapando. 
      
      César Santos dio 
      instrucciones a uno de los soldados para que regresara a vigilar a Joel 
      González, quien había quedado solo en el campamento, y a Karakawe y otro 
      soldado para que revisaran las cercanías. Matuwe, el guía indio, observaba 
      el cadáver profundamente alterado; se había vuelto gris, como si estuviera 
      en presencia de un fantasma. Nadia se abrazó a su padre y ocultó la cara 
      en su pecho para no ver el siniestro espectáculo. 
      
              —¡La Bestia! 
      —exclamó Matuwe. 
      
              —Nada de Bestia, 
      hombre, esto lo hicieron los indios —le refutó el profesor Leblanc, pálido 
      de la impresión, con un pañuelo impregnado en agua de colonia en una mano 
      tembleque y una pistola en la otra. 
      
              En ese instante 
      Leblanc retrocedió, tropezó y cayó sentado en el barro. Lanzó una 
      maldición y quiso ponerse de pie, pero cada movimiento que hacia resbalaba 
      más y más, revolcándose en una materia oscura, blanda y con grumos. Por el 
      espantoso olor supieron que no era lodo, sino un charco enorme de 
      excremento: el célebre antropólogo quedó literalmente cubierto de caca de 
      pies a cabeza. César Santos y Timothy Bruce le pasaron una rama para 
      jalarlo y ayudarlo a salir, luego lo acompañaron al río a prudente 
      distancia para no tocarlo. Leblanc no tuvo más remedio que remojarse por 
      un buen rato, tiritando de humillación, de frío, de miedo y de ira. 
      Karakawe, su ayudante personal, se negó rotundamente a jabonarlo o a 
      lavarle la ropa y, a pesar de las trágicas circunstancias, los demás 
      debieron contenerse para no estallar en carcajadas de puros nervios. En la 
      mente de todos había el mismo pensamiento: el ser que produjo esa 
      deposición debía ser del tamaño de un elefante. 
      
              —Estoy casi segura 
      que la criatura que hizo esto tiene una dieta mixta; vegetales, frutas y 
      algo de carne cruda —dijo la doctora, quien se había atado un pañuelo en 
      torno a la nariz y la boca, mientras observaba un poco de aquella materia 
      bajo su lupa. 
      
              Entretanto Kate Coid 
      estaba a gatas examinando el suelo y la vegetación, imitada por su nieto. 
      
              —Mira, abuela, hay 
      ramas rotas y en algunas partes los arbustos están aplastados, como por 
      patas enormes. Encontré unos pelos negros y duros... —señaló el muchacho. 
      
              —Puede haber sido el 
      jabalí —dijo Kate. 
      
              —También hay muchos 
      insectos, los mismos que hay sobre el cadáver. No los había visto antes. 
      Apenas aclaró el día César Santos y Karakawe procedieron a colgar de un 
      árbol, lo más alto que pudieron, el cuerpo del infortunado soldado 
      envuelto en una hamaca. El profesor, tan nervioso que había desarrollado 
      un tic en el ojo derecho y temblor en las rodillas, se dispuso a tomar una 
      decisión. Dijo que corrían grave riesgo de morir todos y él, Ludovic 
      Leblanc, como responsable del grupo, debía dar las órdenes. El asesinato 
      del primer soldado confirmaba su teoría de que los indios eran unos 
      asesinos naturales, solapados y traicioneros. La muerte del segundo, en 
      tan raras circunstancias, podía atribuirse también a los indios, pero 
      admitió que no se podía descartar a la Bestia. Lo mejor sería colocar sus 
      trampas, a ver si con suerte caía la criatura que buscaban antes que 
      volviera a matar a alguien, y enseguida regresar a Santa María de la 
      Lluvia, donde podrían conseguir helicópteros. Los demás concluyeron que 
      algo había aprendido el hombrecito con su revolcón en el charco de 
      excremento. 
      
              —El capitán Ariosto 
      no se atreverá a negar ayuda a Ludovic Leblanc —dijo el profesor. A medida 
      que se internaban en territorio desconocido y la Bestia daba señales de 
      vida, se había acentuado la tendencia del antropólogo a referirse a si 
      mismo en tercera persona. Varios miembros del grupo estuvieron de acuerdo. 
      Kate Coid, sin embargo, se manifestó decidida a seguir adelante y exigió 
      que Timothy Bruce se quedara con ella, puesto que de nada serviría 
      encontrar a la criatura si no tenían fotografías para probarlo. El 
      profesor sugirió que se separaran y los que así lo desearan volvieran a la 
      aldea en una de las lanchas. Los soldados y Matuwe, el guía indio, querían 
      irse lo antes posible, estaban aterrorizados. La doctora Omayra Torres, en 
      cambio, dijo que había llegado hasta allí con la intención de vacunar 
      indios, que tal vez no tendría otra oportunidad de hacerlo en un futuro 
      próximo y no pensaba echarse atrás al primer inconveniente. 
      
              —Eres una mujer muy 
      valiente, Omayra —comentó César Santos, admirado—. Yo me quedo. Soy el 
      guía, no puedo dejarlos aquí —agregó. 
      
              Alex y Nadia se 
      dieron una mirada de complicidad: habían notado cómo César Santos seguía 
      con la vista a la doctora y no perdía oportunidad de estar cerca de ella. 
      Ambos habían adivinado, antes que lo dijera, que si ella se quedaba él lo 
      haría también. 
      
              —¿Y cómo 
      regresaremos los demás sin usted? —quiso saber Leblanc, bastante inquieto. 
      
              —Karakawe puede 
      conducirlos —dijo César Santos. 
      
              —Me quedo —se negó 
      éste, lacónico, como siempre. 
      
              —Yo también, no 
      pienso dejar sola a mi abuela —dijo Alex. 
      
              —No te necesito y no 
      quiero andar con mocosos, Alexander —gruñó su abuela, pero todos pudieron 
      ver el brillo de orgullo en sus ojos de ave de rapiña ante la decisión de 
      su nieto. 
      
              —Yo me voy a traer 
      refuerzos —dijo Leblanc. 
      
              —¿No está usted a 
      cargo de esta expedición, profesor? —preguntó Kate Coid fríamente. 
      
              —Soy más útil allá 
      que aquí... —farfulló el antropólogo. 
      
              —Haga lo que quiera, 
      pero si usted se va, yo me encargaré de publicarlo en el International 
      Geographic y que todo el mundo sepa lo valiente que es el profesor Leblanc 
      —lo amenazó ella. 
      
              Finalmente acordaron 
      que uno de los soldados y Matuwe conducirían a Joel González de vuelta a 
      Santa María de la Lluvia. El viaje sería más corto, porque iban con la 
      corriente. Los demás, incluyendo a Ludovic Leblanc, que no se atrevió a 
      desafiar a Kate Coid, se quedarían donde estaban hasta que llegaran 
      refuerzos. A media mañana todo estuvo listo, los expedicionarios se 
      despidieron y la lancha con el herido emprendió el regreso. Pasaron el 
      resto de ese día y buena parte del siguiente instalando una trampa para la 
      Bestia según las instrucciones del profesor Leblanc. Era de una sencillez 
      infantil: un gran hoyo en el suelo, cubierto por una red disimulada con 
      hojas y ramas. Se suponía que, al pisarla, el cuerpo caería al hueco, 
      arrastrando la red. Al fondo del pozo había una alarma de pilas, que 
      sonaría de inmediato para alertar a la expedición. El plan consistía en 
      aproximarse, antes que la criatura lograra desenredarse de la red y salir 
      del hueco, y dispararle varias cápsulas de un poderoso anestésico capaz de 
      dormir a un rinoceronte. 
      
              Lo más arduo fue 
      cavar un hoyo tan profundo como para contener a una criatura de la altura 
      de la Bestia. Todos se turnaron con la pala, menos Nadia y Leblanc, la 
      primera porque se oponía a la idea de hacer daño a un animal y el segundo 
      porque estaba con dolor de espalda. El terreno resultó muy diferente de lo 
      que el profesor creía cuando diseñó su trampa cómodamente instalado en un 
      escritorio en su casa, a miles de millas de distancia. Había una costra 
      delgada de humus, más abajo una dura maraña de raíces, luego arcilla 
      resbaladiza como jabón, y a medida que cavaban, el pozo iba llenándose de 
      un agua rojiza donde nadaban toda suerte de animalejos. Por último 
      desistieron, vencidos por los obstáculos. Alex sugirió utilizar las redes 
      para colgarlas de los árboles mediante un sistema de cuerdas, y de poner 
      una carnada debajo; al aproximarse la presa para apoderarse del cebo, 
      sonaba la alarma y de inmediato le caía la red encima. Todos, menos 
      Leblanc, consideraron que en teoría podía funcionar, pero estaban 
      demasiado cansados para probarlo y decidieron postergar el proyecto hasta 
      la mañana siguiente. 
      
              —Espero que tu idea 
      no sirva, Jaguar —dijo Nadia. 
      
              —La Bestia es 
      peligrosa —replicó el muchacho. 
      
              —¿Qué harán con ella 
      si la atrapan? ¿Matarla? ¿Cortarla en pedacitos para estudiarla? ¿Meterla 
      en una jaula por el resto de su vida? 
      
              —¿Qué solución 
      tienes tú, Nadia? 
      
              —Hablar con ella y 
      preguntarle qué quiere. 
      
              —¡Qué idea tan 
      genial! Podríamos convidarla a tomar el té... —se burló él. 
      
              —Todos los animales 
      se comunican —aseguró Nadia. 
      
              —Eso dice mi hermana 
      Nicole, pero ella tiene nueve años. 
      
              —Veo que a los nueve 
      sabe más que tú a los quince —replicó Nadia. 
      
              Se encontraban en un 
      lugar muy hermoso. La densa y enmarañada vegetación de la orilla se 
      despejaba hacia el interior, donde el bosque alcanzaba una gran majestad. 
      Los troncos de los árboles, altos y rectos, eran pilares de una magnífica 
      catedral verde. Orquídeas y otras flores aparecían suspendidas de las 
      ramas y brillantes helechos cubrían el suelo. Era tan variada la fauna, 
      que nunca había silencio, desde el amanecer hasta muy entrada la noche se 
      escuchaba el canto de los tucanes y loros; por la noche empezaba la 
      algarabía de sapos y monos aulladores. Sin embargo, aquel jardín del Edén 
      ocultaba muchos peligros: las distancias eran enormes, la soledad absoluta 
      y sin conocer el terreno era imposible ubicarse. Según Leblanc —y en eso 
      César Santos estaba de acuerdo— la única manera de moverse en esa región 
      era con la ayuda de los indios. Debían atraerlos. La doctora Omayra Torres 
      era la más interesada en hacerlo, porque debía cumplir su misión de 
      vacunarlos y establecer un sistema de control de salud, según explicó. 
      
              —No creo que los 
      indios presenten voluntariamente los brazos para que los pinches, Omayra. 
      No han visto una aguja en sus vidas —sonrió César Santos. Entre ambos 
      había una corriente de simpatía y para entonces se trataban con 
      familiaridad. 
      
              —Les diremos que es 
      una magia muy poderosa de los blancos —dijo ella, guiñándole un ojo. 
      
              —Lo cual es 
      totalmente cierto —aprobó César Santos.  
      
              Según el guía, había 
      varias tribus en los alrededores que seguro habían tenido algún contacto, 
      aunque breve, con el mundo exterior. Desde su avioneta había vislumbrado 
      algunos shabonos, pero como no había dónde aterrizar por esos lados, se 
      había limitado a señalarlos en su mapa. Las chozas comunitarias que había 
      visto eran más bien pequeñas, lo cual significaba que cada tribu se 
      componía de muy pocas familias. Según aseguraba el profesor Leblanc, quien 
      se decía experto en la materia, el número mínimo de habitantes por shabono 
      era de alrededor de cincuenta personas —menos no podrían defenderse de 
      ataques enemigos— y rara vez sobrepasaba los doscientos cincuenta. César 
      Santos sospechaba también la existencia de tribus aisladas, que no habían 
      sido vistas aún, como esperaba la doctora Torres, y la única forma de 
      llegar hasta ellas sería por el aire. Deberían ascender a la selva del 
      altiplano, a la región encantada de las cataratas, donde nunca pudieron 
      llegar los forasteros antes de la invención de aviones y helicópteros. 
      
              Con la idea de 
      atraer a los indios, el guía amarró una cuerda entre dos árboles y de ella 
      colgó algunos regalos: collares de cuentas, trapos de colores, espejos y 
      chucherías de plástico. Reservó los machetes, cuchillos y utensilios de 
      acero para más tarde, cuando comenzaran las verdaderas negociaciones y el 
      trueque de regalos. 
      
              Esa tarde César 
      Santos intentó comunicarse por radio con el capitán Ariosto y con Mauro 
      Carías en Santa María de la Lluvia, pero el aparato no funcionaba. El 
      profesor Leblanc se paseaba por el campamento, furioso ante esa nueva 
      contrariedad, mientras los demás se turnaban tratando en vano de enviar o 
      recibir un mensaje. Nadia se llevó a Alex aparte para contarle que la 
      noche anterior, antes que el soldado fuera asesinado durante el turno de 
      Karakawe, ella vio al indio manipulando la radio. Dijo que ella se acostó 
      cuando terminó su vigilancia, pero no se durmió de inmediato y desde su 
      hamaca pudo ver a Karakawe cerca del aparato. 
      
              —¿Lo viste bien, 
      Nadia? 
      
              —No, porque estaba 
      oscuro, pero los únicos que estaban en pie en ese turno eran los dos 
      soldados y él. Estoy casi segura de que no era ninguno de los soldados 
      —replicó ella—. Creo que Karakawe es la persona que mencionó Mauro Carías. 
      Tal vez parte del plan es que no podamos pedir socorro en caso de 
      necesidad. 
      
              —Debemos advertir a 
      tu papá —determinó Alex. 
      
              César Santos no 
      recibió la noticia con interés, se limitó a advertirles que antes de 
      acusar a alguien debían estar bien seguros. Había muchas razones por las 
      cuales un equipo de radio tan anticuado como ése podía fallar. Además, 
      ¿qué razón tendría Karakawe para descomponerlo? Tampoco a él le convenía 
      encontrarse incomunicado. Los tranquilizó diciendo que dentro de tres o 
      cuatro días vendrían refuerzos. 
      
              —No estamos 
      perdidos, sólo aislados —concluyó. 
      
              —¿Y la Bestia, papá? 
      —preguntó Nadia, inquieta. 
      
              —No sabemos si 
      existe, hija. De los indios, en cambio, podemos estar seguros. Tarde o 
      temprano se aproximarán y esperemos que lo hagan en son de paz. En todo 
      caso estamos bien armados. 
      
              —El soldado que 
      murió tenía un fusil, pero no le sirvió de nada —refutó Alex. 
      
              —Se distrajo. De 
      ahora en adelante tendremos que ser mucho más cuidadosos. Desgraciadamente 
      somos sólo seis adultos para montar guardia. 
      
              —Yo cuento como un 
      adulto —aseguró Alex. 
      
              —Está bien, pero 
      Nadia no. Ella sólo podrá acompañarme en mi turno —decidió César Santos.
       
      
              Ese día Nadia 
      descubrió cerca del campamento un árbol de urucupo, arrancó varios de sus 
      frutos, que parecían almendras peludas, los abrió y extrajo unas 
      semillitas rojas del interior. Al apretarlas entre los dedos, mezcladas 
      con un poco de saliva, formó una pasta roja con la consistencia del jabón, 
      la misma que usaban los indios, junto con otras tinturas vegetales, para 
      decorarse el cuerpo. Nadia y Alex se pintaron rayas, círculos y puntos en 
      la cara, luego se ataron plumas y semillas en los brazos. Al verlos, 
      Timothy Bruce y Kate Coid insistieron en tomarles fotos y Omayra Torres en 
      peinar el cabello rizado de la chica y adornarlo con minúsculas orquídeas. 
      César Santos, en cambio, no los celebró: la visión de su hija decorada 
      como una doncella indígena pareció llenarlo de tristeza. 
      
              Cuando disminuyó la 
      luz, calcularon que en alguna parte el sol se aprestaba para desaparecer 
      en el horizonte, dando paso a la noche; bajo la cúpula de los árboles rara 
      vez aparecía, su resplandor era difuso, filtrado por el encaje verde de la 
      naturaleza. Sólo a veces, donde había caído un árbol, se veía claramente 
      el ojo azul del cielo. A esa hora las sombras de la vegetación comenzaban 
      a envolverlos como un cerco, en menos de una hora el bosque se tornaría 
      negro y pesado. Nadia pidió a Alex que tocara la flauta para distraerlos y 
      durante un rato la música, delicada y cristalina, invadió la selva. Borobá, 
      el monito, seguía la melodía, moviendo la cabeza al compás de las notas. 
      César Santos y la doctora Omayra Torres, en cuclillas junto a la fogata, 
      estaban asando unos pescados para la cena. Kate Coid, Timothy Bruce y uno 
      de los soldados se dedicaban a afirmar las carpas y proteger las 
      provisiones de los monos y las hormigas. Karakawe y el otro soldado, 
      armados y alertas, vigilaban. El profesor Leblanc dictaba las ideas que 
      pasaban por su mente en una grabadora de bolsillo, que siempre llevaba a 
      mano para cuando se le ocurría un pensamiento trascendental que la 
      humanidad no debía perder, lo cual ocurría con tal frecuencia que los 
      muchachos, fastidiados, esperaban la oportunidad de robarle las pilas. 
      Como a los quince minutos del concierto de flauta, la atención de Borobá 
      cambió súbitamente de foco; el mono comenzó a dar saltos, tironeando la 
      ropa de su ama, inquieto. Al principio Nadia pretendió ignorarlo, pero el 
      animal no la dejó en paz hasta que ella se puso de pie. Después de atisbar 
      hacia la espesura, ella llamó a Alex con un gesto, guiándolo lejos del 
      círculo de luz de la fogata, sin llamar la atención de los otros. 
      
              —Chisss —dijo, 
      llevándose un dedo a los labios. 
      
              Todavía quedaba algo 
      de claridad diurna, pero casi no se distinguían colores, el mundo aparecía 
      en tonos de gris y negro. Alex se había sentido constantemente observado 
      desde que saliera de Santa María de la Lluvia, pero justo esa tarde la 
      impresión de ser espiado había desaparecido. Lo invadía una sensación de 
      calma y seguridad que no había tenido en muchos días. También se había 
      esfumado el penetrante olor que acompañó el asesinato del soldado la noche 
      anterior. Los dos muchachos y Borobá se internaron unos metros en la 
      vegetación y allí aguardaron, con más curiosidad que inquietud. Sin 
      haberlo dicho, suponían que si había indios por los alrededores y tuvieran 
      intención de hacerles daño, ya lo habrían hecho, porque los miembros de la 
      expedición, bien iluminados por la hoguera del campamento, estaban 
      expuestos a sus flechas y dardos envenenados. 
      
              Esperaron quietos, 
      sintiendo que se hundían en una algodonosa niebla, como si al caer la 
      noche se perdieran las dimensiones habituales de la realidad. Entonces, 
      poco a poco, Alex comenzó a ver a los seres que los rodeaban, uno a uno. 
      Estaban desnudos, pintados de rayas y manchas, con plumas y tiras de cuero 
      atadas en los brazos, silenciosos, ligeros, inmóviles. A pesar de 
      encontrarse a su lado, era difícil verlos; se mimetizaban tan 
      perfectamente con la naturaleza, que resultaban invisibles, como tenues 
      fantasmas. Cuando pudo distinguirlos, Alex calculó que había por lo menos 
      veinte de ellos, todos hombres y con sus primitivas armas en las manos. 
      
      —Aía —susurró Nadia muy 
      quedamente. 
      
              Nadie contestó, pero 
      un movimiento apenas perceptible entre las hojas indicó que los indios se 
      aproximaban. En la penumbra y sin anteojos, Alex no estaba seguro de lo 
      que veía, pero su corazón se disparó en loca carrera y sintió que la 
      sangre se le agolpaba en las sienes. Lo envolvió la misma alucinante 
      sensación de estar viviendo un sueño, que tuvo en presencia del jaguar 
      negro en el patio de Mauro Carías. Había una tensión similar, como si los 
      acontecimientos transcurrieran en una burbuja de vidrio que en cualquier 
      instante podía hacerse añicos. El peligro estaba en el aire, tal como lo 
      había estado con el jaguar, pero el chico no tuvo miedo. No se creyó 
      amenazado por aquellos seres transparentes que flotaban entre los árboles. 
      La idea de sacar su navaja o de llamar pidiendo socorro no se le ocurrió. 
      En cambio pasó por su mente, como un relámpago, una escena que había visto 
      años antes en una película: el encuentro de un niño con un extraterrestre. 
      La situación que vivía en ese momento era similar. Pensó, maravillado, que 
      no cambiaría esa experiencia por nada en el mundo. 
      
              —Aía —repitió Nadia. 
      
              —Aía —murmuró él 
      también. 
      
              No hubo respuesta. 
      
              Los muchachos 
      esperaron, sin soltarse las manos, quietos como estatuas, y también Borobá 
      se mantuvo inmóvil, expectante, como si supiera que participaba en un 
      instante precioso. Pasaron minutos interminables y la noche se dejó caer 
      con gran rapidez, arropándolos por completo. Finalmente se dieron cuenta 
      de que estaban solos; los indios se habían esfumado con la misma ligereza 
      con que habían surgido de la nada. 
      
              —¿Quiénes eran? 
      —preguntó Alex cuando volvieron al campamento. 
      
              —Deben ser la «gente 
      de la neblina», los invisibles, los habitantes más remotos y misteriosos 
      del Amazonas. Se sabe que existen, pero nadie en verdad ha hablado con 
      ellos. 
      
              —¿Qué quieren de 
      nosotros? —preguntó Alex. 
      
              —Ver cómo somos, tal 
      vez... —sugirió ella.  
      
              —Lo mismo quiero yo 
      —dijo él.  
      
              —No le digamos a 
      nadie que los hemos visto, Jaguar. 
      
              —Es raro que no nos 
      hayan atacado y que tampoco se acerquen atraídos por los regalos que colgó 
      tu papá —comentó el muchacho.  
      
              —¿Crees que fueron 
      ellos los que mataron al soldado en la lancha? —preguntó Nadia. 
      
              —No lo sé, pero si 
      son los mismos ¿por qué no nos atacaron hoy? Esa noche Alex hizo su 
      guardia junto a su abuela sin temor, porque no percibió el olor de la 
      Bestia y no le preocupaban los indios. Después del extraño encuentro con 
      ellos, estaba convencido de que unas pistolas servirían de muy poco en 
      caso que quisieran atacarlos. ¿Cómo apuntar a esos seres casi invisibles? 
      Los indios se disolvían como sombras en la noche, eran mudos fantasmas que 
      podían caerles encima y asesinarlos en cuestión de un instante sin que 
      ellos alcanzaran a darse cuenta. En el fondo, sin embargo, él tenía la 
      certeza de que las intenciones de la gente de la neblina no eran ésas.
       
          
        
      
        
      
              El día siguiente 
      transcurrió lento y fastidioso con tanta lluvia que no alcanzaban a secar 
      la ropa antes que cayera otro chapuzón. Esa misma noche desaparecieron los 
      dos soldados durante su turno y pronto vieron que tampoco estaba la 
      lancha. Los hombres, que desde la muerte de sus compañeros estaban 
      aterrorizados, huyeron por el río. Estuvieron a punto de amotinarse cuando 
      no les permitieron regresar a Santa María de la Lluvia con la primera 
      lancha; nadie les pagaba por arriesgar la vida, dijeron. César Santos les 
      respondió que justamente para eso les pagaban: ¿no eran soldados, acaso? 
      La decisión de huir podría costarles muy cara, pero prefirieron enfrentar 
      una corte marcial antes que morir en manos de los indios o de la Bestia. 
      Para el resto de los expedicionarios, esa lancha representaba la única 
      posibilidad de regresar a la civilización; sin ella y sin la radio se 
      encontraban definitivamente aislados. 
      
               —Los indios saben 
      que estamos aquí. ¡No podemos quedarnos! —exclamó el profesor Leblanc. 
      
              —¿Adónde pretende 
      ir, profesor? Si nos movemos, cuando lleguen los helicópteros no nos 
      encontrarán. Desde el aire sólo se ve una masa verde, jamás darían con 
      nosotros —explicó César Santos. 
      
               —¿No podemos seguir 
      el cauce del río y tratar de volver a Santa María de la Lluvia por 
      nuestros propios medios? —sugirió Kate Coid. 
      
               —Es imposible 
      hacerlo a pie. Hay demasiados obstáculos y desvíos —replicó el guía. 
      
               —¡Esto es culpa 
      suya, Coid! Deberíamos haber regresado todos a Santa María de la Lluvia, 
      como yo propuse —alegó el profesor. 
      
               —Muy bien, es culpa 
      mía. ¿Qué hará al respecto? —preguntó la escritora. 
      
               —¡La denunciaré! 
      ¡Voy a arruinar su carrera! 
      
               —Tal vez sea yo 
      quien arruine la suya, profesor —replicó ella sin inmutarse. 
      
               César Santos los 
      interrumpió diciendo que, en vez de discutir, debían unir las fuerzas y 
      evaluar la situación: los indios desconfiaban y no habían demostrado 
      interés por los regalos, se limitaban a observarlos, pero no los habían 
      atacado. 
      
               —¿Le parece poco lo 
      que le hicieron a ese pobre soldado? —preguntó, sarcástico, Leblanc. 
      
               —No creo que fueran 
      los indios, no es ésa su manera de pelear. Si tenemos suerte, ésta puede 
      ser una tribu pacífica —replicó el guía. 
      
               —Pero si no tenemos 
      suerte, nos comerán —gruñó el antropólogo. 
      
               —Sería perfecto, 
      profesor. Así usted podría probar su teoría sobre la ferocidad de los 
      indios —dijo Kate. 
      
               —Bueno, basta de 
      tonterías. Hay que tomar una decisión. Nos quedamos o nos vamos... —los 
      cortó el fotógrafo Timothy Bruce. 
      
               —Han pasado casi 
      tres días desde que se fue la primera lancha. Como iba con la corriente y 
      Matuwe conoce el camino, ya deben estar en Santa María de la Lluvia. 
      Mañana, o a lo más dentro de dos días, llegarán los helicópteros del 
      capitán Ariosto. Volarán de día, así es que mantendremos una hoguera 
      siempre encendida, para que vean el humo. La situación es difícil, como 
      dije, pero no es grave, hay mucha gente que sabe dónde estamos, vendrán a 
      buscarnos —aseguró César Santos. 
      
               Nadia estaba 
      tranquila, abrazada a su monito, como si no comprendiera la magnitud de lo 
      que les sucedía. Alex, en cambio, concluyó que nunca se había encontrado 
      en tanto peligro, ni siquiera cuando quedó colgando en El Capitán, una 
      roca escarpada que sólo los más expertos se atrevían a escalar. Si no 
      hubiera ido atado por una cuerda a la cintura de su padre, se habría 
      matado. César Santos había advertido a los expedicionarios contra diversos 
      insectos y animales de la selva, desde tarántulas hasta serpientes, pero 
      olvidó mencionar las hormigas. Alex había renunciado a usar sus botas, no 
      sólo porque estaban siempre húmedas y con mal olor, sino porque le 
      apretaban; suponía que con el agua se habían encogido. A pesar de que los 
      primeros días no se sacaba las chancletas que le dio César Santos, los 
      pies se le llenaron de costras y durezas. 
      
               —Éste no es lugar 
      para pies delicados —fue el único comentario de su abuela cuando le mostró 
      las cortaduras sangrantes en los pies. 
      
               Su indiferencia se 
      tornó en inquietud cuando a su nieto lo picó una hormiga de fuego. El 
      muchacho no pudo evitar un alarido: sintió que lo quemaban con un cigarro 
      en el tobillo. La hormiga le dejó una pequeña marca blanca que a los pocos 
      minutos se volvió roja e hinchada como una cereza. El dolor ascendió en 
      llamaradas por la pierna y no pudo dar ni un paso más. La doctora Omayra 
      Torres le advirtió que el veneno haría su efecto durante varias horas y 
      habría que soportarlo sin más alivio que compresas de agua caliente. 
      
               —Espero que no seas 
      alérgico, porque en ese caso las consecuencias serán más graves —observó 
      la doctora.  
               
      Alex no lo era, pero de todos modos la picadura le arruinó buena parte del 
      día. Por la tarde, apenas pudo apoyar el pie y dar unos pasos, Nadia le 
      contó que mientras los demás estaban pendientes de sus quehaceres, ella 
      había visto a Karakawe rondando las cajas de las vacunas. Cuando el indio 
      se dio cuenta que ella lo había descubierto, la cogió por los brazos con 
      tal brutalidad que le dejó los dedos marcados en la piel y le advirtió que 
      si decía una palabra al respecto lo pagaría muy caro. Estaba segura que 
      ese hombre cumpliría sus amenazas, pero Alex consideró que no podían 
      callarse, había que advertir a la doctora. Nadia, quien estaba tan 
      prendada de la doctora como lo estaba su padre y empezaba a acariciar la 
      fantasía de verla convertida en su madrastra, deseaba contarle también el 
      diálogo entre Mauro Carías y el capitán Ariosto, que ellos habían 
      escuchado en Santa María de la Lluvia. Seguía convencida de que Karakawe 
      era la persona designada para cumplir los siniestros planes de Carías. 
      
               —No diremos nada de 
      eso todavía —le exigió Alex. 
      
               Aguardaron el 
      momento adecuado, cuando Karakawe se había alejado para pescar en el río, 
      y plantearon la situación a Omayra Torres. Ella los escuchó con gran 
      atención, dando muestras de inquietud por primera vez desde que la 
      conocían. Aun en los momentos más dramáticos de esa aventura, la 
      encantadora mujer no había perdido la calma; tenía los nervios bien 
      templados de un samurai. Esta vez tampoco se alteró, pero quiso conocer 
      los detalles. Al saber que Karakawe había abierto las cajas, pero no había 
      violado los sellos de los frascos, respiró aliviada. 
      
               —Esas vacunas son 
      la única esperanza de vida para los indios. Debemos cuidarlas como un 
      tesoro —dijo. 
      
               —Alex y yo hemos 
      estado vigilando a Karakawe; creemos que él descompuso la radio, pero mi 
      papá dice que sin pruebas no podemos acusarlo —dijo Nadia. 
      
               —No preocupemos a 
      tu papá con estas sospechas, Nadia, él ya tiene bastantes problemas. Entre 
      ustedes dos y yo podemos neutralizar a Karakawe. No le quiten el ojo de 
      encima, muchachos —les pidió Omayra Torres y ellos se lo prometieron. 
      
               El día transcurrió 
      sin novedades. César Santos siguió en su empeño de hacer funcionar la 
      radio transmisora, pero sin resultados. Timothy Bruce poseía una radio que 
      les había servido para escuchar noticias de Manaos durante la primera 
      parte del viaje, pero la onda no llegaba tan lejos. Se aburrían, porque 
      una vez que tuvieron unas aves y dos pescados para el día, no había más 
      que hacer; era inútil cazar o pescar de más, porque la carne se llenaba de 
      hormigas o se descomponía en cuestión de horas. Por fin Alex pudo 
      comprender la mentalidad de los indios, que nada acumulaban. Se turnaron 
      para mantener humeando la hoguera, como señal en caso que anduvieran 
      buscándolos, aunque según César Santos todavía era demasiado pronto para 
      eso. Timothy Bruce sacó un gastado mazo de naipes y jugaron al póquer, al 
      blackjack y al gin rummy hasta que empezó a irse la luz. No volvieron a 
      sentir el penetrante olor de la Bestia. Nadia, Kate Coid y la doctora 
      fueron al río a lavarse y hacer sus necesidades; habían acordado que nadie 
      debía aventurarse solo fuera del campamento. Para las actividades más 
      íntimas, las tres mujeres iban juntas; para el resto todos se turnaban en 
      parejas. César Santos se las arreglaba para estar siempre con Omayra 
      Torres, lo cual tenía a Timothy Bruce bastante molesto, porque también el 
      inglés se sentía cautivado por la doctora. Durante el viaje la había 
      fotografiado hasta que ella se negó a seguir posando, a pesar de que Kate 
      Coid le había advertido que guardara el film para la Bestia y los indios. 
      La escritora y Karakawe eran los únicos que no parecían impresionados por 
      la joven mujer. Kate masculló que ya estaba muy vieja para fijarse en una 
      cara bonita, comentario que a Alex le sonó como una demostración de celos, 
      indigna de alguien tan lista como su abuela. El profesor Leblanc, quien no 
      podía competir en prestancia con César Santos o juventud con Timothy 
      Bruce, procuraba impresionar a la mujer con el peso de su celebridad y no 
      perdía ocasión de leerle en voz alta párrafos de su libro, donde narraba 
      en detalle los peligros escalofriantes que había enfrentado entre los 
      indios. A ella le costaba imaginar al timorato Leblanc vestido sólo con un 
      taparrabos, combatiendo mano a mano con indios y fieras, cazando con 
      flechas y sobreviviendo sin ayuda en medio de toda suerte de catástrofes 
      naturales, como contaba. En todo caso, la rivalidad entre los hombres del 
      grupo por las atenciones de Omayra Torres había creado una cierta tensión, 
      que aumentaba a medida que pasaban las horas en angustiosa espera de los 
      helicópteros. 
      
               Alex se miró el 
      tobillo: todavía le dolía y estaba algo hinchado, pero la dura cereza roja 
      donde lo picó la hormiga había disminuido; las compresas de agua caliente 
      habían dado buenos resultados. Para distraerse, cogió su flauta y empezó a 
      tocar el concierto preferido de su madre, una música dulce y romántica de 
      un compositor europeo muerto hacia más de un siglo, pero que sonaba a tono 
      con la selva circundante. Su abuelo Joseph Coid tenía razón: la música es 
      un lenguaje universal. A las primeras notas llegó Borobá dando saltos y se 
      sentó a sus pies con la seriedad de un crítico y a los pocos instantes 
      volvió Nadia con la doctora y Kate Coid. La chica esperó que los demás 
      estuvieran ocupados preparando el campamento para la noche y le hizo señas 
      a Alex que la siguiera disimuladamente. 
      
               —Están aquí otra 
      vez, Jaguar —murmuró a su oído. 
      
               —¿Los indios...? 
      
               —Sí, la gente de la 
      neblina. Creo que vienen por la música. No hagas ruido y sígueme. 
      
               Se internaron 
      algunos metros en la espesura y, tal como habían hecho antes, aguardaron 
      quietos. Por mucho que Alex aguzara la vista, no distinguía a nadie entre 
      los árboles: los indios se disolvían en su entorno. De pronto sintió manos 
      que lo tomaban con firmeza por los brazos y al volverse vio que Nadia y él 
      estaban rodeados. Los indios no se mantuvieron a cierta distancia, como la 
      vez anterior; ahora Alex podía percibir el olor dulzón de sus cuerpos. 
      Nuevamente notó que eran de baja estatura y delgados, pero ahora pudo 
      comprobar que también eran muy fuertes y había algo feroz en su actitud. 
      ¿Tendría razón Leblanc cuando aseguraba que eran violentos y crueles? 
      
               —Aía —saludó 
      tentativamente. 
      
               Una mano le tapó la 
      boca y antes que alcanzara a darse cuenta de lo que sucedía, se sintió 
      alzado en vilo por los tobillos y las axilas. Empezó a retorcerse y 
      patalear, pero las manos no lo soltaron. Sintió que lo golpeaban en la 
      cabeza, no supo si con los puños o con una piedra, pero comprendió que más 
      valía dejarse llevar o acabarían aturdiéndolo o matándolo. Pensó en Nadia 
      y si acaso a ella también estarían arrastrándola a la fuerza. Le pareció 
      oír de lejos la voz de su abuela llamándolo, mientras los indios se lo 
      llevaban, internándose en la oscuridad como espíritus de la noche. 
      Alexander Coid sentía punzadas ardientes en el tobillo donde lo había 
      picado la hormiga de fuego, que ahora aprisionaba la mano de uno de los 
      cuatro indios que lo llevaban en vilo. Sus captores iban trotando y con 
      cada paso el cuerpo del muchacho se balanceaba brutalmente; el dolor en 
      los hombros era como si lo estuvieran descoyuntando. Le habían quitado la 
      camiseta y se la habían amarrado en la cabeza, cegándolo y ahogando su 
      voz. Apenas podía respirar y le latía el cráneo donde lo habían golpeado, 
      pero le reconfortó no haber perdido el conocimiento, eso significaba que 
      los guerreros no le habían pegado fuerte y no pretendían matarlo. Al menos 
      no por el momento... Le pareció que marchaban un trecho muy largo hasta 
      que por fin se detuvieron y lo dejaron caer como un saco de papas. El 
      alivio en sus músculos y huesos fue casi inmediato, aunque el tobillo le 
      ardía terriblemente. No se atrevió a quitarse la camiseta que le cubría la 
      cabeza para no provocar a sus agresores, pero como al rato de espera nada 
      acontecía, optó por arrancársela de encima. Nadie lo detuvo. Cuando se 
      habituaron sus ojos a la leve claridad de la luna, se vio en medio del 
      bosque, tirado sobre el colchón de humus que cubría el suelo. A su 
      alrededor, en estrecho circulo, sintió la presencia de los indios, aunque 
      no podía verlos en tan poca luz y sin sus anteojos. Se acordó de su navaja 
      del ejército suizo y se llevó disimuladamente la mano a la cintura 
      buscándola, pero no pudo terminar el gesto: un puño firme lo sujetó por la 
      muñeca. Entonces oyó la voz de Nadia y sintió las manitas delgadas de 
      Borobá en su cabello. Lanzó una exclamación, porque el mono puso los dedos 
      en un chichón provocado por el golpe. 
      
               —Quieto, Jaguar. 
      Nos harán daño —dijo la muchacha. 
      
               —¿Qué pasó? 
      
               —Se asustaron, 
      creyeron que ibas a gritar, por eso tuvieron que llevarte a la fuerza. 
      Sólo quieren que vayamos con ellos. 
      
               —¿Adónde? ¿Por qué? 
      —farfulló el muchacho tratando de sentarse. Sentía su cabeza retumbando 
      como un tambor. 
      
               Nadia lo ayudó a 
      incorporarse y le dio a beber agua de una calabaza. Ya sus ojos se habían 
      acostumbrado y vio que los indios lo observaban de cerca y hacían 
      comentarios en voz alta, sin temor alguno de ser oídos o alcanzados. Alex 
      supuso que el resto de la expedición estaría buscándolos, aunque nadie se 
      atrevería a aventurarse demasiado lejos en plena noche. Pensó que por una 
      vez su abuela estaría preocupada: ¿cómo explicaría a su hijo John que 
      había perdido al nieto en la selva? Por lo visto los indios habían tratado 
      a Nadia con más suavidad, porque la chica se movía entre ellos con 
      confianza. Al incorporarse sintió algo tibio que resbalaba por la sien 
      derecha y goteaba sobre su hombro. Le pasó el dedo y se lo llevó a los 
      labios. 
      
               —Me partieron la 
      cabeza —murmuró, asustado. 
      
               —Finge que no te 
      duele, Jaguar, como hacen los verdaderos guerreros —le advirtió Nadia. 
      
               El muchacho 
      concluyó que debía hacer una demostración de valor: se puso de pie 
      procurando que no se notara el temblor de sus rodillas, se irguió lo más 
      derecho que pudo y se golpeó el pecho como había visto en las películas de 
      Tarzán, a tiempo que lanzaba un interminable rugido de King Kong. Los 
      indios retrocedieron un par de pasos y esgrimieron sus armas, atónitos. 
      Repitió los golpes de pecho y los gruñidos, seguro de haber producido 
      alarma en las filas enemigas, pero en vez de echar a correr asustados, los 
      guerreros empezaron a reírse. Nadia sonreía también y Borobá daba saltos y 
      mostraba los dientes, histérico de risa. Las risotadas aumentaron de 
      volumen, algunos indios caían sentados, otros se tiraban de espaldas al 
      suelo y levantaban las piernas de puro gozo, otros imitaban al muchacho 
      aullando como Tarzán. Las carcajadas duraron un buen rato, hasta que Alex, 
      sintiéndose absolutamente ridículo, se contagió también de risa. Por fin 
      se calmaron y, secándose las lágrimas, intercambiaron palmadas amistosas. 
      
               Uno de los indios, 
      que en la penumbra parecía más pequeño, más viejo y se distinguía por una 
      corona redonda de plumas, único adorno en su cuerpo desnudo, inició un 
      largo discurso. Nadia captó el sentido, porque conocía varias lenguas de 
      los indios y, aunque la gente de la neblina tenía su propio idioma, muchas 
      palabras eran similares. Estaba segura de que podría comunicarse con 
      ellos. De la diatriba del hombre con la corona de plumas entendió que se 
      refería a Rahakanariwa, el espíritu del pájaro caníbal mencionado por 
      Walimaí, a los nahab, como llamaban a los forasteros, y a un poderoso 
      chamán. Aunque no lo nombró, porque habría sido muy descortés de su parte 
      hacerlo, ella dedujo que se trataba de Walimaí. Valiéndose de las palabras 
      que conocía y de gestos, la chica indicó el hueso tallado que llevaba 
      colgado al cuello, regalo del brujo. El hombre que actuaba como jefe 
      examinó el talismán durante largos minutos, dando muestras de admiración y 
      respeto, luego siguió con su discurso, pero esta vez dirigiéndose a los 
      guerreros, quienes se aproximaron uno por uno para tocar el amuleto. 
      
               Después los indios 
      se sentaron en círculo y continuaron las conversaciones, mientras 
      distribuían trozos de una masa cocida, como pan sin levadura. Alex se dio 
      cuenta que no había comido en muchas horas y estaba muy hambriento; 
      recibió su porción de cena sin fijarse en la mugre y sin preguntar de qué 
      estaba hecha; sus remilgos respecto a la comida habían pasado a la 
      historia. Enseguida los guerreros hicieron circular una vejiga de animal 
      con un jugo viscoso de olor acre y sabor a vinagre, mientras salmodiaban 
      un canto para desafiar a los fantasmas que causan pesadillas por la noche. 
      No le ofrecieron el brebaje a Nadia, pero tuvieron la amabilidad de 
      compartirlo con Alex, a quien no le tentó el olor y menos la idea de 
      compartir el mismo recipiente con los demás. Recordaba la historia contada 
      por César Santos de una tribu entera contagiada por la chupada del 
      cigarrillo de un periodista. Lo último que deseaba era pasar sus gérmenes 
      a esos indios, cuyo sistema de inmunidad no los resistiría, pero Nadia le 
      advirtió que no aceptarlo sería considerado un insulto. Le informó que era 
      masato, una bebida fermentada hecha con mandioca masticada y saliva, que 
      sólo bebían los hombres. Alex creyó que iba a vomitar con la explicación, 
      pero no se atrevió a rechazarla. 
      
               Con el golpe 
      recibido en el cráneo y el masato, el muchacho se trasladó sin esfuerzo al 
      planeta de las arenas de oro y las seis lunas en el cielo fosforescente, 
      que había visto en el patio de Mauro Carías. Estaba tan confundido e 
      intoxicado que no habría podido dar ni un paso, pero por suerte no tuvo 
      que hacerlo, porque los guerreros también sentían la influencia del licor 
      y pronto yacían por el suelo roncando. Alex supuso que no continuarían la 
      marcha hasta que hubiera algo de luz y se consoló con la vaga esperanza de 
      que su abuela lo alcanzaría al amanecer. Ovillado en el suelo, sin 
      acordarse de los fantasmas de las pesadillas, las hormigas de fuego, las 
      tarántulas o las serpientes, se abandonó al sueño. Tampoco se alarmó 
      cuando el tremendo olor de la Bestia invadió el aire. Los únicos que 
      estaban sobrios y despiertos cuando apareció la Bestia eran Nadia y Borobá. 
      El mono se inmovilizó por completo, como convertido en piedra, y ella 
      alcanzó a vislumbrar una gigantesca figura en la luz de la luna antes que 
      el olor la hiciera perder los sentidos. Más tarde contaría a su amigo lo 
      mismo que había dicho el padre Valdomero: era una criatura de forma 
      humana, erecta, de unos tres metros de altura, con brazos poderosos 
      terminados en garras curvas como cimitarras y una cabeza pequeña, 
      desproporcionada para el tamaño del cuerpo. A Nadia le pareció que se 
      movía con gran lentitud, pero de haberlo querido la Bestia habría podido 
      destriparlos a todos. La fetidez que emanaba —o tal vez el terror absoluto 
      que producía en sus víctimas— paralizaba como una droga. Antes de 
      desmayarse ella quiso gritar o escapar, pero no pudo mover ni un músculo; 
      en un relámpago de conciencia vio el cuerpo del soldado abierto en canal 
      como una res y pudo imaginar el horror del hombre, su impotencia y su 
      espantosa muerte. 
      
               Alex despertó 
      confundido tratando de recordar lo que había pasado, con el cuerpo 
      tembleque por el extraño licor de la noche anterior y la fetidez, que 
      todavía flotaba en el aire. Vio a Nadia con Borobá arropado en su regazo, 
      sentada con las piernas cruzadas y la mirada perdida en la nada. El 
      muchacho gateó hasta ella conteniendo a duras penas los sobresaltos de sus 
      tripas. 
      
               —La vi, Jaguar 
      —dijo Nadia con una voz remota, como si estuviera en trance. 
      
               —¿Qué viste? 
      
               —La Bestia. Estuvo 
      aquí. Es enorme, un gigante... 
      
               Alex se fue detrás 
      de un helecho a vaciar el estómago, con lo cual se sintió algo más 
      aliviado, a pesar de que el hedor del aire le devolvía las náuseas. A su 
      regreso los guerreros estaban listos para emprender la marcha. En la luz 
      del amanecer pudo verlos bien por primera vez. Su temible aspecto 
      correspondía exactamente a las descripciones de Leblanc: estaban desnudos, 
      con el cuerpo pintado en colores rojo, negro y verde, brazaletes de plumas 
      y el cabello cortado redondo, con la parte superior del cráneo afeitada, 
      como una tonsura de sacerdote. Llevaban arcos y flechas atados a la 
      espalda y una pequeña calabaza cubierta con un trozo de piel que, según 
      dijo Nadia, contenía el mortal curare para flechas y dardos. Varios de 
      ellos llevaban gruesos palos y todos lucían cicatrices en la cabeza, que 
      equivalían a orgullosas condecoraciones de guerra: el valor y la fortaleza 
      se medía por las huellas de los garrotazos soportados. 
      
               Alex debió sacudir 
      a Nadia para despabilaría, porque el espanto de haber visto a la Bestia la 
      noche anterior la había dejado atontada. La muchacha logró explicar lo que 
      había visto y los guerreros escucharon con atención, pero no dieron 
      muestras de sorpresa, tal como no hicieron comentarios sobre el olor. 
      
               El grupo se puso en 
      marcha de inmediato, trotando en fila a la zaga del jefe, a quien Nadia 
      decidió llamar Mokarita, pues no podía preguntarle su nombre verdadero. A 
      juzgar por el estado de su piel, sus dientes y sus pies deformes, Mokarita 
      era mucho más viejo de lo que Alex supuso cuando lo vio en la penumbra, 
      pero tenía la misma agilidad y resistencia de los otros guerreros. Uno de 
      los hombres jóvenes se distinguía entre los demás, era más alto y fornido 
      y, a diferencia de los otros, iba enteramente pintado de negro, excepto 
      una especie de antifaz rojo en torno a los ojos y la frente. Caminaba 
      siempre al lado del jefe, como si fuera su lugarteniente, y se refería a 
      si mismo como Tahama; Nadia y Alexander se enteraron después que ése era 
      su título honorífico por ser el mejor cazador de la tribu. 
      
               Aunque el paisaje 
      parecía inmutable y no había puntos de referencia, los indios sabían 
      exactamente adónde se dirigían. Ni una sola vez se volvieron a ver si los 
      muchachos extranjeros los seguían: sabían que no les quedaba más remedio 
      que hacerlo, de otro modo se perderían. A veces a Alex y Nadia les parecía 
      estar solos, porque la gente de la neblina desaparecía en la vegetación, 
      pero esa impresión no duraba mucho; tal como se esfumaban, los indios 
      reaparecían en cualquier momento, como si estuvieran ejercitándose en el 
      arte de tornarse invisibles. Alex concluyó que ese talento para 
      desaparecer no se podía atribuir solamente a la pintura con que se 
      camuflaban, era sobre todo una actitud mental. ¿Cómo lo hacían? Calculó 
      cuán útil podía ser en la vida el truco de la invisibilidad y se propuso 
      aprenderlo. En los días siguientes comprendería que no se trataba de 
      ilusionismo, sino de un talento que se alcanzaba con mucha práctica y 
      concentración, como tocar la flauta. El paso rápido no cambió en varias 
      horas; sólo se detenían de vez en cuando en los arroyos para beber agua. 
      Alex sentía hambre, pero estaba agradecido de que al menos el tobillo 
      donde lo había picado la hormiga ya no le dolía. César Santos le había 
      contado que los indios comen cuando pueden —no siempre cada día— y su 
      organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en cambio, había 
      tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de alimentos, al 
      menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía saltarse una 
      comida le daba fatiga. No pudo menos que sonreír ante el trastorno 
      completo de sus hábitos. Entre otras cosas, no se había cepillado los 
      dientes ni cambiado la ropa en varios días. Decidió ignorar el vacío en el 
      estómago, matar el hambre con indiferencia. En un par de ocasiones le dio 
      una mirada a su compás y descubrió que marchaban en dirección al noreste. 
      ¿Vendría alguien a su rescate? ¿Cómo podría dejar señales en el camino? 
      ¿Los verían desde un helicóptero? No se sentía optimista, en verdad su 
      situación era desesperada. Le sorprendió que Nadia no diera señas de 
      fatiga, su amiga parecía completamente entregada a la aventura. 
      
               Cuatro o cinco 
      horas más tarde —imposible medir el tiempo en ese lugar— llegaron a un río 
      claro y profundo. Siguieron por la orilla un par de millas y de pronto 
      ante los ojos maravillados de Alex surgió una montaña muy alta y una 
      magnífica catarata que caía con un clamor de guerra, formando abajo una 
      inmensa nube de espuma y agua pulverizada. 
      
               —Es el río que baja 
      del cielo —dijo Tahama.    
      
        
       
        
      
      CAPITULO 11 - La aldea invisible 
      
        
      
      Mokarita, el jefe de las 
      plumas amarillas, autorizó al grupo para descansar un rato antes de 
      emprender el ascenso de la montaña. Tenía un rostro de madera, con la piel 
      cuarteada como corteza de árbol, sereno y bondadoso. 
      
               —Yo no puedo subir 
      —dijo Nadia al ver la roca negra, lisa y húmeda. 
      
               Era la primera vez 
      que Alex la veía derrotada ante un obstáculo y simpatizó con ella porque 
      también él estaba asustado, aunque durante años había trepado montañas y 
      rocas con su padre. John Coid era uno de los escaladores más 
      experimentados y audaces de los Estados Unidos, había participado en 
      célebres expediciones a lugares casi inaccesibles, incluso había sido 
      llamado un par de veces para rescatar gente accidentada en los picos más 
      altos de Austria y Chile. Sabía que él no poseía la habilidad ni el valor 
      de su padre, mucho menos su experiencia; tampoco había visto una roca tan 
      escarpada como la que ahora tenía por delante. Escalar por los costados de 
      la catarata, sin cuerdas y sin ayuda, era prácticamente imposible. 
      
               Nadia se aproximó a 
      Mokarita y trató de explicarle mediante señas y las palabras que 
      compartían que ella no era capaz de subir. El jefe pareció muy enojado, 
      daba gritos, blandía sus armas y gesticulaba. Los otros indios lo 
      imitaron, rodeando a Nadia amenazadores. Alex se colocó junto a su amiga y 
      procuró calmar a los guerreros con gestos, pero lo único que consiguió fue 
      que Tahama cogiera a Nadia por el cabello y empezara a darle tirones, 
      arrastrándola hacia la catarata, mientras Borobá daba manotazos y 
      chillaba. En un rapto de inspiración —o desesperación— el muchacho 
      desprendió la flauta de su cinturón y comenzó a tocar. Al instante los 
      indios se detuvieron, como hipnotizados; Tahama soltó a Nadia y todos 
      rodearon a Alex. 
      
               Una vez que se 
      hubieron apaciguado un poco los ánimos, Alex convenció a Nadia que con una 
      cuerda él podía ayudarla a subir. Le repitió lo que tantas veces oyera 
      decir a su padre: «antes de vencer la montaña hay que aprender a usar el 
      temor». 
      
       —Me espanta la altura, 
      Jaguar, me da vértigo. Cada vez que subo a la avioneta de mi padre me 
      enfermo... —gimió Nadia. 
      
               —Mi papá dice que 
      el temor es bueno, es el sistema de alarma del cuerpo, nos avisa del 
      peligro; pero a veces el peligro es inevitable y entonces hay que dominar 
      el miedo. 
      
               —¡No puedo! 
      
               —Nadia, escúchame 
      —dijo Alex sujetándola por los brazos y obligándola a mirarlo a los ojos—. 
      Respira hondo, cálmate. Te enseñaré a usar el miedo. Confía en ti misma y 
      en mí. Te ayudaré a subir, lo haremos juntos, te lo prometo. 
      
               Por toda respuesta 
      Nadia se echó a llorar con la cabeza en el hombro de Alex. El muchacho no 
      supo qué hacer, jamás había estado tan cerca de una chica. En sus 
      fantasías había abrazado mil veces a Cecilia Burns, su amor de toda la 
      vida, pero en la práctica habría salido corriendo si ella lo hubiera 
      tocado. Cecilia Burns estaba tan lejos, que era como si no existiera: no 
      podía recordar su cara. Sus brazos rodearon a Nadia en un gesto 
      automático. Sintió que el corazón latía en su pecho como una estampida de 
      búfalos, pero le alcanzó la lucidez para darse cuenta de lo absurdo de su 
      situación. Estaba en el medio de la selva, rodeado de extraños guerreros 
      pintarrajeados, con una pobre chica aterrada en sus brazos y ¿en qué 
      estaba pensando? ¡En el amor! Logró reaccionar, separando a Nadia para 
      enfrentarla con determinación. 
      
               —Deja de llorar y 
      dile a estos señores que necesitamos una cuerda —le ordenó, señalando a 
      los indios—. Y acuérdate que tienes la protección del talismán. 
      
               —Walimaí dijo que 
      me protegería de hombres, animales y fantasmas, pero no mencionó el 
      peligro de caerme y partirme la nuca —explicó Nadia. 
      
               —Como dice mi 
      abuela, de algo hay que morirse —la consoló su amigo tratando de sonreír. 
      Y agregó—: ¿No me dijiste que hay que ver con el corazón? Esta es una 
      buena oportunidad para hacerlo. 
      
               Nadia se las 
      arregló para comunicar a los indios la petición del muchacho. Cuando 
      finalmente entendieron, varios de ellos se pusieron en acción y muy pronto 
      confeccionaron una cuerda con lianas trenzadas. Cuando vieron que Alex 
      ataba un extremo de la cuerda a la cintura de la chica y enrollaba el 
      resto en torno a su propio pecho, dieron muestras de gran curiosidad. No 
      podían imaginar por qué los forasteros hacían algo tan absurdo: si uno 
      resbalaba arrastraría al otro. El grupo se acercó a la catarata, que caía 
      libremente desde una altura de más de cincuenta metros y se estrellaba 
      abajo en una impresionante nube de agua, coronada por un magnífico arco 
      iris. Centenares de pájaros negros cruzaban la cascada en todas 
      direcciones. Los indios saludaron al río que bajaba del cielo esgrimiendo 
      sus armas y dando gritos: ya estaban muy cerca de su país. Al subir a las 
      tierras altas se sentían a salvo de cualquier peligro. Tres de ellos se 
      alejaron en el bosque por un rato y regresaron con unas bolas, que, al ser 
      inspeccionadas por los chicos, resultaron ser de una resma blanca, espesa 
      y muy pegajosa. Imitando a los otros, se frotaron las palmas de las manos 
      y los pies con esa pasta. En contacto con el suelo, el humus se pegaba en 
      la resma, creando una suela irregular. Los primeros pasos fueron 
      dificultosos, pero apenas se metieron bajo la llovizna de la catarata, 
      comprendieron su utilidad: era como llevar botas y guantes de goma 
      adhesiva. 
      
               Bordearon la laguna 
      que se formaba abajo y pronto alcanzaron, empapados, la cascada, una 
      cortina sólida de agua, separada de la montaña por varios metros. El 
      rugido del agua era tal que resultaba imposible comunicarse y tampoco 
      podían hacerlo por señas, puesto que la visibilidad era casi nula, el 
      vapor de agua convertía el aire en espuma blanca. Tenían la impresión de 
      avanzar a tientas en medio de una nube. Por orden de Nadia, Borobá se 
      había pegado al cuerpo de Alex como un gran parche peludo y caliente, 
      mientras ella avanzaba detrás porque iba sujeta de una cuerda, de otro 
      modo habría retrocedido. Los guerreros conocían bien el terreno y 
      proseguían lento, pero sin vacilar, calculando dónde ponían cada pie. Los 
      muchachos los siguieron lo más cerca posible, porque bastaba separarse un 
      par de pasos para perderlos de vista por completo. Alex imaginó que el 
      nombre de esa tribu —gente de la neblina— provenía de la densa bruma que 
      se formaba al reventar el agua. 
      
               Esa y otras 
      cataratas del Alto Orinoco habían derrotado siempre a los forasteros, pero 
      los indios las habían convertido en sus aliadas. Sabían exactamente dónde 
      pisar, había muescas naturales o talladas por ellos que seguramente habían 
      usado por cientos de años. Esos cortes en la montaña formaban una escalera 
      detrás de la cascada, que subía hasta el tope. Sin conocer su existencia y 
      su ubicación exacta, era imposible ascender por esas paredes lisas, 
      mojadas y resbalosas, con la atronadora presencia de la cascada a la 
      espalda. Un tropezón y la caída terminaba en muerte segura en medio del 
      fragor de la espuma. 
      
               Antes de verse 
      aislados por el ruido, Alex alcanzó a instruir a Nadia de no mirar hacia 
      abajo, debía concentrarse en copiar sus movimientos, aferrándose donde él 
      lo hacia, tal como él imitaba a Tahama, quien iba delante. También le 
      explicó que la primera parte era más difícil por la niebla producida al 
      estrellarse el agua contra el suelo, pero a medida que subieran 
      seguramente sería menos resbaloso y podrían ver mejor. A Nadia eso no le 
      dio ánimo, porque su peor problema no era la visibilidad, sino el vértigo. 
      Trató de ignorar la altura y el rugido ensordecedor de la cascada, 
      pensando que la resina en las manos y los pies ayudaba a adherirse a la 
      roca mojada. La cuerda que la unía a Alex le daba algo de seguridad, 
      aunque era fácil adivinar que un paso en falso de cualquiera de ellos 
      lanzaría a ambos al vacío. Procuró seguir las instrucciones de Alex: 
      concentrar la mente en el próximo movimiento, en el lugar preciso donde 
      debía colocar el pie o la mano, uno a la vez, sin apuro y sin perder el 
      ritmo. Apenas lograba estabilizarse, se movía con cuidado buscando una 
      hendidura o saliente superior, enseguida tanteaba con un pie hasta dar con 
      otra y así podía impulsar el cuerpo unos centímetros más arriba. Las 
      fisuras en la montaña eran suficientemente profundas para apoyarse, el 
      peligro mayor consistía en separar el cuerpo, debía moverse pegada a la 
      roca. En un chispazo pasó por su mente Borobá: si ella iba tan aterrada, 
      cómo estaría el infortunado mono colgando de Alex. 
      
               
      A medida que subían la visibilidad aumentaba, pero la distancia entre la 
      catarata y la montaña se reducía. Los niños sentían el agua cada vez más 
      cerca de sus espaldas. Justo cuando Alex y Nadia se preguntaban cómo 
      harían para continuar el ascenso a la parte superior de la catarata, las 
      muescas en la roca se desviaron hacia la derecha. El muchacho tanteó con 
      los dedos y dio con una superficie plana; entonces sintió que lo cogían 
      por la muñeca y tiraban hacia arriba. Se impulsó con todas sus fuerzas y 
      aterrizó en una cueva de la montaña, donde ya estaban reunidos los 
      guerreros. Tirando de la cuerda alzó a Nadia, que cayó de bruces encima de 
      él, atontada por el esfuerzo y el terror. El infortunado Borobá no se 
      movió, estaba pegado como una lapa a su espalda y congelado de terror. 
      Frente a la boca de la cueva caía una cortina compacta de agua, que los 
      pájaros negros atravesaban dispuestos a defender sus nidos de los 
      invasores. Alex se admiró ante el increíble valor de los primeros indios 
      que, tal vez en la prehistoria, se aventuraron detrás de la cascada, 
      encontraron algunas hendiduras y tallaron otras, descubrieron la cueva y 
      abrieron el camino para sus descendientes. 
      
               La gruta, larga y 
      estrecha, no permitía ponerse de pie, debían gatear o arrastrarse. La 
      claridad del sol se filtraba blanca y lechosa a través de la cascada, pero 
      apenas alumbraba la entrada, más adentro estaba oscuro. Alex, sosteniendo 
      a Nadia y Borobá contra su pecho, vio a Tahama llegar hasta su lado, 
      gesticulando y señalando la caída de agua. No podía oírle, pero entendió 
      que alguien se había resbalado o se había quedado atrás. Tahama le 
      mostraba la cuerda y por fin comprendió que éste pretendía usarla para 
      bajar en busca del ausente. El indio era más pesado que él y, por muy ágil 
      que fuera, no tenía experiencia en rescate de alta montaña. Tampoco él era 
      un experto, pero al menos había acompañado a su padre un par de veces en 
      misiones arriesgadas, sabía usar una cuerda y había leído mucho al 
      respecto. Escalar era su pasión, sólo comparable a su amor por la flauta. 
      Hizo señas a los indios de que él iría hasta donde dieran las lianas. 
      Desató a Nadia e indicó a Tahama y a los otros que lo bajaran por el 
      precipicio. 
      
               El descenso, 
      suspendido de una frágil cuerda en el abismo, con un mar de agua rugiendo 
      a su alrededor, a Alex le pareció peor que la subida. Veía muy poco y ni 
      siquiera sabia quién había resbalado ni dónde buscarlo. La maniobra era de 
      una temeridad prácticamente inútil, puesto que cualquiera que hubiera 
      pisado en falso durante el ascenso ya estaría hecho polvo abajo. ¿Qué 
      haría su padre en esas circunstancias? John Coid pensaría primero en la 
      víctima, después en sí mismo. John Coid no se daría por vencido sin 
      intentar todos los recursos posibles. Mientras lo descendían hizo un 
      esfuerzo por ver más allá de sus narices y respirar, pero apenas podía 
      abrir los ojos y sentía los pulmones llenos de agua. Se balanceaba en el 
      vacío, rogando para que la cuerda de lianas no cediera. 
      
               De pronto uno de 
      sus pies dio con algo blando y un instante más tarde palpaba con los dedos 
      la forma de un hombre que colgaba aparentemente de la nada. Con un 
      sobresalto de angustia, comprendió que era el jefe Mokarita. Lo reconoció 
      por el sombrero de plumas amarillas, que aún permanecía firme en su 
      cabeza, a pesar de que el infeliz anciano estaba enganchado como una res 
      en una gruesa raíz que emergía de la montaña y, milagrosamente, había 
      detenido su caída. Alex no tenía dónde sostenerse y temía que si se 
      apoyaba en la raíz, ésta se partiría, precipitando a Mokarita al abismo. 
      Calculó que sólo tendría una oportunidad de agarrarlo y más valía hacerlo 
      con precisión, si no el hombre, empapado como estaba, se le resbalaría 
      entre los dedos como un pez. 
      
               Alexander se dio 
      impulso, columpiándose casi a ciegas y se enroscó con piernas y brazos a 
      la figura postrada. En la cueva los guerreros sintieron el tirón y el peso 
      en la cuerda y comenzaron a halar con cuidado, muy lento, para evitar que 
      el roce rompiera las lianas y el bamboleo azotara a Alex y Mokarita contra 
      las rocas. El joven no supo cuánto demoró la operación, tal vez sólo unos 
      minutos, pero le parecieron horas. Por último se sintió cogido por varias 
      manos, que lo izaron a la cueva. Los indios debieron forcejear con él para 
      que soltara a Mokarita: lo tenía abrazado con la determinación de una 
      piraña. El jefe se acomodó las plumas y esbozó una débil sonrisa. Hilos de 
      sangre le brotaban por la nariz y la boca, pero por lo demás parecía 
      intacto. Los indios se manifestaban muy impresionados por el rescate y 
      pasaban la cuerda de mano en mano con admiración, pero a ninguno se le 
      ocurrió atribuir el salvamento del jefe al joven forastero, más bien 
      felicitaban a Tahama por haber tenido la idea. Agotado y adolorido, Alex 
      echó de menos que alguien le diera las gracias, pero hasta Nadia lo 
      ignoró. Acurrucada con Borobá en un rincón, ni cuenta se dio ella del 
      heroísmo de su amigo, porque estaba todavía tratando de recuperarse del 
      ascenso a la montaña. 
      
               El resto del viaje 
      fue más fácil, porque el túnel se abría a cierta distancia del agua, en un 
      sitio donde era posible subir con menos riesgo. Sirviéndose de la cuerda, 
      los indios izaron a Mokarita, porque le flaqueaban las piernas, y a Nadia, 
      porque le flaqueaba el ánimo, pero finalmente todos se encontraron en la 
      cima. 
      
               —¿No te dije que el 
      talismán también servía para peligros de altura? —se burló Alex. 
       
      
       —¡Cierto! —admitió Nadia, 
      convencida. Ante ellos apareció el Ojo del Mundo, como llamaba la gente de 
      la neblina a su país. Era un paraíso de montañas y cascadas espléndidas, 
      un bosque infinito poblado de animales, pájaros y mariposas, con un clima 
      benigno y sin las nubes de mosquitos que atormentaban en las tierras 
      bajas. A lo lejos se alzaban extrañas formaciones como altísimos cilindros 
      de granito negro y tierra roja. Postrado en el suelo sin poder moverse, 
      Mokarita los señaló con reverencia: —Son tepuis, las residencias de los 
      dioses —dijo con un hilo de voz. Alex los reconoció al punto: esas 
      impresionantes mesetas eran idénticas a las torres magnificas que había 
      visto cuando enfrentó al jaguar negro en el patio de Mauro Carías. 
      
               —Son las montañas 
      más antiguas y misteriosas de la tierra —dijo. 
      
               —¿Cómo lo sabes? 
      ¿Las habías visto antes? —preguntó Nadia. 
      
               —Las vi en un sueño 
      —contestó Alex. 
      
               El jefe indio no 
      daba muestras de dolor, como correspondía a un guerrero de su categoría, 
      pero le quedaban muy pocas fuerzas, a ratos cerraba los ojos y parecía 
      desmayado. Alex no supo si tenía huesos rotos o incontables magulladuras 
      internas, pero era claro que no podía ponerse de pie. Valiéndose de Nadia 
      como intérprete, consiguió que los indios improvisaran una parihuela con 
      dos palos largos, unas cuantas lianas atravesadas y un trozo de corteza de 
      árbol encima. Los guerreros, desconcertados ante la debilidad del anciano 
      que había guiado a la tribu por varias décadas, siguieron las 
      instrucciones de Alex sin discutir. Dos de ellos cogieron los extremos de 
      la camilla y así continuaron la marcha durante una media hora por la 
      orilla del río, guiados por Tahama, hasta que Mokarita indicó que se 
      detuvieran para descansar un rato. El ascenso por las laderas de la 
      catarata había durado varias horas y para entonces todos estaban agotados 
      y hambrientos. Tahama y otros dos hombres se internaron en el bosque y 
      regresaron al poco rato con unos cuantos pájaros, una armadillo y un mono, 
      que habían cazado con sus flechas. El mono, todavía vivo, pero paralizado 
      por el curare, fue despachado de un piedrazo en la cabeza, ante el horror 
      de Borobá, quien corrió a refugiarse bajo la camiseta de Nadia. Hicieron 
      fuego frotando un par de piedras —algo que Alex había intentado 
      inútilmente cuando era boy scout— y asaron las presas ensartadas en palos. 
      El cazador no probaba la carne de su víctima, era mala educación y mala 
      suerte, debía esperar que otro cazador le ofreciera de la suya. Tahama 
      había cazado todo menos el armadillo, de modo que la cena demoró un buen 
      rato, mientras cumplían el riguroso protocolo de intercambio de comida. 
      Cuando por fin tuvo su porción en la mano, Alex la devoró sin fijarse en 
      las plumas y los pelos que aún había adheridos a la carne, y le pareció 
      deliciosa. 
      
               Todavía faltaba un 
      par de horas para la puesta del sol y en el altiplano, donde la cúpula 
      vegetal era menos densa, la luz del día duraba más que en el valle. 
      Después de largas consultas con Tahama y Mokarita, el grupo se puso 
      nuevamente en marcha. Tapirawa-teri, la aldea de la gente de la neblina 
      apareció de pronto en medio del bosque, como si tuviera la misma propiedad 
      de sus habitantes para hacerse visible o invisible a voluntad. Estaba 
      protegida por un grupo de castaños gigantes, los árboles más altos de la 
      selva, algunos de cuyos troncos median más de diez metros de 
      circunferencia. Sus cúpulas cubrían la aldea como inmensos paraguas. 
      Tapirawa-teri era diferente al típico shabono, lo cual confirmó la 
      sospecha de Alex que la gente de la neblina no era como los demás indios y 
      seguramente tenía muy poco contacto con otras tribus del Amazonas. La 
      aldea no consistía en una sola choza circular con un patio al centro, 
      donde vivía toda la tribu, sino de habitaciones pequeñas, hechas con 
      barro, piedras, palos y paja, cubiertas por ramas y arbustos, de modo que 
      se confundían perfectamente con la naturaleza. Se podía estar a pocos 
      metros de distancia sin tener idea que allí existía una construcción 
      humana. Alex comprendió que si era tan difícil distinguir el villorrio 
      cuando uno se encontraba en medio de él, sería imposible verlo desde el 
      aire, como sin duda se vería el gran techo circular y el patio despejado 
      de vegetación de un shabono. Esa debía ser la razón por la cual la gente 
      de la neblina había logrado mantenerse completamente aislada. Su esperanza 
      de ser rescatado por los helicópteros del Ejército o la avioneta de César 
      Santos se esfumó. 
      
               La aldea era tan 
      irreal como los indios. Tal como las chozas eran invisibles, también lo 
      demás parecía difuso o transparente. Allí los objetos, como las personas, 
      perdían sus contornos precisos y existían en el plano de la ilusión. 
      Surgiendo del aire, como fantasmas, llegaron las mujeres y los niños a 
      recibir a los guerreros. Eran de baja estatura, de piel más clara que los 
      indios del valle, con ojos color ámbar; se movían con extraordinaria 
      ligereza, flotando, casi sin consistencia material. Por todo vestido 
      llevaban dibujos pintados en el cuerpo y algunas plumas o flores atadas en 
      los brazos o ensartadas en las orejas. Asustados por el aspecto de los dos 
      forasteros, los niños pequeños se echaron a llorar y las mujeres se 
      mantuvieron distantes y temerosas, a pesar de la presencia de sus hombres 
      armados. 
      
       —Quítate la ropa, Jaguar 
      —le indicó Nadia, mientras se desprendía de sus pantalones cortos, su 
      camiseta y hasta sus prendas interiores. 
      
               Alex la imitó sin 
      pensar siquiera en lo que hacia. La idea de desnudarse en público lo 
      hubiera horrorizado hacia un par de semanas, pero en ese lugar era 
      natural. Andar vestido resultaba indecente cuando todos los demás estaban 
      desnudos. Tampoco le pareció extraño ver el cuerpo de su amiga, aunque 
      antes se habría sonrojado si cualquiera de sus hermanas se presentaba sin 
      ropa ante él. De inmediato las mujeres y los niños perdieron el miedo y se 
      fueron acercando poco a poco. Nunca habían visto personas de aspecto tan 
      singular, sobre todo el muchacho americano, tan blanco en algunas partes. 
      Alex sintió que examinaban con especial curiosidad la diferencia de color 
      entre lo que habitualmente cubría su traje de baño y el resto del cuerpo, 
      bronceado por el sol. Lo frotaban con los dedos para ver si era pintura y 
      se reían a carcajadas. 
      
               Los guerreros 
      depositaron en el suelo la camilla de Mokarita, que al punto fue rodeada 
      por los habitantes de la aldea. Se comunicaban en susurros y en un tono 
      melódico, imitando los sonidos del bosque, la lluvia, el agua sobre las 
      piedras de los ríos, tal como hablaba Walimaí. Maravillado, Alex se dio 
      cuenta que podía comprender bastante bien, siempre que no hiciera un 
      esfuerzo, debía «oír con el corazón». Según Nadia, quien tenía una 
      facilidad asombrosa para las lenguas, las palabras no son tan importantes 
      cuando se entienden las intenciones. 
      
               Iyomi, la esposa de 
      Mokarita, aún más anciana que él, se aproximó. Los demás le abrieron paso 
      con respeto y ella se arrodilló junto a su marido, sin una lágrima, 
      murmurando palabras de consuelo en su oreja, mientras las demás mujeres 
      formaban un coro a su alrededor, serias y en silencio, sosteniendo a la 
      pareja con su cercanía, pero sin intervenir. 
      
               Muy pronto cayó la 
      noche y el aire se tornó frío. Normalmente en un shabono había siempre 
      bajo el gran techo común un collar de fogatas encendidas para cocinar y 
      proveer calor, pero en Tapirawa—teri el fuego estaba disimulado, como todo 
      lo demás. Las pequeñas hogueras se encendían sólo de noche y dentro de las 
      chozas, sobre un altar de piedra, para no llamar la atención de los 
      posibles enemigos o los malos espíritus. El humo escapaba por las ranuras 
      del techo, dispersándose en el aire. Al principio Alex tuvo la impresión 
      de que las viviendas estaban distribuidas al azar entre los árboles, pero 
      pronto comprendió que estaban colocadas en forma vagamente circular, como 
      un shabono, y conectadas por túneles o techos de ramas, dando unidad a la 
      aldea. Sus habitantes podían trasladarse mediante esa red de senderos 
      ocultos, protegidos en caso de ataque y resguardados de la lluvia y el 
      sol. 
      
               Los indios se 
      agrupaban por familias, pero los muchachos adolescentes y hombres solteros 
      vivían separados en una habitación común, donde había hamacas colgadas de 
      palos y esterillas en el suelo. Allí instalaron a Alex, mientras Nadia fue 
      llevada a la morada de Mokarita. El jefe indio se había casado en la 
      pubertad con Iyomi, su compañera de toda la vida, pero tenía además dos 
      esposas jóvenes y un gran número de hijos y nietos. No llevaba la cuenta 
      de la descendencia, porque en realidad tampoco importaba quiénes eran los 
      padres: los niños se criaban todos juntos, protegidos y cuidados por los 
      miembros de la aldea. 
      
               Nadia averiguó que 
      entre la gente de la neblina era común tener varias esposas o varios 
      maridos; nadie se quedaba solo. Si un hombre moría, sus hijos y esposas 
      eran de inmediato adoptados por otro que pudiera protegerlos y proveer 
      para ellos. Ese era el caso de Tahama, quien debía ser buen cazador, 
      porque tenía la responsabilidad de varias mujeres y una docena de 
      criaturas. A su vez una madre, cuyo esposo era un mal cazador, podía 
      conseguir otros maridos para que la ayudaran a alimentar a sus hijos. Los 
      padres solían prometer en matrimonio a las niñas cuando nacían, pero 
      ninguna muchacha era obligada a casarse o a permanecer junto a un hombre 
      contra su voluntad. El abuso contra mujeres y niños era tabú y quien lo 
      violaba perdía a su familia y quedaba condenado a dormir solo, porque 
      tampoco era aceptado en la choza de los solteros. El único castigo entre 
      la gente de la neblina era el aislamiento: nada temían tanto como ser 
      excluidos de la comunidad. Por lo demás, la idea de premio y castigo no 
      existía entre ellos; los niños aprendían imitando a los adultos, porque si 
      no lo hacían estaban destinados a perecer. Debían aprender a cazar, 
      pescar, plantar y cosechar, respetar a la naturaleza y a los demás, 
      ayudar, mantener su puesto en la aldea. Cada uno aprendía con su propio 
      ritmo y de acuerdo a su capacidad. 
               
      A veces no nacían suficientes niñas en una generación, entonces los 
      hombres partían en largas excursiones en busca de esposas. Por su parte, 
      las muchachas de la aldea podían encontrar marido durante las raras 
      ocasiones en que visitaban otras regiones. También se mezclaban adoptando 
      familias de otras tribus, abandonadas después de una batalla, porque un 
      grupo muy pequeño no podía sobrevivir en la selva. De vez en cuando había 
      que declarar la guerra a otro shabono, así se hacían fuertes los guerreros 
      y se intercambiaban parejas. Era muy triste cuando los jóvenes se 
      despedían para ir a vivir en otra tribu, porque muy raramente volvían a 
      ver a su familia. La gente de la neblina guardaba celosamente el secreto 
      de su aldea, para defenderse de ser atacados y de las costumbres de los 
      forasteros. Habían vivido igual durante miles de años y no deseaban 
      cambiar. En el interior de las chozas había muy poco: hamacas, calabazas, 
      hachas de piedra, cuchillos de dientes o garras, varios animales 
      domésticos, que pertenecían a la comunidad y entraban y salían a gusto. En 
      el dormitorio de los solteros se guardaban arcos, flechas, cerbatanas y 
      dardos. No había nada superfluo, tampoco objetos de arte, sólo lo esencial 
      para la estricta supervivencia y el resto lo proveía la naturaleza. 
      Alexander Coid no vio ni un solo objeto de metal que indicara contacto con 
      el mundo exterior y recordó cómo la gente de la neblina no había tocado 
      los regalos colgados por César Santos para atraerlos. En eso también se 
      diferenciaba de las otras tribus de la región, que sucumbían una a una a 
      la codicia por el acero y otros bienes de los forasteros. 
      
               Cuando bajó la 
      temperatura, Alex se puso su ropa, pero igual tiritaba. Por la noche vio 
      que sus compañeros de vivienda dormían de a dos en las hamacas o 
      amontonados en el suelo para infundirse calor, pero él venía de una 
      cultura donde el contacto físico entre varones no se tolera; los hombres 
      sólo se tocan en arranques de violencia o en los deportes más rudos. Se 
      acostó solo en un rincón sintiéndose insignificante, menos que una pulga. 
      Ese pequeño grupo humano en una diminuta aldea de la selva era invisible 
      en la inmensidad del espacio sideral. Su tiempo de vida era menos que una 
      fracción de segundo en el infinito. O tal vez ni siquiera existían, tal 
      vez los seres humanos, los planetas y el resto de la Creación eran sueños, 
      ilusiones. Sonrió con humildad al recordar que pocos días antes él todavía 
      se creía el centro del universo. Tenía frío y hambre, supuso que ésa sería 
      una noche muy larga, pero en menos de cinco minutos estaba durmiendo como 
      si lo hubieran anestesiado. 
      
               Despertó acurrucado 
      en el suelo sobre una esterilla de paja, apretado entre dos fornidos 
      guerreros, que roncaban y resoplaban en su oreja como solía hacer su perro 
      Poncho. Se desprendió con dificultad de los brazos de los indios y se 
      levantó discretamente, pero no llegó muy lejos, porque atravesada en el 
      umbral había una culebra gorda de más de dos metros de largo. Se quedó 
      petrificado, sin atreverse a dar un paso, a pesar de que el reptil no daba 
      muestras de vida: estaba muerto o dormido. Pronto los indios se sacudieron 
      el sueño y comenzaron sus actividades con la mayor calma, pasando por 
      encima de la culebra sin prestarle atención. Era una boa constrictor 
      domesticada, cuya misión consistía en eliminar ratas, murciélagos, 
      escorpiones y espantar a las serpientes venenosas. Entre la gente de la 
      neblina había muchas mascotas: monos que se criaban con los niños, 
      perritos que las mujeres amamantaban igual que a sus hijos, tucanes, 
      loros, iguanas y hasta un decrépito jaguar amarillo, inofensivo, con una 
      pata coja. Las boas, bien alimentadas y por lo general letárgicas, se 
      prestaban para que los niños jugaran con ellas. Alex pensó en lo feliz que 
      estaría su hermana Nicole en medio de aquella exótica fauna amaestrada. 
      Buena parte del día se fue en preparar la fiesta para celebrar el regreso 
      de los guerreros y la visita de las dos «almas blancas», como llamaron a 
      Nadia y Alex. Todos participaron, menos un hombre, que permaneció sentado 
      en un extremo de la aldea, separado de los demás. El indio cumplía el rito 
      de purificación —unokaimú— obligatorio cuando se ha matado a otro ser 
      humano. Alex se enteró que unokaimú consistía en ayuno total, silencio e 
      inmovilidad durante varios días, de esa manera el espíritu del muerto, que 
      había escapado por las narices del cadáver para pegarse en el esternón del 
      asesino, iría poco a poco desprendiéndose. Si el homicida consumía 
      cualquier alimento, el fantasma de su víctima engordaba y su peso acababa 
      por aplastarlo. Frente al guerrero inmóvil en unokaimú había una larga 
      cerbatana de bambú decorada con extraños símbolos, idénticos a los del 
      dardo envenenado que atravesó el corazón de uno de los soldados de la 
      expedición durante el viaje por el río. 
      
               Algunos hombres 
      partieron a cazar y pescar, guiados por Tahama, mientras varias mujeres 
      fueron a buscar maíz y plátanos a los pequeños huertos disimulados en el 
      bosque y otras se dedicaron a moler mandioca. Los niños más pequeños 
      juntaban hormigas y otros insectos para cocinarlos; los mayores 
      recolectaron nueces y frutas, otros subieron con increíble agilidad a uno 
      de los árboles para sacar miel de un panal; única fuente de azúcar en la 
      selva. Desde que podían tenerse en pie, los muchachos aprendían a trepar, 
      eran capaces de correr sobre las ramas más altas de un árbol sin perder el 
      equilibrio. De sólo verlos suspendidos a gran altura, como simios, Nadia 
      sentía vértigo. 
      
               Entregaron a Alex 
      un canasto, le enseñaron a atárselo colgado de la cabeza y le indicaron 
      que siguiera a otros jóvenes de su edad. Caminaron un buen rato bosque 
      adentro, cruzaron el río sujetándose con pértigas y lianas, y llegaron 
      frente a unas esbeltas palmeras cuyos troncos estaban erizados de afiladas 
      espinas. Bajo las copas, a más de quince metros de altura, brillaban 
      racimos de un fruto amarillo parecido al durazno. Los jóvenes amarraron 
      unos palos para hacer dos firmes cruces, rodearon el tronco con una y 
      pusieron la otra más arriba. Uno de ellos trepó en la primera, empujó la 
      otra hacia arriba, se subió en ésa, estiró la mano para elevar la cruz de 
      más abajo y así fue ascendiendo con la agilidad de un trapecista hasta la 
      cumbre. Alex había oído hablar de esa hazaña, pero hasta que no la vio no 
      entendió cómo se podía subir sin herirse con las espinas. Desde arriba el 
      indio lanzó los frutos, que los demás recogieron en los canastos. Más 
      tarde las mujeres de la aldea los molieron, mezclados con plátano, para 
      hacer una sopa, muy apreciada entre la gente de la neblina. 
      
               A pesar de que 
      todos estaban atareados con los preparativos, había un ambiente relajado y 
      festivo. Nadie se apuraba y sobró tiempo para remojarse alegremente 
      durante horas en el río. Mientras chapoteaba con otros jóvenes, Alexander 
      Coid pensó que nunca el mundo le había parecido tan hermoso y nunca 
      volvería a ser tan libre. Después del largo baño las muchachas de Tapirawa—teri 
      prepararon pinturas vegetales de diferentes colores y decoraron a todos 
      los miembros de la tribu, incluso los bebés, con intrincados dibujos. 
      Entretanto los hombres de más edad molían y mezclaban hojas y cortezas de 
      diversos árboles para obtener yopo, el polvo mágico de las ceremonias.
       
         
         
        
        
      CAPITULO 12 - Rito de iniciación   
      
      La fiesta comenzó por la 
      tarde y duró toda la noche. Los indios, pintados de pies a cabeza, 
      cantaron, bailaron y comieron hasta hartarse. Era una descortesía que un 
      invitado rechazara el ofrecimiento de comida o bebida, de manera que Alex 
      y Nadia, imitando a los demás, se llenaron la panza hasta sufrir arcadas, 
      lo cual se consideraba una muestra de muy buenos modales. Los niños 
      corrían con grandes mariposas y escarabajos fosforescentes atados con 
      largos cabellos. Las mujeres, adornadas con luciérnagas, orquídeas y 
      plumas en las orejas y palillos atravesados en los labios, comenzaron la 
      fiesta dividiéndose en dos bandos, que se enfrentaban cantando en una 
      amistosa competencia. Luego invitaron a los hombres a danzar inspiradas en 
      los movimientos de los animales cuando se emparejan en la estación de las 
      lluvias. Finalmente los hombres se lucieron solos, primero girando en una 
      rueda imitando monos, jaguares y caimanes, enseguida hicieron una 
      demostración de fuerza y destreza blandiendo sus armas y dando saltos 
      ornamentales. A Nadia y Alex les daba vueltas la cabeza, estaban mareados 
      por el espectáculo, el tam tam de los tambores, los cánticos, los gritos, 
      los ruidos de la selva a su alrededor. Mokarita había sido colocado en el 
      centro de la aldea, donde recibía los saludos ceremoniosos de todos. 
      Aunque bebía pequeños sorbos de masato, no pudo probar la comida. Otro 
      anciano, con reputación de curandero, se presentó ante él cubierto con una 
      costra de barro seco y una resma a la cual le habían pegado plumitas 
      blancas, dándole el aspecto de un extraño pájaro recién nacido. El 
      curandero estuvo largo rato dando saltos y alaridos para espantar a los 
      demonios que habían entrado en el cuerpo del jefe. Luego le chupó varias 
      partes del vientre y el pecho, haciendo la mímica de aspirar los malos 
      humores y escupirlos lejos. Además frotó al moribundo con una pasta de 
      paranary, una planta empleada en el Amazonas para curar heridas; sin 
      embargo, las heridas de Mokarita no eran visibles y el remedio no tuvo 
      efecto alguno. Alex supuso que la caída había reventado algún órgano 
      interior del jefe, tal vez el hígado, pues a medida que pasaban las horas 
      el anciano iba poniéndose más y más débil, mientras un hilo de sangre 
      escapaba por la comisura de sus labios. 
      
               Al amanecer 
      Mokarita llamó a su lado a Nadia y Alex y con las pocas fuerzas que le 
      quedaban les explicó que ellos eran los únicos forasteros que habían 
      pisado Tapirawa—teri desde la fundación de la aldea. 
      
               —Las almas de la 
      gente de la neblina y de nuestros antepasados habitan aquí. Los nahab 
      hablan con mentiras y no conocen la justicia, pueden ensuciar nuestras 
      almas —dijo. 
      
               Habían sido 
      invitados, agregó, por instrucciones del gran chamán, quien les había 
      advertido que Nadia estaba destinada a ayudarlos. No sabía qué papel 
      jugaba Alex en los acontecimientos que vendrían, pero como compañero de la 
      niña también era bienvenido en Tapirawa—teri. Alexander y Nadia 
      entendieron que se refería a Walimaí y a su profecía sobre el Rahakanariwa. 
      
               —¿Qué forma adopta 
      el Rahakanariwa? —preguntó Alex.  
               
      —Muchas formas. Es un pájaro chupasangre. No es humano, actúa como un 
      demente, nunca se sabe lo que hará, siempre está sediento de sangre, se 
      enoja y castiga —explicó Mokarita. 
      
               —¿Han visto unos 
      grandes pájaros? —preguntó Alex. 
      
               —Hemos visto a los 
      pájaros que hacen ruido y viento, pero ellos no nos han visto a nosotros. 
      Sabemos que no son el Rahakanariwa, aunque se parecen mucho, ésos son los 
      pájaros de los nahab. Vuelan sólo de día, nunca de noche, por eso tenemos 
      cuidado al encender fuego, para que el pájaro no vea el humo. Por eso 
      vivimos escondidos. Por eso somos el pueblo invisible —replicó Mokarita. 
      
               —Los nahab vendrán 
      tarde o temprano, es inevitable. ¿Qué hará la gente de la neblina 
      entonces? 
      
               —Mi tiempo en el 
      Ojo del Mundo se está terminando. El jefe que venga después de mí deberá 
      decidir —replicó Mokarita débilmente. Mokarita murió al amanecer. Un coro 
      de lamentos sacudió a Tapirawa—teri durante horas: nadie pocha recordar el 
      tiempo anterior a ese jefe, que había guiado a la tribu durante muchas 
      décadas. La corona de plumas amarillas, símbolo de su autoridad, fue 
      colocada sobre un poste hasta que el sucesor fuera desaguado, entretanto 
      la gente de la neblina se despojó de sus adornos y se cubrió de barro, 
      carbón y ceniza, en signo de duelo. Reinaba gran inquietud, porque creían 
      que la muerte rara vez se presenta por razones naturales, en general la 
      causa es un enemigo que ha empleado magia para hacer daño. La forma de 
      apaciguar al espíritu del muerto es encontrar el enemigo y eliminarlo, de 
      otro modo el fantasma se queda en el mundo molestando a los vivos. Si el 
      enemigo era de otra tribu, eso podía conducir a una batalla, pero si era 
      de la misma aldea, se podía «matar» simbólicamente mediante una ceremonia 
      apropiada. Los guerreros, que habían pasado la noche bebiendo masato, 
      estaban muy excitados ante la idea de vencer al enemigo causante de la 
      muerte de Mokarita. Descubrirlo y derrotarlo era una cuestión de honor. 
      Ninguno aspiraba a reemplazarlo, porque entre ellos no existían las 
      jerarquías, nadie era más importante que los demás, el jefe sólo tenía más 
      obligaciones. Mokarita no era respetado por su posición de mando, sino 
      porque era muy anciano, eso significaba más experiencia y conocimiento. 
      Los hombres, embriagados y enardecidos, podían ponerse violentos de un 
      momento a otro. 
      
               —Creo que ha 
      llegado el momento de llamar a Walimaí —susurró Nadia a Alex. 
      
               Se retiró a un 
      extremo de la aldea, se quitó el amuleto del cuello y comenzó a soplarlo. 
      El agudo graznido de lechuza que emitía el hueso tallado sonó extraño en 
      ese lugar. Nadia imaginaba que bastaba con usar el talismán para ver 
      aparecer a Walimaí por arte de magia, pero por mucho que sopló, el chamán 
      no se presentó. 
      
               En las horas 
      siguientes la tensión en la aldea fue aumentando. Uno de los guerreros 
      agredió a Tahama y éste le devolvió el gesto con un garrotazo en la 
      cabeza, que lo dejó tirado en el suelo y sangrando; debieron intervenir 
      varios hombres para separar y calmar a los exaltados. Finalmente 
      decidieron resolver el conflicto mediante el yopo, un polvo verde que, 
      como el masato, sólo usaban los varones. Se distribuyeron de a dos, cada 
      pareja provista de una larga caña hueca y tallada en la punta, a través de 
      la cual se soplaban el polvo unos a otros directamente en la nariz. El 
      yopo se introducía hasta el cerebro con la fuerza de un mazazo y el hombre 
      caía hacia atrás gritando de dolor, enseguida empezaba a vomitar, dar 
      saltos, gruñir y ver visiones, mientras una mucosidad verde le salía por 
      las fosas nasales y la boca. No era un espectáculo muy agradable, pero lo 
      usaban para transportarse al mundo de los espíritus. Unos hombres se 
      convirtieron en demonios, otros asumieron el alma de diversos animales, 
      otros profetizaron el futuro, pero a ninguno se le apareció el fantasma de 
      Mokarita para designar su sucesor. 
      
               Alex y Nadia 
      sospechaban que ese pandemónium iba a terminar con violencia y prefirieron 
      mantenerse apartados y mudos, con la esperanza de que nadie se acordara de 
      ellos. No tuvieron suerte, porque de pronto uno de los guerreros tuvo la 
      visión de que el enemigo de Mokarita, el causante de su fallecimiento, era 
      el muchacho forastero. En un instante los demás se juntaron para castigar 
      al supuesto asesino del jefe y, enarbolando garrotes, salieron tras de 
      Alex. Ese no era el momento de pensar en la flauta como medio para calmar 
      los ánimos; el chico echó a correr como una gacela. Sus únicas ventajas 
      eran la desesperación, que le daba alas, y el hecho de que sus 
      perseguidores no estaban en las mejores condiciones. Los indios 
      intoxicados tropezaban, se empujaban y en la confusión se daban palos unos 
      a otros, mientras las mujeres y los niños corrían a su alrededor 
      animándolos. Alex creyó que había llegado la hora de su muerte y la imagen 
      de su madre pasó como un relámpago por su mente, mientras corría y corría 
      en el bosque. 
      
               El muchacho 
      americano no podía competir en velocidad ni destreza con esos guerreros 
      indígenas, pero éstos estaban drogados y fueron cayendo por el camino, uno 
      a uno. Por fin pudo refugiarse bajo un árbol, acezando, extenuado. Cuando 
      creía que estaba a salvo, se sintió rodeado y antes que pudiera echar a 
      correr de nuevo, las mujeres de la tribu le cayeron encima. Se reían, como 
      si haberlo cazado fuera sólo una broma pesada, pero lo sujetaron 
      firmemente y, a pesar de sus manotazos y patadas, entre todas lo 
      arrastraron de vuelta a Tapirawa—teri, donde lo ataron a un árbol. Más de 
      alguna muchacha le hizo cosquillas y otras le metieron trozos de fruta en 
      la boca, pero a pesar de esas atenciones, dejaron las ligaduras bien 
      anudadas. Para entonces el efecto del yopo comenzaba a ceder y poco a poco 
      los hombres iban abandonando sus visiones para regresar a la realidad 
      agotados. Pasarían varias horas antes que recuperaran la lucidez y las 
      fuerzas. 
      
               Alex, adolorido por 
      haber sido arrastrado por el suelo, y humillado por las burlas de las 
      mujeres, recordó las escalofriantes historias del profesor Ludovic Leblanc. 
      Si su teoría era acertada, se lo comerían. ¿Y qué pasaría con Nadia? Se 
      sentía responsable por ella. Pensó que en las películas y en las novelas 
      ése sería el momento en que llegan los helicópteros a rescatarlo y miró el 
      cielo sin esperanza, porque en la vida real los helicópteros nunca llegan 
      a tiempo. Entretanto Nadia se había acercado al árbol sin que nadie la 
      detuviera, porque ninguno de los guerreros podía imaginar que una muchacha 
      se atreviera a desafiarlos. Alex y Nadia se habían puesto su ropa al caer 
      el frío de la primera noche y como ya la gente de la neblina se había 
      acostumbrado a verlos vestidos, no sintieron la necesidad de quitársela. 
      Alex llevaba el cinturón donde colgaba su flauta, su brújula y su navaja, 
      que Nadia usó para soltarlo. En las películas también basta un movimiento 
      para cortar una cuerda, pero ella debió aserrar un buen rato las tiras de 
      cuero que lo sujetaban al poste, mientras él sudaba de impaciencia. Los 
      niños y algunas mujeres de la tribu se aproximaron a ver lo que hacía, 
      asombrados de su atrevimiento, pero ella actuó con tal seguridad, 
      blandiendo la navaja ante las narices de los curiosos, que nadie intervino 
      y a los diez minutos Alex estaba libre. Los dos amigos empezaron a 
      retroceder disimuladamente, sin atreverse a echar a correr para no atraer 
      la atención de los guerreros. Ese era el momento en que el arte de la 
      invisibilidad les hubiera servido mucho. Los jóvenes forasteros no 
      alcanzaron a llegar muy lejos, porque Walimaí hizo su entrada a la aldea. 
      El anciano brujo apareció con su colección de bolsitas colgadas del 
      bastón, su corta lanza y el cilindro de cuarzo que sonaba como un 
      cascabel. Contenía piedrecillas recogidas en el sitio donde había caído un 
      rayo, era el símbolo de los curanderos y chamanes y representaba el poder 
      del Sol Padre. Venía acompañado por una muchacha joven, con el cabello 
      como un manto negro colgando hasta la cintura, las cejas depiladas, 
      collares de cuentas y unos palillos pulidos atravesados en las mejillas y 
      la nariz. Era muy bella y parecía alegre, aunque no decía ni una palabra, 
      siempre estaba sonriendo. Alex comprendió que era la esposa ángel del 
      chamán y celebró que ahora podía verla, eso significaba que algo se había 
      abierto en su entendimiento o en su intuición. Tal como le había enseñado 
      Nadia: había que «ver con el corazón». Ella le había contado que muchos 
      años atrás, cuando Walimaí era aún joven, se vio obligado a matar a la 
      muchacha, hiriéndola con su cuchillo envenenado, para librarla de la 
      esclavitud. No fue un crimen, sino un favor que él le hizo, pero de todos 
      modos el alma de ella se le pegó en el pecho. Walimaí huyó a lo más 
      profundo de la selva, llevándose el alma de la joven donde nadie pudiera 
      encontrarla jamás. Allí cumplió con los ritos de purificación 
      obligatorios, el ayuno y la inmovilidad. Sin embargo, durante el viaje él 
      y la mujer se habían enamorado y, una vez terminado el rito del unokaimú, 
      el espíritu de ella no quiso despedirse y prefirió quedarse en este mundo 
      junto al hombre que amaba. Eso había sucedido hacía casi un siglo y desde 
      entonces acompañaba a Walimaí siempre, esperando el momento en que él 
      pudiera volar con ella convertido también en espíritu. 
      
               La presencia de 
      Walimaí alivió la tensión en Tapirawa—teri y los mismos guerreros que poco 
      antes estaban dispuestos a masacrar a Alex ahora lo trataban con 
      amabilidad. La tribu respetaba y temía al gran chamán porque poseía la 
      habilidad sobrenatural de interpretar signos. Todos soñaban y tenían 
      visiones, pero sólo aquellos elegidos, como Walimaí, viajaban al mundo de 
      los espíritus superiores, donde aprendían el significado de las visiones y 
      podían guiar a los demás y cambiar el rumbo de los desastres naturales. 
      
               El anciano anunció 
      que el muchacho tenía el alma del jaguar negro, animal sagrado, y había 
      venido de muy lejos a ayudar a la gente de la neblina. Explicó que ésos 
      eran tiempos muy extraños, tiempos en que la frontera entre el mundo de 
      aquí y el mundo de allá era difusa, tiempos en que el Rahakanariwa podía 
      devorarlos a todos. Les recordó la existencia de los nahab, que la mayoría 
      de ellos sólo conocía por los cuentos que contaban sus hermanos de otras 
      tribus de las tierras bajas. Los guerreros de Tapirawa—teri habían espiado 
      durante días a la expedición del International Geographic, pero ninguno 
      comprendía las acciones ni los hábitos de esos extraños forasteros. 
      Walimaí, quien en su siglo de vida había visto mucho, les contó lo que 
      sabía. 
      
               —Los nahab están 
      como muertos, se les ha escapado el alma del pecho —dijo—. Los nahab no 
      saben nada de nada, no pueden clavar un pez con una lanza, ni acertar con 
      un dardo a un mono, ni trepar a un árbol. No andan vestidos de aire y luz, 
      como nosotros, sino que usan ropas hediondas. No se bañan en el río, no 
      conocen las reglas de la decencia o la cortesía, no comparten su casa, su 
      comida, sus hijos o sus mujeres. Tienen los huesos blandos y basta un 
      pequeño garrotazo para partirles el cráneo. Matan animales y no se los 
      comen, los dejan tirados para que se pudran. Por donde pasan dejan un 
      rastro de basura y veneno, incluso en el agua. Los nahab son tan locos que 
      pretenden llevarse las piedras del suelo, la arena de los ríos y los 
      árboles del bosque. Algunos quieren la tierra. Les decimos que la selva no 
      se puede cargar a la espalda como un tapir muerto, pero no escuchan. Nos 
      hablan de sus dioses y no quieren escuchar de los nuestros. Son 
      insaciables, como los caimanes. Esas cosas terribles he visto con mis 
      propios ojos y he escuchado con mis propias orejas y he tocado con mis 
      propias manos. 
      
               —Jamás permitiremos 
      que esos demonios lleguen hasta el Ojo del Mundo, los mataremos con 
      nuestros dardos y flechas cuando suban por la catarata, como hemos hecho 
      con todos los forasteros que lo han intentado antes, desde los tiempos de 
      los abuelos de nuestros abuelos —anunció Tahama. 
      
               —Pero vendrán de 
      todos modos. Los nahab tienen pájaros de viento, pueden volar por encima 
      de las montañas. Vendrán porque quieren las piedras y los árboles y la 
      tierra —interrumpió Alex. 
      
               —Cierto —admitió 
      Walimaí. 
      
               —Los nahab también 
      pueden matar con enfermedades. Muchas tribus han muerto así, pero la gente 
      de la neblina puede salvarse —dijo Nadia. 
      
               —Esta niña color de 
      miel sabe lo que dice, debemos oírla. El Rahakanariwa suele adoptar la 
      forma de enfermedades mortales —aseguró Walimaí. 
      
               —¿Ella es más 
      poderosa que el Rahakanariwa? —preguntó Tahama incrédulo. 
      
               —Yo no, pero hay 
      otra mujer que es muy poderosa. Ella tiene las vacunas que pueden evitar 
      las epidemias —dijo la chica. 
      
               Nadia y Alex 
      pasaron la hora siguiente tratando de convencer a los indios que no todos 
      los nahab eran demonios nefastos, había algunos que eran amigos, como la 
      doctora Omayra Torres. A las limitaciones del lenguaje se sumaban las 
      diferencias culturales. ¿Cómo explicarles en qué consistía una vacuna? 
      Ellos mismos no lo entendían del todo, así es que optaron por decir que 
      era una magia muy fuerte. 
      
               —La única salvación 
      es que venga esa mujer a vacunar a toda la gente de la neblina —argumentó 
      Nadia. «De ese modo, aunque vengan los nahab o el Rahakanariwa sedientos 
      de sangre, no podrán hacerles daño con enfermedades.» 
      
               —Pueden amenazarnos 
      de otras maneras. Entonces iremos a la guerra —afirmó Tahama. 
      
               —La guerra contra 
      los nahab es mala idea... —aventuró Nadia. 
      
               —El próximo jefe 
      tendrá que decidir —concluyó Tahama. Walimaí se encargó de dirigir los 
      ritos funerarios de Mokarita de acuerdo a las más antiguas tradiciones. A 
      pesar del peligro de ser vistos desde el aire, los indios encendieron una 
      gran fogata para cremar el cuerpo y durante horas se consumieron los 
      restos del jefe, mientras los habitantes de la aldea lamentaban su 
      partida. Walimaí preparó una poción mágica, la poderosa ayahuasca, para 
      ayudar a los hombres de la tribu a ver el fondo de sus corazones. Los 
      jóvenes forasteros fueron invitados porque debían cumplir una misión 
      heroica más importante que sus vidas, para la cual no sólo necesitarían la 
      ayuda de los dioses, también debían conocer sus propias fuerzas. Ellos no 
      se atrevieron a negarse, aunque el sabor de aquella poción era asqueroso y 
      debieron hacer un gran esfuerzo por tragarla y retenerla en el estómago. 
      No sintieron los efectos hasta un buen rato más tarde, cuando de súbito el 
      suelo se deshizo bajo sus pies y el cielo se llenó de figuras 
      geométricas.al haber alcanzado la muerte, se sintieron impulsados a 
      vertiginosa velocidad a través de innumerables cámaras de luz y de pronto 
      las puertas del reino de los dioses totémicos se abrieron, conminándolos a 
      entrar. 
      
               Alex sintió que se 
      alargaban sus extremidades y un calor ardiente lo invadía por dentro. Se 
      miró las manos y vio que eran dos patas terminadas en garras afiladas. 
      Abrió la boca para llamar y un rugido temible brotó de su vientre. Se vio 
      transformado en un felino grande, negro y lustroso: el magnífico jaguar 
      macho que había visto en el patio de Mauro Carías. El animal no estaba en 
      él, ni él en el animal, sino que los dos se fundían en un solo ser; ambos 
      eran el muchacho y la fiera simultáneamente. Alex dio unos pasos 
      estirándose, probando sus músculos, y comprendió que poseía la ligereza, 
      la velocidad y la fuerza del jaguar. Corrió a grandes brincos de gato por 
      el bosque, poseído de una energía sobrenatural. De un salto trepó a la 
      rama de un árbol y desde allí observó el paisaje con sus ojos de oro, 
      mientras movía lentamente su cola negra en el aire. Se supo poderoso, 
      temido, solitario, invencible, el rey de la selva sudamericana. No había 
      otro animal tan fiero como él. 
      
               Nadia se elevó al 
      cielo y por unos instantes perdió el miedo a la altura, que la había 
      agobiado siempre. Sus poderosas alas de águila hembra apenas se movían; el 
      aire frío la sostenía y bastaba el más leve movimiento para cambiar el 
      rumbo o la velocidad del viaje. Volaba a gran altura, tranquila, 
      indiferente, desprendida, observando sin curiosidad la tierra muy abajo. 
      Desde arriba veía la selva y las cumbres planas de los tepuis, muchos 
      cubiertos de nubes como si estuvieran coronados de espuma; veía también la 
      débil columna de humo de la hoguera donde ardían los restos del jefe 
      Mokarita. Suspendida en el viento, el águila era tan invencible como el 
      jaguar lo era en tierra: nada podía alcanzarla. La niña pájaro dio varias 
      vueltas olímpicas sobrevolando el Ojo del Mundo, examinando desde arriba 
      las vidas de los indios. Las plumas de su cabeza se erizaron como cientos 
      de antenas, captando el calor del sol, la vastedad de viento, la dramática 
      emoción de la altura. Supo que ella era la protectora de esos indios, la 
      madre águila de la gente de la neblina. Voló sobre la aldea de Tapirawa—teri 
      y la sombra de sus magníficas alas cubrieron como un manto los techos casi 
      invisibles de las pequeñas viviendas ocultas en el bosque. Finalmente el 
      gran pájaro se dirigió a la cima de un tepui, la montaña más alta, donde 
      en su nido, expuesto a todos los vientos, brillaban tres huevos de 
      cristal. 
      
               A la mañana del día 
      siguiente, cuando los muchachos regresaron del mundo de los animales 
      totémicos, cada uno contó su experiencia. 
      
               —¿qué significan 
      esos tres huevos? —preguntó Alex. 
      
               —No sé, pero son 
      muy importantes. Esos huevos no son míos, Jaguar, pero tengo que 
      conseguirlos para salvar a la gente de la neblina. 
      
               —No entiendo. ¿Qué 
      tienen que ver esos huevos con los indios? 
      
               —Creo que tienen 
      todo que ver... —replicó Nadia, tan confundida como él. 
      
               Cuando entibiaron 
      las brasas de la pira funeraria, Iyomi, la esposa de Mokarita, separó los 
      huesos calcinados, los molió con una piedra hasta convertirlos en polvo 
      fino y los mezcló con agua y plátano para hacer una sopa. La calabaza con 
      ese líquido gris pasó de mano en mano y todos, hasta los niños, bebieron 
      un sorbo. Luego enterraron la calabaza y el nombre del jefe fue olvidado, 
      para que nadie volviera a pronunciarlo jamás. La memoria del hombre, así 
      como las partículas de su valor y su sabiduría que habían quedado en las 
      cenizas, pasaron a sus descendientes y amigos. De ese modo, una parte suya 
      permanecería siempre entre los vivos. A Nadia y Alex también les dieron a 
      beber la sopa de huesos, como una forma de bautizo: ahora pertenecían a la 
      tribu. Al llevársela a los labios, el muchacho recordó que había leído 
      sobre una enfermedad causada por «comer el cerebro de los antepasados». 
      Cerró los ojos y bebió con respeto. 
      
               Una vez concluida 
      la ceremonia del funeral, Walimaí conminó a la tribu a elegir el nuevo 
      jefe. De acuerdo a la tradición, sólo los hombres podían aspirar a esa 
      posición, pero Walimaí explicó que esta vez se debía escoger con extrema 
      prudencia, porque vivían tiempos muy extraños y se requería un jefe capaz 
      de comprender los misterios de otros mundos, comunicarse con los dioses y 
      mantener a raya al Rahakanariwa. Dijo que eran tiempos de seis lunas en el 
      firmamento, tiempos en que los dioses se habían visto obligados a 
      abandonar su morada. A la mención de los dioses los indios se llevaron las 
      manos a la cabeza y comenzaron a balancearse hacia delante y hacia atrás, 
      salmodiando algo que a los oídos de Nadia y Alex sonaba como una oración. 
      
               —Todos en Tapirawa—teri, 
      incluso los niños, deben participar en la elección del nuevo jefe 
      —instruyó Walimaí a la tribu. 
      
               El día entero 
      estuvo la tribu proponiendo candidatos y negociando. Al atardecer Nadia y 
      Alex se durmieron, agotados, hambrientos y aburridos. El muchacho 
      americano había tratado en vano de explicar la forma de escoger mediante 
      votos, como en una democracia, pero los indios no sabían contar y el 
      concepto de una votación les resultó tan incomprensible como el de las 
      vacunas. Ellos elegían por «visiones». 
      
               Los jóvenes fueron 
      despertados por Walimaí bien entrada la noche, con la noticia de que la 
      visión más fuerte había sido Iyomi, de modo que la viuda de Mokarita era 
      ahora el jefe en Tapirawa—teri. Era la primera vez desde que podían 
      recordar que una mujer ocupaba ese cargo. La primera orden que dio la 
      anciana Iyomi cuando se colocó el sombrero de plumas amarillas, que por 
      tantos años usara su marido, fue preparar comida. La orden fue acatada de 
      inmediato, porque la gente de la neblina llevaba dos días sin comer más 
      que un sorbo de sopa de huesos. Tahama y otros cazadores partieron con sus 
      armas a la selva y unas horas más tarde regresaron con un oso hormiguero y 
      un venado, que destazaron y asaron sobre las brasas. Entretanto las 
      mujeres habían hecho pan de mandioca y cocido de plátano. Cuando todos los 
      estómagos estuvieron saciados, Iyomi invitó a su pueblo a sentarse en un 
      círculo y promulgó su segundo edicto. 
      
               —Voy a nombrar 
      otros jefes. Un jefe para la guerra y la caza: Tahama. Un jefe para 
      aplacar al Rahakanariwa: la niña color de miel llamada Águila. Un jefe 
      para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento: el forastero 
      llamado Jaguar. Un jefe para visitar a los dioses: Walimaí. Un jefe para 
      los jefes: Iyomi. 
      
               De ese modo la 
      sabia mujer distribuyó el poder y organizó a la gente de la neblina para 
      enfrentar los tiempos terribles que se avecinaban. Y de ese modo Nadia y 
      Alex se vieron investidos de una responsabilidad para la cual ninguno de 
      los dos se sentía capacitado. 
      
               Iyomi dio su 
      tercera orden allí mismo. Dijo que la niña Aguila debía mantener su «alma 
      blanca» para enfrentar al Rahakanariwa, única forma de evitar que fuera 
      devorada por el pájaro caníbal, pero que el joven forastero, Jaguar, debía 
      convertirse en hombre y recibir sus armas de guerrero. Todo varón, antes 
      de empuñar sus armas o pensar en casarse, debía morir como niño y nacer 
      como hombre. No había tiempo para la ceremonia tradicional, que duraba 
      tres días y normalmente incluía a todos los muchachos de la tribu que 
      habían alcanzado la pubertad. En el caso de Jaguar deberían improvisar 
      algo más breve, dijo Iyomi, porque el joven acompañaría a Águila en el 
      viaje a la montaña de los dioses. La gente de la neblina peligraba, sólo 
      esos dos forasteros podrían traer la salvación y estaban obligados a 
      partir pronto. 
      
               A Walimaí y Tahama 
      les tocó organizar el rito de iniciación de Alex, en el cual sólo 
      participaban los hombres adultos. Después el muchacho contó a Nadia que si 
      él hubiera sabido en qué consistía la ceremonia, tal vez la experiencia 
      hubiera sido menos terrorífica. Bajo la dirección de Iyomi, las mujeres le 
      afeitaron la coronilla con una piedra afilada, método bastante doloroso, 
      porque tenía un corte que aún no cicatrizaba, donde le habían dado un 
      golpe al raptarlo. Al pasar la piedra de afeitar se abrió la herida, pero 
      le aplicaron un poco de barro y al poco rato dejó de sangrar. Luego las 
      mujeres lo pintaron de negro de pies a cabeza con una pasta de cera y 
      carbón. Enseguida debió despedirse de su amiga y de Iyomi, porque las 
      mujeres no podían estar presentes durante la ceremonia y se fueron a pasar 
      el día al bosque con los niños. No regresarían a la aldea hasta la noche, 
      cuando los guerreros se lo hubieran llevado para la prueba parte de su 
      iniciación. 
      
               Tahama y sus 
      hombres desenterraron del lodo del río los instrumentos musicales 
      sagrados, que sólo se usaban en las ceremonias viriles. Eran unos gruesos 
      tubos de metro y medio de largo, que al soplarse producían un sonido ronco 
      y pesado, como bufidos de toro. Las mujeres y los muchachos que aún no 
      habían sido iniciados no podían verlos, bajo pena de enfermarse y morir 
      por medios mágicos. Esos instrumentos representaban el poder masculino en 
      la tribu, el nexo entre los padres y los hijos varones. Sin esas 
      trompetas, todo el poder estaría en las mujeres, quienes poseían la 
      facultad divina de tener hijos o «hacer gente», como decían. 
      
               El rito comenzó en 
      la mañana y habría de durar todo el día y toda la noche. Le dieron de 
      comer unas moras amargas y lo dejaron ovillado en el suelo, en posición 
      fetal; luego, dirigidos por Walimaí, pintados y decorados con los 
      atributos de los demonios, se distribuyeron a su alrededor en apretado 
      círculo, golpeando la tierra con los pies y fumando cigarros de hojas. 
      Entre las moras amargas, el susto y el humo, Alex pronto se sintió 
      bastante enfermo. 
      
               Por largo rato los 
      guerreros bailaron y salmodiaron cánticos en torno a él, soplando las 
      pesadas trompetas sagradas, cuyos extremos tocaban el suelo. El sonido 
      retumbaba dentro del cerebro confundido del muchacho. Durante horas 
      escuchó los cantos repitiendo la historia del Sol Padre, que estaba más 
      allá del sol cotidiano que alumbra el cielo, era un fuego invisible de 
      donde provenía la Creación; escuchó de la gota de sangre que se desprendió 
      de la Luna para dar origen al primer hombre; cantaron sobre el Río de 
      Leche, que contenía todas las semillas de la vida, pero también 
      putrefacción y muerte; ese río conducía al reino donde los chamanes, como 
      Walimaí, se encontraban con los espíritus y otros seres sobrenaturales 
      para recibir sabiduría y poder de curar. Dijeron que todo lo que existe es 
      soñado por la Tierra Madre, que cada estrella sueña a sus habitantes y 
      todo lo que ocurre en el universo es una ilusión, puros sueños dentro de 
      otros sueños. En medio de su aturdimiento, Alexander Coid sintió que esas 
      palabras se referían a conceptos que él mismo había presentido, entonces 
      dejó de razonar y se abandonó a la extraña experiencia de «pensar con el 
      corazón». Pasaron las horas y el muchacho fue perdiendo el sentido del 
      tiempo, del espacio, de su propia realidad y hundiéndose en un estado de 
      terror y profunda fatiga. En algún momento sintió que lo levantaban y lo 
      obligaban a marchar, recién entonces se dio cuenta que había caído la 
      noche. Se dirigieron en procesión hacia el río, tocando sus instrumentos y 
      blandiendo sus armas, allí lo hundieron en el agua varias veces, hasta que 
      creyó morir ahogado. Lo frotaron con hojas abrasivas para desprender la 
      pintura negra y luego le pusieron pimienta sobre la piel ardiente. En 
      medio de un griterío ensordecedor lo golpearon con varillas en las 
      piernas, los brazos, el pecho y el vientre, pero sin ánimo de hacerle 
      daño; lo amenazaron con sus lanzas, tocándolo a veces con las puntas, pero 
      sin herirlo. Intentaban asustarlo por todos los medios posibles y lo 
      lograron, porque el muchacho americano no entendía lo que estaba 
      sucediendo y temía que en cualquier momento a sus atacantes se les fuera 
      la mano y lo asesinaran de verdad. Procuraba defenderse de los manotazos y 
      empujones de los guerreros de Tapirawa—teri, pero el instinto le indicó 
      que no intentara escapar, porque sería inútil, no había adónde ir en ese 
      territorio desconocido y hostil. Fue una decisión acertada, porque de 
      haberlo hecho habría quedado como un cobarde, el más imperdonable defecto 
      de un guerrero. 
      
               Cuando Alex estaba 
      a punto de perder el control y ponerse histérico, recordó de pronto su 
      animal totémico. No tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para entrar 
      en el cuerpo del jaguar negro, la transformación ocurrió con rapidez y 
      facilidad: el rugido que salió de su garganta fue el mismo que había 
      experimentado antes, los zarpazos de sus garras ya los conocía, el salto 
      sobre las cabezas de sus enemigos fue un acto natural. Los indios 
      celebraron la llegada del jaguar con una algarabía ensordecedora y 
      enseguida lo condujeron en solemne procesión hasta el árbol sagrado, donde 
      aguardaba Tahama con la prueba final. 
      
               Amanecía en la 
      selva. Las hormigas de fuego estaban atrapadas en un tubo o manga de paja 
      trenzada, como las que se usaban para exprimir el ácido prúsico de la 
      mandioca, que Tahama sostenía mediante dos varillas, para evitar el 
      contacto con los insectos. Alex, agotado después de aquella larga y 
      aterradora noche, demoró un momento en entender lo que se esperaba de él. 
      Entonces aspiró una bocanada profunda, llenándose de aire frío los 
      pulmones, convocó en su ayuda el valor de su padre, escalador de montañas, 
      y la resistencia de su madre, que jamás se daba por vencida, y la fuerza 
      de su animal totémico y enseguida introdujo el brazo izquierdo hasta el 
      codo en el tubo. 
      
               Las hormigas de 
      fuego se pasearon por su piel durante unos segundos antes de picarlo. 
      Cuando lo hicieron, sintió como si lo quemaran con ácido hasta el hueso. 
      El espantoso dolor lo aturdió por unos instantes, pero mediante un 
      esfuerzo brutal de la voluntad no retiró el brazo de la manga. Se acordó 
      de las palabras de Nadia cuando trataba de enseñarle a convivir con los 
      mosquitos: no te defiendas, ignóralos. Era imposible ignorar a las 
      hormigas de fuego, pero después de unos cuantos minutos de absoluta 
      desesperación, en los cuales estuvo a punto de echar a correr para 
      lanzarse al río, se dio cuenta de que era posible controlar el impulso de 
      huida, atajar el alarido en el pecho, abrirse al sufrimiento sin oponerle 
      resistencia, permitiendo que lo penetrara por completo hasta la última 
      fibra de su ser y de su conciencia. Y entonces el quemante dolor lo 
      traspasó como una espada, le salió por la espalda y, milagrosamente, pudo 
      soportarlo. Alex nunca podría explicar la impresión de poder que lo 
      invadió durante ese suplicio. Se sintió tan fuerte e invencible como lo 
      había estado en la forma del jaguar negro, al beber la poción mágica de 
      Walimaí. Esa fue su recompensa por haber sobrevivido a la prueba. Supo que 
      en verdad su infancia había quedado atrás y que a partir de esa noche 
      podría valerse solo. 
      
               —Bienvenido entre 
      los hombres —dijo Tahama, retirando la manga del brazo de Alex. 
      
               Los guerreros 
      condujeron al joven semi-inconsciente de vuelta a la aldea. 
       
      
        
        
        
      
      CAPITULO 13 - La montaña sagrada 
      
        
      
              Bañado en 
      transpiración, adolorido y ardiendo de fiebre, Alexander Coid, Jaguar, 
      recorrió un largo pasillo verde, cruzó un umbral de aluminio y vio a su 
      madre. Lisa Coid estaba reclinada entre almohadas en un sillón, cubierta 
      por una sábana, en una pieza donde la luz era blanca, como claridad de 
      luna. Llevaba un gorro de lana azul sobre su cabeza calva y audífonos en 
      las orejas, estaba muy pálida y demacrada, con sombras oscuras en torno a 
      los ojos. Tenía una delgada sonda conectada a una vena bajo la clavícula, 
      por donde goteaba un líquido amarillo de una bolsa de plástico. Cada gota 
      penetraba como el fuego de las hormigas directo al corazón de su madre. 
      
               A miles de millas 
      de distancia, en un hospital en Texas, Lisa Coid recibía su quimioterapia. 
      Procuraba no pensar en la droga que, como un veneno, entraba en sus venas 
      para combatir el veneno peor de su enfermedad. Para distraerse se 
      concentraba en cada nota del concierto de flauta que estaba escuchando, el 
      mismo que tantas veces le oyó ensayar a su hijo. En el mismo momento en 
      que Alex, delirante, soñaba con ella en plena selva, Lisa Coid vio a su 
      hijo con toda nitidez. Lo vio de pie en el umbral de la puerta de su 
      pieza, más alto y fornido, más maduro y más guapo de lo que recordaba. 
      Lisa lo había llamado tanto con el pensamiento, que no le extrañó verlo 
      llegar. No se preguntó cómo ni por qué venía, simplemente se abandonó a la 
      felicidad de tenerlo a su lado. Alexander... Alexander... murmuró. Estiró 
      las manos y él avanzó hasta tocarla, se arrodilló junto al sillón y puso 
      la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lisa Coid repetía el nombre de su 
      hijo y le acariciaba la nuca, oyó por los audífonos, entre las notas 
      diáfanas de la flauta, la voz de él pidiéndole que luchara, que no se 
      rindiera ante la muerte, diciéndole una y otra vez, te quiero mamá. 
      
               El encuentro de 
      Alexander Coid con su madre puede haber durado un instante o varias horas, 
      ninguno de los dos lo supo con certeza. Cuando por fin se despidieron, los 
      dos regresaron al mundo material fortalecidos. Poco después John Coid 
      entró a la habitación de su mujer y se sorprendió al verla sonriendo y con 
      color en las mejillas. 
      
               —¿Cómo te sientes, 
      Lisa? —preguntó, solícito. 
      
               —Contenta, John, 
      porque vino Alex a verme —contestó ella. 
      
               —Lisa, qué dices... 
      Alexander está en el Amazonas con mi madre, ¿no te acuerdas? —murmuró su 
      marido, aterrado ante el efecto que los medicamentos podían tener en su 
      esposa. 
      
               —Si lo recuerdo, 
      pero eso no quita que estuvo aquí hace un momento. 
      
               —No puede ser... 
      —la rebatió su marido. 
      
               —Ha crecido, se ve 
      más alto y fuerte, pero tiene el brazo izquierdo muy hinchado... —le contó 
      ella, cerrando los ojos para descansar. 
      
               En el centro del 
      continente sudamericano, en el Ojo del Mundo, Alexander Coid despertó de 
      la fiebre. Tardó unos minutos en reconocer a la muchacha dorada que se 
      inclinaba a su lado para darle agua. 
      
               —Ya eres un hombre, 
      Jaguar —dijo Nadia, sonriendo aliviada al verlo de vuelta entre los vivos. 
      Walimaí preparó una pasta de plantas medicinales y la aplicó sobre el 
      brazo de Alex, con la cual en pocas horas cedieron la fiebre y la 
      hinchazón. El chamán le explicó que, tal como en la selva hay venenos que 
      matan sin dejar huella, existen miles y miles de remedios naturales. El 
      muchacho le describió la enfermedad de su madre y le preguntó si conocía 
      alguna planta capaz de aliviarla. 
      
       —Hay una planta sagrada, 
      que debe mezclarse con el agua de la salud —replicó el chaman. 
      
               —¿Puedo conseguir 
      esa agua y esa planta? 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser. Hay que pasar por muchos trabajos. 
      
               —¡Haré todo lo que 
      sea necesario! —exclamó Alex. 
      
               Al día siguiente el 
      joven estaba magullado y en cada picadura de hormiga lucía una pepa roja, 
      pero estaba en pie y con apetito. Cuando le contó su experiencia a Nadia, 
      ella le dijo que las niñas de la tribu no pasaban por una ceremonia de 
      iniciación, porque no la necesitaban; las mujeres saben cuándo han dejado 
      atrás la niñez porque su cuerpo sangra y así les avisa. 
      
               Ese era uno de 
      aquellos días en que Tahama y sus compañeros no habían tenido suerte con 
      la caza y la tribu sólo dispuso de maíz y unos cuantos peces. Alex decidió 
      que si antes fue capaz de comer anaconda asada, bien podía probar ese 
      pescado, aunque estuviera lleno de escamas y espinas. Sorprendido, 
      descubrió que le gustaba mucho. ¡Y pensar que me he privado de este plato 
      delicioso por más de quince años!, exclamó al segundo bocado. Nadia le 
      indicó que comiera bastante, porque al día siguiente partían con Walimaí 
      en un viaje al mundo de los espíritus, donde tal vez no habría alimento 
      para el cuerpo. 
      
               —Dice Walimaí que 
      iremos a la montaña sagrada, donde viven los dioses —dijo Nadia. 
      
               —¿Qué haremos allí? 
      
               —Buscaremos los 
      tres huevos de cristal que aparecieron en mi visión. Walimaí cree que los 
      huevos salvarán a la gente de la neblina. 
      
               El viaje comenzó al 
      amanecer, apenas salió el primer rayo de luz en el firmamento. Walimaí 
      marchaba delante, acompañado por su bella esposa ángel, quien a ratos iba 
      de la mano del chamán y a ratos volaba como una mariposa por encima de su 
      cabeza, siempre silenciosa y sonriente. Alexander Coid lucía orgulloso un 
      arco y flechas, las nuevas armas entregadas por Tahama al término del rito 
      de iniciación. Nadia llevaba una calabaza con sopa de plátano y unas 
      tortas de mandioca, que Iyomi les había dado para el camino. El brujo no 
      necesitaba provisiones, porque a su edad se comía muy poco, según dijo. No 
      parecía humano: se alimentaba con sorbos de agua y unas cuantas nueces que 
      chupaba largamente con sus encías desdentadas, dormía apenas y le sobraban 
      fuerzas para seguir caminando cuando los jóvenes se caían de cansancio. 
      
               Echaron a andar por 
      las llanuras boscosas del altiplano en dirección al más alto de los tepuis, 
      una torre negra y brillante, como una escultura de obsidiana. Alex 
      consultó su brújula y vio que siempre se dirigían hacia el este. No 
      existía un sendero visible, pero Walimaí se internaba en la vegetación con 
      pasmosa seguridad, ubicándose entre los árboles, valles, colinas, ríos y 
      cascadas como si llevara un mapa en la mano. 
      
               A medida que 
      avanzaban la naturaleza cambiaba. Walimaí señaló el paisaje diciendo que 
      ése era el reino de la Madre de las Aguas y en verdad había una increíble 
      profusión de cataratas y caídas de agua. Hasta allí todavía no habían 
      llegado aún los garimpeiros buscando oro y piedras preciosas, pero todo 
      era cuestión de tiempo. Los mineros actuaban en grupos de cuatro o cinco y 
      eran demasiado pobres para disponer de transporte aéreo, se movían a pie 
      por un terreno lleno de obstáculos o en canoa por los ríos. Sin embargo, 
      había hombres como Mauro Carías, que conocían las inmensas riquezas de la 
      zona y contaban con recursos modernos. Lo único que los atajaba de 
      explotar las minas con chorros de agua a presión capaces de pulverizar el 
      bosque y transformar el paisaje en un lodazal eran las nuevas leyes de 
      protección del medio ambiente y de los indígenas. Las primeras se violaban 
      constantemente, pero ya no era tan fácil hacer lo mismo con las segundas, 
      porque los ojos del mundo estaban puestos en esos indios del Amazonas, 
      últimos sobrevivientes de la Edad de Piedra. Ya no podían exterminarlos a 
      bala y fuego, como habían hecho hasta hacía muy pocos años, sin provocar 
      una reacción internacional. 
      
               Alex calculó una 
      vez más la importancia de las vacunas de la doctora Omayra Torres y del 
      reportaje para el International Geographic de su abuela, que alertaría a 
      otros países sobre la situación de los indios. ¿Qué significaban los tres 
      huevos de cristal que Nadia había visto en su sueño? ¿Por qué debían 
      emprender ese viaje con el chamán? Le parecía más útil tratar de reunirse 
      con la expedición, recuperar las vacunas y que su abuela publicara su 
      articulo. Él había sido designado por Iyomi «jefe para negociar con los 
      nahab y sus pájaros de ruido y viento», pero en vez de cumplir su 
      cometido, estaba alejándose más y más de la civilización. No había lógica 
      alguna en lo que estaban haciendo, pensó con un suspiro. Ante él se 
      alzaban los misteriosos y solitarios tepuis como construcciones de otro 
      planeta. Los tres viajeros caminaron de sol a sol a buen paso, 
      deteniéndose para refrescar los pies y beber agua en los ríos. Alex 
      intentó cazar un tucán que descansaba a pocos metros sobre una rama, pero 
      su flecha no dio en el blanco. Luego apuntó a un mono que estaba tan cerca 
      que podía ver su dentadura amarilla, y tampoco logró cazarlo. El mono le 
      devolvió el gesto con morisquetas, que le parecieron francamente 
      sarcásticas. Pensó cuán poco le servían sus flamantes armas de guerrero; 
      si sus compañeros dependían de él para alimentarse, morirían de hambre. 
      Walimaí señaló unas nueces, que resultaron sabrosas, y los frutos de un 
      árbol que el chico no logró alcanzar. 
      
               Los indios tenían 
      los dedos de los pies muy separados, fuertes y flexibles, podían subir con 
      agilidad increíble por palos lisos. Esos pies, aunque callosos como cuero 
      de cocodrilo, eran también muy sensibles: los utilizaban incluso para 
      tejer canastos o cuerdas. En la aldea los niños comenzaban a ejercitarse 
      en trepar apenas podían ponerse de pie; en cambio Alexander, con toda su 
      experiencia en escalar montañas, no fue capaz de encaramarse al árbol para 
      sacar la fruta. Walimaí, Nadia y Borobá lloraban de risa con sus fallidos 
      esfuerzos y ninguno demostró ni un ápice de simpatía cuando aterrizó 
      sentado desde una buena altura, machucándose las asentaderas y el orgullo. 
      Se sentía pesado y torpe como un paquidermo. 
      
               Al atardecer, 
      después de muchas horas de marcha, Walimaí indicó que podían descansar. Se 
      introdujo al río con el agua hasta las rodillas, inmóvil y silencioso, 
      hasta que los peces olvidaron su presencia y empezaron a rondarlo. Cuando 
      tuvo una presa al alcance de su arma, la ensartó con su corta lanza y 
      entregó a Nadia un hermoso pez plateado, todavía coleando. 
      
               —¿Cómo lo hace con 
      tanta facilidad? —quiso saber Alex, humillado por sus fracasos anteriores. 
      
               —Le pide permiso al 
      pez, le explica que debe matarlo por necesidad; después le da las gracias 
      por ofrecer su vida para que nosotros vivamos —aclaró la chica. 
      
               Alexander pensó que 
      al principio del viaje se hubiera reído de la idea, pero ahora escuchaba 
      con atención lo que decía su amiga. 
      
               —El pez entiende 
      porque antes se comió a otros; ahora es su turno de ser comido. Así son 
      las cosas —añadió ella. 
      
               El chamán preparó 
      una pequeña fogata para asar la cena, que les devolvió las fuerzas, pero 
      él no probó sino agua. Los muchachos durmieron acurrucados entre las 
      fuertes raíces de un árbol para defenderse del frío, pues no hubo tiempo 
      de preparar hamacas con cortezas, como habían visto en la aldea; estaban 
      cansados y debían seguir viaje muy temprano. Cada vez que uno se movía el 
      otro se acomodaba para estar lo más pegados posible, así se infundieron 
      calor durante la noche. Entretanto el viejo Walimaí, en cuclillas e 
      inmóvil, pasó esas horas observando el firmamento, mientras a su lado 
      velaba su esposa como un hada transparente, vestida sólo con sus cabellos 
      oscuros. Cuando los jóvenes despertaron, el indio estaba exactamente en la 
      misma posición en que lo habían visto la noche anterior: invulnerable al 
      frío y la fatiga. Alex le preguntó cuánto había vivido, de dónde sacaba su 
      energía y su formidable salud. El anciano explicó que había visto nacer a 
      muchos niños que luego se convertían en abuelos, también había visto morir 
      a esos abuelos y nacer a sus nietos. ¿Cuántos años? Se encogió de hombros: 
      no importaba o no sabía. Dijo que era el mensajero de los dioses, solía ir 
      al mundo de los inmortales donde no existían las enfermedades que matan a 
      los hombres. Alex recordó la leyenda de El Dorado, que no sólo contenía 
      fabulosas riquezas, sino también la fuente de la eterna juventud. 
      
               —Mi madre está muy 
      enferma... —murmuró Alex, conmovido por el recuerdo. La experiencia de 
      haberse trasladado mentalmente al hospital en Texas para estar con ella 
      había sido tan real, que no podía olvidar los detalles, desde el olor a 
      medicamento de la habitación hasta las delgadas piernas de Lisa Coid bajo 
      la sábana, donde él había apoyado la frente. 
      
               —Todos morimos 
      —dijo el chamán. 
      
               —Sí, pero ella es 
      joven. 
      
               —Unos se van 
      jóvenes, otros ancianos. Yo he vivido demasiado, me gustaría que mis 
      huesos descansaran en la memoria de otros —dijo Walimaí. 
       
               
      Al mediodía siguiente llegaron a la base del más alto tepui del Ojo del 
      Mundo, un gigante cuya cima se perdía en una corona espesa de nubes 
      blancas. Walimaí explicó que la cumbre jamás se despejaba y nadie, ni 
      siquiera el poderoso Rahakanariwa había visitado ese lugar sin ser 
      invitado por los dioses. Agregó que desde hacía miles de años, desde el 
      comienzo de la vida, cuando los seres humanos fueron fabricados con el 
      calor del Sol Padre, la sangre de la Luna y el barro de la Tierra Madre, 
      la gente de la neblina conocía la existencia de la morada de los dioses en 
      la montaña. En cada generación había una persona, siempre un chamán que 
      había pasado por muchos trabajos de expiación, quien era designado para 
      visitar el tepui y servir de mensajero. Ese papel le había tocado a él, 
      había estado allí muchas veces, había vivido con los dioses y conocía sus 
      costumbres. Estaba preocupado, les contó, porque aún no había entrenado a 
      su sucesor. Si él moría, ¿quién sería el mensajero? En cada uno de sus 
      viajes espirituales lo había buscado, pero ninguna visión había venido en 
      su ayuda. Cualquier persona no podía ser entrenada, debía ser alguien 
      nacido con alma de chamán, alguien que tuviera el poder de curar, dar 
      consejo e interpretar los sueños. Esa persona demostraba desde joven su 
      talento; debía ser muy disciplinado para vencer tentaciones y controlar su 
      cuerpo: un buen chamán carecía de deseos y necesidades. Esto es en breve 
      lo que los jóvenes comprendieron del largo discurso del brujo, quien 
      hablaba en círculos, repitiendo, como si recitara un interminable poema. 
      Les quedó claro, sin embargo, que nadie más que él estaba autorizado para 
      cruzar el umbral del mundo de los dioses, aunque en un par de ocasiones 
      extraordinarias otros indios entraron también. Ésta sería la primera vez 
      que se admitían visitantes forasteros desde el comienzo de los tiempos. 
      
               —¿Cómo es el 
      recinto de los dioses? —preguntó Alex. 
      
               —Más grande que el 
      más grande de los shabonos, brillante y amarillo como el sol. 
      
               —¡El Dorado! ¿Será 
      ésa la legendaria ciudad de oro que buscaron los conquistadores? —preguntó 
      ansioso el muchacho. 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser —contestó Walimaí, quien carecía de referencias para saber lo que 
      era una ciudad, reconocer el oro o imaginar a los conquistadores. 
      
               —¿Cómo son los 
      dioses? ¿Son como la criatura que nosotros llamamos la Bestia? 
      
               —Pueden ser y 
      pueden no ser. 
      
               —¿Por qué nos ha 
      traído hasta aquí? 
      
               —Por las visiones. 
      La gente de la neblina puede ser salvada por un águila y un jaguar, por 
      eso ustedes han sido invitados a la morada secreta de los dioses. 
      
               —Seremos dignos de 
      esa confianza. Nunca revelaremos la entrada... —prometió Alex. 
      
               —No podrán. Si 
      salen vivos, lo olvidarán —replicó simplemente el indio. 
      
               Si salgo vivo... 
      Alexander nunca se había puesto en el caso de morir joven. En el fondo 
      consideraba la muerte como algo más bien desagradable que les ocurría a 
      los demás. A pesar de los peligros enfrentados en las últimas semanas, no 
      dudó que volvería a reunirse con su familia. Incluso preparaba las 
      palabras para contar sus aventuras, aunque tenía pocas esperanzas de ser 
      creído. ¿Cuál de sus amigos podría imaginar que él estaba entre seres de 
      la Edad de Piedra y que incluso podría encontrar El Dorado? 
      
               Al pie del tepui, 
      se dio cuenta de que la vida estaba llena de sorpresas. Antes no creía en 
      el destino, le parecía un concepto fatalista, creía que cada uno es libre 
      de hacer su vida como se le antoja y él estaba decidido a hacer algo muy 
      bueno de la suya, a triunfar y ser feliz. Ahora todo eso le parecía 
      absurdo. Ya no podía confiar sólo en la razón, había entrado al territorio 
      incierto de los sueños, la intuición y la magia. Existía el destino y a 
      veces había que lanzarse a la aventura y salir a flote improvisando de 
      cualquier manera, tal como hizo cuando su abuela lo empujó al agua a los 
      cuatro años y tuvo que aprender a nadar. No quedaba más remedio que 
      zambullirse en los misterios que lo rodeaban. Una vez más tuvo conciencia 
      de los riesgos. Se encontraba solo en medio de la región más remota del 
      planeta, donde no funcionaban las leyes conocidas. Debía admitirlo: su 
      abuela le había hecho un inmenso favor al arrancarlo de la seguridad de 
      California y lanzarlo a ese extraño mundo. No sólo Tahama y sus hormigas 
      de fuego lo habían iniciado como adulto, también lo había hecho la 
      inefable Kate Coid. 
      
               Walimaí dejó a sus 
      dos compañeros de viaje descansando junto a un arroyo, con instrucciones 
      de esperarlo, y partió solo. En esa zona del altiplano la vegetación era 
      menos densa y el sol del mediodía caía como plomo sobre sus cabezas. Nadia 
      y Alex se tiraron al agua, espantando a las anguilas eléctricas y las 
      tortugas que reposaban en el fondo, mientras Borobá cazaba moscas y se 
      rascaba las pulgas en la orilla. El muchacho se sentía absolutamente 
      cómodo con esa chica, se divertía con ella y le tenía confianza, porque en 
      ese ambiente era mucho más sabia que él. Le parecía raro sentir tanta 
      admiración por alguien de la edad de su hermana. A veces caía en la 
      tentación de compararla con Cecilia Burns, pero no había por dónde empezar 
      a hacerlo: eran totalmente distintas. 
      
       Cecilia Burns estaría tan 
      perdida en la selva como Nadia Santos lo estaría en una ciudad. Cecilia se 
      había desarrollado temprano y a los quince años ya era una joven mujer; él 
      no era su único enamorado, todos los chicos de la escuela tenían las 
      mismas fantasías. Nadia, en cambio, todavía era larga y angosta como un 
      junco, sin formas femeninas, puro hueso y piel bronceada, un ser andrógino 
      con olor a bosque. A pesar de su aspecto infantil, inspiraba respeto: 
      poseía aplomo y dignidad. Tal vez porque carecía de hermanas o amigas de 
      su edad, actuaba como un adulto; era seria, silenciosa, concentrada, no 
      tenía la actitud chinchosa que a Alex tanto le molestaba de otras niñas. 
      Detestaba cuando las chicas cuchicheaban y se reían entre ellas, se sentía 
      inseguro, pensaba que se burlaban de él. «No hablamos siempre de ti, 
      Alexander Coid, hay otros temas más interesantes», le había dicho una vez 
      Cecilia Burns delante de toda la clase. Pensó que Nadia nunca lo 
      humillaría de ese modo. El viejo chamán regresó unas horas más tarde, 
      fresco y sereno como siempre, con dos palos untados en una resma similar a 
      la que emplearon los indios para subir por los costados de la cascada. 
      Anunció que había hallado la entrada a la montaña de los dioses y, después 
      de ocultar el arco y las flechas, que no podrían usar, los invitó a 
      seguirlo. 
      
               A los pies del 
      tepui la vegetación consistía en inmensos helechos, que crecían 
      enmarañados como estopa. Debían avanzar con mucho cuidado y lentitud, 
      separando las hojas y abriéndose camino con dificultad. Una vez que se 
      internaron bajo esas gigantescas plantas, el cielo desapareció, se 
      hundieron en un universo vegetal, el tiempo se detuvo y la realidad perdió 
      sus formas conocidas. Entraron a un dédalo de hojas palpitantes, de rocío 
      perfumado de almizcle, de insectos fosforescentes y flores suculentas que 
      goteaban una miel azul y espesa. El aire se tornó pesado como aliento de 
      fiera, había un zumbido constante, las piedras ardían como brasas y la 
      tierra tenía color de sangre. Alexander se agarró con una mano del hombro 
      de Walimaí y con la otra sujetó a Nadia, consciente de que, si se 
      separaban unos centímetros, los helechos se los tragarían y no volverían a 
      encontrarse más. Borobá iba aferrado al cuerpo de su ama, silencioso y 
      atento. Debían apartar de sus ojos las delicadas telarañas bordadas de 
      mosquitos y gotas de rocío que se extendían como encaje entre las hojas. 
      Apenas alcanzaban a verse los pies, así es que dejaron de preguntarse qué 
      era esa materia colorada, viscosa y tibia donde se hundían hasta el 
      tobillo. 
      
               El muchacho no 
      imaginaba cómo el chamán reconocía el camino, tal vez lo guiaba su esposa 
      espíritu; a ratos estaba seguro de que daban vueltas en el mismo sitio, 
      sin avanzar ni un paso. No había puntos de referencia, sólo la voraz 
      vegetación envolviéndolos en su reluciente abrazo. Quiso consultar su 
      brújula, pero la aguja vibraba enloquecida, acentuando la impresión de que 
      andaban en círculos. De pronto Walimaí se detuvo, apartó un helecho que en 
      nada se diferenciaba de los otros y se encontraron ante una apertura en la 
      ladera del cerro, como una guarida de zorros. 
      
               El brujo entró 
      gateando y ellos lo siguieron. Era un pasaje angosto de unos tres o cuatro 
      metros de largo, que se abría a una cueva espaciosa, alumbrada apenas por 
      un rayo de luz que provenía del exterior, donde pudieron ponerse de pie. 
      Walimaí procedió a frotar sus piedras para hacer fuego con paciencia, 
      mientras Alex pensaba que nunca más saldría de su casa sin fósforos. Por 
      fin la chispa de las piedras prendió una paja, que Walimaí usó para 
      encender la resma de una de las antorchas. 
      
               En la luz vacilante 
      vieron elevarse una nube oscura y compacta de miles y miles de 
      murciélagos. Estaban en una caverna de roca, rodeados de agua que 
      chorreaba por las paredes y cubría el suelo como una laguna oscura. Varios 
      túneles naturales salían en diferentes direcciones, unos más amplios que 
      otros, formando un intrincado laberinto subterráneo. Sin vacilar, el indio 
      se dirigió a uno de los pasadizos, con los muchachos pisándole los 
      talones. 
      
               Alex recordó la 
      historia del hilo de Ariadna, que, según la mitología griega, permitió a 
      Teseo regresar de las profundidades del laberinto, después de matar al 
      feroz minotauro. El no contaba con un rollo de hilo para señalar el camino 
      y se preguntó cómo saldrían de allí en caso que fallara Walimaí. Como la 
      aguja de su brújula vibraba sin rumbo, dedujo que se hallaban en un campo 
      magnético. Quiso dejar marcas con su navaja en las paredes, pero la roca 
      era dura como granito y habría necesitado horas para tallar una muesca. 
      Avanzaban de un túnel a otro, siempre ascendiendo por el interior del 
      tepui con la improvisada antorcha como única defensa contra las tinieblas 
      absolutas que los rodeaban. En las entrañas de la tierra no reinaba un 
      silencio de tumba, como él hubiera imaginado, sino que oían aleteo de 
      murciélagos, chillidos de ratas, carreras de pequeños animales, goteo de 
      agua y un sordo golpe rítmico, el latido de un corazón, como si se 
      encontraran dentro de un organismo vivo, un enorme animal en reposo. 
      Ninguno habló, pero a veces Borobá lanzaba un grito asustado y entonces el 
      eco del laberinto les devolvía el sonido multiplicado. El muchacho se 
      preguntó qué clase de criaturas albergarían esas profundidades, tal vez 
      serpientes o escorpiones venenosos, pero decidió no pensar en ninguna de 
      esas posibilidades y mantener la cabeza fría, como parecía tenerla Nadia, 
      quien marchaba tras Walimaí muda y confiada. Poco a poco vislumbraron el 
      fin del largo pasadizo. Vieron una tenue claridad verde y al asomarse se 
      encontraron en una gran caverna cuya hermosura era casi imposible 
      describir. Por alguna parte entraba suficiente luz para alumbrar un vasto 
      espacio, tan grande como una iglesia, donde se alzaban maravillosas 
      formaciones de roca y minerales, como esculturas. El laberinto que habían 
      dejado atrás era de piedra oscura, pero ahora estaban en una sala 
      circular, iluminada, bajo una bóveda de catedral, rodeados de cristales y 
      piedras preciosas. Alex sabía muy poco de minerales, pero pudo reconocer 
      ópalos, topacios, ágatas, trozos de cuarzo y alabastro, jade y turmalina. 
      Vio cristales como diamantes, otros lechosos, unos que parecían iluminados 
      por dentro, otros veteados de verde, morado y rojo, como si estuvieran 
      incrustados de esmeraldas, amatistas y rubíes. Estalactitas transparentes 
      pendían del techo como puñales de hielo, goteando agua calcárea. Olía a 
      humedad y, sorprendentemente, a flores. La mezcla era un aroma rancio, 
      intenso y penetrante, un poco nauseabundo, mezcla de perfume y tumba. El 
      aire era frío y crujiente, como suele serlo en invierno, después de nevar. 
      
               De pronto vieron 
      que algo se movía en el otro extremo de la gruta y un instante después se 
      desprendió de una roca de cristal azul algo que parecía un extraño pájaro, 
      algo así como un reptil alado. El animal estiró las alas, disponiéndose a 
      volar, y entonces Alex lo vio claramente: era similar a los dibujos que 
      había visto de los legendarios dragones, sólo que del tamaño de un gran 
      pelícano y muy bello. Los terribles dragones de las leyendas europeas, que 
      siempre guardaban un tesoro o una doncella prisionera, eran 
      definitivamente repelentes. El que tenía ante los ojos, sin embargo, era 
      como los dragones que había visto en las festividades del barrio chino en 
      San Francisco: pura alegría y vitalidad. De todos modos abrió su navaja 
      del Ejército suizo y se dispuso a defenderse, pero Walimaí lo tranquilizó 
      con un gesto. 
      
               La mujer espíritu 
      del chamán, liviana como una libélula, cruzó volando la gruta y fue a 
      posarse entre las alas del animal, cabalgándolo. Borobá chilló aterrado y 
      mostró los dientes, pero Nadia lo hizo callar, embobada ante el dragón. 
      Cuando logró reponerse lo suficiente empezó a llamar en el lenguaje de las 
      aves y de los reptiles con la esperanza de atraerlo, pero el fabuloso 
      animal examinó de lejos a los visitantes con sus pupilas coloradas e 
      ignoró el llamado de Nadia. Luego levantó el vuelo, elegante y ligero, 
      para dar una vuelta olímpica por la bóveda de la gruta, con la esposa de 
      Walimaí en el lomo, como si quisiera simplemente mostrar la belleza de sus 
      líneas y de sus escamas fosforescentes. Por último regresó a posarse sobre 
      la roca de cristal azul, dobló sus alas y aguardó con la actitud impasible 
      de un gato. 
      
               El espíritu de la 
      mujer volvió donde su marido y allí quedó flotando, suspendida en el aire. 
      Alex pensó cómo podría describir después lo que ahora veían sus ojos; 
      habría dado cualquier cosa por tener la cámara de su abuela para dejar 
      prueba de que ese lugar y esos seres existían de verdad, que él no había 
      naufragado en la tempestad de sus propias alucinaciones. Dejaron la 
      caverna encantada y el dragón alado con cierta lástima, sin saber si acaso 
      volverían a verlos. Alex todavía procuraba encontrar explicaciones 
      racionales para lo que sucedía, en cambio Nadia aceptaba lo maravilloso 
      sin hacer preguntas. El muchacho supuso que esos tepuis, tan aislados del 
      resto del planeta, eran los últimos enclaves de la era paleolítica, donde 
      se habían preservado intactas la flora y la fauna de miles y miles de años 
      atrás. Posiblemente se encontraban en una especie de isla de las 
      Galápagos, donde las especies más antiguas habían escapado de las 
      mutaciones o de la extinción. Ese dragón debía ser sólo un pájaro 
      desconocido. En los cuentos folklóricos y la mitología de lugares muy 
      diversos aparecían esos seres. Los había en la China, donde eran símbolo 
      de buena suerte, tanto como en Inglaterra, donde servían para probar el 
      valor de los caballeros como San Jorge. Posiblemente, concluyó, fueron 
      animales que convivieron con los primeros seres humanos del planeta, a 
      quienes la superstición popular recordaba como gigantescos reptiles que 
      echaban fuego por las narices. El dragón de la gruta no emanaba 
      llamaradas, sino un perfume penetrante de cortesana. Sin embargo no se le 
      ocurría una explicación para la esposa de Walimaí, esa hada de aspecto 
      humano que los acompañaba en su extraño viaje. Bueno, tal vez encontraría 
      una después... 
      
               Siguieron a Walimaí 
      por nuevos túneles, mientras la luz de la antorcha iba haciéndose cada vez 
      más débil. Pasaron por otras grutas, pero ninguna tan espectacular como la 
      primera, y vieron otras extrañas criaturas: aves de plumaje rojo con 
      cuatro alas, que gruñían como perros, y unos gatos blancos de ojos ciegos, 
      que estuvieron a punto de atacarlos, pero retrocedieron cuando Nadia los 
      calmó en la lengua de los felinos. Al pasar por una cueva inundada 
      debieron caminar con el agua al cuello, llevando a Borobá montado sobre la 
      cabeza de su ama, y vieron unos peces dorados con alas, que nadaban entre 
      sus piernas y de repente emprendían el vuelo, perdiéndose en la oscuridad 
      de los túneles. 
      
               En otra cueva, que 
      exhalaba una densa niebla púrpura, como la de ciertos crepúsculos, crecían 
      inexplicables flores sobre la roca viva. Walimaí rozó una de ellas con su 
      lanza y de inmediato salieron de entre los pétalos unos carnosos 
      tentáculos, que se extendieron buscando a su presa. En un recodo de uno de 
      los pasadizos vieron, a la luz anaranjada y vacilante de la antorcha, un 
      nicho en la pared, donde había algo parecido a un niño petrificado en 
      resina, como esos insectos que quedan atrapados en un trozo de ámbar. Alex 
      imaginó que esa criatura había permanecido en su hermética tumba desde los 
      albores de la humanidad y seguiría intacta en el mismo lugar dentro de 
      miles y miles de años. ¿Cómo había llegado allí? ¿Cómo había muerto? 
      Finalmente el grupo alcanzó al último pasaje de aquel inmenso laberinto. 
      Asomaron a un espacio abierto, donde un chorro de luz blanca los cegó por 
      unos instantes. Entonces vieron que estaban en una especie de balcón, un 
      saliente de roca asomado en el interior de una montaña hueca, como el 
      cráter de un volcán. El laberinto que habían recorrido penetraba en las 
      profundidades del tepui, uniendo el exterior con el fabuloso mundo 
      encerrado en su interior. Comprendieron que habían ascendido muchos metros 
      por los túneles. Hacia arriba se extendían las laderas verticales del 
      cerro, cubiertas de vegetación, perdiéndose entre las nubes. No se veía el 
      cielo, sólo un techo espeso y blanco como algodón, por donde se filtraba 
      la luz del sol creando un extraño fenómeno óptico: seis lunas 
      transparentes flotando en un firmamento de leche. Eran las lunas que Alex 
      había visto en sus visiones. En el aire volaban pájaros nunca vistos, 
      algunos traslúcidos y livianos como medusas, otros pesados como negros 
      cóndores, algunos como el dragón que habían visto en la gruta. 
      
               Varios metros más 
      abajo había un gran valle redondo, que desde la altura donde se 
      encontraban aparecía como un jardín verdeazul envuelto en vapor. Cascadas, 
      hilos de agua y riachuelos se deslizaban por las laderas alimentando las 
      lagunas del valle, tan simétricas y perfectas, que no parecían naturales. 
      Y en el centro, centelleante como una corona, se alzaba orgulloso El 
      Dorado. Nadia y Alex ahogaron una exclamación, cegados por el resplandor 
      increíble de la ciudad de oro, la morada de los dioses. Walimaí dio tiempo 
      a los muchachos de reponerse de la sorpresa y luego les señaló las 
      escalinatas talladas en la montaña, que descendían culebreando desde el 
      saliente donde se encontraban hasta el valle. A medida que bajaban se 
      dieron cuenta de que la flora era tan extraordinaria como la fauna que 
      habían vislumbrado; las plantas, flores y arbustos de las laderas eran 
      únicos. Al descender aumentaba el calor y la humedad, la vegetación se 
      volvía más densa y exuberante, los árboles más altos y frondosos, las 
      flores más perfumadas, los frutos más suculentos. La impresión, aunque de 
      gran belleza, no resultaba apacible, sino vagamente amenazante, como un 
      misterioso paisaje de Venus. La naturaleza latía, jadeaba, crecía ante sus 
      ojos, acechaba. Vieron moscas amarillas y transparentes como topacios, 
      escarabajos azules provistos de cuernos, grandes caracoles tan coloridos 
      que de lejos parecían flores, exóticos lagartos rayados, roedores con 
      afilados colmillos curvos, ardillas sin pelo saltando como gnomos desnudos 
      entre las ramas. 
      
               Al llegar al valle 
      y acercarse a El Dorado, los viajeros comprendieron que no era una ciudad 
      y tampoco era de oro. Se trataba de una serie de formaciones geométricas 
      naturales, como los cristales que habían visto en las grutas. El color 
      dorado provenía de mica, un mineral sin valor, y pirita, bien llamada «oro 
      de tontos». Alex esbozó una sonrisa, pensando que si los conquistadores y 
      tantos otros aventureros hubieran logrado vencer los increíbles obstáculos 
      del camino para alcanzar El Dorado habrían salido más pobres de lo que 
      llegaron. 
        
        
        
        
      
      CAPITULO 14 - Las bestias 
      
        
      
              Minutos después Alex 
      y Nadia vieron a la Bestia. Estaba a media cuadra de distancia, 
      dirigiéndose hacia la ciudad. Parecía un gigantesco hombre mono, de más de 
      tres metros de altura, erguido sobre dos patas, con poderosos brazos que 
      colgaban hasta el suelo y una cabecita de rostro melancólico, demasiado 
      chica para el porte del cuerpo. Estaba cubierto de pelo hirsuto como 
      alambre y tenía tres largas garras afiladas como cuchillos curvos en cada 
      mano. Se movía con tan increíble lentitud, que era como si no se moviera 
      en absoluto. Nadia reconoció a la Bestia de inmediato, porque la había 
      visto antes. Paralizados de terror y sorpresa, permanecieron inmóviles 
      estudiando a la criatura. Les recordaba un animal conocido, pero no podían 
      ubicarlo en la memoria. 
      
               —Parece una pereza 
      —dijo Nadia finalmente en un susurro. 
      
               Y entonces Alex se 
      acordó que había visto en el zoológico de San Francisco un animal parecido 
      a un mono o un oso, que vivía en los árboles y se movía con la misma 
      lentitud de la Bestia, de allí provenía su nombre de pereza o perezoso. 
      Era un ser indefenso, porque le faltaba velocidad para atacar, escapar o 
      protegerse, pero tenía pocos predadores: su piel gruesa y su carne agria 
      no era plato apetecible ni para el más hambriento de los carnívoros. 
      
               —¿Y el olor? La 
      Bestia que yo vi tenía un olor espantoso —dijo Nadia sin levantar la voz. 
      
               —Ésta no es 
      hedionda, al menos no podemos olerla desde aquí... —comentó Alex—. Debe 
      tener una glándula, como los zorrillos, y expele el olor a voluntad, para 
      defenderse o inmovilizar a su presa. 
      
               Los susurros de los 
      muchachos llegaron a oídos de la Bestia, que se volvió muy despacio para 
      ver de qué se trataba. Alex y Nadia retrocedieron, pero Walimaí se 
      adelantó pausadamente, como si imitara la pasmosa apatía de la criatura, 
      seguido a un paso de distancia por su esposa espíritu. El chamán era un 
      hombre pequeño, llegaba a la altura de la cadera de la Bestia, que se 
      elevaba como una torre frente al anciano. Su esposa y él cayeron de 
      rodillas al suelo, postrados ante ese ser extraordinario, y entonces los 
      chicos oyeron claramente una voz profunda y cavernosa que pronunciaba unas 
      palabras en la lengua de la gente de la neblina. 
      
               —¡Habla como un ser 
      humano! —murmuró Alex, convencido de que soñaba. 
      
               —El padre Valdomero 
      tenía razón, Jaguar. 
      
               —Eso significa que 
      posee inteligencia humana. ¿Crees que puedes comunicarte con ella? 
      
               —Si Walimaí puede, 
      yo también, pero no me atrevo a acercarme —susurró Nadia. 
      
               Esperaron un buen 
      rato, porque las palabras salían de la boca de la criatura una a una, con 
      la misma cachaza con que ésta se movía. 
      
               —Pregunta quiénes 
      somos —tradujo Nadia. 
      
               —Eso lo entendí. 
      Entiendo casi todo... —murmuró Alex adelantándose un paso. Walimaí lo 
      detuvo con un gesto. 
      
               El diálogo entre el 
      chamán y la Bestia continuó con la misma angustiosa parsimonia, sin que 
      nadie se moviera, mientras la luz cambiaba en el cielo blanco, tomándose 
      color naranja. Los muchachos supusieron que afuera de ese cráter el sol 
      debía comenzar su descenso en el horizonte. Por fin Walimaí se puso de pie 
      y regresó donde ellos. 
      
               —Habrá un consejo 
      de los dioses —anunció. 
      
               —¿Cómo? ¿Hay más de 
      estas criaturas? ¿Cuántas hay? —preguntó Alex, pero Walimaí no pudo 
      aclarar sus dudas, porque no sabía confiar. 
      
               El brujo los guió 
      bordeando el valle por el interior del tepui hasta una pequeña caverna 
      natural en la roca, donde se acomodaron lo mejor posible, luego partió en 
      busca de comida. Regresó con unas frutas muy aromáticas, que ninguno de 
      los chicos había visto antes, pero estaban tan hambrientos que las 
      devoraron sin hacer preguntas. La noche se dejó caer de súbito y se vieron 
      rodeados de la más profunda oscuridad; la ciudad de oro falso, que antes 
      resplandecía encandilándolos, desapareció en las sombras. Walimaí no 
      intentó encender su segunda antorcha, que seguramente guardaba para el 
      regreso por el laberinto, y no había luz por parte alguna. Alex dedujo que 
      esas criaturas, aunque humanas en su lenguaje y tal vez en ciertas 
      conductas, eran más primitivas que los hombres de las cavernas, pues aún 
      no habían descubierto el fuego. Comparados con las Bestias, los indios 
      resultaban muy sofisticados. ¿Por qué la gente de la neblina las 
      consideraba dioses, si ellos eran mucho más evolucionados? El calor y la 
      humedad no habían disminuido, porque emanaban de la montaña misma, como si 
      en realidad estuvieran en el cráter apagado de un volcán. La idea de 
      hallarse sobre una delgada costra de tierra y roca, mientras más abajo 
      ardían las llamas del infierno, no era tranquilizadora, pero Alex dedujo 
      que si el volcán había estado inactivo por miles de años, como probaba la 
      lujuriosa vegetación de su interior, sería muy mala suerte que explotara 
      justo la noche en que él estaba de visita. Las horas siguientes 
      transcurrieron muy lentas. Los jóvenes apenas lograron dormir en ese lugar 
      desconocido. Recordaban muy bien el aspecto del soldado muerto. La Bestia 
      debió usar sus enormes garras para destriparlo de esa manera horrenda. 
      ¿Por qué el hombre no escapó o disparó su arma? La tremenda lentitud de la 
      criatura le habría dado tiempo sobrado. La explicación sólo podía estar en 
      la fetidez paralizante que emanaba. No había forma de protegerse si las 
      criaturas decidían usar sus glándulas odoríficas contra ellos. No bastaba 
      taparse la nariz, el hedor penetraba por cada poro del cuerpo, 
      apoderándose del cerebro y la voluntad; era un veneno tan mortal como el 
      curare. 
      
               —¿Son humanos o 
      animales? —preguntó Alex, pero Walimaí tampoco pudo contestar porque para 
      él no había diferencia. 
      
               —¿De dónde vienen? 
      
               —Siempre han estado 
      aquí, son dioses. 
      
               Alex imaginó que el 
      interior del tepui era un archivo ecológico donde sobrevivían especies 
      desaparecidas en el resto de la tierra. Le dijo a Nadia que seguro se 
      trataba de antepasados de las perezas que ellos conocían. 
      
               —No parecen 
      humanos, Águila. No hemos visto viviendas, herramientas o armas, nada que 
      sugiera una sociedad —añadió. 
      
               —Pero hablan como 
      personas, Jaguar —dijo ella. 
      
               —Deben ser animales 
      con el metabolismo muy lento, seguramente viven cientos de años. Si tienen 
      memoria, en esa larga vida pueden aprender muchas cosas, incluso a hablar, 
      ¿no crees? —aventuró Alex. 
      
               —Hablan la lengua 
      de la gente de la neblina. ¿Quién la inventó? ¿Los indios se la enseñaron 
      a las Bestias? ¿O las Bestias se la enseñaron a los indios? 
      
               —De cualquier 
      forma, se me ocurre que los indios y las perezas han tenido por siglos una 
      relación simbiótica —dijo Alex. 
      
               —¿Qué? —preguntó 
      ella, quien nunca había oído esa palabra. 
      
               —Es decir, se 
      necesitan mutuamente para sobrevivir. 
      
               —¿Por qué? 
      
               —No lo sé, pero voy 
      a averiguarlo. Una vez leí que los dioses necesitan a la humanidad tanto 
      como la humanidad necesita a sus dioses —dijo Alex. 
      
               —El consejo de las 
      Bestias seguro será muy largo y muy fastidioso. Mejor tratamos de 
      descansar un poco ahora, así estaremos frescos mañana —sugirió Nadia, 
      disponiéndose a dormir. Tuvo que desprender a Borobá de su lado y 
      obligarlo a echarse más lejos, porque no aguantaba su calor. El mono era 
      como una extensión de su ser; estaban ambos tan acostumbrados al contacto 
      de sus cuerpos, que una separación, por breve que fuera, la sentían como 
      una premonición de muerte. Con el amanecer despertó la vida en la ciudad 
      de oro y se iluminó el valle de los dioses en todos los tonos de rojo, 
      naranja y rosado. Las Bestias, sin embargo, demoraron muchas horas en 
      espabilar el sueño y surgir una a una de sus guaridas entre las 
      formaciones de roca y cristal. Alex y Nadia contaron once criaturas, tres 
      machos y ocho hembras, unas más altas que otras, pero todas adultas. No 
      vieron ejemplares jóvenes de aquella singular especie y se preguntaron 
      cómo se reproducían. Walimaí dijo que rara vez nacía uno de ellos, en los 
      años de su vida nunca había sucedido, y agregó que tampoco los había visto 
      morir, aunque sabía de una gruta en el laberinto donde yacían sus 
      esqueletos. Alex concluyó que eso calzaba con su teoría de que vivían por 
      siglos, e imaginó que esos mamíferos prehistóricos debían tener una o dos 
      crías en sus vidas; por lo mismo, asistir al nacimiento de una debía ser 
      un acontecimiento muy raro. Al observar a las criaturas de cerca, 
      comprendió que dada su limitación para moverse, no podían cazar y debían 
      ser vegetarianas. Las tremendas garras no estaban hechas para matar, sino 
      para trepar. Así se explicó que pudieran bajar y subir por el camino 
      vertical que ellos habían escalado en la catarata. Las perezas utilizaban 
      las mismas muescas, salientes y grietas en la roca que servían a los 
      indios para escalar. ¿Cuántas de ellas habría afuera? ¿Una sola o varias? 
      ¡Cómo le gustaría llevar de vuelta pruebas de lo que veía! 
      
               Muchas horas 
      después comenzó el consejo. Las Bestias se reunieron en semicírculo en el 
      centro de la ciudad de oro, y Walimaí y los muchachos se colocaron al 
      frente. Se veían minúsculos entre aquellos gigantes. Tuvieron la impresión 
      de que los cuerpos de las criaturas vibraban y sus contornos eran difusos, 
      luego comprendieron que en su piel centenaria anidaban pueblos enteros de 
      insectos de diversas clases, algunos de los cuales volaban a su alrededor 
      como moscas de la fruta. El vapor del aire creaba la ilusión de que una 
      nube envolvía a las Bestias. Estaban a pocos metros de ellas, a suficiente 
      distancia para verlas en detalle, pero también para escapar en caso de 
      necesidad, aunque ambos sabían que, si cualquiera de esos once gigantes 
      decidía expeler su olor, no habría poder en el mundo capaz de salvarlos. 
      Walimaí actuaba con gran solemnidad y reverencia, pero no parecía 
      asustado. 
      
               —Estos son Águila y 
      Jaguar, forasteros amigos de la gente de la neblina. Vienen a recibir 
      instrucciones —dijo el anciano. 
      
               Un silencio eterno 
      acogió esta introducción, como si las palabras tardaran mucho en hacer 
      impacto en los cerebros de esos seres. Luego Walimaí recitó un largo poema 
      dando las noticias de la tribu, desde los últimos nacimientos hasta la 
      muerte del jefe Mokarita, incluyendo las visiones en que aparecía el 
      Rahakanariwa, la visita a las tierras bajas, la llegada de los forasteros 
      y la elección de Iyomi como jefe de los jefes. Empezó un diálogo lentísimo 
      entre el brujo y las criaturas, que Nadia y Alex entendieron sin 
      dificultad, porque había tiempo para meditar y consultarse después de cada 
      palabra. Así se enteraron de que por siglos y siglos la gente de la 
      neblina conocía la ubicación de la ciudad de oro y había guardado 
      celosamente el secreto, protegiendo a los dioses del mundo exterior, 
      mientras a su vez esos seres extraordinarios cuidaban cada palabra de la 
      historia de la tribu. Hubo momentos de grandes cataclismos, en los cuales 
      la burbuja ecológica del tepui sufrió graves trastornos y la vegetación no 
      alcanzó para satisfacer las necesidades de las especies que habitaban en 
      su interior. En esas épocas los indios traían «sacrificios»: maíz, papas, 
      mandioca, frutas, nueces. Colocaban sus ofrecimientos en las cercanías del 
      tepui, sin internarse a través del laberinto secreto, y enviaban al 
      mensajero a avisar a los dioses. Los ofrecimientos incluían huevos, peces 
      y animales cazados por los indios; con el transcurso del tiempo cambió la 
      dieta vegetariana de las Bestias. 
      
               Alexander Coid 
      pensó que si esas antiguas criaturas de lenta inteligencia tuvieran 
      necesidad de lo divino, seguramente sus dioses serían los indios 
      invisibles de Tapirawa—teri, los únicos seres humanos que conocían. Para 
      ellas los indios eran mágicos: se movían deprisa, podían reproducirse con 
      facilidad, poseían armas y herramientas, eran dueños del fuego y del vasto 
      universo externo, eran todopoderosos. Pero las gigantescas perezas no 
      habían alcanzado aún la etapa de evolución en la cual se contempla la 
      propia muerte y no necesitaban dioses. Sus larguísimas vidas transcurrían 
      en el plano puramente material. 
      
               La memoria de las 
      Bestias contenía toda la información que los mensajeros de los hombres les 
      habían entregado: eran archivos vivientes. Los indios no conocían la 
      escritura, pero su historia no se perdía, porque las perezas nada 
      olvidaban. Interrogándolas con paciencia y tiempo, se podría obtener de 
      ellas el pasado de la tribu desde la primera época, veinte mil años atrás. 
      Los chamanes como Walimaí las visitaban para mantenerlas al día mediante 
      los poemas épicos que recitaban con la historia pasada y reciente de la 
      tribu. Los mensajeros morían y eran reemplazados por otros, pero cada 
      palabra de esos poemas quedaba almacenada en los cerebros de las Bestias. 
      
               Sólo dos veces 
      había penetrado la tribu al interior del tepui desde los comienzos de la 
      historia y en ambas ocasiones lo había hecho para huir de un enemigo 
      poderoso. La primera vez fue cuatrocientos años antes, cuando la gente de 
      la neblina debió ocultarse durante varias semanas de una partida de 
      soldados españoles, que lograron llegar hasta el Ojo del Mundo. Cuando los 
      guerreros vieron que los extranjeros mataban de lejos con unos palos de 
      humo y ruido, sin ningún esfuerzo, comprendieron que sus armas eran 
      inútiles contra las de ellos. Entonces desarmaron sus chozas, enterraron 
      sus escasas pertenencias, cubrieron los restos de la aldea con tierra y 
      ramas, borraron sus huellas y se retiraron con las mujeres y los niños al 
      tepui sagrado. Allí fueron amparados por los dioses hasta que los 
      extranjeros murieron uno a uno. Los soldados buscaban El Dorado, estaban 
      ciegos de codicia y acabaron asesinándose unos a otros. Los que quedaron 
      fueron exterminados por las Bestias y los guerreros indígenas. Sólo uno 
      salió vivo de allí y de alguna manera logró volver a reunirse con sus 
      compatriotas. Pasó el resto de su vida loco, atado a un poste en un asilo 
      de Navarra, perorando sobre gigantes mitológicos y una ciudad de oro puro. 
      La leyenda perduró en las páginas de los cronistas del imperio español, 
      alimentando la fantasía de aventureros hasta el día de hoy. La segunda vez 
      había sido tres años antes, cuando los grandes pájaros de ruido y viento 
      de los nahab aterrizaron en el Ojo del Mundo. Nuevamente se ocultó la 
      gente de la neblina hasta que los extranjeros partieron, desilusionados, 
      porque no encontraron las minas que buscaban. Sin embargo, los indios, 
      advertidos por las visiones de Walimaí, se preparaban para su regreso. 
      Esta vez no pasarían cuatrocientos años antes que los nahab se aventuraran 
      de nuevo al altiplano, porque ahora podían volar. Entonces las Bestias 
      decidieron salir a matarlos, sin sospechar que había millones y millones 
      de ellos. Acostumbrados al número reducido de su especie, creían poder 
      exterminar a los enemigos uno a uno. 
      
               Alex y Nadia 
      escucharon a las Bestias contar su historia y fueron sacando muchas 
      conclusiones. 
      
               —Por eso no ha 
      habido indios muertos, sólo forasteros —apuntó Alex, maravillado. 
      
               —¿Y el padre 
      Valdomero? —le recordó Nadia. 
      
               —El padre Valdomero 
      vivió con los indios. Seguramente la Bestia identificó el olor y por eso 
      no lo atacó. 
      
               —¿Y yo? Tampoco me 
      atacó aquella noche... —agregó ella. 
      
               —Ibamos con los 
      indios. Si la Bestia nos hubiera visto cuando estábamos con la expedición, 
      habríamos muerto como el soldado. 
      
               —Si entiendo bien, 
      las Bestias han salido a castigar a los forasteros —concluyó Nadia. 
      
               —Exacto, pero han 
      obtenido el resultado opuesto. Ya ves lo que ha pasado: han atraído 
      atención sobre los indios y sobre el Ojo del Mundo. Yo no estaría aquí si 
      mi abuela no hubiera sido contratada por una revista para descubrir a la 
      Bestia —dijo Alex.  
               
      Cayó la tarde y luego la noche sin que los participantes del consejo 
      alcanzaran algún acuerdo. Alex preguntó cuántos dioses habían salido de la 
      montaña y Walimaí dijo que dos, lo cual no era un dato fiable, igual 
      podían ser media docena. El chico logró explicar a las Bestias que la 
      única esperanza de salvación para ellas era permanecer dentro del tepui y 
      para los indios era establecer contacto con la civilización en forma 
      controlada. El contacto era inevitable, dijo, tarde o temprano los 
      helicópteros aterrizarían de nuevo en el Ojo del Mundo y esta vez los 
      nahab vendrían a quedarse. Había unos nahab que deseaban destruir a la 
      gente de la neblina y apoderarse del Ojo del Mundo. Fue muy difícil 
      aclarar este punto, porque ni las Bestias ni Walimaí comprendían cómo 
      alguien podía apropiarse de la tierra. Alex dijo que había otros nahab que 
      deseaban salvar a los indios y que seguramente harían cualquier cosa por 
      preservar a los dioses también, porque eran los últimos de su especie en 
      el planeta. Recordó al chamán que él había sido nombrado por Iyomi jefe 
      para negociar con los nahab y pidió permiso y ayuda para cumplir su 
      misión. 
      
               —No creemos que los 
      nahab sean más poderosos que los dioses —dijo Walimaí. 
      
               —A veces lo son. 
      Los dioses no podrán defenderse de ellos y la gente de la neblina tampoco. 
      Pero los nahab pueden detener a otros nahab —replicó Alex. 
      
               —En mis visiones el 
      Rahakanariwa anda sediento de sangre —dijo Walimaí. 
      
               —Yo he sido 
      nombrada jefe para aplacar al Rahakanariwa —dijo Nadia. 
      
               —No debe haber más 
      guerra. Los dioses deben volver a la montaña. Nadia y yo conseguiremos que 
      la gente de la neblina y la morada de los dioses sean respetados por los 
      nahab —prometió Alex, procurando sonar convincente. 
      
               En realidad no 
      sospechaba cómo podría vencer a Mauro Carías, el capitán Ariosto y tantos 
      otros aventureros que codiciaban las riquezas de la región. Ni siquiera 
      conocía el plan de Mauro Carías ni el papel que les tocaría jugar a los 
      miembros de la expedición del International Geographic en el exterminio de 
      los indios. El empresario había dicho claramente que ellos serían 
      testigos, pero no lograba imaginar de qué lo serían. 
      
               Para sus adentros, 
      el muchacho pensó que habría una conmoción mundial cuando su abuela 
      informara sobre la existencia de las Bestias y el paraíso ecológico que 
      contenía el tepui. Con suerte y manejando la prensa con habilidad, Kate 
      Coid podría obtener que el Ojo del Mundo fuera declarado reserva natural y 
      protegido por los gobiernos. Sin embargo, esa solución podría llegar muy 
      tarde. Si Mauro Carías salía con la suya, «en tres meses los indios serían 
      exterminados», como había dicho en su conversación con el capitán Ariosto. 
      La única esperanza era que la protección internacional llegara antes. 
      Aunque no podría evitarse la curiosidad de los científicos ni las cámaras 
      de televisión, al menos se podría detener la invasión de aventureros y 
      colonos dispuestos a domar la selva y exterminar a sus habitantes. También 
      pasó por su mente la terrible premonición del empresario de Hollywood 
      convirtiendo el tepui en una especie de Disneyworld o Jurassic Park. 
      Esperaba que la presión creada por los reportajes de su abuela pudiera 
      postergar o evitar esa pesadilla. Las Bestias ocupaban diferentes salas en 
      la fabulosa ciudad. Eran seres solitarios, que no compartían su espacio. A 
      pesar de su enorme tamaño, comían poco, masticando durante horas, 
      vegetales, frutas, raíces y de vez en cuando un animal pequeño que caía 
      muerto o herido a sus pies. Nadia pudo comunicarse con ellas mejor que 
      Walimaí. Un par de las criaturas hembras demostraron cierto interés en 
      ella y le permitieron acercarse, porque lo que más deseaba la chica era 
      tocarlas. Al poner la mano sobre el duro pelaje, un centenar de insectos 
      de diversas clases subió por su brazo, cubriéndola entera. Se sacudió 
      desesperada, pero no pudo desprenderse de muchos de ellos, que quedaron 
      adheridos a su ropa y su pelo. Walimaí le señaló una de las lagunas de la 
      ciudad y ella se zambulló en el agua, que resultó ser tibia y gaseosa. Al 
      hundirse sentía en la piel el cosquilleo de las burbujas de aire. Invitó a 
      Alex, y los dos se remojaron largo rato, limpios al fin, después de tantos 
      días arrastrándose por el suelo y sudando. 
      
               Entretanto Walimaí 
      había aplastado en una calabaza la pulpa de una fruta con grandes pepas 
      negras, que enseguida mezcló con el jugo de unas uvas azules y brillantes. 
      El resultado fue una pasta morada con la consistencia de la sopa de huesos 
      que habían bebido durante el funeral de Mokarita, pero con un sabor 
      delicioso y un aroma persistente de miel y néctar de flores. El chamán la 
      ofreció a las Bestias, luego bebió él y les dio a los muchachos y a Borobá. 
      Aquel alimento concentrado les aplacó el hambre de inmediato y se 
      sintieron un poco mareados, como si hubieran bebido alcohol. 
      
               Esa noche fueron 
      instalados en una de las cámaras de la ciudad de oro, donde el calor era 
      menos oprimente que en la cueva de la noche anterior. Entre las 
      formaciones minerales crecían orquídeas desconocidas afuera, algunas tan 
      fragantes que apenas se podía respirar en su proximidad. Por largo rato 
      cayó la lluvia, caliente y densa como una ducha, empapando todo, corría 
      como río entre las grietas de cristal, con un sonido persistente de 
      tambores. Cuando finalmente cesó, el aire refrescó de súbito y los 
      rendidos muchachos se abandonaron por fin al sueño en el duro suelo de El 
      Dorado, con la sensación de tener la barriga llena de flores perfumadas. 
      
               El brebaje 
      preparado por Walimaí tuvo la virtud mágica de conducirlos al reino de los 
      mitos y del sueño colectivo, donde todos, dioses y humanos, podían 
      compartir las mismas visiones. Así se ahorraron muchas palabras, muchas 
      explicaciones. Soñaron que el Rahakanariwa estaba preso en una caja de 
      madera sellada, desesperado, tratando de librarse con su pico formidable y 
      sus terribles garras, mientras dioses y humanos, atados a los árboles, 
      aguardaban su suerte. Soñaron con los nahab matándose unos a otros, todos 
      con los rostros cubiertos por máscaras. Vieron al pájaro caníbal destruir 
      la caja y salir dispuesto a devorar todo a su paso, pero entonces un 
      águila blanca y un jaguar negro le salían al paso, desafiándolo en lucha 
      mortal. No había resolución en ese duelo, como rara vez la hay en los 
      sueños. Alexander Coid reconoció al Rahakanariwa, porque lo había visto 
      antes en una pesadilla en que aparecía como un buitre, rompía una ventana 
      de su casa y se llevaba a su madre en sus monstruosas garras. 
      
               Al despertar por la 
      mañana no tuvieron que contar lo que habían visto, porque todos estuvieron 
      presentes en el mismo sueño, hasta el pequeño Borobá. Cuando se reunió el 
      consejo de los dioses para continuar con sus deliberaciones, no fue 
      necesario pasar horas repitiendo las mismas ideas, como el día anterior. 
      Sabían lo que debían hacer, cada uno conocía su papel en los 
      acontecimientos que vendrían. 
      
               —Jaguar y Águila 
      combatirán con el Rahakanariwa. Si vencen, ¿cuál será su recompensa? 
      —logró formular una de las perezas, después de largas vacilaciones. 
      
               —Los tres huevos 
      del nido —dijo Nadia sin vacilar. 
      
               —Y el agua de la 
      salud —agregó Alex, pensando en su madre. 
      
               Espantado, Walimaí 
      indicó a los chicos que habían violado la elemental norma de reciprocidad: 
      no se puede recibir sin dar. Era la ley natural. Se habían atrevido a 
      solicitar algo de los dioses sin ofrecer algo a cambio... La pregunta de 
      la Bestia había sido meramente formal y lo correcto era responder que no 
      deseaban recompensa alguna, lo hacían como un acto de reverencia hacia los 
      dioses y compasión hacia los humanos. En efecto, las Bestias parecían 
      desconcertadas y molestas ante las peticiones de los forasteros. Algunas 
      se pusieron lentamente de pie, amenazantes, gruñendo y levantando sus 
      brazos, gruesos como ramas de roble. Walimaí se tiró de bruces delante del 
      consejo farfullando explicaciones y disculpas, pero no logró aplacar los 
      ánimos. Temiendo que alguna de las Bestias decidiera fulminarlos con su 
      fragancia corporal, Alex echó mano del único recurso de salvación que se 
      le ocurrió: la flauta de su abuelo. 
      
               —Tengo un 
      ofrecimiento para los dioses —dijo, temblando. 
      
               Las dulces notas 
      del instrumento irrumpieron tentativamente en el aire caliente del tepui. 
      Las Bestias, pilladas de sorpresa, tardaron unos minutos en reaccionar y 
      cuando lo hicieron ya Alex había agarrado vuelo y se abandonaba al placer 
      de crear música. Su flauta parecía haber adquirido los poderes 
      sobrenaturales de Walimaí. Las notas se multiplicaban en el extraño teatro 
      de la ciudad de oro, rebotaban transformadas en interminables arpegios, 
      hacían vibrar las orquídeas entre las altas formaciones de cristal. Nunca 
      el muchacho había tocado de esa manera, nunca se había sentido tan 
      poderoso: podía amansar a las fieras con la magia de su flauta. Sentía 
      como si estuviera conectado a un poderoso sintonizador, que acompañaba la 
      melodía con toda una orquesta de cuerdas, vientos y percusión. Las 
      Bestias, inmóviles al principio, comenzaron a oscilar como grandes árboles 
      movidos por el viento; sus patas milenarias golpearon el suelo y el fértil 
      hueco del tepui resonó como una gran campana. Entonces Nadia, en un 
      impulso, saltó al centro del semicírculo del consejo, mientras Borobá, 
      como si comprendiera que ése era un instante crucial, se mantuvo quieto a 
      los pies de Alex. 
      
               Nadia empezó a 
      danzar con la energía de la tierra, que traspasaba sus delgados huesos 
      como una luz. No había visto jamás un ballet, pero había almacenado los 
      ritmos que escuchara muchas veces: la samba del Brasil, la salsa y el 
      joropo de Venezuela, la música americana que llegaba por la radio. Había 
      visto a negros, mulatos, caboclos y blancos bailar hasta caer extenuados 
      durante el carnaval en Manaos, a los indios danzar solemnes durante sus 
      ceremonias. Sin saber lo que hacía, por puro instinto, improvisó su regalo 
      para los dioses. Volaba. Su cuerpo se movía solo, en trance, sin ninguna 
      conciencia o premeditación de su parte. Oscilaba como las más esbeltas 
      palmeras, se elevaba como la espuma de las cataratas, giraba como el 
      viento. Nadia imitaba el vuelo de las guacamayas, la carrera de los 
      jaguares, la navegación de los delfines, el zumbido de los insectos, la 
      ondulación de las serpientes. 
      
               Por miles y miles 
      de años había existido vida en el cilíndrico hueco del tepui, pero hasta 
      ese momento jamás se había oído música, ni siquiera el tam tam de un 
      tambor. Las dos veces que la gente de la neblina fue acogida bajo la 
      protección de la ciudad legendaria, lo hizo de manera de no irritar a los 
      dioses, en completo silencio, haciendo uso de su talento para tornarse 
      invisible. Las Bestias no sospechaban la habilidad humana para crear 
      música, tampoco habían visto un cuerpo moverse con la ligereza, pasión, 
      velocidad y gracia con que danzaba Nadia. En verdad, esos pesados seres 
      nunca habían recibido un ofrecimiento tan grandioso. Sus lentos cerebros 
      recogieron cada nota y cada movimiento y los guardaron para los siglos 
      futuros. El regalo de esos dos visitantes se quedaría con ellos, como 
      parte de su leyenda.  
        
      
        
        
      
      CAPITULO 15 - Los huevos de 
      cristal   
      
      A cambio de la música y la 
      danza que habían recibido, las Bestias otorgaron a los chicos lo que 
      solicitaban. Les indicaron que ella debía subir al tope del tepui, a las 
      cumbres más altas, donde estaba el nido con los tres huevos prodigiosos de 
      su visión. Por su parte él debía descender a las profundidades de la 
      tierra, donde se encontraba el agua de la salud. 
      
               —¿Podemos ir 
      juntos, primero a la cima del tepui y luego al fondo del cráter? —preguntó 
      Alex, pensando que las tareas serían más fáciles si las compartían. 
      
               Las perezas negaron 
      lentamente con la cabeza y Walimaí explicó que todo viaje al reino de los 
      espíritus es solitario. Añadió que sólo disponían del día siguiente para 
      cumplir cada uno su misión, porque sin falta al anochecer él debía volver 
      al mundo exterior; ése era su acuerdo con los dioses. Si ellos no estaban 
      de regreso, quedarían atrapados en el tepui sagrado, porque jamás 
      encontrarían por sí mismos la salida del laberinto. 
      
               El resto del día 
      los jóvenes lo gastaron recorriendo El Dorado y contándose sus cortas 
      vidas; ambos deseaban saber lo más posible del otro antes de separarse. 
      Para Nadia era difícil imaginar a su amigo en California con su familia; 
      nunca había visto una computadora, ni había ido a la escuela ni sabía lo 
      que es un invierno. Por su parte, el muchacho americano sentía envidia por 
      la existencia libre y silenciosa de la muchacha, en contacto estrecho con 
      la naturaleza. Nadia Santos poseía un sentido común y una sabiduría que a 
      él le parecían inalcanzables. 
      
               Nadia y Alexander 
      se deleitaron ante las magníficas formaciones de mica y otros minerales de 
      la ciudad, ante la flora inverosímil que brotaba por todas partes y los 
      singulares animales e insectos que albergaba ese lugar. Se dieron cuenta 
      que los dragones como el de la caverna, que a veces cruzaban el aire, eran 
      mansos como loros amaestrados. Llamaron a uno, aterrizó con gracia a sus 
      pies, y pudieron tocarlo. Su piel era suave y fría, como la de un pez; 
      tenía la mirada de un halcón y el aliento perfumado a flores. Se bañaron 
      en las calientes lagunas y se hartaron de fruta, pero sólo de aquella 
      autorizada por Walimaí. Había frutas y hongos mortales, otros inducían 
      visiones de pesadilla o destruían la voluntad, otros borraban la memoria 
      para siempre, según les explicó el chamán. Durante sus paseos se topaban 
      por aquí y por allá con las Bestias, que pasaban la mayor parte de su 
      existencia aletargadas. Una vez que consumían las hojas y frutas 
      necesarias para alimentarse, pasaban el resto del día contemplando el 
      tórrido paisaje circundante y el tapón de nubes que cerraba la boca del 
      tepui. «Creen que el cielo es blanco y del tamaño de ese círculo», comentó 
      Nadia y Alex respondió que también ellos tenían una visión parcial del 
      cielo, que los astronautas sabían que no era azul, sino infinitamente 
      profundo y oscuro. Esa noche se acostaron tarde y cansados; durmieron lado 
      a lado, sin tocarse, porque hacía mucho calor, pero compartiendo el mismo 
      sueño, como habían aprendido a hacer con los frutos mágicos de Walimaí. Al 
      amanecer del día siguiente el viejo chamán entregó a Alexander Coid una 
      calabaza vacía y a Nadia Santos una calabaza con agua y una cesta, que 
      ella se amarró a la espalda. Les advirtió que una vez iniciado el viaje, 
      hacia las alturas tanto como hacia las profundidades, no habría vuelta 
      atrás. Deberían vencer los obstáculos o perecer en la empresa, porque 
      regresar con las manos vacías era imposible. 
      
               —¿Están seguros de 
      que esto es lo que desean hacer? —preguntó el chamán. 
      
               —Yo si —decidió 
      Nadia. 
      
               No tenía idea para 
      qué servían los huevos ni por qué debía ir a buscarlos, pero no dudó de su 
      visión. Debían ser muy valiosos o muy mágicos; por ellos estaba dispuesta 
      a vencer su miedo más enraizado: el vértigo de la altura. 
      
               —Yo también —agregó 
      Alex, pensando que iría hasta el mismo infierno con tal de salvar a su 
      madre. 
      
               —Puede ser que 
      vuelvan y puede ser que no vuelvan —se despidió el brujo, indiferente, 
      porque para él la frontera entre la vida y la muerte era apenas una línea 
      de humo que la menor brisa podía borrar. 
      
               Nadia desprendió a 
      Borobá de su cintura y le explicó que no podría llevarlo donde ella iba. 
      El mono se aferró a una pierna de Walimaí gimiendo y amenazando con el 
      puño, pero no intentó desobedecerle. Los dos amigos se abrazaron 
      estrechamente, atemorizados y conmovidos. Luego cada uno partió en la 
      dirección señalada por Walimaí. Nadia Santos subió por la misma escalera 
      tallada en la roca por donde había descendido con Walimaí y Alex desde el 
      laberinto hasta la base del tepui. El ascenso hasta ese balcón no fue 
      difícil, a pesar de que las gradas eran muy empinadas, carecían de un 
      pasamano para sujetarse y los peldaños eran angostos, irregulares y 
      gastados. Luchando contra el vértigo, echó una mirada rápida hacia abajo y 
      vio el extraordinario paisaje verdeazul del valle, envuelto en tenue 
      bruma, con la magnífica ciudad de oro al centro. Luego miró hacia arriba y 
      sus ojos se perdieron en las nubes. La boca del tepui parecía más angosta 
      que su base. ¿Cómo subiría por las laderas inclinadas? Necesitaría patas 
      de escarabajo. ¿Cuán alto era en realidad el tepui cuánto tapaban las 
      nubes? ¿Dónde exactamente estaba el nido? Decidió no pensar en los 
      problemas sino en las soluciones: enfrentaría los obstáculos uno a uno, a 
      medida que se presentaran. Si había podido subir por la cascada, bien 
      podía hacer esto, pensó, aunque ya no iba atada a Jaguar por una cuerda y 
      estaba sola. 
      
               Al llegar al balcón 
      comprendió que allí terminaba la escalera, de allí para adelante debía 
      subir colgando de lo que pudiera agarrar. Se acomodó el canasto a la 
      espalda, cerró los ojos y buscó calma en su interior. Jaguar le había 
      explicado que allí, en el centro de su ser, se concentran la energía vital 
      y el valor. Respiró con todo su ánimo para que el aire limpio le llenara 
      el pecho y recorriera los caminos de su cuerpo, hasta alcanzar las puntas 
      de los dedos de los pies y las manos. Repitió la misma respiración 
      profunda tres veces y, siempre con los ojos cerrados, visualizó el águila, 
      su animal totémico. Imaginó que sus brazos se extendían, se alargaban, se 
      transformaban en alas emplumadas, que sus piernas se convertían en patas 
      terminadas en garras como garfios, que en su cara crecía un pico feroz y 
      sus ojos se separaban hasta quedar a los lados de la cabeza. Sintió que su 
      cabello, suave y crespo, se convertía en plumas duras pegadas al cráneo, 
      que ella podía erizar a voluntad, plumas que contenían los conocimientos 
      de las águilas: eran antenas para captar lo que estaba en el aire, incluso 
      lo invisible. Su cuerpo perdió la flexibilidad y adquirió, en cambio, una 
      ligereza tan absoluta, que podía desprenderse de la tierra y flotar con 
      las estrellas. Experimentó un poder tremendo, toda la fuerza del águila en 
      la sangre. Sintió que esa fuerza llegaba hasta la última fibra de su 
      cuerpo y su conciencia. Soy Águila, pronunció en voz alta y enseguida 
      abrió los ojos. 
      
               Nadia se aferró a 
      una pequeña hendidura en la roca que había sobre su cabeza y colocó el pie 
      en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo y se detuvo 
      hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más arriba, 
      hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario tanteaba 
      hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano, buscando 
      un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación que 
      crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También 
      vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran 
      marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de 
      alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban 
      o salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro 
      lado. Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la 
      portentosa lentitud de esas gigantescas perezas. 
      
               Una parte de su 
      mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui no era un cono 
      invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo desde 
      abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en 
      realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo, 
      después de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro, 
      durante horas, con admirable determinación y una destreza recién 
      adquirida. Esa destreza provenía del más recóndito y misterioso lugar, un 
      lugar de calma dentro de su corazón, donde se hallaban los atributos 
      nobles de su animal totémico. Ella era Águila, el pájaro de más alto 
      vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido donde sólo los ángeles 
      alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a paso. El aire caliente 
      y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa fresca, que la 
      impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada, luchando contra la 
      tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia arriba, 
      concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la abrasaba; 
      sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía soltarse 
      para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado 
      Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría 
      y limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una 
      gota caía de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más, 
      sentía el talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba 
      valor. Era su protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y 
      lisas de la cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado 
      de las Bestias; mientras lo tuviera estaba a salvo. 
      
               Mucho después su 
      cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como merengue, y entonces una 
      blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a tientas, aferrándose a 
      las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida que subía. No 
      tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y los pies, 
      sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto una 
      de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo y 
      se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de 
      nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje 
      como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de 
      Nadia Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas, 
      rebotando y ampliándose, hasta perderse en el horizonte. 
      
               La chica esperó 
      inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las últimas grietas 
      de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón y pudo 
      respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de la 
      calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo 
      tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la 
      amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos, 
      penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar 
      la angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en 
      alcanzar aquello que hemos esperado por mucho tiempo. 
      
               La altura y el 
      brutal esfuerzo de llegar hasta allí y de superar sus terrores actuaron 
      como una droga más poderosa que la de los indios en Tapirawa—teri o la 
      poción de los sueños colectivos de Walimaí. Volvió a sentir que volaba, 
      pero ya no tenía el cuerpo del águila, se había desprendido de todo lo 
      material, era puro espíritu. Estaba suspendida en un espacio glorioso. El 
      mundo había quedado muy lejos, abajo, en el plano de las ilusiones. Flotó 
      allí por un rato incalculable y de pronto vio un agujero en el cielo 
      radiante. Sin vacilar se lanzó como una flecha a través de esa apertura y 
      entró en un espacio vacío y oscuro, como el infinito firmamento en una 
      noche sin luna. Ese era el espacio absoluto de todo lo divino y de la 
      muerte, el espacio donde el espíritu mismo se disuelve. Ella era el vacío, 
      sin deseos, ni recuerdos. No había nada que temer. Allí permaneció fuera 
      del tiempo. Pero en la cima del tepui el cuerpo de Nadia poco a poco la 
      llamaba, reclamándola. El oxígeno devolvió a su mente el sentido de la 
      realidad material, el agua le dio la energía necesaria para moverse. 
      Finalmente el espíritu de Nadia hizo el viaje inverso, volvió a cruzar 
      como una flecha la apertura en el vacío, llegó a la bóveda gloriosa donde 
      flotó unos instantes en la inmensa blancura, y de allí pasó a la forma del 
      águila. Debió resistir la tentación de volar para siempre sostenida por el 
      viento y, con un último esfuerzo, regresar a su cuerpo de niña. Se 
      encontró sentada en la cima del mundo y miró a su alrededor. 
      
               Estaba en el punto 
      más alto de una meseta, rodeada del vasto silencio de las nubes. Aunque no 
      podía ver la altura o la extensión del sitio donde se encontraba, calculó 
      que el hoyo en el centro del tepui era pequeño, en comparación con la 
      inmensidad de la montaña que lo contenía. El terreno se veía quebrado en 
      hondas grietas, en parte rocoso y en otras cubierto de vegetación tupida. 
      Supuso que pasaría mucho tiempo antes que los pájaros de acero de los 
      nahab exploraran ese lugar, porque era absurdo tratar de aterrizar allí, 
      ni siquiera con un helicóptero, y para una persona moverse en la rugosidad 
      de esa superficie resultaba casi imposible. Se sintió desfallecer, porque 
      podría buscar el nido por el resto de sus días sin encontrarlo en esas 
      grietas, pero luego recordó que Walimaí le había indicado exactamente por 
      dónde subir. Descansó un momento y se puso en marcha, subiendo y bajando 
      de roca en roca, impulsada por una fuerza desconocida, una especie de 
      instintiva certeza. 
      
               No tuvo que ir 
      lejos. A poca distancia, en una hendidura formada por grandes rocas se 
      encontraba el nido y en su centro vio los tres huevos de cristal. Eran más 
      pequeños y más brillantes que los de su visión, maravillosos. Con mil 
      precauciones, para no resbalar en una de las profundas fisuras, donde se 
      habría partido todos los huesos, Nadia Santos se arrastró hasta el nido. 
      Sus dedos se cerraron sobre la reluciente perfección del cristal, pero su 
      brazo no pudo moverlo. Extrañada, cogió otro huevo. No logró levantarlo y 
      tampoco el tercero. Era imposible que esos objetos, del tamaño de un huevo 
      de tucán, pesaran de esa manera. ¿Qué sucedía? Los examinó, empujándolos 
      por todos lados, hasta comprobar que no estaban pegados ni atornillados, 
      al contrario, parecían descansar casi flotando en el mullido colchón de 
      palitos y plumas. La muchacha se sentó sobre una de las rocas sin entender 
      lo que ocurría y sin poder creer que toda esa aventura y el esfuerzo de 
      llegar hasta allí hubieran sido inútiles. Tuvo fuerza sobrehumana para 
      subir como una lagartija por las paredes internas del tepui y ahora, 
      cuando finalmente estaba en la cima, las fuerzas le fallaban para mover ni 
      un milímetro el tesoro que había ido a buscar. 
      
               Nadia Santos 
      vaciló, trastornada, sin imaginar la solución de ese enigma, por largos 
      minutos. De súbito se le ocurrió que esos huevos pertenecían a alguien. 
      Tal vez las Bestias los habían puesto allí, pero también podían ser de 
      alguna criatura fabulosa, un ave o un reptil, como los dragones. En ese 
      caso la madre podría aparecer en cualquier momento y, al encontrar una 
      intrusa cerca de su nido, lanzarse al ataque con justificada furia. No 
      debía quedarse allí, decidió, pero tampoco pensaba renunciar a los huevos. 
      Walimaí había dicho que no podría regresar con las manos vacías... ¿Qué 
      más le dijo el chamán? Que debía volver antes de la noche. Y entonces 
      recordó lo que ese brujo sabio le había enseñado el día anterior: la ley 
      de reciprocidad. Por cada cosa que uno toma, se debe dar otra a cambio. 
      
               Se miró 
      desconsolada. Nada tenía para dar. Sólo llevaba puestos una camiseta, unos 
      pantalones cortos y un canasto atado a la espalda. Al revisar su cuerpo se 
      dio cuenta por primera vez de arañazos, magulladuras y heridas abiertas 
      que le habían producido las rocas al ascender la montaña. Su sangre, donde 
      se concentraba la energía vital que le había permitido llegar hasta allí, 
      era tal vez su única posesión valiosa. Se aproximó, presentando su cuerpo 
      adolorido para que la sangre goteara sobre el nido. Unas manchitas rojas 
      salpicaron las suaves plumas. Al inclinarse sintió el talismán contra su 
      pecho y comprendió de inmediato que ése era el precio que debía pagar por 
      los huevos. Dudó por largos minutos. Entregarlo significaba renunciar a 
      los poderes mágicos de protección, que ella atribuía al hueso tallado, 
      regalo del chamán. Nunca tendría nada tan mágico como ese amuleto, era 
      mucho más importante para ella que los huevos, cuya utilidad no podía 
      siquiera imaginar. No, no podía desprenderse de eso, decidió. 
      
               Nadia cerró los 
      ojos, agotada, mientras el sol que se filtraba por las nubes iba cambiando 
      de color. Por unos instantes regresó al sueño alucinante de la ayahuasca, 
      que tuvo en el funeral de Mokarita y volvió a ser el águila volando por un 
      cielo blanco, suspendida por el viento, ligera y poderosa. Vio los huevos 
      desde arriba, brillando en el nido, como en esa visión, y tuvo la misma 
      certeza de entonces: esos huevos contenían la salvación para la gente de 
      la neblina. Por último, abrió los ojos con un suspiro, se quitó el 
      talismán del cuello y lo colocó sobre el nido. Enseguida estiró la mano y 
      tocó uno de los huevos, que al punto cedió y pudo levantarlo sin esfuerzo. 
      Los otros dos fueron igualmente fáciles de tomar. Colocó los tres con 
      cuidado en su canasto y se dispuso a descender por donde había subido. Aún 
      se filtraba luz de sol a través de las nubes; calculó que el descenso 
      debía ser más rápido y que llegaría abajo antes del anochecer, como le 
      había advertido Walimaí.    
      
         
        
      
      CAPITULO 16 - El agua de la salud 
      
        
      
              Mientras Nadia 
      Santos ascendía a la cima del tepui, Alexander Coid bajaba por un pasaje 
      angosto hacia el vientre de la tierra, un mundo cerrado, caliente, oscuro 
      y palpitante, como sus peores pesadillas. Si al menos tuviera una 
      linterna... Debía avanzar a tientas, gateando a veces y arrastrándose 
      otras, en completa oscuridad. Sus ojos no se acostumbraron, porque las 
      tinieblas eran absolutas. Extendía una mano palpando la roca para calcular 
      la dirección y el ancho del túnel, luego movía el cuerpo, culebreando 
      hacia adentro, centímetro a centímetro. A medida que avanzaba el túnel 
      parecía angostarse y pensó que no podría dar la vuelta para salir. El poco 
      aire que había era sofocante y fétido; era como estar enterrado en una 
      tumba. Allí de nada le servían los atributos del jaguar negro; necesitaba 
      otro animal totémico, algo así como un topo, una rata o un gusano. Se 
      detuvo muchas veces con intención de retroceder antes de que fuera 
      demasiado tarde, pero cada vez siguió adelante impulsado por el recuerdo 
      de su madre. Con cada minuto transcurrido aumentaba la opresión en su 
      pecho y el terror se hacia más y más insondable. Volvió a oír el sordo 
      golpeteo de un corazón, que había escuchado en el laberinto con Walimaí. 
      Su mente, enloquecida, barajaba los innumerables peligros que lo 
      acechaban; el peor de todos era quedar sepultado vivo en las entrañas de 
      esa montaña. ¿Cuán largo era ese pasaje? ¿Llegaría hasta el final o caería 
      vencido por el camino? ¿Le alcanzaría el oxigeno o moriría asfixiado? 
      
               En un momento 
      Alexander cayó tendido de bruces, agotado, gimiendo. Tenía los músculos 
      tensos, la sangre agolpada en las sienes, cada nervio de su cuerpo 
      adolorido; no podía razonar, sentía que su cabeza iba a explotar por falta 
      de aire. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera durante la larga 
      noche de su iniciación entre los indios. Trató de recordar las emociones 
      que lo sacudían cuando quedó colgando de una cuerda en El Capitán, pero no 
      era comparable. Entonces estaba en el pico de una montaña, ahora estaba en 
      su interior. Allí estaba con su padre, aquí estaba absolutamente solo. Se 
      abandonó a la desesperación, temblando, extenuado. Por un tiempo eterno 
      las tinieblas penetraron en su mente y perdió el rumbo, llamando sin voz a 
      la muerte, derrotado. Y entonces, cuando su espíritu se alejaba en la 
      oscuridad, la voz de su padre se abrió camino por las brumas de su cerebro 
      y le llegó, primero como un susurro casi imperceptible, luego con más 
      claridad. ¿Qué le había dicho su padre muchas veces cuando le enseñaba a 
      escalar rocas? «Quieto, Alexander, busca el centro de ti mismo, donde está 
      tu fuerza. Respira. Al inhalar te cargas de energía, al exhalar te 
      desprendes de la tensión. No pienses, obedece tu instinto.» Era lo que él 
      mismo le había aconsejado a Nadia cuando subieron al Ojo del Mundo. ¿Cómo 
      lo había olvidado? 
      
               Se concentró en 
      respirar: inhalar energía, sin pensar en la falta de oxigeno, exhalar su 
      terror, relajarse, rechazar los pensamientos negativos que lo paralizaban. 
      Puedo hacerlo, puedo hacerlo..., repitió. Poco a poco regresó a su cuerpo. 
      Visualizó los dedos de sus pies y los fue relajando uno a uno, luego las 
      piernas, las rodillas, las caderas, la espalda, los brazos hasta las 
      puntas de los dedos, la nuca, la mandíbula, los párpados. Ya podía 
      respirar mejor, dejó de sollozar. Ubicó el centro de sí mismo, un lugar 
      rojo y vibrante a la altura del ombligo. Escuchó los latidos de su 
      corazón. Sintió un cosquilleo en la piel, luego un calor por las venas, 
      finalmente la fuerza regresó a su cuerpo, sus sentidos y su mente. 
      
               Alexander Coid 
      lanzó una exclamación de alivio. El sonido tardó unos instantes en rebotar 
      contra algo y volver a sus oídos. Se dio cuenta que así actuaba el sonar 
      de los murciélagos, permitiéndoles desplazarse en la oscuridad. Repitió la 
      exclamación, esperó que volviera indicándole la distancia y la dirección, 
      así pudo «oír con el corazón», como le había dicho tantas veces Nadia. 
      Había descubierto la forma de avanzar en las tinieblas. El resto del viaje 
      por el túnel transcurrió en un estado de semiinconsciencia, en el cual su 
      cuerpo se movía solo, como si conociera el camino. De vez en cuando Alex 
      se conectaba brevemente con su pensamiento lógico y en un chispazo deducía 
      que ese aire cargado de gases desconocidos debía afectarle la mente. Más 
      tarde pensaría que vivió un sueño. 
      
               Cuando parecía que 
      el angosto pasaje no terminaría nunca, el muchacho oyó un rumor de agua, 
      como un río, y una bocanada de aire caliente alcanzó sus agotados 
      pulmones. Eso renovó sus fuerzas. Se impulsó hacia delante y en un recodo 
      del subterráneo percibió que sus ojos alcanzaban a distinguir algo en la 
      negrura. Una claridad, muy tenue al principio, fue surgiendo poco a poco. 
      Siguió arrastrándose, esperanzado, y vio que la luz y el aire aumentaban. 
      Pronto se encontró en una cueva que debía estar conectada al exterior de 
      alguna manera, porque aparecía débilmente iluminada. Un extraño olor le 
      dio en las narices, persistente, un poco nauseabundo, como de vinagre y 
      flores podridas. La cueva tenía las mismas formaciones de relucientes 
      minerales que viera en el laberinto. Las facetas labradas de esas 
      estructuras actuaban como espejos, reflejando y multiplicando la escasa 
      luz que penetraba hasta allí. Se encontró a la orilla de una pequeña 
      laguna, alimentada por un riachuelo de aguas blancas, como leche magra. 
      Viniendo de la tumba donde había estado, esa laguna y ese río blancos le 
      parecieron lo más hermoso que había visto en su vida. ¿Sería ésa la fuente 
      de la eterna juventud? El olor lo mareaba, pensó que debía ser un gas que 
      se desprendía de las profundidades, tal vez un gas tóxico que le embotaba 
      el cerebro. 
      
               Una voz susurrante 
      y acariciadora llamó su atención. Sorprendido, percibió algo en la otra 
      orilla de la pequeña laguna, a pocos metros de distancia, y cuando logró 
      ajustar sus pupilas a la poca luz de la cueva, distinguió una figura 
      humana. No podía verla bien, pero la forma y la voz eran de una muchacha. 
      Imposible, dijo, las sirenas no existen, me estoy volviendo loco, es el 
      gas, el olor; pero la muchacha parecía real, su largo cabello se movía, su 
      piel irradiaba luz, sus gestos eran humanos, su voz seductora. Quiso 
      lanzarse al agua blanca para beber hasta saciarse y para lavarse la tierra 
      que lo cubría, así como la sangre de las magulladuras en sus codos y 
      rodillas. La tentación de acercarse a la bella criatura que lo llamaba y 
      abandonarse al placer era insoportable. Iba a hacerlo cuando notó que la 
      aparición era igual a Cecilia Burns, su mismo cabello castaño, sus mismos 
      ojos azules, sus mismos gestos lánguidos. Una parte aún consciente de su 
      cerebro le advirtió que esa sirena era una creación de su mente, tal como 
      lo eran esas medusas de mar, gelatinosas y transparentes, que flotaban en 
      el aire pálido de la caverna. Recordó lo que había oído de la mitología de 
      los indios, las historias que había contado Walimaí sobre los orígenes del 
      universo, donde figuraba el Río de Leche que contenía todas las semillas 
      de la vida, pero también putrefacción y muerte. No, ésa no era el agua 
      milagrosa que devolvería la salud a su madre, decidió; era una jugarreta 
      de su mente para distraerlo de su misión. No había tiempo para perder, 
      cada minuto era precioso. Se tapó la nariz con la camiseta, luchando 
      contra la penetrante fragancia que lo aturdía. Vio que a lo largo de la 
      orilla donde estaba se extendía un angosto pasaje, que se perdía siguiendo 
      el curso del riachuelo, y por allí escapó. Alexander Coid siguió el 
      sendero, dejando atrás la laguna y la prodigiosa aparición de la muchacha. 
      Le sorprendió que la tenue claridad persistía, al menos ya no debía ir 
      arrastrándose y a tientas. El aroma fue haciéndose más tenue, hasta 
      desaparecer del todo. Avanzó lo más deprisa que pudo, agachado, procurando 
      no golpear la cabeza contra el techo y manteniendo el equilibrio en la 
      estrecha cornisa, pensando que si caía al río más abajo tal vez sería 
      arrastrado. Lamentó no disponer de tiempo para averiguar qué era ese 
      liquido blanco parecido a la leche y con olor a aliño para ensalada. El 
      largo sendero estaba cubierto de un moho resbaloso donde hervía un millar 
      de criaturas minúsculas, larvas, insectos, gusanos y grandes sapos 
      azulados, con la piel tan transparente que se podían ver los órganos 
      internos palpitando. Sus largas lenguas, como de serpiente, intentaban 
      alcanzar sus piernas. Alex echaba de menos sus botas, porque debía 
      patearlos descalzo y sus cuerpos blandos y fríos como gelatina le daban un 
      asco incontrolable. Doscientos metros más allá la capa de moho y los sapos 
      desaparecieron y el sendero se volvió más ancho. Aliviado, pudo echar una 
      mirada a su alrededor y entonces notó por primera vez que las paredes 
      estaban salpicadas de hermosos colores. Al examinarlas de cerca comprendió 
      que eran piedras preciosas y vetas de ricos metales. Abrió su navaja del 
      Ejército suizo y escarbó en la roca, comprobando que las piedras se 
      desprendían con cierta facilidad. ¿Qué eran? Reconoció algunos colores, 
      como el verde intenso de las esmeraldas y el rojo puro de los rubíes. 
      Estaba rodeado de un fabuloso tesoro: ése era el verdadero El Dorado, 
      codiciado por aventureros durante siglos. 
      
               Bastaba tallar las 
      paredes con su cuchillo para cosechar una fortuna. Si llenaba la calabaza 
      que le había dado Walimaí con esas piedras preciosas, regresaría a 
      California convertido en millonario, podría pagar los mejores tratamientos 
      para la enfermedad de su madre, comprar una casa nueva para sus padres, 
      educar a sus hermanas. ¿Y para él? Se compraría un coche de carrera para 
      matar de envidia a sus amigos y dejar a Cecilia Burns con la boca abierta. 
      Esas joyas eran la solución de su vida: podría dedicarse a la música, a 
      escalar montañas o a lo que quisiera, sin tener que preocuparse de ganar 
      un sueldo... ¡No! ¿Qué estaba pensando? Esas piedras preciosas no eran 
      sólo suyas, debían servir para ayudar a los indios. Con esa increíble 
      riqueza obtendría poder para cumplir con la misión que le había asignado 
      Iyomi: negociar con los nahab. Se convertiría en el protector de la tribu 
      y de sus bosques y cascadas; con la pluma de su abuela y su dinero 
      transformarían el Ojo del Mundo en la reserva natural más extensa del 
      mundo. En unas pocas horas podría llenar la calabaza y cambiar el destino 
      de la gente de la neblina y de su propia familia. 
      
               El muchacho empezó 
      a hurgar con la punta de su cuchillo en torno a una piedra verde, haciendo 
      saltar pedacitos de la roca. Minutos más tarde logró soltarla y cuando la 
      tuvo entre los dedos pudo verla bien. No tenía el brillo de una esmeralda 
      pulida, como las de los anillos, pero sin duda era del mismo color. Iba a 
      ponerla en la calabaza, cuando recordó el propósito de esa misión al fondo 
      de la tierra: llenar la calabaza con el agua de la salud. No. No serían 
      joyas las que comprarían la salud de su madre; se requería algo milagroso. 
      Con un suspiro guardó la piedra verde en el bolsillo del pantalón y siguió 
      adelante, preocupado porque había perdido minutos preciosos y no sabía 
      cuánto más debería andar hasta llegar a la fuente maravillosa. 
      
               De súbito el 
      sendero terminó ante un cúmulo de piedras. Alex tanteó seguro que debía 
      haber una forma de seguir adelante, no podía ser que su viaje terminara de 
      esa manera tan abrupta. Si Walimaí lo había enviado a ese infernal viaje a 
      las profundidades de la montaña era porque la fuente existía, todo era 
      cuestión de encontrarla; pero podría ser que hubiera tomado el camino 
      equivocado, que en alguna bifurcación del túnel se hubiera desviado. Tal 
      vez debió cruzar la laguna de leche, porque la muchacha no era una 
      tentación para distraerlo, sino su guía para encontrar el agua de la 
      salud... Las dudas empezaron a retumbar como gritos a todo volumen en su 
      cerebro. Se llevó las manos a las sienes, procurando calmarse, repitió la 
      respiración profunda que había practicado en el túnel, y prestó oídos a la 
      voz remota de su padre, que lo guiaba. Debo situarme en el centro de mí 
      mismo, donde hay calma y fuerza, murmuró. Decidió no perder energía 
      contemplando los posibles errores cometidos, sino en el obstáculo que 
      tenía por delante. Durante el invierno del año anterior, su madre le había 
      pedido que trasladara una gran pila de leña del patio al fondo del garaje. 
      Cuando él alegó que ni Hércules podía hacerlo, su madre le mostró la 
      forma: un palo a la vez. El joven fue quitando piedras, primero los 
      guijarros, luego las rocas medianas, que se soltaban con facilidad, 
      finalmente los peñascos grandes. Fue un trabajo lento y pesado, pero al 
      cabo de un tiempo había abierto un boquete. Una bocanada de vapor caliente 
      le dio en el rostro, como si hubiera abierto la puerta de un horno, 
      obligándolo a retroceder. Esperó, sin saber cuál era el paso siguiente, 
      mientras salía el chorro de aire. Nada sabía de minería, pero había leído 
      que en el interior de las minas suele haber escapes de gas y supuso que, 
      si de eso se trataba, estaba condenado. Se dio cuenta que a los pocos 
      minutos el chorro disminuía, como si hubiera estado a presión, y 
      finalmente desaparecía. Aguardó un rato y luego asomó la cabeza por el 
      hueco. 
      
               Al otro lado había 
      una caverna con un pozo profundo en el centro, de donde surgían humaredas 
      y una luz rojiza. Se oían pequeñas explosiones, como si abajo hirviera 
      algo espeso, que reventaba en burbujas. No tuvo que acercarse para 
      adivinar que debía ser lava ardiente, tal vez los últimos residuos de 
      actividad de un antiquísimo volcán. Estaba en el corazón del cráter. 
      Contempló la posibilidad de que los vapores fueran tóxicos, pero como no 
      olían mal decidió que podía adentrarse en la caverna. Pasó el resto del 
      cuerpo por la apertura y se encontró sobre un suelo de piedra caliente. 
      Aventuró un paso, luego otro más, decidido a explorar el recinto. El calor 
      era peor que una sauna y pronto estuvo completamente bañado en sudor, pero 
      había suficiente aire para respirar. Se quitó la camiseta y se la amarró 
      en torno a la boca y la nariz. Le lloraban los ojos. Comprendió que debía 
      avanzar con extrema prudencia para no resbalar al pozo. 
      
               La caverna era 
      amplia y de forma irregular, alumbrada por la luz rojiza y titilante del 
      fuego que crepitaba abajo. Hacia su derecha se abría otra sala, que 
      exploró tentativamente, descubriendo que era más oscura, porque apenas 
      llegaba la luz que alumbraba la primera. En ella la temperatura resultaba 
      más soportable, tal vez por alguna fisura entraba aire fresco. El muchacho 
      estaba en el limite de su resistencia, empapado de sudor y sediento, 
      convencido de que las fuerzas no le alcanzarían para regresar por el largo 
      camino que ya había recorrido. ¿Dónde estaba la fuente que buscaba? 
       
      
               En ese momento 
      sintió una fuerte brisa y de inmediato una vibración espantosa que resonó 
      en sus nervios, como si estuviera dentro de un gran tambor metálico. Se 
      tapó los oídos en forma instintiva, pero no era ruido, sino una 
      insoportable energía y no había forma de defenderse de ella. Se volvió 
      buscando la causa. Y entonces lo vio. Era un murciélago gigantesco, cuyas 
      alas extendidas debían medir unos cinco metros de punta a punta. Su cuerpo 
      de rata era dos veces más grande que su perro Poncho y en su cabezota se 
      abría un hocico provisto de largos colmillos de fiera. No era negro, sino 
      totalmente blanco, un murciélago albino. 
      
               Aterrado, Alex 
      comprendió que ese animal, como las Bestias, era el último sobreviviente 
      de una edad muy antigua, cuando los primeros seres humanos levantaron la 
      frente del suelo para mirar asombrados a las estrellas, miles y miles de 
      años atrás. La ceguera del animal no era una ventaja para él, porque esa 
      vibración era su sistema de sonar: el vampiro sabía exactamente cómo era y 
      dónde se encontraba el intruso. La ventolera se repitió: eran las alas 
      agitándose, listas para el ataque. ¿Era ése el Rahakanariwa de los indios, 
      el terrible pájaro chupasangre? 
      
               Su mente echó a 
      volar. Sabía que sus posibilidades de escapar eran casi nulas, porque no 
      podía retroceder a la otra sala y echar a correr en ese terreno 
      traicionero sin riesgo de caer al pozo de lava. En forma instintiva se 
      llevó la mano a la navaja del Ejército suizo que tenía en la cintura, 
      aunque sabía que era un arma ridícula comparada con el tamaño de su 
      enemigo. Sus dedos tropezaron con la flauta colgada de su cinturón, y sin 
      pensarlo dos veces la desató y se la llevó a los labios. Alcanzó a 
      murmurar el nombre de su abuelo Joseph Coid, pidiéndole ayuda en ese 
      instante de peligro mortal, y luego comenzó a tocar. 
      
               Las primeras notas 
      resonaron cristalinas, frescas, puras, en aquel recinto maléfico. El 
      enorme vampiro, extremadamente sensible a los sonidos, recogió las alas y 
      pareció encogerse de tamaño. Había vivido tal vez varios siglos en la 
      soledad y el silencio de ese mundo subterráneo, aquellos sonidos tuvieron 
      el efecto de una explosión en su cerebro, se sintió acribillado por 
      millones de punzantes dardos. Lanzó otro grito en su onda inaudible para 
      oídos humanos, aunque claramente dolorosa, pero la vibración se confundió 
      con la música y el vampiro, desconcertado, no pudo interpretarla en su 
      sonar. 
      
               Mientras Alex 
      tocaba su flauta, el gran murciélago blanco se movió hacia atrás, 
      retrocediendo poco a poco, hasta quedar inmóvil en un rincón, como un oso 
      blanco alado, los colmillos y las garras a la vista, pero paralizado. Una 
      vez más el muchacho se maravilló del poder de esa flauta, que lo había 
      acompañado en cada momento crucial de su aventura. Al moverse el animal, 
      vio un tenue hilo de agua que chorreaba por la pared de la caverna y 
      entonces supo que había llegado al fin de su camino: estaba frente a la 
      fuente de la eterna juventud. No era el abundante manantial en medio de un 
      jardín, que describía la leyenda. Eran apenas unas gotas humildes 
      deslizándose por la roca viva. Alexander Coid avanzó con cautela, un paso 
      a la vez, sin dejar de tocar la flauta, acercándose al monstruoso vampiro, 
      procurando pensar con el corazón y no con la cabeza. Era ésa una 
      experiencia tan extraordinaria, que no podía confiar sólo en la razón o la 
      lógica, había llegado el momento de utilizar el mismo recurso que le 
      servía para escalar montañas y crear música: la intuición. Trató de 
      imaginar cómo sentía el animal y concluyó que debía estar tan aterrado 
      como él mismo lo estaba. Se encontraba por primera vez ante un ser humano, 
      nunca había escuchado sonidos como el de la flauta y el ruido debía ser 
      atronador en su sonar, por eso estaba como hipnotizado. Recordó que debía 
      recoger el agua en la calabaza y regresar antes del anochecer. Resultaba 
      imposible calcular cuántas horas había estado en el mundo subterráneo, 
      pero lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible. 
      
               Mientras producía 
      una sola nota con la flauta, valiéndose de una mano, extendió la otra 
      hacia la fuente, casi rozando al vampiro, pero apenas cayeron las primeras 
      gotas adentro de la calabaza, el agua del chorrito disminuyó hasta 
      desaparecer del todo. La frustración de Alex fue tan enorme, que estuvo a 
      punto de arremeter a puñetazos contra la roca. Lo único que lo detuvo fue 
      el horrendo animal que se erguía como un centinela a su lado. 
      
               Y entonces, cuando 
      iba a dar media vuelta, se acordó de las palabras de Walimaí sobre la ley 
      inevitable de la naturaleza: dar tanto como se recibe. Pasó revista a sus 
      escasos bienes: la brújula, la navaja del ejército suizo y su flauta. 
      Podía dejar los dos primeros, que de todos modos no le servirían de mucho, 
      pero no podía desprenderse de su flauta mágica, la herencia de su famoso 
      abuelo, su instrumento de poder. Sin ella estaba perdido. Depositó la 
      brújula y la navaja en el suelo y esperó. Nada. Ni una sola gota más cayó 
      de la roca. 
      
               Entonces comprendió 
      que esa agua de la salud era el tesoro más valioso de este mundo para él, 
      lo único que podría salvar la vida de su madre. A cambio debía entregar su 
      más preciosa posesión. Colocó la flauta en el suelo mientras las últimas 
      notas reverberaban entre las paredes de la caverna. De inmediato el débil 
      chorrito de agua volvió a fluir. Esperó eternos minutos que se llenara la 
      calabaza, sin perder de vista al vampiro, que acechaba a su lado. Estaba 
      tan cerca, que podía oler su fetidez de tumba y contar sus dientes y 
      sentir una compasión infinita por la profunda soledad que lo envolvía, 
      pero no permitió que eso lo distrajera de su tarea. Una vez que la 
      calabaza estuvo rebosando, retrocedió con lentitud, para no provocar al 
      monstruo. Salió de la caverna, entró a la otra, donde se oía el gorgoriteo 
      de la lava ardiendo en las entrañas de la tierra, y luego se deslizó por 
      el boquete. Pensó poner las piedras de vuelta para taparlo, pero no 
      disponía de tiempo y supuso que el vampiro era demasiado grande para 
      escapar por ese hueco y no lo seguiría. 
      
               Hizo el camino de 
      vuelta más rápido, porque ya lo conocía. No tuvo la tentación de recoger 
      piedras preciosas y cuando pasó por la laguna de leche donde aguardaba el 
      espejismo de Cecilia Burns, se tapó la nariz para defenderse del gas 
      fragante que perturbaba el entendimiento y no se detuvo. Lo más difícil 
      fue volver a introducirse en el angosto túnel por donde había entrado, 
      sosteniendo la calabaza verticalmente para no vaciar el agua. Tenía un 
      tapón: un trozo de piel amarrado con una cuerda, pero no era hermético y 
      no deseaba perder ni una gota del maravilloso líquido de la salud. Esta 
      vez el pasadizo, aunque oprimente y tenebroso, no le resultó tan horrible, 
      porque sabía que al final alcanzaría la luz y el aire.  
               
      El colchón de nubes en la boca del tepui, que recibía los últimos rayos 
      del sol, había adquirido tonos rojizos, desde el óxido hasta el dorado. 
      Las seis lunas de luz comenzaban a desaparecer en el extraño firmamento 
      del tepui, cuando Nadia Santos y Alexander Coid regresaron. Walimaí 
      esperaba en el anfiteatro de la ciudad de oro, frente al consejo de las 
      Bestias acompañado por Borobá. Apenas el mono vio a su ama corrió, 
      aliviado, a colgarse de su cuello. Los jóvenes estaban extenuados, con el 
      cuerpo cubierto de arañazos y magulladuras, pero cada uno traía el tesoro 
      que habían ido a buscar. El anciano brujo no dio muestras de sorpresa, los 
      recibió con la misma serenidad con que cumplía cada acto de su existencia 
      y les indicó que había llegado el momento de partir. No había tiempo para 
      descansar, durante la noche deberían cruzar el interior de la montaña y 
      salir afuera, al Ojo del Mundo. 
      
               —Tuve que dejar mi 
      talismán —contó Nadia, desalentada a su amigo. 
      
               —Y yo mi flauta 
      —replicó él. 
      
               —Puedes conseguir 
      otra. La música la haces tú, no la flauta —dijo Nadia. 
      
               —También los 
      poderes del talismán están dentro de ti —la consoló él. 
      
               Walimaí observó los 
      tres huevos cuidadosamente y olisqueó el agua de la calabaza. Aprobó con 
      gran seriedad. Luego desató una de las bolsitas de piel que pendían de su 
      bastón de curandero y se la entregó a Alex con instrucciones de moler las 
      hojas y mezclarlas con esa agua para curar a su madre. El muchacho se 
      colgó la bolsita al cuello, con lágrimas en los ojos. Walimaí agitó el 
      cilindro de cuarzo sobre la cabeza de Alex durante un buen rato, lo sopló 
      en el pecho, las sienes y la espalda, lo tocó en los brazos y las piernas 
      con su bastón. 
      
               —Si no fueras nahab, 
      serías mi sucesor, naciste con alma de chamán. Tienes el poder de sanar, 
      úsalo bien —le dijo. 
      
               —¿Significa eso que 
      puedo curar a mi madre con esta agua y estas hojas? 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser... 
      
               Alex se daba cuenta 
      de que sus ilusiones no tenían una base lógica, debía confiar en los 
      modernos tratamientos del hospital de Texas y no en una calabaza con agua 
      y unas hojas secas obtenidas de un anciano desnudo en el medio del 
      Amazonas, pero en ese viaje había aprendido a abrir su mente a los 
      misterios. Existían poderes sobrenaturales y otras dimensiones de la 
      realidad, como este tepui poblado de criaturas de épocas prehistóricas. 
      Cierto, casi todo podía explicarse racionalmente, incluso las Bestias, 
      pero Alex prefirió no hacerlo y se entregó simplemente a la esperanza de 
      un milagro. 
      
               El consejo de los 
      dioses había aceptado las advertencias de los niños forasteros y del sabio 
      Walimaí. No saldrían a matar a los nahab, era una tarea inútil, puesto que 
      eran tan numerosos como las hormigas y siempre vendrían otros. Las Bestias 
      permanecerían en su montaña sagrada, donde estaban seguras, al menos por 
      el momento. Nadia y Alex se despidieron con pesar de las grandes perezas. 
      En el mejor de los casos, si todo salía bien, la entrada laberíntica al 
      tepui no sería descubierta y tampoco descenderían los helicópteros desde 
      el aire. Con suerte pasaría otro siglo antes que la curiosidad humana 
      alcanzara el último refugio de los tiempos prehistóricos. De no ser así, 
      al menos esperaban que la comunidad científica defendiera a esas 
      extraordinarias criaturas antes que la codicia de los aventureros las 
      destruyera. En todo caso, no volverían a ver a las Bestias. 
      
               Ascendieron las 
      gradas que conducían al laberinto cuando caía la noche, alumbrado por la 
      antorcha de resina de Walimaí. Recorrieron sin vacilar el intrincado 
      sistema de túneles, que el chamán conocía a la perfección. En ningún 
      momento dieron con un callejón sin salida, nunca debieron retroceder o 
      desandar el camino, porque el brujo llevaba el mapa grabado en la mente. 
      Alex renunció a la idea de memorizar las vueltas, porque aunque hubiera 
      podido recordarlas o incluso dibujarlas en un papel, de todos modos 
      carecía de puntos de referencia y sería imposible ubicarse. 
      
               Llegaron a la 
      maravillosa caverna donde vieron al primer dragón y se extasiaron una vez 
      más ante los colores de las piedras preciosas, los cristales y los metales 
      que relucían en su interior. Era una verdadera cueva de Alí Babá, con 
      todos los fabulosos tesoros que la mente más ambiciosa podía imaginar. 
      Alex se acordó de la piedra verde que se había echado al bolsillo y la 
      sacó para compararla. En el resplandor pálido de la caverna la piedra ya 
      no era verde, sino amarillenta y entonces comprendió que el color de esas 
      gemas era producto de la luz y posiblemente tenían tan poco valor como la 
      mica de El Dorado. Había hecho bien al rechazar la tentación de llenar su 
      calabaza con ellas, en vez de hacerlo con el agua de la salud. Guardó la 
      falsa esmeralda como recuerdo: se la llevaría de regalo a su madre. 
      
               El dragón alado 
      estaba en su rincón, tal como lo vieran la primera vez, pero con otro más 
      pequeño y de colores rojizos, tal vez su compañera. No se movieron ante la 
      presencia de los tres seres humanos, tampoco cuando la esposa espíritu de 
      Walimaí voló a saludarlos, revoloteando en torno a ellos como un hada sin 
      alas. 
      
               En esta ocasión, 
      tal como le había ocurrido en su peregrinaje al fondo de la tierra, a Alex 
      le pareció que el regreso era más corto y fácil, porque conocía el camino 
      y no esperaba sorpresas. No las hubo y después de recorrer el último 
      pasaje se encontraron en la cueva a pocos metros de la salida. Allí 
      Walimaí les indicó que se sentaran, abrió una de sus misteriosas bolsitas 
      y sacó unas hojas que parecían de tabaco. Les explicó brevemente que 
      debían ser «limpiados» para borrar el recuerdo de lo que habían visto. 
      Alex no quería olvidar a las Bestias ni su viaje al fondo de la tierra, 
      tampoco Nadia deseaba renunciar a lo aprendido, pero Walimaí les aseguró 
      que recordarían todo eso, sólo borraría de sus mentes el camino, para que 
      no pudieran volver a la montaña sagrada. 
      
               El hechicero 
      enrolló las hojas, pegándolas con saliva, las encendió como un cigarro y 
      procedió a fumarlo. Inhalaba y luego soplaba el humo con fuerza en la boca 
      de los chicos, primero de Alex y luego de Nadia. No era un tratamiento 
      agradable, el humo, fétido, caliente y picante, se iba derecho a la frente 
      y el efecto era como aspirar pimienta. Sintieron un pinchazo agudo en la 
      cabeza, deseos incontrolables de estornudar y pronto estaban mareados. 
      Volvió a la mente de Alex su primera experiencia con tabaco, cuando su 
      abuela Kate se encerró con él a fumar en el coche hasta que lo dejó 
      enfermo. Esta vez los síntomas eran parecidos y además todo giraba a su 
      alrededor. 
      
               Entonces Walimaí 
      apagó la antorcha. La cueva no recibía el débil rayo de luz que la 
      alumbraba días antes, cuando entraron y la oscuridad era total. Los 
      jóvenes se tomaron de la mano, mientras Borobá gemía asustado, sin 
      soltarse de la cintura de su ama. Los dos jóvenes, sumergidos en las 
      tinieblas, percibieron monstruos acechando y oyeron espeluznantes 
      alaridos, pero no tuvieron miedo. Con la escasa lucidez que les quedaba, 
      dedujeron que esas visiones terroríficas eran efecto del humo inhalado y 
      que, en todo caso, mientras el brujo amigo estuviera con ellos, se 
      encontraban a salvo... Se acomodaron en el suelo abrazados y a los pocos 
      minutos habían perdido la conciencia. 
      
               No pudieron 
      calcular cuánto rato estuvieron dormidos. Despertaron poco a poco y pronto 
      sintieron la voz de Walimaí nombrándolos y sus manos tanteando para 
      encontrarlos. La cueva ya no estaba totalmente oscura, una suave penumbra 
      permitía vislumbrar sus contornos. El chamán les señaló el estrecho pasaje 
      por donde debían salir al exterior y ellos, todavía algo mareados, lo 
      siguieron. Salieron al bosque de helechos. Ya había amanecido en el Ojo 
      del Mundo.  
      
        
      
         
        
        
      
      CAPITULO 17 - El pájaro caníbal 
      
        
      
              Al día siguiente los 
      viajeros emprendieron la marcha de vuelta a Tapirawa—teri. Al aproximarse 
      vieron el brillo de los helicópteros entre los árboles y supieron que la 
      civilización de los nahab había finalmente alcanzado a la aldea. Walimaí 
      decidió quedarse en el bosque; toda su vida se había mantenido alejado de 
      los forasteros y no era ése el momento de cambiar sus hábitos. El chamán, 
      como toda la gente de la neblina, poseía el talento de volverse casi 
      invisible y durante años había rondado a los nahab, acercándose a sus 
      campamentos y pueblos para observarlos, sin que nadie sospechara su 
      existencia. Sólo lo conocían Nadia Santos y el padre Valdomero, su amigo 
      desde los tiempos en que el sacerdote vivió con los indios. El brujo había 
      encontrado a la «niña color de miel» en varias de sus visiones y estaba 
      convencido de que era una enviada de los espíritus. La consideraba de su 
      familia, por eso le dio permiso para llamarlo por su nombre cuando estaban 
      solos, le contó los mitos y leyendas de los indios, le regaló su talismán 
      y la condujo a la ciudad sagrada de los dioses. 
      
               Alex tuvo un 
      sobresalto de alegría al ver de lejos a los helicópteros: no estaba 
      perdido para siempre en el planeta de las Bestias, podría regresar al 
      mundo conocido. Supuso que los helicópteros habían recorrido el Ojo del 
      Mundo durante varios días buscándolos. Su abuela debió haber armado un lío 
      monumental cuando él desapareció, obligando al capitán Ariosto a peinar la 
      inmensa región desde el aire. Posiblemente vieron el humo de la pira 
      funeraria de Mokarita y así descubrieron la aldea. 
      
               Walimaí explicó a 
      los muchachos que esperaría oculto entre los árboles para ver qué pasaba 
      en la aldea. Alex quiso darle un recuerdo, a cambio del remedio milagroso 
      para devolver la salud a su madre, y le entregó su navaja del ejército 
      suizo. El indio tomó ese objeto metálico pintado de rojo, sintió su peso y 
      su extraña forma, sin imaginar para qué servía. Alex abrió uno a uno los 
      cuchillos, las pinzas, las tijeras, el sacacorchos, el destornillador, 
      hasta que el objeto se transformó en un reluciente erizo. Le enseñó al 
      chamán el uso de cada parte y cómo abrirlas y cerrarlas. 
      
               Walimaí agradeció 
      el obsequio, pero había vivido más de un siglo sin conocer los metales y, 
      francamente, se sentía un poco viejo para aprender los trucos de los nahab; 
      pero no quiso ser descortés y se colgó la navaja suiza al cuello, junto a 
      sus collares de dientes y sus otros amuletos. Luego recordó a Nadia el 
      grito de la lechuza, que les servia para llamarse, así estarían en 
      contacto. La muchacha le entregó la cesta con los tres huevos de cristal, 
      porque supuso que estarían más seguros en manos del anciano. No quería 
      aparecer con ellos ante los forasteros, pertenecían a la gente de la 
      neblina. Se despidieron y en menos de un segundo Walimaí se esfumó en la 
      naturaleza, como una ilusión. 
      
               Nadia y Alex se 
      acercaron cautelosamente al sitio donde habían aterrizado los «pájaros de 
      ruido y viento», como los llamaban los indios. Se ocultaron entre los 
      árboles, donde podían observar sin ser vistos, aunque estaban demasiado 
      lejos para oír con claridad. En medio de Tapirawa—teri estaban los pájaros 
      de ruido y viento, además había tres carpas, un gran toldo y hasta una 
      cocina a petróleo. Habían tendido un alambre del cual colgaban regalos 
      para atraer a los indios: cuchillos, ollas, hachas y otros artículos de 
      acero y aluminio, que refulgían al sol. Vieron varios soldados armados en 
      actitud de alerta, pero ni rastro de los indios. La gente de la neblina 
      había desaparecido, tal como hacia siempre ante el peligro. Esa estrategia 
      había servido mucho a la tribu, en cambio otros indios que se enfrentaron 
      con los nahab fueron exterminados o asimilados. Los que fueron 
      incorporados a la civilización estaban convertidos en mendigos, habían 
      perdido su dignidad de guerreros y sus tierras, vivían como ratones. Por 
      eso el jefe Mokarita nunca permitió que su pueblo se acercara a los nahab 
      ni tomara sus regalos, sostenía que, a cambio de un machete o un sombrero, 
      la tribu olvidaba para siempre sus orígenes, su lengua y sus dioses. 
      
               Los dos jóvenes se 
      preguntaron qué pretendían esos soldados. Si eran parte del plan para 
      eliminar a los indios del Ojo del Mundo, era mejor no acercarse. 
      Recordaban cada palabra de la conversación que habían escuchado en Santa 
      María de la Lluvia entre el capitán Ariosto y Mauro Carías y comprendieron 
      que sus vidas estaban en peligro si osaban intervenir. Empezó a llover, 
      como ocurría dos o tres veces al día, unos chaparrones imprevistos, breves 
      y violentos, que empapaban todo por un rato y cesaban de pronto, dejando 
      el mundo fresco y limpio. Los dos amigos llevaban casi una hora observando 
      el campamento desde su refugio entre los árboles, cuando vieron llegar a 
      la aldea una partida de tres personas, que evidentemente habían salido a 
      explorar los alrededores y ahora volvían corriendo, mojados hasta los 
      huesos. A pesar de la distancia, las reconocieron al punto: eran Kate Coid, 
      César Santos y el fotógrafo Timothy Bruce. Nadia y Alex no pudieron evitar 
      una exclamación de alivio: eso significaba que el profesor Leblanc y la 
      doctora Omayra Torres también andaban cerca. Con la presencia de ellos en 
      la aldea, el capitán Ariosto y Mauro Carías no podrían recurrir a las 
      balas para quitar a los indios —o a ellos— del medio. 
      
               Los jóvenes dejaron 
      su escondite y se aproximaron con cautela a Tapariwa—teri, pero al poco de 
      andar fueron vistos por los centinelas y de inmediato se vieron rodeados. 
      El grito de alegría de Kate Coid cuando vio a su nieto fue sólo comparable 
      al que dio César Santos al ver a su hija. Los dos corrieron al encuentro 
      de los chicos, que venían cubiertos de arañazos y magulladuras, inmundos, 
      con la ropa en harapos y extenuados. Además Alexander se veía diferente 
      con un corte de pelo de indio, que dejaba expuesta la coronilla, donde 
      tenía una larga cortadura cubierta por una costra seca. Santos levantó a 
      Nadia en sus fornidos brazos y la estrechó con tanta fuerza, que estuvo a 
      punto de romperle las costillas a Borobá, que también cayó en el abrazo. 
      Kate Coid, en cambio, logró controlar la oleada de afecto y alivio que 
      sentía; apenas tuvo a su nieto al alcance de la mano le plantó una 
      bofetada en la cara. 
      
               —Esto es por el 
      susto que nos has hecho pasar, Alexander. La próxima vez que desaparezcas 
      de mi vista, te mato —dijo la abuela. Por toda respuesta Alex la abrazó. 
      
               Llegaron de 
      inmediato los demás: Mauro Carías, el capitán Ariosto, la doctora Omayra 
      Torres y el inefable profesor Leblanc, quien estaba picado de abejas por 
      todas partes. El indio Karakawe, huraño como siempre, no dio muestras de 
      sorpresa al ver a los muchachos. 
      
               —¿Cómo llegaron 
      ustedes hasta aquí? El acceso a este sitio es imposible sin un helicóptero 
      —preguntó el capitán Ariosto. 
      
               Alex contó 
      brevemente su aventura con la gente de la neblina, sin dar detalles ni 
      explicar por dónde habían subido. Tampoco mencionó su viaje con Nadia al 
      tepui sagrado. Supuso que no traicionaba un secreto, puesto que los nahab 
      ya sabían de la existencia de la tribu. Había señas evidentes de que la 
      aldea había sido desocupada por los indios apenas unas horas antes: la 
      mandioca estilaba en los canastos, las brasas aún estaban tibias en los 
      pequeños fogones, la carne de la última cacería se llenaba de moscas en la 
      choza de los solteros, algunas mascotas domésticas todavía rondaban. Los 
      soldados habían matado a machetazos a las apacibles boas y sus cuerpos 
      mutilados se pudrían al sol. 
      
               —¿Dónde están los 
      indios? —preguntó Mauro Carías. 
      
               —Se han ido lejos 
      —replicó Nadia. 
      
               —No creo que anden 
      muy lejos con las mujeres, los niños y los abuelos. No pueden desaparecer 
      sin dejar rastro. 
      
               —Son invisibles. 
      
               —¡Hablemos en 
      serio, niña! —exclamó él. 
      
               —Yo siempre hablo 
      en serio. 
      
               —¿Vas a decirme que 
      esa gente también vuela como las brujas? 
      
               —No vuelan, pero 
      corren rápido —aclaró ella. 
      
               —¿Tú puedes hablar 
      la lengua de esos indios, bonita? 
      
               —Mi nombre es Nadia 
      Santos. 
      
               —Bueno, Nadia 
      Santos, ¿puedes hablar con ellos o no? —insistió Carías, impaciente. 
      
               —Si. 
      
               La doctora Omayra 
      Torres intervino para explicar la necesidad imperiosa de vacunar a la 
      tribu. La aldea había sido descubierta, era Inevitable que dentro de un 
      plazo muy breve hubiera contacto con los forasteros. 
      
               —Como sabes, Nadia, 
      sin quererlo podemos contagiarles enfermedades mortales para ellos. Hay 
      tribus completas que han perecido en cuestión de dos o tres meses por 
      culpa de un resfrío. Lo más grave es el sarampión. Tengo las vacunas, 
      puedo inmunizar a estos pobres indios. Así estarán protegidos. ¿Puedes 
      ayudarme? —suplicó la bella mujer. 
      
               —Trataré —prometió 
      la muchacha. 
      
               —¿Cómo puedes 
      comunicarte con la tribu? 
      
               —No sé todavía, 
      tengo que pensarlo. Alexander Coid trasladó el agua de la salud a una 
      botella con una tapa hermética y la puso cuidadosamente en su bolso. Su 
      abuela lo vio y quiso saber qué hacía. 
      
               —Es el agua para 
      curar a mi mamá —dijo él—. Encontré la fuente de la eterna juventud, la 
      que otros buscaron durante siglos, Kate. Mi mamá se pondrá bien. 
      
               Por primera vez 
      desde que el muchacho podía recordar, su abuela tomó la iniciativa de 
      hacerle un cariño. Sintió sus brazos delgados y musculosos envolviéndolo, 
      su olor a tabaco de pipa, sus pelos gruesos cortados a tijeretazos, su 
      piel seca y áspera como cuero de zapato; oyó su voz ronca nombrándolo y 
      sospechó que tal vez su abuela lo quería un poco, después de todo. Apenas 
      Kate Coid se dio cuenta de lo que hacía, se separó con brusquedad, 
      empujándolo hacia la mesa, donde lo aguardaba Nadia. Los dos chicos, 
      hambrientos y fatigados, atacaron los frijoles, el arroz, el pan de 
      mandioca y unos pescados medio carbonizados y erizados de espinas. Alex 
      devoró con un apetito feroz, ante los ojos sorprendidos de Kate Coid, 
      quien sabía cuán fastidioso era su nieto para la comida. 
      
               Después de comer 
      los amigos se bañaron largamente en el río. Se sabían rodeados por los 
      indios invisibles, que seguían desde la espesura cada movimiento de los 
      nahab. Mientras ellos chapoteaban en el agua, sentían sus ojos encima 
      igual que si los tocaran con las manos. Concluyeron que no se acercaban 
      por la presencia de los desconocidos y los helicópteros, que habían 
      vislumbrado en el cielo, pero jamás habían visto de cerca. Trataron de 
      alejarse un poco, pensando que si estaban solos la gente de la neblina se 
      mostraría, pero había mucho movimiento en la aldea y les fue imposible 
      retirarse al bosque sin llamar la atención. Por suerte los soldados no se 
      atrevían a apartarse ni un paso del campamento, porque las historias sobre 
      la Bestia y la forma en que destripó a uno de sus compañeros los tenían 
      aterrorizados. Nadie había explorado antes el Ojo del Mundo y habían oído 
      de los espíritus y demonios que rondaban esa región. Temían menos a los 
      indios, porque contaban con sus armas de fuego y ellos mismos tenían 
      sangre indígena en las venas. 
               
      Al anochecer todos menos los centinelas de turno se sentaron en grupos en 
      torno a una fogata a fumar y beber. El ambiente era lúgubre y alguien 
      solicitó un poco de música para levantar los ánimos. Alex debió admitir 
      que había perdido la célebre flauta de Joseph Coid, pero no podía decir 
      dónde sin mencionar su aventura en el interior del tepui. Su abuela le 
      lanzó una mirada asesina, pero nada dijo, adivinando que su nieto le 
      ocultaba muchas cosas. Un soldado sacó una armónica y tocó un par de 
      melodías populares, pero sus buenos propósitos cayeron en el vacío. El 
      miedo se había apoderado de todos. 
      
               Kate Coid se llevó 
      aparte a los chicos para contarles lo ocurrido en su ausencia, desde que 
      se los llevaron los indios. Cuando se dieron cuenta que se habían 
      evaporado, iniciaron al punto la búsqueda y, provistos de linternas, 
      salieron por el bosque llamándolos durante casi toda la noche. Leblanc 
      contribuyó a la angustia general con otro de sus atinados pronósticos: 
      habían sido arrastrados por los indios y en ese momento seguro se los 
      estaban comiendo asados al palo. El profesor aprovechó para ilustrarlos 
      sobre la forma en que los indios caribes cortaban pedazos de los 
      prisioneros vivos para devorarlos. Cierto, admitió, no estaban entre 
      caribes, quienes habían sido civilizados o exterminados hacía más de cien 
      años, pero nunca se sabe cuán lejos llegan las influencias culturales. 
      César Santos había estado a punto de arremeter a puñetazos contra el 
      antropólogo. 
      
               Por la tarde del 
      día siguiente apareció finalmente un helicóptero a rescatarlos. El bote 
      con el infortunado Joel González había llegado sin novedad a Santa María 
      de la Lluvia, donde las monjas del hospital se encargaron de atenderlo. 
      Matuwe, el guía indio, consiguió ayuda y él mismo acompañó al helicóptero, 
      donde viajaba el capitán Ariosto. Su sentido de orientación era tan 
      extraordinario, que sin haber volado nunca pudo ubicarse en la 
      interminable extensión verde de la selva y señalar con exactitud el sitio 
      donde aguardaba la expedición del International Geographic. Apenas 
      descendieron, Kate Coid obligó al militar a pedir por radio más refuerzos 
      para organizar la búsqueda sistemática de los chicos desaparecidos. 
      
               César Santos 
      interrumpió a la escritora para agregar que ella había amenazado al 
      capitán Ariosto con la prensa, la embajada americana y hasta la CIA si no 
      cooperaba; así obtuvo el segundo helicóptero, donde llegaron más soldados 
      y también Mauro Carías. No pensaba salir de allí sin su nieto, había 
      asegurado, aunque tuviera que recorrer todo el Amazonas a pie. 
      
               —¿Cierto que 
      dijiste eso, Kate? —preguntó Alex, divertido. 
      
               —No por ti, 
      Alexander. Por una cuestión de principio —gruñó ella.  
               
      Esa noche Nadia Santos, Kate Coid y Omayra Torres ocuparon una tienda, 
      Ludovic Leblanc y Timothy Bruce otra, Mauro Carías la suya, y el resto de 
      los hombres se acomodaron en hamacas entre los árboles. Pusieron guardias 
      en los cuatro costados del campamento y mantuvieron luces de petróleo 
      encendidas. Aunque nadie lo mencionó en voz alta, supusieron que así 
      mantendrían alejada a la Bestia. Las luces los convertían en blanco fácil 
      para los indios, pero hasta entonces nunca las tribus atacaban en la 
      oscuridad, porque temían a los demonios nocturnos que escapan de las 
      pesadillas humanas. 
      
               Nadia, quien tenía 
      el sueño liviano, durmió unas horas y despertó pasada la medianoche con 
      los ronquidos de Kate Coid. Después de comprobar que la doctora tampoco se 
      movía, ordenó a Borobá que permaneciera en su sitio y se deslizó 
      silenciosa fuera de la tienda. Había observado con suma atención a la 
      gente de la neblina, decidida a imitar su facultad de pasar inadvertida, 
      así descubrió que no consistía sólo en camuflar el cuerpo, sino también en 
      una firme voluntad de volverse inmaterial y desaparecer. Requería 
      concentración para alcanzar el estado mental de invisibilidad, en el cual 
      era posible colocarse a un metro de otra persona sin ser visto. Sabía 
      cuándo había alcanzado ese estado porque sentía su cuerpo muy ligero, 
      luego parecía disolverse, borrarse del todo. Necesitaba mantener su 
      propósito sin distraerse, sin permitir que los nervios la traicionaran, 
      único modo de permanecer oculta ante los demás. Al salir de su carpa debió 
      deslizarse a corta distancia de los guardias que rondaban el campamento, 
      pero lo hizo sin ningún temor, protegida por ese extraordinario campo 
      mental que había creado a su alrededor. 
      
               Apenas se sintió 
      segura en el bosque, vagamente iluminado por la luna, imitó el canto de la 
      lechuza dos veces y esperó. Un rato después percibió a su lado la 
      silenciosa presencia de Walimaí. Pidió al brujo que hablara con la gente 
      de la neblina para convencerla de acercarse al campamento y vacunarse. No 
      podrían ocultarse indefinidamente en las sombras de los árboles, dijo, y 
      si intentaban construir una nueva aldea, serían descubiertos por los 
      «pájaros de ruido y viento». Le prometió que ella mantendría a raya al 
      Rahakanariwa y que jaguar negociaría con los nahab. Le contó que su amigo 
      tenía una abuela poderosa, pero no trató de explicarle el valor de 
      escribir y publicar en la prensa, supuso que el chamán no entendería a qué 
      se refería, porque desconocía la escritura y nunca había visto una página 
      impresa. Se limitó a decir que esa abuela tenía mucha magia en el mundo de 
      los nahab, aunque su magia de poco servía en el Ojo del Mundo. 
      
               Por su parte, 
      Alexander Coid se acostó en una hamaca al aire libre, un poco separado de 
      los demás. Tenía la esperanza de que durante la noche los indios se 
      comunicaran con él, pero cayó dormido como una piedra. Soñó con el jaguar 
      negro. El encuentro con su animal totémico fue tan claro y preciso, que al 
      día siguiente no estaba seguro de si lo había soñado o si sucedió en 
      realidad. En el sueño se levantaba de su hamaca y se alejaba 
      cautelosamente del campamento, sin ser visto por los centinelas. Al entrar 
      al bosque, fuera del alcance de la luz de la hoguera y las lámparas de 
      petróleo, veía al felino negro echado sobre la gruesa rama de un inmenso 
      castaño, su cola moviéndose en el aire, sus ojos brillando en la noche 
      como deslumbrantes topacios, tal como apareció en su visión, cuando bebió 
      la poción mágica de Walimaí. Con sus dientes y garras podía destripar a un 
      caimán, con sus poderosos músculos corría como el viento, con su fuerza y 
      valor podía enfrentar a cualquier enemigo. Era un animal magnífico, rey de 
      las fieras, hijo del Sol Padre, príncipe de la mitología de América. En el 
      sueño el muchacho se detenía a pocos pasos del jaguar y, tal como en su 
      primer encuentro en el patio de Mauro Carías, escuchaba la voz cavernosa 
      saludándolo por su nombre: Alexander... Alexander... La voz sonaba en su 
      cerebro como un gigantesco gong de bronce, repitiendo una y otra vez su 
      nombre. ¿Qué significaba el sueño? ¿Cuál era el mensaje que el jaguar 
      negro deseaba transmitirle? 
      
               Despertó cuando ya 
      todo el mundo en el campamento estaba en pie. El vívido sueño de la noche 
      anterior lo angustiaba, estaba seguro de que contenía un mensaje, pero no 
      podía descifrarlo. La única palabra que el jaguar había dicho en sus 
      apariciones era su nombre, Alexander. Nada más. Su abuela se acercó con un 
      tazón de café con leche condensada, algo que antes él no hubiera probado, 
      pero ahora le parecía un desayuno delicioso. En un impulso, le contó su 
      sueño. 
      
               —Defensor de 
      hombres —dijo su abuela. 
      
               —¿Qué? 
      
               —Eso significa tu 
      nombre. Alexander es un nombre griego y quiere decir defensor. 
      
               —¿Por qué me 
      pusieron ese nombre, Kate? 
      
               —Por mí. Tus padres 
      querían ponerte Joseph, como tu abuelo, pero yo insistí en llamarte 
      Alexander, como Alejandro Magno, el gran guerrero de la antigüedad. 
      Tiramos una moneda al aire y yo gané. Por eso te llamas como te llamas 
      —explicó Kate. 
      
               —¿Cómo se te 
      ocurrió que yo debía tener ese nombre? 
      
               —Hay muchas 
      víctimas y causas nobles que defender en este mundo, Alexander. Un buen 
      nombre de guerrero ayuda a pelear por la justicia. 
      
               —Te vas a llevar un 
      chasco conmigo, Kate. No soy un héroe. 
      
               —Veremos —replicó 
      ella, pasándole el tazón. La sensación de ser observados por cientos de 
      ojos tenía a todos nerviosos en el campamento. En años recientes varios 
      empleados del Gobierno, enviados para ayudar a los indios, habían sido 
      asesinados por las mismas tribus que pretendían proteger. A veces el 
      primer contacto era cordial, intercambiaban regalos y comida, pero de 
      súbito los indios empuñaban sus armas y atacaban por sorpresa. Los indios 
      eran impredecibles y violentos, dijo el capitán Ariosto, quien estaba 
      totalmente de acuerdo con las teorías de Leblanc, por lo mismo no se podía 
      bajar la guardia, debían permanecer siempre alertas. Nadia intervino para 
      decir que la gente de la neblina era diferente, pero nadie le hizo caso. 
      
               La doctora Omayra 
      Torres explicó que durante los últimos diez años su trabajo de médico 
      había sido principalmente entre tribus pacificadas; nada sabía de esos 
      indios que Nadia llamaba gente de la neblina. En todo caso, esperaba tener 
      más suerte que en el pasado y alcanzar a vacunarlos antes que se 
      contagiaran. Admitió que en varias ocasiones anteriores sus vacunas 
      llegaron demasiado tarde. Los inyectaba y de todos modos se enfermaban a 
      los pocos días y morían por centenares. 
      
               Para entonces 
      Ludovic Leblanc había perdido por completo la paciencia. Su misión había 
      sido inútil, tendría que volver con las manos vacías, sin noticias de la 
      famosa Bestia del Amazonas. ¿Qué les diría a los editores del 
      International Geographic? Que un soldado había muerto destrozado en 
      misteriosas circunstancias, que habían sido expuestos a un olor bastante 
      desagradable y él se había dado un involuntario revolcón en el excremento 
      de un animal desconocido. Francamente no eran pruebas muy convincentes de 
      la existencia de la Bestia. Tampoco tenía nada que agregar sobre los 
      indios de la región, porque ni siquiera los había vislumbrado. Había 
      perdido su tiempo miserablemente. No veía las horas de regresar a su 
      universidad, donde lo trataban como héroe y estaba a salvo de picaduras de 
      abejas y otras incomodidades. Su relación con el grupo dejaba mucho que 
      desear y con Karakawe era un desastre. El indio contratado como su 
      asistente personal dejó de abanicarlo con la hoja de banano apenas 
      salieron de Santa María de la Lluvia y, en vez de servirlo, se dedicó a 
      hacerle la vida más difícil. Leblanc lo acusó de poner un escorpión vivo 
      en su bolso y un gusano muerto en  su café, también de haberlo llevado de 
      mala fe al sitio donde lo picaron las abejas. Los otros miembros de la 
      expedición toleraban al profesor porque era muy pintoresco y podían 
      burlarse en sus narices sin que se diera por aludido. Leblanc se tomaba 
      tan en serio, que no podía imaginar que otros no lo hicieran. 
      
               Mauro Carías envió 
      partidas de soldados a explorar en varias direcciones. Los hombres 
      partieron de mala gana y regresaron muy pronto, sin noticias de la tribu. 
      También sobrevolaron la zona con helicópteros, a pesar de que Kate Coid 
      les hizo ver que el ruido espantaría a los indios. La escritora aconsejó 
      esperar con paciencia: tarde o temprano llegarían de vuelta a su aldea. 
      Como Leblanc, ella estaba más interesada en la Bestia que en los 
      indígenas, porque debía escribir su artículo. 
      
               —¿Sabes algo de la 
      Bestia, que no me has dicho, Alexander? —preguntó a su nieto. 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser... —replicó el muchacho, sin atreverse a mirarla a la cara. 
      
               —¿Qué clase de 
      respuesta es ésa? 
      
               A eso del mediodía 
      el campamento se alertó: una figura había salido del bosque y se acercaba 
      tímidamente. Mauro Cañas le hizo señas amistosas llamándola, después de 
      ordenar a los soldados que retrocedieran, para no asustarla. El fotógrafo 
      Timothy Bruce le pasó su cámara a Kate Coid y él tomó una filmadora: el 
      primer contacto con una tribu era una ocasión única. Nadia y Alex 
      reconocieron al punto al visitante, era Iyomi, jefe de los jefes de 
      Tapirawa—teri. Venía sola, desnuda, increíblemente anciana, toda arrugada 
      y sin dientes, apoyada en un palo torcido que le servía de bastón y con el 
      sombrero redondo de plumas amarillas metido hasta las orejas. Paso a paso 
      se aproximó, ante el estupor de los nahab. Mauro Carías llamó a Karakawe y 
      Matuwe para preguntarles si conocían la tribu a la cual pertenecía esa 
      mujer, pero ninguno lo sabía. Nadia salió adelante. 
      
               —Yo puedo hablar 
      con ella —dijo. 
      
               —Dile que no le 
      haremos daño, somos amigos de su pueblo, que vengan a vernos sin sus 
      armas, porque tenemos muchos regalos para ella y los demás —dijo Mauro 
      Carías. 
      
               Nadia tradujo 
      libremente, sin mencionar la parte sobre las armas, que no le pareció muy 
      buena idea, considerando la cantidad de armas de los soldados. 
      
               —No queremos 
      regalos de los nahab, queremos que se vayan del Ojo del Mundo —replicó 
      Iyomi con firmeza. 
      
               —Es inútil, no se 
      irán —explicó Nadia a la anciana. 
      
               —Entonces mis 
      guerreros los matarán. 
      
               —Vendrán más, 
      muchos más, y morirán todos tus guerreros. 
      
               —Mis guerreros son 
      fuertes, estos nahab no tienen arcos ni flechas, son pesados, torpes y de 
      cabeza blanda, además se asustan como los niños. 
      
               —La guerra no es la 
      solución, jefe de los jefes. Debemos negociar —suplicó Nadia. 
      
               —¿Qué diablos dice 
      esta vieja? —preguntó Carías impaciente porque hacía un buen rato que la 
      chica no traducía. 
      
               —Dice que su pueblo 
      no ha comido en varios días y tiene mucha hambre —inventó Nadia al vuelo. 
      
               —Dile que les 
      daremos toda la comida que quieran. 
      
               —Tienen miedo de 
      las armas —agregó ella, aunque en realidad los indios no habían visto 
      nunca una pistola o un fusil y no sospechaban su mortífero poder. 
      
               Mauro Carías dio 
      una orden a los hombres para que depusieran las armas como signo de buena 
      voluntad, pero Leblanc, espantado, intervino para recordarles que los 
      indios solían atacar a traición. En vista de eso, soltaron las 
      metralletas, pero mantuvieron las pistolas al cinto. Iyomi recibió una 
      escudilla de carne con maíz de manos de la doctora Omayra Torres y se 
      alejó por donde había llegado. El capitán Ariosto pretendió seguirla, pero 
      en menos de un minuto se había hecho humo en la vegetación. Aguardaron el 
      resto del día oteando la espesura sin ver a nadie, mientras soportaban las 
      advertencias de Leblanc, quien esperaba un contingente de caníbales 
      dispuestos a caerles encima. El profesor, armado hasta los dientes y 
      rodeado de soldados, había quedado tembloroso después de la visita de una 
      bisabuela desnuda con un sombrero de plumas amarillas. Las horas 
      transcurrieron sin incidentes, salvo por un momento de tensión que se 
      produjo cuando la doctora Omayra Torres sorprendió a Karakawe metiendo las 
      manos en sus cajas de vacunas. No era la primera vez que sucedía. Mauro 
      Carías intervino para advertir al indio que si volvía a verlo cerca de los 
      medicamentos, el capitán Ariosto lo pondría preso de inmediato. 
      
               Por la tarde, 
      cuando ya sospechaban que la anciana no regresaría, se materializó frente 
      al campamento la tribu completa de la gente de la neblina. Primero vieron 
      a las mujeres y a los niños, impalpables, tenues y misteriosos. Tardaron 
      unos segundos en percibir a los hombres, que en realidad habían llegado 
      antes y se habían colocado en un semicírculo. Surgieron de la nada, mudos 
      y soberbios, encabezados por Tahama, pintados para la guerra con el rojo 
      del onoto, el negro del carbón, el blanco de la cal y el verde de las 
      plantas, decorados con plumas, dientes, garras y semillas, con todas sus 
      armas en las manos. Estaban en medio del campamento, pero se mimetizaban 
      tan bien con el entorno que era necesario ajustar los ojos para verlos con 
      nitidez. Eran livianos, etéreos, parecían apenas dibujados en el paisaje, 
      pero no había duda de que también eran fieros. 
      
               Por largos minutos 
      los dos bandos se observaron mutuamente en silencio, a un lado los indios 
      transparentes y al otro los desconcertados forasteros. Por fin Mauro Cañas 
      despertó del trance y se puso en acción, dando instrucciones a los 
      soldados de que sirvieran comida y repartieran regalos. Con pesar, Alex y 
      Nadia vieron a las mujeres y los niños recibir las chucherías con que 
      pretendían atraerlos. Sabían que así, con esos inocentes regalos, 
      comenzaba el fin de las tribus. Tahama y sus guerreros se mantuvieron de 
      pie, alertas, sin soltar las armas. Lo más peligroso eran sus gruesos 
      garrotes, con los cuales podían arremeter en un segundo; en cambio apuntar 
      una flecha demoraba más, dando tiempo a los soldados de disparar. 
      
               —Explícales lo de 
      las vacunas, bonita —le ordenó Mauro Cañas a la chica. 
      
               —Nadia, me llamo 
      Nadia Santos —repitió ella. 
      
               —Es por el bien de 
      ellos, Nadia, para protegerlos —añadió la doctora Omayra Torres—. Tendrán 
      miedo de las agujas, pero en realidad duele menos que una picada de 
      mosquito. Tal vez los hombres quieran ser los primeros, para dar el 
      ejemplo a las mujeres y a los niños... 
      
               —¿Por qué no da el 
      ejemplo usted? —preguntó Nadia a Mauro Carías. 
      
               La perfecta 
      sonrisa, siempre presente en el rostro bronceado del empresario, se borró 
      ante el desafío de la chica y una expresión de absoluto terror cruzó 
      brevemente por sus ojos. Alex, quien observaba la escena, pensó que era 
      una reacción exagerada. Sabía de gente que teme las inyecciones, pero la 
      cara de Carías era como si hubiera visto a Drácula. 
      
               Nadia tradujo y 
      después de largas discusiones, en las que el nombre del Rahakanariwa 
      surgió muchas veces, Iyomi aceptó pensarlo y consultar con la tribu. En 
      eso estaban en medio de las conversaciones sobre las vacunas, cuando de 
      pronto Iyomi murmuró una orden imperceptible para los forasteros y de 
      inmediato la gente de la neblina se esfumó tan deprisa como había 
      aparecido. Se retiraron al bosque como sombras, sin que se oyera ni un 
      solo paso, ni una sola palabra, ni un solo llanto de bebé. El resto de la 
      noche los soldados de Ariosto montaron guardia, esperando un ataque en 
      cualquier momento. Nadia desperto a medianoche al sentir que la doctora 
      Omayra Torres dejaba la tienda. Supuso que iría a hacer sus necesidades 
      entre los arbustos, pero tuvo una corazonada y decidió seguirla. Kate Coid 
      roncaba con el sueño profundo que la caracterizaba y no se enteró de los 
      trajines de sus compañeras. Silenciosa como un gato, haciendo uso del 
      talento recién aprendido para ser invisible, avanzó. Escondida tras unos 
      helechos vio la silueta de la doctora en la tenue luz de la luna. Un 
      minuto más tarde se aproximó una segunda figura y, ante la sorpresa de 
      Nadia, tomó a la doctora por la cintura y la besó. 
      
               —Tengo miedo —dijo 
      ella. 
      
               —No temas, mi amor. 
      Todo saldrá bien. En un par de días habremos terminado aquí y podremos 
      regresar a la civilización. Ya sabes que te necesito... 
      
               —¿En verdad me 
      quieres? 
      
               —Claro que si. Te 
      adoro, te haré muy feliz, tendrás todo lo que desees. 
      
               Nadia regresó 
      furtiva a la tienda, se acostó en su esterilla y se hizo la dormida. 
      
               El hombre que 
      estaba con la doctora Omayra Torres era Mauro Carías. Por la mañana la 
      gente de la neblina regresó. Las mujeres traían cestas con fruta y un gran 
      tapir muerto para devolver los regalos recibidos el día anterior. La 
      actitud de los guerreros parecía más relajada y aunque no soltaban sus 
      garrotes, demostraron la misma curiosidad de las mujeres y los niños. 
      Miraban de lejos y sin acercarse a los extraordinarios pájaros de ruido y 
      viento, tocaban la ropa y las armas de los nahab, hurgaban en sus 
      pertenencias, se metían a las tiendas, posaban para las cámaras, se 
      colgaban los collares de plástico y probaban los machetes y cuchillos, 
      maravillados. 
      
               La doctora Omayra 
      Torres consideró que el clima era adecuado para iniciar su trabajo. Pidió 
      a Nadia que explicara una vez más a los indios la imperiosa necesidad de 
      protegerlos contra las epidemias, pero éstos no estaban convencidos. La 
      única razón por la cual el capitán Ariosto no los obligó a punta de balas 
      fue la presencia de Kate Coid y Timothy Bruce; no podía recurrir a la 
      fuerza bruta delante de la prensa, debía guardar las apariencias. No tuvo 
      más remedio que esperar con paciencia las eternas discusiones entre Nadia 
      Santos y la tribu. La incongruencia de matarlos a tiros para impedir que 
      murieran de sarampión no cruzó por la mente del militar. 
      
               Nadia recordó a los 
      indios que ella había sido nombrada por Iyomi jefe para aplacar al 
      Rahakanariwa, quien solía castigar a los humanos con terribles epidemias, 
      así es que debían obedecerle. Se ofreció para ser la primera en someterse 
      al pinchazo de la vacuna, pero eso resultó ofensivo para Tahama y sus 
      guerreros. Ellos serían los primeros, dijeron, finalmente. Con un suspiro 
      de satisfacción ella tradujo la decisión de la gente de la neblina. 
      
               La doctora Omayra 
      Torres hizo colocar una mesa a la sombra y desplegó sus jeringas y sus 
      frascos, mientras Mauro Carías procuraba organizar a la tribu en una fila, 
      así se aseguraba que nadie quedara sin vacunarse. 
      
               Entretanto Nadia se 
      llevó aparte a Alex para contarle lo que había presenciado la noche 
      anterior. Ninguno de los dos supo interpretar aquella escena, pero se 
      sintieron vagamente traicionados. ¿Cómo era posible que la dulce Omayra 
      Torres mantuviera una relación con Mauro Carías, el hombre que llevaba su 
      corazón en un maletín? Dedujeron que sin duda Mauro Carías había seducido 
      a la buena doctora, ¿no decían que tenía mucho éxito con las mujeres? 
      Nadia y Alex no veían el menor atractivo en ese hombre, pero supusieron 
      que sus modales y su dinero podían engañar a otros. La noticia caería como 
      una bomba entre los admiradores de la doctora: César Santos, Timothy Bruce 
      y hasta el profesor Ludovic Leblanc. 
      
               —Esto no me gusta 
      nada —dijo Alex. 
      
               —¿Tú también estás 
      celoso? —se burló Nadia. 
      
               —¡No! —exclamó él, 
      indignado—. Pero siento algo aquí en el pecho, algo como un tremendo peso. 
      
               —Es por la visión 
      que compartimos en la ciudad de oro, ¿recuerdas? Cuando bebimos la poción 
      de los sueños colectivos de Walimaí todos soñamos lo mismo, incluso las 
      Bestias. 
      
               —Cierto. Ese sueño 
      se parecía a uno que tuve antes de comenzar este viaje: un buitre inmenso 
      raptaba a mi madre y se la llevaba volando. Entonces lo interpreté como la 
      enfermedad que amenaza su vida, pensé que el buitre representaba a la 
      muerte. En el tepui soñamos que el Rahakanariwa rompía la caja donde 
      estaba prisionero y que los indios estaban atados a los árboles, ¿te 
      acuerdas?  
               
      —Sí y los nahab llevaban máscaras. ¿Qué significan las máscaras, Jaguar? 
      
               —Secreto, mentira, 
      traición. 
      
               —¿Por qué crees que 
      Mauro Carías tiene tanto interés en vacunar a los indios? 
      
               La pregunta quedó 
      en el aire como una flecha detenida en pleno vuelo. Los dos muchachos se 
      miraron, horrorizados. En un instante de lucidez comprendieron la terrible 
      trampa en que habían caído todos: el Rahakanariwa era la epidemia. La 
      muerte que amenazaba a la tribu no era un pájaro mitológico, sino algo 
      mucho más concreto e inmediato. Corrieron al centro de la aldea, donde la 
      doctora Omayra Torres apuntaba la aguja de su jeringa al brazo de Tahama. 
      Sin pensarlo, Alex se lanzó como un bólido contra el guerrero, tirándolo 
      de espaldas al suelo. Tahama se puso de pie de un salto y levantó el 
      garrote para aplastar al muchacho como una cucaracha, pero un alarido de 
      Nadia detuvo el arma en el aire. 
      
               —¡No! ¡No! ¡Ahí 
      está el Rahakanariwa! —gritó la chica señalando los frascos de las 
      vacunas. 
      
               César Santos pensó 
      que su hija se había vuelto loca y trató de sujetarla, pero ella se 
      desprendió de sus brazos y corrió a reunirse con Alex, chillando y dando 
      manotazos contra Mauro Carías, que le salió al paso. A toda prisa 
      procuraba explicar a los indios que se había equivocado, que las vacunas 
      no los salvarían, al contrario, los matarían, porque el Rahakanariwa 
      estaba en la jeringa.  
           
        
        
      
      CAPITULO 18 - Manchas de sangre 
        
      
              La doctora Omayra 
      Torres no perdió la calma. Dijo que todo eso era una fantasía de los 
      niños, el calor los había trastornado, y ordenó al capitán Ariosto que se 
      los llevara. Enseguida se dispuso a continuar con su interrumpida tarea, a 
      pesar de que para entonces había cambiado por completo el ánimo de la 
      tribu. En ese momento, cuando el capitán Ariosto estaba listo para imponer 
      orden a tiros, mientras los soldados forcejeaban con Nadia y Alex, se 
      adelantó Karakawe, quien no había pronunciado más de media docena de 
      palabras en todo el viaje. 
      
               —¡Un momento! 
      —exclamó. 
      
               Ante el 
      desconcierto general, ese hombre que había dicho media docena de palabras 
      durante todo el viaje, anunció que era funcionario del Departamento de 
      Protección del Indígena y explicó detalladamente que su misión consistía 
      en averiguar por qué perecían en masa las tribus del Amazonas, sobre todo 
      aquellas que vivían cerca de los yacimientos de oro y diamantes. 
      Sospechaba desde hacia tiempo de Mauro Carías, el hombre que más se había 
      beneficiado explotando la región. 
      
       —¡Capitán Ariosto, requise 
      las vacunas! —ordenó Karakawe—. Las haré examinar en un laboratorio. Si 
      tengo razón, esos frascos no contienen vacunas, sino una dosis mortal del 
      virus del sarampión. Por toda respuesta el capitán Ariosto apuntó su arma 
      y disparó al pecho de Karakawe. El funcionario cayó muerto 
      instantáneamente. Mauro Carías dio un empujón a la doctora Omayra Torres, 
      sacó su arma y, en el instante en que César Santos corría a cubrir a la 
      mujer con su cuerpo, vació su pistola en los frascos alineados sobre la 
      mesa, haciéndolos añicos. El líquido se desparramó en la tierra. 
      
               Los acontecimientos 
      se precipitaron con tal violencia, que después nadie pudo narrarlos con 
      precisión, cada uno tenía una versión diferente. La filmadora de Timothy 
      Bruce registró parte de los hechos y el resto quedó en la cámara que 
      sostenía Kate Coid. 
      
               Al ver los frascos 
      destrozados, los indios creyeron que el Rahakanariwa había escapado de su 
      prisión y volvería a su forma de pájaro caníbal para devorarlos. Antes que 
      nadie pudiera impedirlo, Tahama lanzó un alarido escalofriante y descargó 
      un garrotazo formidable sobre la cabeza de Mauro Carías, quien se desplomó 
      como un saco en el suelo. El capitán Ariosto volvió su arma contra Tahama, 
      pero Alex se estrelló contra sus piernas y el mono de Nadia, Borobá, le 
      saltó a la cara. Las balas del capitán se perdieron en el aire, dando 
      tiempo a Tahama de retroceder, protegido por sus guerreros, que ya habían 
      empuñado los arcos. 
      
               En los escasos 
      segundos que tardaron los soldados en organizarse y desenfundar sus 
      pistolas, la tribu se dispersó. Las mujeres y los niños escaparon como 
      ardillas, desapareciendo en la vegetación, y los hombres alcanzaron a 
      lanzar varias flechas antes de huir también. Los soldados disparaban a 
      ciegas, mientras Alex todavía luchaba con Ariosto en el suelo, ayudado por 
      Nadia y Borobá. El capitán le dio un golpe en la mandíbula con la culata 
      de la pistola y lo dejó medio aturdido, luego se sacudió a Nadia y al mono 
      a bofetadas. Kate Coid corrió a socorrer a su nieto, arrastrándolo fuera 
      del centro del tiroteo. Con el griterío y la confusión, nadie oía las 
      voces de mando de Ariosto. 
      
               En pocos minutos la 
      aldea estaba manchada de sangre: había tres soldados heridos de flecha y 
      varios indios muertos, además del cadáver de Karakawe y el cuerpo inerte 
      de Mauro Carías. Una mujer había caído atravesada por las balas y el niño 
      que llevaba en los brazos quedó tirado en el suelo a un paso de ella. 
      Ludovic Leblanc, quien desde la aparición de la tribu se había mantenido a 
      prudente distancia, parapetado detrás de un árbol, tuvo una reacción 
      inesperada. Hasta entonces se había comportado como un manojo de nervios, 
      pero al ver al niño expuesto a la violencia, sacó valor de alguna parte, 
      cruzó corriendo el campo de batalla y levantó en brazos a la pobre 
      criatura. Era un bebé de pocos meses, salpicado con la sangre de su madre 
      y chillando desesperado. Leblanc se quedó allí, en medio del caos, 
      sosteniéndolo apretadamente contra el pecho y temblando de furia y 
      desconcierto. Sus peores pesadillas se habían invertido: los salvajes no 
      eran los indios, sino ellos. Por último se acercó a Kate Coid, quien 
      procuraba enjuagar la boca ensangrentada de su nieto con un poco de agua, 
      y le pasó la criatura. 
      
               —Vamos, Coid, usted 
      es mujer, sabrá qué hacer con esto —le dijo. La escritora, sorprendida, 
      recibió al niño sujetándolo con los brazos extendidos, como si fuera un 
      florero. Hacía tantos años que no tenía uno en las manos, que no sabia qué 
      hacer con él. 
      
               Para entonces Nadia 
      había logrado ponerse de pie y observaba el campo sembrado de cuerpos. Se 
      acercó a los indios, tratando de reconocerlos, pero su padre la obligó a 
      retroceder, abrazándola, llamándola por su nombre, murmurando palabras 
      tranquilizadoras. Nadia alcanzó a ver que Iyomi y Tahama no estaban entre 
      los cadáveres y pensó que al menos la gente de la neblina todavía contaba 
      con dos de sus jefes, porque los otros dos, Águila y Jaguar les habían 
      fallado. 
      
               —¡Pónganse todos 
      contra ese árbol! —ordenó el capitán Ariosto a los expedicionarios. El 
      militar estaba lívido, con el arma temblando en la mano. Las cosas habían 
      salido muy mal. 
      
               Kate Coid, Timothy 
      Bruce, el profesor Leblanc y los dos chicos le obedecieron. Alex tenía un 
      diente roto, la boca llena de sangre y todavía estaba atontado por el 
      culatazo en la mandíbula. Nadia parecía en estado de choque, con un grito 
      atascado en el pecho y los ojos fijos en los indios muertos y en los 
      soldados que gemían tirados por el suelo. La doctora Omayra Torres, ajena 
      a todo lo que la rodeaba y bañada en lágrimas, sostenía sobre sus piernas 
      la cabeza de Mauro Carías. Besaba su rostro pidiéndole que no se muriera, 
      que no la dejara, mientras su ropa se empapaba de sangre. 
      
               —Nos íbamos a 
      casar... —repetía como una letanía. 
      
               —La doctora es 
      cómplice de Mauro Carías. Se refería a ella cuando dijo que alguien de su 
      confianza viajaría con la expedición, ¿te acuerdas? ¡Y nosotros acusábamos 
      a Karakawe! —susurró Alex a Nadia, pero ella estaba sumida en el espanto, 
      no podía oírle. 
      
               El muchacho 
      comprendió que el plan del empresario de exterminar a los indios con una 
      epidemia de sarampión requería la colaboración de la doctora Torres. Desde 
      hacia varios años los indígenas morían en masa víctimas de esa y otras 
      enfermedades, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por protegerlos. 
      Una vez que estallaba una epidemia no había nada que hacer, porque los 
      indios carecían de defensas; habían vivido aislados por miles de años y su 
      sistema inmunológico no resistía los virus de los blancos. Un resfrío 
      común podía matarlos en pocos días, con mayor razón otros males más 
      serios. Los médicos que estudiaban el problema no entendían por qué 
      ninguna de las medidas preventivas daba resultados. Nadie podía imaginar 
      que Omayra Torres, la persona comisionada para vacunar a los indios, era 
      quien les inyectaba la muerte, para que su amante pudiera apropiarse de 
      sus tierras. 
      
               La mujer había 
      eliminado a varias tribus sin levantar sospechas, tal como pretendía 
      hacerlo con la gente de la neblina. ¿Qué le había prometido Carías para 
      que ella cometiera un crimen de tal magnitud? Tal vez no lo había hecho 
      por dinero, sino sólo por amor a ese hombre. En cualquier caso, por amor o 
      por codicia, el resultado era el mismo: centenares de hombres, mujeres y 
      niños asesinados. Si no es por Nadia Santos, quien vio a Omayra Torres y 
      Mauro Carías besándose, los designios de esa pareja no habrían sido 
      descubiertos. Y gracias a la oportuna intervención de Karakawe —quien lo 
      pagó con su vida— el plan fracasó. 
      
       Ahora Alexander Coid 
      entendía el papel que Mauro Carías le había asignado a los miembros de la 
      expedición del International Geographic. Un par de semanas después de ser 
      inoculados con el virus del sarampión se desataría la epidemia en la tribu 
      y el contagio se extendería a otras aldeas con gran rapidez. Entonces el 
      atolondrado profesor Ludovic Leblanc atestiguaría ante la prensa mundial 
      que él había estado presente cuando se hizo el primer contacto con la 
      gente de la neblina. No se podría acusar a nadie: se habían tomado las 
      precauciones necesarias para proteger a la aldea. El antropólogo, 
      respaldado por el reportaje de Kate Coid y las fotografías de Timothy 
      Bruce, podría probar que todos los miembros de la tribu habían sido 
      vacunados. Ante los ojos del mundo la epidemia sería una desgracia 
      inevitable, nadie sospecharía otra cosa y de ese modo Mauro Carías se 
      aseguraba que no habría una investigación del Gobierno. Era un método de 
      exterminio limpio y eficaz, que no dejaba rastros de sangre, como las 
      balas y las bombas, que durante años se habían empleado contra los 
      indígenas para «limpiar» el territorio del Amazonas, dando paso a los 
      mineros, traficantes, colonos y aventureros. Al oír la denuncia de 
      Karakawe, el capitán Ariosto había perdido la cabeza y en un impulso lo 
      mató para proteger a Carías y protegerse a sí mismo. Actuaba con la 
      seguridad que le otorgaba su uniforme. En esa región remota y casi 
      despoblada, donde no alcanzaba el largo brazo de la ley, nadie cuestionaba 
      su palabra. Eso le daba un poder peligroso. Era un hombre rudo y sin 
      escrúpulos, que había pasado años en puestos fronterizos, estaba 
      acostumbrado a la violencia. Como si su arma al cinto y su condición de 
      oficial no fueran suficientes, contaba con la protección de Mauro Carías. 
      A su vez el empresario gozaba de conexiones en las esferas más altas del 
      Gobierno, pertenecía a la clase dominante, tenía mucho dinero y prestigio, 
      nadie le pedía cuentas. La asociación entre Ariosto y Carías había sido 
      beneficiosa para ambos. El capitán calculaba que en menos de dos años 
      podría colgar el uniforme e irse a vivir a Miami, convertido en 
      millonario; pero ahora Mauro Carías yacía con la cabeza destrozada y ya no 
      podría protegerlo. Eso significaba el fin de su impunidad. Tendría que 
      justificar ante el Gobierno el asesinato de Karakawe y de esos indios, que 
      yacían tirados en medio del campamento. 
      
               Kate Coid, todavía 
      con el bebé en los brazos, dedujo que su vida y la de los demás 
      expedicionarios, incluyendo los niños, corría grave peligro, porque 
      Ariosto debía evitar a toda costa que se divulgaran los acontecimientos de 
      Tapirawa—teri. Ya no era simplemente cuestión de rociar los cuerpos con 
      gasolina, encenderles fuego y darlos por desaparecidos. Al capitán le 
      había salido el tiro por la culata: la presencia de la expedición de 
      International Geographic había dejado de ser una ventaja para convertirse 
      en un grave problema. Debía deshacerse de los testigos, pero debía hacerlo 
      con mucha prudencia, no podía ejecutarlos a tiros sin meterse en un lío. 
      Por desgracia para los extranjeros, se encontraban muy lejos de la 
      civilización, donde era fácil para el capitán cubrir sus rastros. 
      
               Kate Coid estaba 
      segura de que, en caso que el militar decidiera asesinarlos, los soldados 
      no moverían un dedo por evitarlo y tampoco se atreverían a denunciar a su 
      superior. La selva se tragaría la evidencia de los crímenes. No podían 
      quedarse cruzados de brazos esperando el tiro de gracia, había que hacer 
      algo. No tenía nada que perder, la situación no podía ser peor. Ariosto 
      era un desalmado y además estaba nervioso, podía hacerlos correr la misma 
      suerte de Karakawe. Kate carecía de un plan, pero pensó que lo primero era 
      crear distracción en las filas enemigas. 
      
               —Capitán, creo que 
      lo más urgente es enviar a esos hombres a un hospital —sugirió, señalando 
      a Carías y los soldados heridos. 
      
               —¡Cállese, vieja! 
      —ladró de vuelta el militar. 
      
               A los pocos 
      minutos, sin embargo, Ariosto dispuso que subieran a Mauro Carías y los 
      tres soldados a uno de los helicópteros. Le ordenó a Omayra Torres que 
      intentara arrancar las flechas a los heridos antes de embarcarlos, pero la 
      doctora lo ignoró por completo: sólo tenía ojos para su amante moribundo. 
      Kate Coid y César Santos se dieron a la tarea de improvisar tapones con 
      trapos para evitar que los infortunados soldados siguieran desangrándose. 
      Mientras los militares cumplían las maniobras de acomodar a los heridos en 
      el helicóptero e intentar en vano comunicarse por radio con Santa María de 
      la Lluvia, Kate explicó en voz baja al profesor Leblanc sus temores sobre 
      la situación en que se encontraban. El antropólogo también había llegado a 
      las mismas conclusiones que ella: corrían más peligro en manos de Ariosto 
      que de los indios o la Bestia. 
      
               —Si pudiéramos 
      escapar a la selva... —susurró Kate. 
      
               Por una vez el 
      hombre la sorprendió con una reacción razonable. Kate estaba tan 
      acostumbrada a las pataletas y exabruptos del profesor, que al verlo 
      sereno le cedió la autoridad en forma casi automática. 
      
               —Eso sería una 
      locura —replicó Leblanc con firmeza—. La única manera de salir de aquí es 
      en helicóptero. La clave es Ariosto. Por suerte es ignorante y vanidoso, 
      eso actúa a nuestro favor. Debemos fingir que no sospechamos de él y 
      vencerlo con astucia. 
      
               —¿Cómo? —preguntó 
      la escritora, incrédula. 
      
               —Manipulando. Está 
      asustado, de modo que le ofreceremos la oportunidad de salvar el pellejo y 
      además salir de aquí convertido en héroe —dijo Leblanc. 
      
               —¡Jamás! —exclamó 
      Kate. 
      
               —No sea tonta, Coid. 
      Eso es lo que le ofreceremos, pero no significa que vayamos a cumplirlo. 
      Una vez a salvo fuera de este país, Ludovic Leblanc será el primero en 
      denunciar las atrocidades que se cometen contra estos pobres indios. 
      
               —Veo que su opinión 
      sobre los indios ha variado un poco —masculló Kate Coid. 
      
               El profesor no se 
      dignó responder. Se irguió en toda su reducida estatura, se acomodó la 
      camisa salpicada de barro y sangre y se dirigió al capitán Ariosto. 
      
               —¿Cómo volveremos a 
      Santa María de la Lluvia, mi estimado capitán? No cabemos todos en el 
      segundo helicóptero —dijo señalando a los soldados y al grupo que 
      aguardaba junto al árbol. 
      
               —¡No meta sus 
      narices en esto! ¡Aquí las órdenes las doy yo! —bramó Ariosto. 
      
               —¡Por supuesto! Es 
      un alivio que usted esté a cargo de esto, capitán, de otro modo estaríamos 
      en una situación muy difícil —comentó Leblanc suavemente. Ariosto, 
      desconcertado, prestó oídos—. De no ser por su heroísmo, habríamos 
      perecido todos en manos de los indios —agregó el profesor. 
      
               Ariosto, algo más 
      tranquilo, contó a la gente, vio que Leblanc tenía razón y decidió enviar 
      a la mitad del contingente de soldados en el primer viaje. Eso lo dejó con 
      sólo cinco hombres y los expedicionarios, pero como éstos no estaban 
      armados no representaban peligro. La máquina emprendió el vuelo, creando 
      nubes de polvo rojizo al elevarse del suelo. Se alejó por encima de la 
      cúpula verde de la selva, perdiéndose en el cielo. Nadia Santos había 
      seguido los hechos abrazada a su padre y a Borobá. Estaba arrepentida de 
      haber dejado el talismán de Walimaí en el nido de los huevos de cristal, 
      porque sin la protección del amuleto se sentía perdida. De pronto empezó a 
      gritar como una lechuza. Desconcertado, César Santos creyó que su pobre 
      hija había soportado demasiadas emociones y le había dado un ataque de 
      nervios. La batalla que se había librado en la aldea fue muy violenta, los 
      gemidos de los soldados heridos y el reguero de sangre de Mauro Carías 
      habían sido un espectáculo escalofriante; todavía estaban los cuerpos de 
      los indios tirados donde cayeron, sin que nadie hiciera ademán de 
      recogerlos. El guía concluyó que Nadia estaba trastornada por la 
      brutalidad de los acontecimientos recientes, no había otra explicación 
      para esos graznidos de la niña. En cambio Alexander Coid debió disimular 
      una sonrisa de orgullo al oír a su amiga: Nadia recurría a la última tabla 
      de salvación posible. 
      
       —¡Entrégueme los rollos de 
      película! —exigió el capitán Ariosto a Timothy Bruce. 
      
               Para el fotógrafo 
      eso equivalía a entregar la vida. Era un fanático en lo que se refería a 
      sus negativos, no se había desprendido de uno jamás, los tenía todos 
      cuidadosamente clasificados en su estudio de Londres. 
      
               —Me parece 
      excelente que tome precauciones para que no se pierdan esos valiosos 
      negativos, capitán Ariosto —intervino Leblanc—. Son la prueba de lo que ha 
      pasado aquí, de cómo ese indio atacó al señor Carías, de cómo cayeron sus 
      valientes soldados bajo las flechas, de cómo usted mismo se vio obligado a 
      disparar contra Karakawe. 
      
               —¡Ese hombre se 
      inmiscuyó en lo que no debía! —exclamó el capitán. 
      
               —¡Por supuesto! Era 
      un loco. Quiso impedir que la doctora Torres cumpliera con su deber. ¡Sus 
      acusaciones eran dementes! Lamento que los frascos de las vacunas fueran 
      destruidos en el fragor de la pelea. Ahora nunca sabremos qué contenían y 
      no se podrá probar que Karakawe mentía —dijo astutamente Leblanc. 
      
               Ariosto hizo una 
      mueca que en otras circunstancias podría haber sido una sonrisa. Se puso 
      el arma al cinto, postergó el asunto de los negativos y por primera vez 
      dejó de contestar a gritos. Tal vez esos extranjeros nada sospechaban, 
      eran mucho más imbéciles de lo que él creía, masculló para sus adentros. 
      
               Kate Coid seguía el 
      diálogo del antropólogo y el militar con la boca abierta. Nunca imaginó 
      que el mequetrefe de Leblanc fuera capaz de tanta sangre fría. 
      
               —Cállate, Nadia, 
      por favor —rogó César Santos cuando Nadia repitió el grito de la lechuza 
      por décima vez. 
      
               —Supongo que 
      pasaremos la noche aquí. ¿Desea que preparemos algo para la cena, capitán? 
      —ofreció Leblanc, amable. 
      
               El militar los 
      autorizó para hacer comida y circular por el campamento, pero les ordenó 
      que se mantuvieran dentro de un radio de treinta metros, donde él pudiera 
      verlos. Mandó a los soldados a recoger a los indios muertos y ponerlos 
      todos juntos en el mismo sitio; al día siguiente podrían enterrarlos o 
      quemarlos. Esas horas de la noche le darían tiempo para tomar una decisión 
      respecto a los extranjeros. Santos y su hija podían desaparecer sin que 
      nadie hiciera preguntas, pero con los otros había que tomar precauciones. 
      Ludovic Leblanc era una celebridad y la vieja y el chico eran americanos. 
      En su experiencia, cuando algo sucedía a un americano, siempre había una 
      investigación; esos gringos arrogantes se creían dueños del mundo. Aunque 
      el profesor Leblanc había sido el de la idea, fueron César Santos y 
      Timothy Bruce quienes prepararon la cena, porque el antropólogo era 
      incapaz de hervir un huevo. Kate Coid se disculpó explicando que sólo 
      sabía hacer albóndigas y allí no contaba con los ingredientes; además 
      estaba muy ocupada tratando de alimentar al bebé a cucharaditas con una 
      solución de agua y leche condensada. Entretanto Nadia se sentó a otear la 
      espesura, repitiendo el grito de la lechuza de vez en cuando. A una 
      discreta orden suya, Borobá se soltó de sus brazos y corrió a perderse en 
      el bosque. Una media hora después el capitán Ariosto se acordó de los 
      rollos de película y obligó a Timothy Bruce a entregárselos con el 
      pretexto que Leblanc le había dado: en sus manos estarían seguros. Fue 
      inútil que el fotógrafo inglés alegara y hasta intentara sobornarlo, el 
      militar se mantuvo firme. 
      
               Comieron por 
      turnos, mientras los soldados vigilaban, y luego Ariosto mandó a los 
      expedicionarios a dormir en las tiendas, donde estarían algo más 
      protegidos en caso de ataque, como dijo, aunque la verdadera razón era que 
      así podía controlarlos mejor. Nadia y Kate Coid con el bebé ocuparon una 
      de las tiendas, Ludovic Leblanc, César Santos y Timothy Bruce la otra. El 
      capitán no olvidaba cómo Alex lo embistió y le había tomado un odio ciego. 
      Por culpa de esos chiquillos, especialmente del maldito muchacho 
      americano, él estaba metido en un tremendo lío, Mauro Carías tenía el 
      cerebro hecho papilla, los indios habían escapado y sus planes de vivir en 
      Miami convertido en millonario peligraban seriamente. Alexander 
      representaba un riesgo para él, debía ser castigado. Decidió separarlo de 
      los demás y dio orden de atarlo a un árbol en un extremo del campamento, 
      lejos de las tiendas de los otros miembros de su grupo y lejos de las 
      lámparas de petróleo. Kate Coid reclamó furiosa por el tratamiento que 
      recibía su nieto, pero el capitán la hizo callar. 
      
               —Tal vez es mejor 
      así, Kate. Jaguar es muy listo, seguro que se le ocurrirá la forma de 
      escapar —susurró Nadia. 
      
               —Ariosto piensa 
      matarlo durante la noche, estoy segura —replicó la escritora, temblando de 
      rabia. 
      
               —Borobá fue a 
      buscar ayuda —dijo Nadia. 
      
               —¿Crees que ese 
      monito nos salvará? —resopló Kate. 
      
               —Borobá es muy 
      inteligente. 
      
               —¡Niña, estás mal 
      de la cabeza! —exclamó la abuela. 
      
               Pasaron varias 
      horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el bebé, agotado de 
      llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de ropa, preguntándose 
      qué haría con esa infortunada criatura: lo último que deseaba en su vida 
      era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se mantenía vigilante, 
      convencida de que en cualquier momento Ariosto podía asesinar primero a su 
      nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés, primero a ellos y luego 
      vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible. Ese hombre era muy 
      peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían las orejas pegadas 
      a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos de los 
      soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su carpa 
      con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el 
      capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida 
      aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al 
      capitán, lo invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de 
      vodka, facilitada por Kate Coid. 
      
               —No trate de 
      embriagarme, profesor —le advirtió Ariosto, pero llenó su vaso. 
      
               —¡Cómo se le 
      ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un hombre como 
      usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco —replicó 
      Leblanc.    
      
         
        
        
      
      CAPITULO 19 - Protección 
      
        
      
      Como ocurría a menudo en el 
      altiplano, la temperatura descendió de golpe al ponerse el sol. Los 
      soldados, acostumbrados al calor de las tierras bajas, tiritaban en sus 
      ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde. Ninguno dormía, por 
      orden del capitán todos debían montar guardia en tomo al campamento. Se 
      mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos. Ya no sólo temían 
      a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino también a los 
      indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a sus muertos. 
      Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros conocían el 
      terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada, como 
      ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol, 
      pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los 
      soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes 
      posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del 
      bosque circundante se volvían aterradores. 
      
               Kate Coid, sentada 
      de piernas cruzadas junto al niño dormido en la tienda de las mujeres, 
      pensaba cómo ayudar a su nieto y cómo salir con vida del Ojo del Mundo. A 
      través de la tela de la carpa se filtraba algo de la claridad de la 
      hoguera y la escritora podía ver la silueta de Nadia envuelta en el 
      chaleco de su padre. 
      
               —Voy a salir 
      ahora... —susurró la muchacha. 
      
               —¡No puedes salir! 
      —la atajó la escritora. 
      
               —Nadie me verá, 
      puedo hacerme invisible. 
      
               Kate Coid sujetó a 
      la chica por los brazos, segura de que deliraba. 
      
               —Nadia, 
      escúchame... No eres invisible. Nadie es invisible, ésas son fantasías. No 
      puedes salir de aquí. 
      
               —Sí puedo. No haga 
      ruido, señora Coid. Cuide al niño hasta que yo vuelva, luego lo 
      entregaremos a su tribu —murmuró Nadia. Había tal certeza y calma en su 
      voz, que Kate no se atrevió a retenerla. 
      
               Nadia Santos se 
      colocó primero en el estado mental de la invisibilidad, como había 
      aprendido de los indios, se redujo a la nada, a puro espíritu 
      transparente. Luego abrió silenciosamente el cierre de la carpa y se 
      deslizó afuera amparada por las sombras. Pasó —como una sigilosa comadreja 
      a pocos metros de la mesa donde el profesor Leblanc y el capitán Ariosto 
      jugaban a los naipes, pasó por delante de los guardias armados que 
      rondaban el campamento, pasó frente al árbol donde estaba Alex atado y 
      ninguno la vio. La muchacha se alejó del vacilante círculo de luz de las 
      lámparas y de la fogata y desapareció entre los árboles. Pronto el grito 
      de una lechuza interrumpió el croar de los sapos. Alex, como los soldados, 
      tiritaba de frío. Tenía las piernas dormidas y las manos hinchadas por las 
      ligaduras apretadas en las muñecas. Le dolía la mandíbula, podía sentir la 
      piel tirante, debía tener una tremenda magulladura. Con la lengua tocaba 
      el diente partido y sentía la encía tumefacta donde el culatazo del 
      capitán había hecho impacto. Trataba de no pensar en las muchas horas 
      oscuras que se extendían por delante o en la posibilidad de ser asesinado. 
      ¿Por qué Ariosto lo había separado de los demás? ¿Qué planeaba hacer con 
      él? Quizo ser el jaguar negro, poseer la fuerza, la fiereza, la agilidad 
      del gran felino, convertirse en puro músculo y garra y diente para 
      enfrentar a Ariosto. Pensó en la botella del agua de la salud que esperaba 
      en su bolso y en que debía salir vivo del Ojo del Mundo para llevársela a 
      su madre. El recuerdo de su familia era borroso, como la imagen difusa de 
      una fotografía fuera de foco, donde la cara de su madre era apenas una 
      mancha pálida. 
      
               Empezaba a 
      cabecear, vencido por el agotamiento, cuando de pronto sintió unas manitas 
      tocándolo. Se irguió sobresaltado. En la oscuridad pudo identificar a 
      Borobá husmeando en su cuello, abrazándolo, gimiendo despacito en su 
      oreja. Borobá, Borobá, murmuró el joven, tan conmovido que se le llenaron 
      los ojos de lágrimas. Era sólo un mono del tamaño de una ardilla, pero su 
      presencia despertó en él una oleada de esperanza. Se dejó acariciar por el 
      animal, profundamente reconfortado. Entonces se dio cuenta de que a su 
      lado había otra presencia, una presencia invisible y silenciosa, 
      disimulada en las sombras del árbol. Primero creyó que era Nadia, pero 
      enseguida se dio cuenta de que se trataba de Walimaí. El pequeño anciano 
      estaba agachado a su lado, podía percibir su olor a humo, pero por mucho 
      que ajustaba la vista no lo veía. El chamán le puso una de sus manos sobre 
      el pecho, como si buscara el latido de su corazón. El peso y el calor de 
      esa mano amiga transmitieron valor al muchacho, se sintió más tranquilo, 
      dejó de temblar y pudo pensar con claridad. La navaja, la navaja, murmuró. 
      Oyó el clic del metal al abrirse y pronto el filo del cortaplumas se 
      deslizaba sobre sus ligaduras. No se movió. Estaba oscuro y Walimaí no 
      había usado nunca un cuchillo, podía rebanarle las muñecas, pero al minuto 
      el viejo había cortado las ataduras y lo tomaba del brazo para guiarlo a 
      la selva. 
      
               En el campamento el 
      capitán Ariosto había dado por terminada la partida de naipes y ya nada 
      quedaba en la botella de vodka. A Ludovic Leblanc no se le ocurría cómo 
      distraerlo y aún quedaban muchas horas antes del amanecer. El alcohol no 
      había atontado al militar, como él esperaba, en verdad tenía tripas de 
      acero. Le sugirió que usaran la radio transmisora, a ver si podían 
      comunicarse con el cuartel de Santa María de la Lluvia. Durante un buen 
      rato manipularon el aparato, en medio de un ensordecedor ruido de 
      estática, pero fue imposible contactar con el operador. Ariosto estaba 
      preocupado; no le convenía ausentarse del cuartel, debía regresar lo antes 
      posible, necesitaba controlar las versiones de los soldados sobre lo 
      acontecido en Tapirawa—teri. ¿Qué llegarían contando sus hombres? Debía 
      mandar un informe a sus superiores del Ejército y confrontar a la prensa 
      antes que se divulgaran los chismes. Omayra Torres se había ido murmurando 
      sobre el virus del sarampión. Si empezaba a hablar, estaba frito. ¡Qué 
      mujer tan tonta!, farfulló el capitán. 
      
               Ariosto ordenó al 
      antropólogo que regresara a su tienda, dio una vuelta por el campamento 
      para cerciorarse de que sus hombres montaban guardia como era debido, y 
      luego se dirigió al árbol donde habían atado al muchacho americano, 
      dispuesto a divertirse un rato a costa de él. En ese instante el olor lo 
      golpeó como un garrotazo. El impacto lo tiró de espaldas al suelo. Quiso 
      llevarse la mano al cinto para sacar su arma, pero no pudo moverse. Sintió 
      una oleada de náusea, el corazón reventando en su pecho y luego nada. Se 
      hundió en la inconsciencia. No alcanzó a ver a la Bestia erguida a tres 
      pasos de distancia, rociándolo directamente con el mortífero hedor de sus 
      glándulas. La asfixiante fetidez de la Bestia invadió el resto del 
      campamento, volteando primero a los soldados y luego a quienes estaban 
      resguardados por la tela de las carpas. En menos de dos minutos no quedaba 
      nadie en pie. Por un par de horas reinó un aterradora quietud en Tapirawa—teri 
      y en la selva cercana, donde hasta los pájaros y los animales huyeron 
      espantados por el hedor. Las dos Bestias que habían atacado 
      simultáneamente se retiraron con su lentitud habitual, pero su olor 
      persistió buena parte de la noche. Nadie en el campamento supo lo sucedido 
      durante esas horas, porque no recuperaron el entendimiento hasta la mañana 
      siguiente. Más tarde vieron las huellas y pudieron llegar a algunas 
      conclusiones. Alex, con Borobá montado en los hombros y siguiendo a 
      Walimaí, anduvo bajo en las sombras, sorteando la vegetación, hasta que 
      las vacilantes luces del campamento desaparecieron del todo. El chamán 
      avanzaba como si fuera día claro, siguiendo tal vez a su esposa ángel, a 
      quien Alex no podía ver. Culebrearon entre los árboles por un buen rato y 
      finalmente el viejo encontró el sitio donde había dejado a Nadia 
      esperándolo. Nadia Santos y el chamán se habían comunicado mediante los 
      gritos de lechuza durante buena parte de la tarde y la noche, hasta que 
      ella pudo salir del campamento para reunirse con él. Al verse, los jóvenes 
      amigos se abrazaron, mientras Borobá se colgaba de su ama dando chillidos 
      de felicidad. 
      
               Walimaí confirmó lo 
      que ya sabían: la tribu vigilaba el campamento, pero habían aprendido a 
      temer la magia de los nahab y no se atrevían a enfrentarlos. Los guerreros 
      estaban tan cerca que habían oído el llanto del bebé, tanto como oían el 
      llamado de los muertos, que aún no habían recibido un funeral digo. Los 
      espíritus de los hombres y la mujer asesinados aún permanecían pegados a 
      los cuerpos, dijo Walimaí; no podían desprenderse sin una ceremonia 
      apropiada y sin ser vengados. Alex le explicó que la única esperanza de 
      los indígenas era atacar de noche, porque durante el día los nahab 
      utilizarían el pájaro de ruido y viento para recorrer el Ojo del Mundo 
      hasta encontrarlos. 
      
               —Si atacan ahora, 
      algunos morirán, pero de otro modo la tribu entera será exterminada —dijo 
      Alex y agregó que él estaba dispuesto a conducirlos y pelear junto a 
      ellos, para eso había sido iniciado: él también era un guerrero. 
      
               —Jefe para la 
      guerra: Tahama. Jefe para negociar con los nahab: tú —replicó Walimaí. 
      
               —Es tarde para 
      negociar. Ariosto es un asesino. 
      
               —Tú dijiste que 
      unos nahab son malvados y otros nahab son amigos. ¿Dónde están los amigos? 
      —insistió el brujo. 
      
               —Mi abuela y 
      algunos hombres del campamento son amigos. El capitán Ariosto y sus 
      soldados son enemigos. No podemos negociar con ellos. 
      
               —Tu abuela y sus 
      amigos deben negociar con los nahab enemigos. 
      
               —Los amigos no 
      tienen armas. 
      
               —¿No tienen magia? 
      
               —En el Ojo del 
      Mundo no tienen mucha magia. Pero hay otros amigos con mucha magia lejos 
      de aquí, en las ciudades, en otras partes del mundo —argumentó Alexander 
      Coid, desesperado por las limitaciones del lenguaje. 
      
               —Entonces debes ir 
      donde esos amigos —concluyó el anciano. 
      
               —¿Cómo? ¡Estamos 
      atrapados aquí! 
      
               Walimaí ya no 
      contestó más preguntas. Se quedó en cuclillas mirando la noche, acompañado 
      por su esposa, quien había adoptado su forma más transparente, de modo que 
      ninguno de los dos chicos podía verla. Alex y Nadia pasaron las horas sin 
      dormir, muy juntos, tratando de infundirse calor mutuamente, sin hablar, 
      porque había muy poco que decir. Pensaban en la suerte que aguardaba a 
      Kate Coid, César Santos y los otros miembros de su grupo; pensaban en la 
      gente de la neblina, condenada; pensaban en las perezas centenarias y la 
      ciudad de oro; pensaban en el agua de la salud y los        huevos de 
      cristal. ¿Qué sería de ellos dos, atrapados en la selva? Una bocanada del 
      terrible olor les llegó de pronto, atenuado por la distancia, pero 
      perfectamente reconocible. Se pusieron de pie de un salto, pero Walimaí no 
      se movió, como si lo hubiera estado esperando. 
      
               —¡Son las Bestias! 
      —exclamó Nadia. 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser —comentó impasible el chamán. El resto de la noche se hizo muy 
      largo. Poco antes del amanecer el frío era intenso y los jóvenes, 
      ovillados con Borobá, daban diente con diente, mientras el anciano brujo, 
      inmóvil, con la vista perdida en las sombras, esperaba. Con los primeros 
      signos del amanecer despertaron los monos y los pájaros, entonces Walimaí 
      dio la señal de partir. Lo siguieron entre los árboles durante un buen 
      rato hasta que, cuando ya la luz del sol atravesaba el follaje, llegaron 
      frente al campamento. La fogata y las luces estaban apagadas, no había 
      signos de vida y el olor impregnaba todavía el aire, como si cien 
      zorrillos hubieran rociado el sitio en el mismo instante. Tapándose la 
      cara con las manos entraron al perímetro de lo que hasta hacía poco fuera 
      la apacible aldea de Tapirawa—teri. Las tiendas, la mesa, la cocina, todo 
      yacía desparramado por el suelo; había restos de comida tirados por 
      doquier, pero ningún mono o pájaro escarbaba entre los escombros y la 
      basura, porque no se atrevían a desafiar la espantosa hediondez de las 
      Bestias. Hasta Borobá se mantuvo lejos, gritando y dando saltos a varios 
      metros de distancia. Walimaí demostró la misma indiferencia ante el hedor 
      que había tenido la noche anterior ante el frío. Los jóvenes no tuvieron 
      más remedio que seguirlo. 
      
               No había nadie, ni 
      rastro de los miembros de la expedición, ni de los soldados, ni del 
      capitán Ariosto, tampoco los cuerpos de los indios asesinados. Las armas, 
      el equipaje y hasta las cámaras de Timothy Bruce estaban allí; también 
      vieron una gran mancha de sangre que oscurecía la tierra cerca del árbol 
      donde Alex había sido atado. Después de una breve inspección, que pareció 
      dejarlo muy satisfecho, el viejo Walimaí inició la retirada. Los dos 
      muchachos partieron detrás sin hacer preguntas, tan mareados por el olor, 
      que apenas podían tenerse de pie. A medida que se alejaban y llenaban los 
      pulmones con el aire fresco de la mañana, iban recuperando el ánimo, pero 
      les latían las sienes y tenían náuseas. Borobá se les reunió a poco andar 
      y el pequeño grupo se internó selva adentro. Varios días antes, al ver los 
      pájaros de ruido y viento rondando por el cielo, los habitantes de 
      Tapirawa—teri habían escapado de su aldea, abandonando sus escasas 
      posesiones y sus animales domésticos, que entorpecían su capacidad para 
      ocultarse. Se movilizaron encubiertos por la vegetación hasta un lugar 
      seguro y allí armaron sus moradas provisorias en las copas de los árboles. 
      Las partidas de soldados enviadas por Ariosto pasaron muy cerca sin 
      verlos, en cambio todos los movimientos de los forasteros fueron 
      observados por los guerreros de Tahama, disimulados en la naturaleza. 
      
               Iyomi y Tahama 
      discutieron largamente sobre los nahab y la conveniencia de acercarse a 
      ellos, como habían aconsejado Jaguar y Águila. Iyomi opinaba que su pueblo 
      no podía esconderse para siempre en los árboles, como los monos: habían 
      llegado los tiempos de visitar a los nahab y recibir sus regalos y sus 
      vacunas, era inevitable. Tahama consideraba que era mejor morir peleando; 
      pero Iyomi era el jefe de los jefes y finalmente su criterio prevaleció. 
      Ella decidió ser la primera en acercarse, por eso llegó sola al 
      campamento, adornada con el soberbio sombrero de plumas amarillas para 
      demostrar a los forasteros quién era la autoridad. La presencia entre los 
      forasteros de Jaguar y Águila, quienes habían regresado de la montaña 
      sagrada, la tranquilizó. Eran amigos y podían traducir, así esos pobres 
      seres vestidos de trapos hediondos no se sentirían tan perdidos ante ella. 
      Los nahab la recibieron bien, sin duda estaban impresionados por su porte 
      majestuoso y el número de sus arrugas, prueba de lo mucho que había vivido 
      y de los conocimientos adquiridos. A pesar de la comida que le ofrecieron, 
      la anciana se vio obligada a exigirles que se fueran del Ojo del Mundo, 
      porque allí estaban molestando; ésa era su última palabra, no estaba 
      dispuesta a negociar. Se retiró majestuosamente con su escudilla de carne 
      con maíz, segura de haber atemorizado a los nahab con el peso de su 
      inmensa dignidad. 
      
               En vista del éxito 
      de la visita de Iyomi, el resto de la tribu se armó de valor y siguió su 
      ejemplo. Así regresaron al sitio donde estaba su aldea, ahora pisoteado 
      por los forasteros, quienes evidentemente no conocían la regla más 
      elemental de prudencia y cortesía: no se debe visitar un shabono sin ser 
      invitado. Allí los indios vieron los grandes pájaros relucientes, las 
      carpas y los extraños nahab, de los cuales tan espantosas historias habían 
      escuchado. Esos extranjeros de modales vulgares merecían unos buenos 
      garrotazos en la cabeza, pero por orden de Iyomi los indios debieron 
      armarse de paciencia con ellos. Aceptaron su comida y sus regalos para no 
      ofenderlos, luego se fueron a cazar y cosechar miel y frutas, así podrían 
      retribuir los regalos recibidos, como era lo correcto. 
      
               Al día siguiente, 
      cuando Iyomi estuvo segura de que Jaguar y Águila todavía estaban allí, 
      autorizó a la tribu para presentarse nuevamente ante los nahab y para 
      vacunarse. Ni ella ni nadie pudo explicar lo que sucedió entonces. No 
      supieron por qué los niños forasteros, que tanto habían insistido en la 
      necesidad de vacunarse, saltaron de pronto a impedirlo. Oyeron un ruido 
      desconocido, como de cortos truenos. Vieron que al romperse los frascos se 
      soltó el Rahakanariwa y en su forma invisible atacó a los indios, que 
      cayeron muertos sin ser tocados por flechas o garrotes. En la violencia de 
      la batalla, los demás escaparon como pudieron, desconcertados y confusos. 
      Ya no sabían quiénes eran sus amigos y quiénes sus enemigos. 
      
               Por fin Walimaí 
      llegó a darles algunas explicaciones. Dijo que los niños Águila y Jaguar 
      eran amigos y debían ser ayudados, pero todos los demás podían ser 
      enemigos. Dijo que el Rahakanariwa andaba suelto y podía tomar cualquier 
      forma: se requerían conjuros muy potentes para mandarlo de vuelta al reino 
      de los espíritus. Dijo que necesitaban recurrir a los dioses. Entonces las 
      dos gigantescas perezas, que aún no habían regresado al tepui sagrado y 
      deambulaban por el Ojo del Mundo, fueron llamadas y conducidas durante la 
      noche a la aldea en ruinas. Jamás se hubieran acercado a la morada de los 
      indios por su propia iniciativa, no lo habían hecho en miles y miles de 
      años. Fue necesario que Walimaí les hiciera entender que ésa ya no era la 
      aldea de la gente de la neblina, porque había sido profanada por la 
      presencia de los nahab y por los asesinatos cometidos en su suelo. 
      Tapirawa—teri tendría que ser reconstruida en otro lugar del Ojo del 
      Mundo, lejos de allí, donde las almas de los humanos y los espíritus de 
      los antepasados se sintieran a gusto, donde la maldad no contaminara la 
      tierra noble. Las Bestias se encargaron de rociar el campamento de los 
      nahab, anulando a amigos y enemigos por igual. 
      
               Los guerreros de 
      Tahama debieron esperar muchas horas antes de que el olor se esfumara lo 
      suficiente para poder acercarse. Recogieron primero los cuerpos de los 
      indios y se los llevaron para prepararlos para un funeral apropiado, 
      después volvieron a buscar a los demás y se los llevaron a la rastra, 
      incluso el cadáver del capitán Ariosto, destrozado por las garras 
      formidables de uno de los dioses. Los nahab fueron despertando uno a uno. 
      Se encontraron en un claro de la selva, tirados por el suelo y tan 
      atontados, que no recordaban ni sus propios nombres. Mucho menos 
      recordaban cómo habían llegado hasta allí. Kate Coid fue la primera en 
      reaccionar. No tenía idea dónde se encontraba ni qué había sucedido con el 
      campamento, el helicóptero, el capitán y sobre todo con su nieto. Se 
      acordó del bebé y lo buscó por los alrededores, pero no pudo hallarlo. 
      Sacudió a los demás, que fueron despertándose de a poco. A todos les dolía 
      horriblemente la cabeza y las articulaciones, vomitaban, tosían y 
      lloraban, se sentían como si hubieran sido apaleados, pero ninguno 
      presentaba huellas de violencia. 
      
               El último en abrir 
      los ojos fue el profesor Leblanc, a quien la experiencia había afectado 
      tanto, que no pudo ponerse de pie. Kate Coid pensó que una taza de café y 
      un trago de vodka les vendría bien a todos, pero nada tenían para echarse 
      a la boca. El hedor de las Bestias les impregnaba todavía la ropa, los 
      cabellos y la piel; debieron arrastrarse hasta un arroyo cercano y 
      zambullirse largo rato en el agua. Los cinco soldados estaban perdidos sin 
      sus armas y su capitán, de modo que, cuando César Santos asumió el mando, 
      le obedecieron sin chistar. Timothy Bruce, bastante molesto por haber 
      estado tan cerca de la Bestia y no haberla fotografiado, quería regresar 
      al campamento a buscar sus cámaras, pero no sabía en qué dirección echar a 
      andar y nadie parecía dispuesto a acompañarlo. El flemático inglés, que 
      había acompañado a Kate Coid en guerras, cataclismos y muchas aventuras, 
      rara vez perdía su aire de tedio, pero los últimos acontecimientos habían 
      logrado ponerlo de mal humor. Kate Coid y César Santos sólo pensaban en su 
      nieto y su hija respectivamente. ¿Dónde estaban los niños? 
      
               El guía revisó el 
      terreno con gran atención y encontró ramas quebradas, plumas, semillas y 
      otras señales de la gente de la neblina. Concluyó que los indios los 
      habían llevado hasta ese lugar, salvándoles así la vida, porque de otro 
      modo hubieran muerto asfixiados o destrozados por la Bestia. De ser así, 
      no podía explicar por qué los indios no habían aprovechado para matarlos, 
      vengando así a sus muertos. Si hubiera estado en condiciones de pensar, el 
      profesor Leblanc se habría visto obligado a revisar una vez más su teoría 
      sobre la ferocidad de esas tribus, pero el pobre antropólogo gemía de 
      bruces en el suelo, medio muerto de náusea y jaqueca. 
      
               Todos estaban 
      seguros de que la gente de la neblina volvería y eso fue exactamente lo 
      que ocurrió; de pronto la tribu completa surgió de la espesura. Su 
      increíble capacidad para moverse en absoluto silencio y materializarse en 
      cuestión de segundos sirvió para que rodearan a los forasteros antes que 
      éstos alcanzaran a darse cuenta. Los soldados responsables de la muerte de 
      los indios temblaban como criaturas. Tahama se acercó y les clavó la 
      vista, pero no los tocó; tal vez pensó que esos gusanos no merecían unos 
      buenos garrotazos de un guerrero tan noble como él. 
      
               Iyomi dio un paso 
      al frente y lanzó un largo discurso en su lengua, que nadie comprendió, 
      luego cogió a Kate Coid por la camisa y empezó a gritar algo a dos 
      centímetros de su cara. A la escritora lo único que se le ocurrió fue 
      tomar a la anciana del sombrero de plumas amarillas por los hombros y 
      gritarle a su vez en inglés. Así estuvieron las dos abuelas un buen rato, 
      lanzándose improperios incomprensibles, hasta que Iyomi se cansó, dio 
      media vuelta y fue a sentarse bajo un árbol. Los demás indios se sentaron 
      también, hablando entre ellos, comiendo frutas, nueces y hongos que 
      encontraban entre las raíces y pasaban de mano en mano, mientras Tahama y 
      varios de sus guerreros permanecían vigilantes, pero sin agredir a nadie. 
      Kate Coid distinguió al bebé que ella había cuidado en brazos de una 
      muchacha joven y se alegró de que la criatura hubiera sobrevivido al fatal 
      hedor de la Bestia y estuviera de vuelta en el seno de los suyos. 
      
               A media tarde 
      aparecieron Walimaí y los dos muchachos. Kate Coid y César Santos 
      corrieron a su encuentro, abrazándolos aliviados, porque temían que no 
      iban a verlos nunca más. Con la presencia de Nadia la comunicación se hizo 
      más fácil; ella pudo traducir y así se aclararon algunos puntos. Los 
      forasteros se enteraron de que los indios todavía no relacionaban la 
      muerte de sus compañeros con las armas de fuego de los soldados, porque 
      jamás las habían visto. Lo único que deseaban era reconstruir su aldea en 
      otro sitio, comer las cenizas de sus muertos y recuperar la paz que habían 
      gozado siempre. Querían devolver el Rahakanariwa a su lugar entre los 
      demonios y echar a los nahab del Ojo del Mundo. 
      
               El profesor Leblanc, 
      algo más recuperado, pero todavía aturdido por el malestar, tomó la 
      palabra. Había perdido el sombrero australiano con plumitas y estaba 
      inmundo y fétido, como todos ellos, con la ropa impregnada del olor de las 
      Bestias. Nadia tradujo, acomodando las frases, para que los indios no 
      creyeran que todos los nahab eran tan arrogantes como ese hombrecito. 
      
               —Pueden estar 
      tranquilos. Prometo que me encargaré personalmente de proteger a la gente 
      de la neblina. El mundo escucha cuando Ludovic Leblanc habla —aseguró el 
      profesor. 
      
               Agregó que 
      publicaría sus impresiones sobre lo que había visto, no sólo en el 
      artículo del International Geographic, también escribiría otro libro. 
      Gracias a él, aseguró, el Ojo del Mundo sería declarado reserva indígena y 
      protegido de cualquier forma de explotación. ¡Ya verían quién era Ludovic 
      Leblanc! La gente de la neblina no entendió palabra de esta perorata, pero 
      Nadia resumió diciendo que ése era un nahab amigo. Kate Coid añadió que 
      ella y Timothy Bruce ayudarían a Leblanc en sus propósitos, con lo cual 
      también fueron incorporados a la categoría de los nahab amigos. 
      Finalmente, después de eternas negociaciones para ver quiénes eran amigos 
      y quiénes eran enemigos, los indígenas aceptaron conducirlos a todos al 
      día siguiente de vuelta al helicóptero. Para entonces esperaban que el 
      hedor de las Bestias en Tapirawa—teri se hubiera amortiguado. 
      
               Iyomi, siempre 
      práctica, dio orden a los guerreros de ir a cazar, mientras las mujeres 
      preparaban fuego y unas hamacas para pasar la noche. 
      
               —Te repetiré la 
      pregunta que ya te hice antes, Alexander, ¿qué sabes de la Bestia? —dijo 
      Kate Coid a su nieto. 
      
               —No es una, Kate, 
      son varias. Parecen perezas gigantescas, animales muy antiguos, tal vez de 
      la Edad de Piedra, o anteriores. 
      
               —¿Las has visto? 
      
               —Si no las hubiera 
      visto no podría describirías, ¿no te parece? Vi once de ellas, pero creo 
      que hay una o dos más rondando por estos lados. Parecen ser de metabolismo 
      muy lento, viven por muchos años, tal vez siglos. Aprenden, tienen buena 
      memoria y, no lo vas a creer, hablan —explicó Alex. 
      
               —¡Me estás tomando 
      el pelo! —exclamó su abuela. 
      
               —Es cierto. No son 
      muy elocuentes que digamos, pero hablan la misma lengua de la gente de la 
      neblina. 
      
               Alexander Coid 
      procedió a informarle que a cambio de la protección de los indios esos 
      seres preservaban su historia. 
      
               —Una vez me dijiste 
      que los indios no necesitaban la escritura porque tienen buena memoria. 
      Las perezas son la memoria viviente de la tribu —añadió el muchacho. 
      
               —¿Dónde las viste, 
      Alexander? 
      
               —No puedo 
      decírtelo, es un secreto. 
      
               —Supongo que viven 
      en el mismo sitio donde encontraste el agua de la salud... —aventuró la 
      abuela. 
      
               —Puede ser y puede 
      no ser —replicó su nieto, irónico. 
      
               —Necesito ver esas 
      Bestias y fotografiarlas, Alexander. 
      
               —¿Para qué? ¿Para 
      un artículo en una revista? Eso sería el fin de esas pobres criaturas, 
      Kate, vendrían a cazarlas para encerrarlas en zoológicos o estudiarlas en 
      laboratorios. 
      
               —Algo tengo que 
      escribir, para eso me contrataron... 
      
               —Escribe que la 
      Bestia es una leyenda, pura superstición. Yo te aseguro que nadie volverá 
      a verlas en mucho, mucho tiempo. Se olvidarán de ellas. Más interesante es 
      escribir sobre la gente de la neblina, ese pueblo que ha permanecido 
      inmutable desde hace miles de años y puede desaparecer en cualquier 
      momento. Cuenta que iban a inyectarlos con el virus del sarampión, como 
      han hecho con otras tribus. Puedes hacerlos famosos y así salvarlos del 
      exterminio, Kate. Puedes convertirte en protectora de la gente de la 
      neblina y con un poco de astucia puedes conseguir que Leblanc sea tu 
      aliado. Tu pluma puede traer algo de justicia a estos lados, puedes 
      denunciar a los malvados como Carías y Ariosto, cuestionar el papel de los 
      militares y llevar a Omayra Torres ante los tribunales. Tienes que hacer 
      algo, o pronto habrá otros canallas cometiendo crímenes por estos lados 
      con la misma impunidad de siempre. 
      
               —Veo que has 
      crecido mucho en estas semanas, Alexander —admitió Kate Coid, admirada. 
      
               —¿Puedes llamarme 
      Jaguar, abuela? 
      
               —¿Como la marca de 
      automóviles? 
      
               —Si. 
      
               —Cada uno con su 
      gusto. Puedo llamarte como quieras, siempre que tú no me llames abuela 
      —replicó ella. 
      
               —Está bien, Kate. 
      
               —Está bien, Jaguar. 
      
               Esa noche los nahab 
      comieron con los indios una sobria cena de mono asado. Desde la llegada de 
      los pájaros de ruido y viento a Tapirawa—teri, la tribu había perdido su 
      huerto, sus plátanos y su mandioca, y como no podían encender fuego, para 
      no atraer a sus enemigos, llevaban varios días con hambre. Mientras Kate 
      Coid procuraba intercambiar información con Iyomi y las otras mujeres, el 
      profesor Leblanc, fascinado, interrogaba a Tahama sobre sus costumbres y 
      las artes de la guerra. Nadia, quien estaba encargada de traducir, se dio 
      cuenta de que Tahama tenía un malvado sentido del humor y le estaba 
      contando al profesor una serie de fantasías. Le dijo, entre otras cosas, 
      que él era el tercer marido de Iyomi y que nunca había tenido hijos, lo 
      cual desbarató la teoría de Leblanc sobre la superioridad genética de los 
      «machos alfa». En un futuro cercano esos cuentos de Tahama serían la base 
      de otro libro del famoso profesor Ludovic Leblanc. 
      
               Al día siguiente la 
      gente de la neblina, con Iyomi y Walimaí a la cabeza y Tahama con sus 
      guerreros en la retaguardia, condujeron a los nahab de regreso a Tapirawa—teri. 
      A cien metros de la aldea vieron el cuerpo del capitán Ariosto, que los 
      indios habían puesto entre dos gruesas ramas de un árbol, para alimento de 
      pájaros y animales, como hacían con aquellos seres que no merecían una 
      ceremonia funeraria. Estaba tan destrozado por las garras de la Bestia, 
      que los soldados no tuvieron estómago para descolgarlo y llevarlo de 
      vuelta a Santa María de la Lluvia. Decidieron regresar más adelante a 
      recoger sus huesos para sepultarlo cristianamente. 
      
               —La Bestia hizo 
      justicia —murmuró Kate. 
      
               César Santos ordenó 
      a Timothy Bruce y Alexander Coid que requisaran todas las armas de los 
      soldados, que estaban desparramadas por el campamento, para evitar otro 
      estallido de violencia en caso que alguien se pusiera nervioso. No era 
      probable que ocurriera, sin embargo, porque el hedor de las Bestias, que 
      aún los impregnaba, los tenía a todos descompuestos y mansos. Santos hizo 
      subir el equipaje al helicóptero, menos las carpas, que fueron enterradas, 
      porque calculó que sería imposible quitarles el mal olor. Entre las carpas 
      desarmadas Timothy Bruce recuperó sus cámaras y varios rollos de película, 
      aunque aquellos requisados por el capitán Ariosto estaban inutilizados, 
      pues el militar los había expuesto a la luz. Por su parte Alex encontró su 
      bolsa y adentro estaba, intacta, la botella con el agua de la salud. 
      
               Los expedicionarios 
      se aprontaron para regresar a Santa María de la Lluvia. No contaban con un 
      piloto, porque ese helicóptero había llegado conducido por el capitán 
      Ariosto y el otro piloto había partido con el primero. Santos nunca había 
      manejado uno de esos aparatos, pero estaba seguro de que, si era capaz de 
      volar su ruinosa avioneta, bien podía hacerlo. 
      
               Había llegado el 
      momento de despedirse de la gente de la neblina. Lo hicieron 
      intercambiando regalos, como era la costumbre entre los indios. Unos se 
      desprendieron de cinturones, machetes, cuchillos y utensilios de cocina, 
      los otros se quitaron plumas, semillas, orquídeas y collares de dientes. 
      Alex le dio su brújula a Tahama, quien se la colgó al cuello de adorno, y 
      éste le regaló al muchacho americano un atado de dardos envenenados con 
      curare y una cerbatana de tres metros de largo, que apenas pudieron 
      transportar en el reducido espacio del helicóptero. Iyomi volvió a coger 
      por la camisa a Kate Coid para gritarle un discurso a todo volumen y la 
      escritora respondió con la misma pasión en inglés. En el último instante, 
      cuando los nahab se aprestaban para subir al pájaro de ruido y viento, 
      Walimaí entregó a Nadia una pequeña cesta.    
      
         
        
      
        
      
      El viaje de regreso a Santa 
      María de la Lluvia fue una pesadilla, porque César Santos demoró más de 
      una hora en dominar los controles y estabilizar la máquina. Durante esa 
      primera hora nadie creyó llegar con vida a la civilización y hasta Kate 
      Coid, quien tenía la sangre fría de un pez de mar profundo, se despidió de 
      su nieto con un firme apretón de mano. 
      
               —Adiós, Jaguar. Me 
      temo que hasta aquí no más llegamos. Lamento que tu vida fuera tan corta 
      —le dijo. 
      
               Los soldados 
      rezaban en voz alta y bebían licor para calmar los nervios, mientras 
      Timothy Bruce manifestaba su profundo desagrado levantando la ceja 
      izquierda, cosa que hacía cuando estaba a punto de explotar. Los únicos 
      verdaderamente en calma eran Nadia, quien había perdido el miedo de la 
      altura y confiaba en la mano firme de su padre, y el profesor Ludovic 
      Leblanc, tan mareado que no tuvo conciencia del peligro. 
      
               Horas más tarde, 
      después de un aterrizaje tan movido como el despegue, los miembros de la 
      expedición pudieron instalarse por fin en el mísero hotel de Santa María 
      de la Lluvia. Al día siguiente irían de vuelta a Manaos, donde tomarían el 
      avión a sus países. Harían la travesía en barco por el río Negro, como 
      habían llegado, porque la avioneta de César Santos se negó a elevarse del 
      suelo, a pesar del motor nuevo. Joel González, el ayudante de Timothy 
      Bruce, que estaba bastante repuesto, iría con ellos. Las monjas habían 
      improvisado un corsé de yeso, que lo inmovilizaba desde el cuello hasta 
      las caderas, y pronosticaban que sus costillas sanarían sin consecuencias, 
      aunque posiblemente el desdichado nunca se curaría de sus pesadillas. 
      Soñaba cada noche que lo abrazaba una anaconda. 
      
               Las monjas 
      aseguraron también que los tres soldados heridos se recuperarían, porque 
      por suerte para ellos las flechas no estaban envenenadas, en cambio el 
      futuro de Mauro Carías se vislumbraba pésimo. El garrotazo de Tahama le 
      había dañado el cerebro y en el mejor de los casos quedaría inútil en una 
      silla de ruedas para el resto de su vida, con la mente en las nubes y 
      alimentado por una sonda. Ya había sido conducido en su propia avioneta a 
      Caracas con Omayra Torres, quien no se separaba de él ni un instante. La 
      mujer no sabía que Ariosto había muerto y ya no podría protegerla; tampoco 
      sospechaba que apenas los extranjeros contaran lo ocurrido con las falsas 
      vacunas ella tendría que enfrentar a la justicia. Estaba con los nervios 
      destrozados, repetía una y otra vez que todo era culpa suya, que Dios los 
      había castigado a Mauro y a ella por lo del virus del sarampión. Nadie 
      comprendía sus extrañas declaraciones, pero el padre Valdomero, quien fue 
      a dar consuelo espiritual al moribundo, prestó atención y tomó nota de sus 
      palabras. El sacerdote, como Karakawe, sospechaba desde hacia mucho tiempo 
      que Mauro Carías tenía un plan para explotar las tierras de los indios, 
      pero no había logrado descubrir en qué consistía. Las aparentes 
      divagaciones de la doctora le dieron la clave. 
      
               Mientras estuvo el 
      capitán Ariosto al mando de la guarnición, el empresario había hecho lo 
      que le daba gana en ese territorio. El misionero carecía de poder para 
      desenmascarar a esos hombres, aunque durante años había informado de sus 
      sospechas a la Iglesia. Sus advertencias habían sido ignoradas, porque 
      faltaban pruebas y además lo consideraban medio loco; Mauro Carías se 
      había encargado de difundir el chisme de que el cura deliraba desde que 
      fuera raptado por los indios. El padre Valdomero incluso había viajado al 
      Vaticano para denunciar los abusos contra los indígenas, pero sus 
      superiores eclesiásticos le recordaron que su misión era llevar la palabra 
      de Cristo al Amazonas, no meterse en política. El hombre regresó 
      derrotado, preguntándose cómo pretendían que salvara las almas para el 
      cielo, sin salvar primero las vidas en la tierra. Por otra parte, no 
      estaba seguro de la conveniencia de cristianizar a los indios, quienes 
      tenían su propia forma de espiritualidad. Habían vivido miles de años en 
      armonía con la naturaleza, como Adán y Eva en el Paraíso. ¿Qué necesidad 
      había de inculcarles la idea del pecado?, pensaba el padre Valdomero. 
      
               Al enterarse de que 
      el grupo del International Geographic estaba de regreso en Santa María de 
      la Lluvia y que el capitán Ariosto había muerto de forma inexplicable, el 
      misionero se presentó en el hotel. Las versiones de los soldados sobre lo 
      que había pasado en el altiplano eran contradictorias, unos echaban la 
      culpa a los indios, otros a la Bestia y no faltó uno que apuntó el dedo 
      contra los miembros de la expedición. En todo caso, sin Ariosto en el 
      cuadro, por fin había una pequeña oportunidad de hacer justicia. Pronto 
      habría otro militar a cargo de las tropas y no existía seguridad de que 
      fuera más honorable que Ariosto, también podía sucumbir al soborno y el 
      crimen, como ocurría a menudo en el Amazonas. 
      
               El padre Valdomero 
      entregó la información que había acumulado al profesor Ludovic Leblanc y a 
      Kate Coid. La idea de que Mauro Carías repartía epidemias con la 
      complicidad de la doctora Omayra Torres y el amparo de un oficial del 
      Ejército era un crimen tan espantoso, que nadie lo creería sin pruebas. 
      
               —La noticia de que 
      están masacrando a los indios de esa manera conmovería al mundo. Es una 
      lástima que no podamos probarlo —dijo la escritora. 
      
               —Creo que sí 
      podemos —contestó César Santos, sacando del bolsillo de su chaleco uno de 
      los frascos de las supuestas vacunas. 
      
               Explicó que 
      Karakawe logró sustraerlo del equipaje de la doctora poco antes de ser 
      asesinado por Ariosto. 
      
               —Alexander y Nadia 
      lo sorprendieron hurgando entre las cajas de las vacunas y, a pesar de que 
      él los amenazó si lo delataban, los niños me lo contaron. Creímos que 
      Karakawe era enviado por Carías, nunca pensamos que era agente del 
      Gobierno —dijo Kate Coid. 
      
               —Yo sabía que 
      Karakawe trabajaba para el Departamento de Protección del Indígena y por 
      eso le sugerí al profesor Leblanc que lo contratara como su asistente 
      personal. De esa forma podía acompañar a la expedición sin levantar 
      sospechas —explicó César Santos. 
      
               —De modo que usted 
      me utilizó, Santos —apuntó el profesor. 
      
               —Usted quería que 
      alguien lo abanicara con una hoja de banano y Karakawe quería ir con la 
      expedición. Nadie salió perdiendo, profesor —sonrió el guía, y agregó que 
      desde hacía muchos meses Karakawe investigaba a Mauro Carías y tenía un 
      grueso expediente con los turbios negocios de ese hombre, en especial la 
      forma en que explotaba las tierras de los indígenas. Seguramente 
      sospechaba de la relación entre Mauro Carías y la doctora Omayra Torres, 
      por eso decidió seguir la pista de la mujer. —Karakawe era mi amigo, pero 
      era un hombre hermético y no hablaba más que lo indispensable. Nunca me 
      contó que sospechaba de Omayra —dijo Santos—. Me imagino que andaba 
      buscando la clave para explicar las muertes masivas de indios, por eso se 
      apoderó de uno de los frascos de vacunas y me lo entregó para que lo 
      guardara en lugar seguro. 
      
               —Con esto podremos 
      probar la forma siniestra en que se extendían las epidemias —dijo Kate 
      Coid, mirando la pequeña botella al trasluz. 
      
               —Yo también tengo 
      algo para ti, Kate —sonrió Timothy Bruce, mostrándole unos rollos de 
      película en la palma de la mano. 
      
               —¿Qué es esto? 
      —preguntó la escritora, intrigada. 
      
               —Son las imágenes 
      de Ariosto asesinando a Karakawe de un tiro a quemarropa, de Mauro Carías 
      destruyendo los frascos y del baleo de los indios. Gracias al profesor 
      Leblanc, que distrajo al capitán por media hora, tuve tiempo de cambiarlos 
      antes que los destruyera. Le entregué los rollos de la primera parte del 
      viaje y salvé éstos —aclaró Timothy Bruce. 
      
               Kate Coid tuvo una 
      reacción inesperada en ella: saltó al cuello de Santos y de Bruce y les 
      plantó a ambos un beso en la mejilla. 
      
               —¡Benditos sean, 
      muchachos! —exclamó, feliz. 
      
               —Si esto contiene 
      el virus, como creemos, Mauro Carías y esa mujer han llevado a cabo un 
      genocidio y tendrán que pagar por ello... —murmuró el padre Valdomero, 
      sosteniendo el pequeño frasco con dos dedos y el brazo estirado, como si 
      temiera que el veneno le saltara a la cara. 
      
               Fue él quien 
      sugirió crear una fundación destinada a proteger el Ojo del Mundo y en 
      especial a la gente de la neblina. Con la pluma elocuente de Kate Coid y 
      el prestigio internacional de Ludovic Leblanc, estaba seguro de lograrlo, 
      explicó entusiasmado. Faltaba financiamiento, era cierto, pero entre todos 
      verían cómo conseguir el dinero: recurrirían a las iglesias, los partidos 
      políticos, los organismos internacionales, los gobiernos, no dejarían 
      puerta sin golpear hasta conseguir los fondos necesarios. Había que salvar 
      a las tribus, decidió el misionero y los demás estuvieron de acuerdo con 
      él. 
      
               —Usted será el 
      presidente de la fundación, profesor —ofreció Kate Coid. 
      
               —¿Yo? —preguntó 
      Leblanc genuinamente sorprendido y encantado. 
      
               —¿Quién podría 
      hacerlo mejor que usted? Cuando Ludovic Leblanc habla, el mundo escucha... 
      —dijo Kate Coid, imitando el tono presuntuoso del antropólogo, y todos se 
      echaron a reír, menos Leblanc, por supuesto. Alexander Coid y Nadia Santos 
      estaban sentados en el embarcadero de Santa María de la Lluvia, donde 
      algunas semanas antes tuvieron su primera conversación y comenzaron su 
      amistad. Como en esa ocasión, había caído la noche con su croar de sapos y 
      su aullar de monos, pero esta vez no los alumbraba la luna. El firmamento 
      estaba oscuro y salpicado de estrellas. Alexander nunca había visto un 
      cielo así, no imaginaba que hubiera tantas y tantas estrellas. Los chicos 
      sentían que había transcurrido mucha vida desde que se conocieron, ambos 
      habían crecido y cambiado en esas pocas semanas. Estuvieron callados 
      mirando el cielo por un buen rato, pensando en que debían separarse muy 
      pronto, hasta que Nadia se acordó de la cestita que llevaba para su amigo, 
      la misma que le había dado Walimaí al despedirse. Alex la tomó con 
      reverencia y la abrió: adentro brillaban los tres huevos de la montaña 
      sagrada. 
      
               —Guárdalos, Jaguar. 
      Son muy valiosos, son los diamantes más grandes del mundo —le dijo Nadia 
      en un susurro. 
      
               —¿Éstos son 
      diamantes? —preguntó Alex espantado, sin atreverse a tocarlos. 
       
      
               —Si. Pertenecen a 
      la gente de la neblina. Según la visión que tuve, estos huevos pueden 
      salvar a esos indios y el bosque donde han vivido siempre. 
      
               —¿Por qué me los 
      das? 
      
               —Porque tú fuiste 
      nombrado jefe para negociar con los nahab. Los diamantes te servirán para 
      el trueque —explicó ella. 
      
               —¡Ay, Nadia! No soy 
      más que un mocoso de quince años, no tengo ningún poder en el mundo, no 
      puedo negociar con nadie y menos hacerme cargo de esta fortuna. 
      
               —Cuando llegues a 
      tu país se los das a tu abuela. Seguro que ella sabrá qué hacer con ellos. 
      Tu abuela parece ser una señora muy poderosa, ella puede ayudar a los 
      indios —aseguró la chica. 
      
               —Parecen pedazos de 
      vidrio. ¿Cómo sabes que son diamantes? —preguntó él. 
      
               —Se los mostré a mi 
      papá, él los reconoció a la primera mirada. Pero nadie más debe saberlo 
      hasta que estén en un lugar seguro, o se los robarán, ¿entiendes, Jaguar? 
      
               —Entiendo. ¿Los ha 
      visto el profesor Leblanc? 
      
               —No, sólo tú, mi 
      papá y yo. Si se entera el profesor saldrá corriendo a contárselo a medio 
      mundo —afirmó ella. 
      
               —Tu papá es un 
      hombre muy honesto, cualquier otro se habría quedado con los diamantes. 
      
               —¿Lo harías tú? 
      
               —¡No! 
      
               —Tampoco lo haría 
      mi papá. No quiso tocarlos, dijo que traen mala suerte, que la gente se 
      mata por estas piedras —respondió Nadia. 
      
               —¿Y cómo voy a 
      pasarlos por la aduana en los Estados Unidos? —preguntó el muchacho 
      tomando el peso de los magníficos huevos. 
      
               —En un bolsillo. Si 
      alguien los ve, pensará: son artesanía del Amazonas para turistas. Nadie 
      sospecha que existen diamantes de este tamaño y menos en poder de un 
      chiquillo con media cabeza afeitada —se rió Nadia, pasándole los dedos por 
      la coronilla pelada. 
      
               Permanecieron largo 
      rato en silencio mirando el agua a sus pies y la vegetación en sombras que 
      los rodeaba, tristes porque dentro de muy pocas horas deberían decirse 
      adiós. Pensaban que nunca más ocurriría nada tan extraordinario en sus 
      vidas como la aventura que habían compartido. ¿Qué podía compararse a las 
      Bestias, la ciudad de oro, el viaje al fondo de la tierra de Alexander y 
      el ascenso al nido de los huevos maravillosos de Nadia? 
      
               —A mi abuela le han 
      encargado escribir otro reportaje para el International Geographic. Tiene 
      que ir al Reino del Dragón de Oro —comentó Alex. 
      
               —Eso suena tan 
      interesante como el Ojo del Mundo. ¿Dónde queda? —preguntó ella. 
      
               —En las montañas 
      del Himalaya. Me gustaría ir con ella, pero... El muchacho comprendía que 
      eso era casi imposible. Debía incorporarse a su existencia normal. Había 
      estado ausente por varias semanas, era hora de volver a clases o perdería 
      el año escolar. También quería ver a su familia y abrazar a su perro 
      Poncho. Sobre todo, necesitaba entregar el agua de la salud y la planta de 
      Walimaí a su madre; estaba seguro de que con eso, sumado a la 
      quimioterapia, se curaría. Sin embargo, dejar a Nadia le dolía más que 
      nada, deseaba que no amaneciera nunca, quedarse eternamente bajo las 
      estrellas en compañía de su amiga. Nadie en el mundo lo conocía tanto, 
      nadie estaba tan cerca de su corazón como esa niña color de miel a quien 
      había encontrado milagrosamente en el fin del mundo. ¿Qué sería de ella en 
      el futuro? Crecería sabia y salvaje en la selva, muy lejos de él. 
      
               —¿Volveré a verte? 
      —suspiró Alex.  
      
               —¡Claro que sí! 
      —dijo ella, abrazada a Borobá, con fingida alegría, para que él no 
      adivinara sus lágrimas. 
      
               —Nos escribiremos, 
      ¿verdad? 
      
               —El correo por 
      estos lados no es muy bueno que digamos... 
      
               —No importa, aunque 
      las cartas se demoren, te voy a escribir Lo más importante de este viaje 
      para mi es habernos conocido. Nunca, nunca te olvidaré, siempre serás mi 
      mejor amiga —prometió Alexander Coid con la voz quebrada. 
      
               —Y tú mi mejor 
      amigo, mientras podamos vernos con el corazón —replicó Nadia Santos. 
      
               —Hasta la vista, 
      Águila... 
        
        
                —Hasta la vista, 
        Jaguar...    
      
      
      
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